CASO 2
LUCIANA
VIOLENCIA
IDENTIDAD
Estaba abatida. Luciana entró en mi consultorio como
arrastrándose y cuando le indiqué el sillón en el que debía sentarse lo hizo
como si obedeciera una orden. Era una
mujer joven, de unos 27 años, y se había contactado conmigo vía un mail
sencillo, claro y desesperado.
- Contame por qué estás
acá – le dije.
Sin levantar la cabeza
respondió:
- Porque estoy triste.
Y se quedó callada.
- ¿Tenés alguna idea
del motivo de tu tristeza?
- Si…
- Decime – la invito a
hablar -. ¿A qué se debe?
Breve silencio.
- ¿Me lo querés contar?
Asiente con la cabeza.
- A que nadie me
quiere.
Nuevo silencio.
- ¿Por qué decís que
nadie te quiere?
- Porque es así.
Me doy cuenta de que se
va angustiando a medida que habla.
- Y yo sé por qué –
agrega.
- ¿Ah, sí?
Contame. ¿Por qué ‹‹suponés›› que nadie
te quiere?
Traté de recalcar esa
palabra para marcar, desde el comienzo, una distancia entre su convicción y la
verdad, pues suele ocurrir que los pacientes llegan a la consulta con certezas
acerca de lo que son, o del porqué les pasa lo que les pasa, que no siempre son
ciertas. Es la puerta que me abren para
ingresar en ellos. Y por la que acepto
entrar. Pero intento tomar distancia de
esas creencias para no fortalecerlas.
Luciana levantó la
cabeza y me miró. Sus ojos se llenaron
de lágrimas, enrojecieron. Trataba de
hablar, pero no podía pronunciar una palabra.
De pronto empezó a llorar de un modo casi compulsivo. Se tapó la cara con las manos y su llanto
invadió el consultorio. Pero no era un
llanto triste. Era un llanto angustiado,
con esa carga de angustia que, como
decía Lacan, es la única emoción que no engaña.
Permanecí en
silencio. Ella continuó llorando. Se pasó el dorso de la mano por los ojos y
las lágrimas le mojaron el puño de la camisa.
Otra vez quiso hablar, pero no pudo.
Apretó los ojos como para detener el llanto, pero no lo logró. Su lengua enjugó una lágrima que corría por
la comisura de sus labios, suspiró varias veces y respiró profundamente
procurando calmarse.
- ¿Qué pasa, Luciana?
- Pasa que soy mala,
que nadie me quiere por que soy mala – dice y se quiebra nuevamente.
- ¿Por qué decís eso?
- Porque es así –
intenta hablar, pero sus palabras salen entrecortadas -, porque soy mala –
repite-. Y mirá, mirá lo que me pasa por
ser mala.
Permanecí
expectante. Entonces bajó la cabeza,
tuvo un nuevo estallido de llanto y, con profunda vergüenza, desabrochó un
botón de su camisa, la corrió apenas y dejó ver un enorme moretón en su pecho
izquierdo. Quedé sin palabras: era la
muestra inconfundible de haber sido agredida.
- Luciana – dije aún
conmovido -. A vos te están golpeando.
- Sí – dijo llorando -.
Porque soy mala. Y yo no quiero ser así.
Por favor – me mira suplicante -,
ayudame a dejar de ser así. Yo no quiero
ser quien soy.
Resulta impactante
tener delante una mujer golpeada. Y no
es común toparse al comienzo de una primera entrevista con tanto desborde de
angustia y con un pedido tan
fuerte. Luciana creía que merecía ser
castigada por su maldad y quería que la ayudara a dejar de ser quien era. Y esta súplica venía desde el fondo de su
alma. Había un auténtico deseo en su
pedido, había una verdad que se encarnaba en sus palabras y sus lágrimas. No se trataba de que ella no quería ser como era, sino de que no quería ser quien
era. Eso estaba claro. Pero ¿quién era en realidad?
Yo aún no lo sabía y,
por lo que pudimos comprobar tiempo después, hasta ese momento Luciana tampoco.
Decidí tomarla como
paciente después de nuestro segundo encuentro.
Casi nunca tomo esa decisión tan rápidamente. Por lo general nunca antes de cuatro o cinco
entrevistas. Pero sentí que ella
necesitaba un lugar en el cual fuera aceptada para poder hacer algo con su
dolor, y resolví darle ese espacio. Esto
tuvo un rápido efecto y la ayudó a bajar el alto nivel de angustia con el que
había llegado.
A pesar de saber
teóricamente cómo actúa el proceso analítico y el papel fundamental que la
palabra y, sobre todo, el poder decir
tienen sobre el paciente, no deja de asombrarme la inmediata sensación de
bienestar que muchas personas experimentan al comenzar el análisis. Aún no hemos intervenido sobre nada
importante, todavía no comenzamos a trabajar ni remotamente los temas
fundamentales que causan la angustia y, sin embargo, suele ocurrir que los
pacientes vienen la segunda o tercera sesión y nos dicen que se sienten
mejor. Esto, según mi experiencia, es un
buen síntoma a la hora de hacer un pronóstico.
Luciana trabajaba en un
estudio de arquitectura y vivía con su novio Nacho en un departamento que
alquilaban en la zona de Quilmes. Tenía
dos hermanos, Walter, de treinta años, y Viviana de treinta y dos. Su padre había muerto hacía ocho años y su
madre seis meses antes de que Luciana viniera a verme.
- Mi familia está
enojada conmigo – me dijo en una de nuestras sesiones, bastante tiempo después,
cuando ya no había vuelto a hablar de las agresiones.
- ¿Por qué?
- Porque yo abandoné a
mi mamá cuando se enfermó.
- ¿Y por qué hiciste
eso?
- Es que no me di
cuenta.
- A ver, explicame un
poco mejor, porque no te entiendo.
- Lo que pasa es que yo
no me di cuenta de que estaba mal.
- ¿Qué cosa estaba mal,
Luciana?
- Irme a vivir con mi
novio. Yo no pensé que de esa manera
estaba abandonando a mi mamá.
Nos quedamos en
silencio.
- Dejame ver si te
entiendo – le dije -. Lo que en realidad
hiciste fue irte de tu casa para vivir con tu novio. ¿Estoy en lo correcto?
- Sí.
- En esa época tu mamá
estaba enferma.
- Sí.
- Y vos te fuiste y no
volviste a verla nunca más.
Me mira sorprendida.
- ¿Qué decís? Claro que
volví a verla.
- Pero ¿muy de vez en
cuándo?
- No. Todos los días. Incluso tuve muchos problemas con mi novio
por eso.
- Contame.
- Antes de entrar al
trabajo pasaba a verla, y al salir también.
Le preparaba la cena, le daba de comer y recién después me iba al
departamento de Nacho.
Dejo pasar este modo de
llamar a su casa ‹‹el departamento de Nacho››, porque ahora prefiero trabajar
el tema de su madre. Ya lo retomaremos.
- Y entonces ¿por qué
decís que la abandonaste?
- Porque mis hermanos
me lo hicieron ver.
- ¿Qué te hicieron ver
tus hermanos?
-Que yo me fui de mi
casa cuando mi mamá estaba enferma. Que
la abandone. Que yo me tendría que haber
quedado a cuidarla.
- Ya veo. Y decime: ¿ellos dónde viven?
Me mira como si mi
pregunta fuera improcedente.
- Walter con su mujer y
Viviana con el marido y los dos chicos.
¿Pero eso qué tiene que ver?
- ¿Ellos también
abandonaron a tu mamá?
- No. Ellos no.
Ellos tienen otro hogar.
Este es el momento
preciso. No se hizo esperar mucho.
- Claro, y vos no. Vos no tenés ningún hogar. Vos vivís ‹‹en el departamento de Nacho››,
¿no?
- Sí.
Luciana no entiende la
ironía que conlleva mi pregunta. Para
ella es tan normal sentir que esto es así que no percibe la incoherencia en el
planteo de sus hermanos y en su propio pensamiento. Y, desgraciadamente, no está sola en este
modo de pensar. Muchas personas han sido
criadas en la culpa, en el maltrato, y sienten que no tienen derechos sino solo
obligaciones. Y aunque las cumplan, como
era el caso de Luciana, nunca es suficiente para conformar a los demás. Siempre le están reclamando un poco más y
viven sufriendo por sentirse permanentemente en falta.
Ante esta situación, el
primer trabajo que como analista debo realizar es cuestionar duramente esos
argumentos, tratar que ellas mismas los pongan en tela de juicio y ver qué
cosas se generan.
- A ver, Luciana,
contestame lo que te voy a preguntar.
Pero prestá mucha atención, porque quiero que pienses bien en lo que
estamos conversando.
Hago esta exhortación
porque, a pesar de ser una mujer inteligente, cuando entran en juego temas
sobre los que se han formado juicios previos (prejuicios) o que remiten a
mandatos externos, generalmente se pierde la capacidad de razonar con
coherencia.
- ¿Walter y Viviana eran tan hijos de tu madre
como vos, no?
- Sí, de mi mamá sí.
La respuesta me sorprende, me desubica por un
instante. Algo abre esa frase y tengo
que elegir si sigo por el camino que había iniciado o me interno en la nueva
puerta que se abre ante mí. Luciana me
mira expectante y no tengo mucho tiempo para decidir. Normalmente seguiría el devenir del discurso
y preguntaría por esta nueva grieta que el discurso de Luciana ha abierto. Pero por tratarse de una paciente en estado
de urgencia – toda paciente que atraviesa una situación de violencia lo está -,
resuelvo señalar lo que ha aparecido sin desviarme del tema que quería
trabajar.
- Me decís que ‹‹de tu mamá sí››. Después quiero que volvamos sobre este tema,
¿de acuerdo?
Silencio.
- ¿De acuerdo, Luciana?
Asiente con la cabeza.
- Entonces quedamos en que, al menos en lo que
a tu mamá se refiere, los tres deberían tener los mismos derechos y las mismas
obligaciones, ¿no?
Piensa unos segundos.
- No.
- ¿Por qué no?
- No sé, no es lo mismo.
- ¿Por qué no es lo mismo?
- Porque…
No dice nada más, y yo tampoco.
- ¿Y…es o no es lo mismo?
No responde.
Baja la mirada y me doy cuenta de que un aluvión de emociones, de ideas,
tal vez de recuerdos, están pasando por su mente. Su respiración se hace rápida, agitada. Se muerde el labio inferior y aprieta los
ojos, un gesto de Luciana que aprendía a conocer. Suele hacerlo cuando se angustia o se enoja. Y me parece que esta ves ambas emociones la
están invadiendo.
- ¿Sabés que creo? Que vos siempre sentiste que eras la única
que tenía la obligación de cuidar a tu mamá.
Me parece que tus hermanos te hicieron sentir eso y es probable que tu
mamá también.
Asiente.
- Vos asumiste ese lugar, y esto fue cómodo y
funcional para todo el mundo.
- Menos para mí.
- Exacto.
Menos para vos – silencio prolongado -.
Decime qué pensás.
- Que soy una boluda. Que hace meses que sufro porque mis hermanos
no me hablan y ni siquiera atienden mis llamados porque están enojados
conmigo. Y a lo mejor soy yo la que
debería estar enojada con ellos. Después
de todo yo hice lo que pude ¿no? Yo no
maté a mi mamá ¿o sí?
Tiene los ojos rojos y las lágrimas empiezan a
deslizarse por su cara. Me mira
suplicante. Yo le sostengo la
mirada. Podría responderle ahora mismo y
calmarla, decirle que es obvio que no mató a su madre y sé que eso la aliviaría
mucho. Pero me parece que este momento
es muy especial, inaugural en su vida: se está dando el derecho a enojarse con
sus hermanos y con ella misma por cómo se manejaron las cosas. Entonces decido que no es el momento de
calmarla, que aún hay cosas que ella puede sacar de este estado psíquico y
emocional.
- Bueno – le digo -, dejemos aquí.
Me mira asombrada. Consulta su reloj y vuelve a mirarme.
- ¿Qué?
Pero si hace menos de media hora que llegué. Tengo un montón de cosas dándome vueltas en
la cabeza.
- Por eso mismo. Dejemos aquí.
No puede creer que interrumpa la sesión en ese momento. Está nerviosa. Toma la cartera que había dejado en el piso y
busca torpemente algo. Después abre su
billetera color rosa con un dibujo algo infantil. Percibo su enojo. Cuenta el dinero y me lo entrega. Se levanta y se dirige hacia la puerta sin
siquiera saludarme. Yo me acerco a darle
un beso, como de costumbre.
- Luciana, ¿pasa algo?
- Sì.
- Decime.
- No puedo.
- Intentalo.
- No puedo – y alza la voz.
La miro y abro mis manos.
- Bueno, es una pena que no puedas decir lo que
sentís. A lo mejor si hubieras aprendido
a hacerlo te hubieras ahorrado muchos dolores – le abro la puerta -. Hasta el miércoles.
Durante aquella semana pensé mucho en
Luciana. Sabía que aquel corte de sesión
la había movilizado. Precisamente por
eso había decidido hacerlo de esa manera.
Y sabía también que algo iba a provocar.
¿Qué? No podía preverlo con
exactitud.
Confiaba en que no iba a llevar a cabo ningún
acto grave. No era una paciente con
ideaciones suicidas ni tendencia al consumo de drogas o alcohol. Tampoco tenía una personalidad depresiva o
maníaca que hiciera temer algún comportamiento peligroso para ella. Pero no descartaba que nuestra relación se
deteriorara. Así es el análisis. A veces los analistas tomamos decisiones con
las cuales ponemos a prueba, no sólo al paciente, sino al vínculo terapéutico
mismo. Si el paciente resiste, avanza
algunos pasos; si no, es posible que interrumpa el tratamiento. Por suerte, esto no ocurrió con Luciana.
- El otro día me fui muy enojada de acá – me
dijo al iniciar la siguiente sesión.
- Me dí cuenta.
Sonríe.
- ¿Sabés qué hice?
- No.
- Llamé a mis hermanos.
- ¿Te volvieron a cortar?
- No.
Esta vez no les di tiempo.
- Contame qué pasó.
- Los mandé a la puta que los parió – se rié.
- ¿Qué te resulta tan gracioso?
- La reacción de ellos. No lo podían creer. Y ¿sabés algo? Desde que pasó eso me llamaron todos los
días.
- ¿Y vos qué hiciste?
- No los atendí una mierda- me dice, y estalla en
carcajadas. Su risa me contagia y me río
también. – Mirá vos, ¿quién iba a decir,
no?
- ¿Qué cosa?
- Que la semana pasada, cuando me fui, te
estaba odiando. Incluso pensé en no
venir más. Y ahora nos estamos riendo
juntos.
- A lo mejor tiene que ver con que ese odio que
sentías no tenía nada que ver conmigo.
¿No?
- Puede ser.
- Y si esa bronca no era conmigo, ¿con quién
era?
- Obviamente con mis hermanos. Cuando me fui de acá me quedé pensando en lo
que habíamos conversado y creo que yo estaba equivocada.
- ¿En qué estabas equivocada?
- Yo creía que era la única responsable de
cuidar a mi mamá.
- Y no era así.
- No.
Ellos se fueron y me dejaron sola con ella en esa casa vieja, húmeda,
con olor a muerte. Donde habían pasado
tantas cosas…
Es muy fuerte lo que está diciendo.
- ¿Qué cosas?
Silencio.
- Ahora no quiero hablar de eso. Por favor.
- Como quieras.
Se toma unos segundos y continúa.
- Y yo me quedé. Y acepté ese lugar de
mierda. Se queda callada otra vez, con
la vista perdida, como si mirara hacia un lugar lejano o, tal vez, hacia un
tiempo lejano.
- ¿En qué te quedaste pensando?
- En que ése fue siempre mi lugar. Antes de que se fueran mis hermanos, antes de
que muriera mi papá, durante la enfermedad de mi mamá. Siempre fui una mierda, siempre – dice, y se
angustia.
- Luciana, vos no eras una mierda. Algunas personas te trataban como si lo
fueras, que no es lo mismo.
- Puede ser.
- Y decime: ¿Quiénes más te trataban de esa
manera?
- Principalmente la familia de mi papá.
- ¿Qué pasa con ella?
- Siempre me despreciaron.
- ¿Te trataban mal?
- Peor, ni siquiera me trataban. Cuando llamaban a casa para hablar con mi
viejo y yo atendía me cortaban.
- Bueno, parece ser que esa es una constante en
tu vida.
- Sí – sonríe.
- ¿Y por qué crees que tenían esa actitud con
vos?
Luciana no dice nada. Pero una escena de la sesión anterior viene a
mi mente. Se me impone de un modo casi
prepotente. Yo le había preguntado si
sus hermanos no eran tan hijos como ella, y su respuesta había sido: ‹‹Sí, de
mi mamá sí››.
- Luciana, el otro día nos quedó un tema
pendiente. Yo te dije que lo íbamos a
retomar, ¿te acordás?
Asiente con la cabeza.
- Lo que me estás contando acerca de la familia
de tu papá ¿está relacionado con este otro tema?
Silencio.
- Luciana, necesito que confíes en mí. Ya sé que me pediste que hoy no, pero para
que podamos seguir avanzando es importante que hablemos de esto.
Me mira y percibo su profundo sentimiento de
indefensión, es que mostró en nuestra primera charla. Otra vez aparece ese gesto tan suyo y le
tiembla la voz.
- Yo no tuve nada que ver – me dice llorando.
- ¿Con qué no tuviste nada que ver?
- Fue mi mamá, yo no hice nada, te lo juro.
En todos estos años he atendido muchos
pacientes. Y nunca pude permanecer
indiferente ante la visión de una persona angustiada. Me resulta siempre impactante. Cada uno lo demuestra a su manera. Pero cuando la angustia hace su aparición en
mi consultorio, siento que redescubro el porqué de mi profesión.
- A ver, contame. ¿Qué fue lo que hizo tu mamá?
Después de un breve silencio:
- Ella y Roberto…
- ¿Roberto?
- Sí, mi papá.
Es la primera vez que se refiere a su padre
nombrándolo de esa manera.
- Continuá, por favor.
- Bueno, ellos no andaban bien. Hacía mucho que no andaban bien. Y mi mamá se fue.
Se queda callada. No parece la misma paciente inteligente y
suspicaz de otras veces. Vuelve a
parecerse a aquella nena desprotegida y asustada que me mostró el moretón que
le había dejado la agresión de… ¿de quién?
Hasta ese momento no me lo había dicho, pero yo sospechaba quién era el
autor de aquellos golpes.
- ¿De dónde se fue tu mamá?
- De mi casa.
Lo dejó a mi papá.
- …
- Como a los tres meses y medio volvió. Y mi papá la perdonó.
- ¿Y vos qué tenés que ver con este hecho?
Me mira avergonzada. Baja la cabeza y dice temblando:
- Yo nací ocho meses después. Pero no tengo la culpa, Gabriel. ¿No es cierto que no tengo la culpa?
Me mira suplicante. Y esta vez sí voy a responder a su pregunta.
- Claro que no, Luciana. Vos no tuviste la culpa en nada de eso que
pasó.
No dice más.
Esconde el rostro entre sus manos y prorrumpe en un llanto angustiado… y
yo la dejo llorar. Hay mucho que
preguntar sobre lo que me está contando.
Pero ¿ahora? Decido que no.
Sin embargo, no voy a dejarla ir así, de modo
que nos quedamos compartiendo un largo silencio. ¿Diez, quince minutos? Más o menos.
No importa. El tiempo que ella
necesitaba para irse en condiciones de enfrentar este nuevo desafío que su
historia le ponía por delante.
Muchas fueron las sesiones que le dedicamos a
este tema y poco a poco Luciana fue reconstruyendo su pasado. No era fácil, porque ninguna de las personas
a las que podía consultar estaba dispuesta a hablar del tema. Solo Esther, una amiga íntima de su madre, se
encontró con ella en varias ocasiones y la ayudó a armar el rompecabezas. Al parecer, la madre de Luciana había tenido
un romance clandestino con un tal Fernando.
El hombre era español y la relación duró varios años. Elena, la mamá de Luciana, estaba muy
enamorada de él, pero no se animaba a separarse. Hasta que cierta vez, luego de una acalorada
discusión con su marido, tomó sus cosas y se fue.
Según los comentarios de su amiga, se entregó a
su amor con Fernando de un modo obsesivo.
Vivía para él, a punto tal que en todo ese tiempo solo había visitado a
sus hijos una vez, a escondidas de Roberto.
Pero he aquí que Elena quedó embarazada y
Fernando no quiso saber nada con ese hijo.
Ella se desesperó e intentó convencerlo, pero él le dijo que no quería
volver a verla y la echó de su casa.
Fue así cuando, despreciada, llena de vergüenza
y embarazada, Elena decidió volver.
Su esposo, que la amaba profundamente, la
perdonó y aceptó ser el padre de ese hijo.
Reconoció a Luciana como propia y le dio, a su manera, todo el cariño
que pudo. No fue el padre soñado, pero
jamás le hizo sentir diferencia alguna con respecto a sus hermanos. No así su familia, que siempre la despreció y
la trató como a una bastarda. Según sus
propias palabras, como una mierda.
Durante los siguientes meses de análisis
Luciana fue recomponiendo la relación con sus hermanos. No era fácil, ya que el vínculo había sido
siempre patológico. Pero poco a poco
pudo empezar a disfrutar, al menos en ocasiones, de su familia. Todo se iba acomodando, y hubiéramos seguido
trabajando en esa línea si no fuera porque una tarde Luciana apareció
nuevamente golpeada.
Tenía un moretón en el ojo izquierdo y la boca
hinchada. Apenas la vi experimenté un
sinfín de emociones. Si había sido duro
para mí verla así el primer día, cuando ni siquiera la conocía, ahora, después
de tanto tiempo de estar analizándola, con el fuerte cariño que le había
tomado, tuve que esforzarme para que mis sentimientos no obstruyeran mi
trabajo. Y como no soy de los que creen
que, en casos como éste, hay que dejar que el paciente saque el tema por
voluntad propia, la hice pasar, la miré, hice un gesto de negación con la
cabeza y le acaricié el pelo.
- ¿Qué pasó, Luciana?
Se encogió de hombros y empezó a
lagrimear. Con voz entrecortada me
preguntó:
- ¿Me podés abrazar?
Nuevamente aquella nena desprotegida había venido
al consultorio y me pedía un abrazo. No
es lo que los libros aconsejan a un psicoanalista. ¿Qué debía hacer, entonces? Pensé que pasaría si, fuera de mi
consultorio, viera a una mujer en las condiciones en las que Luciana
estaba. Y me dije que seguramente
trataría de darle contención. ¿Por qué
entonces, si haría esto con una desconocida, no iba a hacerlo con alguien que
hacía más de un año confiaba en mí y que en ese momento me estaba necesitando
tanto?
Todo esto pasó por mi cabeza en un segundo, porque
mi respuesta a su pregunta instantánea.
Sin mediar palabra abrí los brazos y ella se dejó caer sobre mi pecho
con un llanto dolorido y desgarrado. Así
estuvo unos minutos. Cuando se calmó un
poco la acompañé hasta el sillón y le pedí que se sentara. Yo hice lo propio.
- Nacho, ¿no?
- Sí.
- Contame, por favor.
- Me da vergüenza.
- No tenés por qué sentir vergüenza aquí. Sabés que estoy para ayudarte y tratar de
entenderte.
- Sí, pero…
- Luciana, confiá en mí.
Al decir esto caí en la cuenta de que muchas
veces utilicé con ella esta frase. Más
tarde comprendí que, inconscientemente, había captado la necesidad que ella
tenía de un espacio confiable para poder hablar. Un lugar en el cual no fuera juzgada ni
agredida. Tal vez por eso había sido una
frase que siempre la tranquilizaba y le permitía decir lo que le estaba
pasando.
- Gabriel, Nacho es un buen tipo. No vayas a pensar por esto – se señala el
labio– que es una mala persona . Es un
chico que ha sufrido mucho.
- Lo que pasa es que él
a veces me pide cosas…
- ¿Qué tipo de cosas?
- Sexuales.
- ¿Y qué te pidió esta
vez?
Se toma unos segundos.
- Que estuviéramos con
otra persona.
- Ajá.
- No es la primera vez
que lo hacemos – respira profundamente-.
Pero siempre fueron desconocidos.
A veces mujeres, a veces hombres, pero siempre personas que yo no había
visto antes y que no volví a ver después.
- ¿Y esta vez?
- Esta vez no. El lunes a la noche vino con Hugo, un amigo a
cenar. Me dijo que cocinara algo
rico. Trajo vino. No sé por qué pero algo no me sonaba del todo
bien. Ya habíamos compartido muchos
encuentros los tres. Pero esta vez era
diferente. Hugo me miraba de un modo
distinto, y Nacho estaba nervioso.
- ¿Vos dijiste algo?
- No. Porque pensé que a lo mejor eran ideas mías.
- ¿Entonces?
- Al terminar la comida
me fui a lavar los platos y Nacho vino a hablar conmigo.
- ¿Qué te dijo?
- Que quería que
estuviéramos juntos los tres.
- ¿Y vos qué le
respondiste?
- Yo no supe qué
decir. Me quedé callada.
- ¿Pero qué sentías?
- Que no quería
eso. Nunca lo había querido, siempre lo
había hecho por él, pero bueno, con desconocidos era otra historia ¿no? - No respondo a esa pregunta.
- ¿Entonces?
- Nacho me tomó de la
mano y me llevó al cuarto. Hugo vino
tras él. Yo estaba paralizada. Me sentía en medio de un infierno. Pero no podía reaccionar. Nacho me empezó a besar y de repente sentí
las manos de Hugo que me acariciaban desde atrás el pelo, que bajaban por mi
espalda. Yo no podía hacer nada. Y en un momento sentí qe sus manos me
levantaban el vestido y me tocó. Me
empezó a acariciar. Pensé que bueno, que
ya estaba, que era un rato y listo.
Intenté pensar en otra cosa, como había hecho las veces anteriores. Pero no pude.
- ¿Por qué?
- Porque me vino a la
mente algo que conversamos aquí una vez.
La interrogo con la
mirada.
- Aquella sesión
cortita, la que me fui enojada, ¿te acordás?
- Sí.
- Vos me dijiste era
una pena que yo no pudiera decir las cosas que estaba sintiendo. Que a lo mejor, si hubiera aprendido a
hacerlo, me hubiera ahorrado muchos dolores.
¿Te acordás?
- Sí, me acuerdo.
- Entonces, pensar en
eso me sacó de golpe de mi inacción. Y
les dije que no quería. Que me
perdonaran pero que no iba a hacerlo.
- ¿Y qué pasó?
- Hugo se puso colorado,
muy nervioso, y me dijo que estaba bien, que lo disculpara.
- ¿Y Nacho?
- Él me dijo que me
dejara de joder con boludeces, que no me hiciera la santita, e intentó seguir
adelante. Me puse firme y le dije que no
lo iba a hacer. Hugo salió de la habitación
y él me miró con rabia y me dijo que después íbamos a hablar.
Silencio.
- ¿Qué pasó después,
Luciana?
- Me desvestí y me metí
en la cama. Parece mentira, pero a pesar
de lo nerviosa que estaba, me dormí inmediatamente, como si hubiera querido morirme
por un rato. No sé cuánto tiempo habrá
pasado porque estaba en un sueño profundo.
La cuestión es que me desperté sobresaltada al sentir que Nacho me
agarraba de los pelos…
Se toma unos
segundos. Su respiración se hace más
agitada. Respeto esta pausa. Seguramente la está necesitando.
- Me dijo que quién
carajo me creía yo que era, que cómo lo hacía quedar así con su mejor
amigo. Y me pegó – se señala la cara.
- ¿Y vos que hiciste?
- Traté de defenderme,
pero tenía miedo de enojarlo aún más. Entonces
le pedí perdón. Le dije que entendiera
que yo no quería eso. Y me dijo que a él
no le importaba lo que yo quisiera o dejara de querer. Fue horrible.
Por suerte se calmó y se fue a la cocina. Yo me quedé llorando en la cama. Unos minutos después me trajo un vaso de
agua.
- Ajá.
- Sos jodida, me dijo
ya más calmado, y se quedó de pie mirando la escena. La sáana manchada da sangre y yo hecha un
ovillo sobre la cama, temblando y tapada hasta la cabeza. Mirá lo que me hacés hacer, se quejó. Se le cayeron algunas lágrimas y me pidió que
no se lo hiciera más. Me dijo que a él
no le gustaba hacer eso, pero que yo lo había obligado. Se sentó en la cama y se largó a llorar. Yo lo ví así, tan débil, tan desprotegido…
- ¿Qué pasó entonces?
- Lo abracé. Y me pidió que le prometiera que no iba a
hacerlo enojar tanto.
- ¿Y vos qué dijiste?
- Nada, no dije
nada. Nos quedamos un largo rato
abrazados. Nos miramos, nos besamos,
después me empezó a acariciar y…
- ¿Y?
- Y terminamos haciendo el amor.
Se hace entre nosotros
un silencio prolongado. Cada tanto
levantaba los ojos y volvía a bajar la mirada como avergonzada.
- Luciana, ¿a vos te
parece bien que él te haya pegado?
- No, claro que
no. Pero es cierto que yo lo hice
enojar.
Pienso un instante. Debo intervenir para conmover esta idea que
tiene acerca de que, en alguna medida, es culpable de lo ocurrido. Sé que está obnubilada, que esto forma parte
de una reacción sintomática que se le impone, pero sé también que tiene la
capacidad para poder pensar acerca de este conflicto que se ha generado entre
lo que sus sentimientos le hacen creer y lo que la realidad y la razón
indican. Necesito que se corra un
segundo de este lugar y ponga en el centro de su atención la actitud de Nacho.
- Luciana, hoy hablaste
de aquella sesión que tuvimos hace un tiempo.
Y por lo que veo la recordás muy bien.
- Sí.
- Cuando volviste a la
sesión siguiente me dijiste que te habías ido enojada, ¿te acordás?
- Sí.
- Seguramente porque yo
decidí interrumpir antes de los cincuenta minutos.
- Sí.
- Entonces, podríamos
decir que, de alguna manera yo te había hecho enojar.
Piensa unos segundos y
asiente con la cabeza.
- ¿Y por qué no me
pegaste?
Me mira sorprendida
ante mi pregunta.
- ¿Qué decís?
- Sí, yo te había hecho
enojar. ¿Por qué no me pegaste?
Se sonríe.
- Porque no estoy loca.
- Ah… - le digo mirándola -, me estás diciendo
que para pegarle a alguien, solo porque te ha hecho enojar, hay que estar
loco. Entonces ¿Nacho está loco?
Silencio.
- Mirá, Luciana, ¿sabés cuál es la
característica distintiva de las personas golpeadoras?
- No.
- Que siempre hacen recaer la responsabilidad
en la víctima. La culpa es del otro que
no les da la razón, que los hace enojar, que no cumple sus caprichos, que no
acata sus órdenes, que se olvidó de despertarlo a tiempo y por eso llegamos
tarde a trabajar, y así podríamos seguir indefinidamente. No se hacen cargo jamás de su
responsabilidad. Entonces manejan a la
víctima para que se sienta culpable.
- Pero él a veces se hace cargo.
- Sí, me lo imagino. Después de haberte pegado ¿no? Esa es la otra variante. No me digas nada. Yo te lo describo: se pone a llorar, te pide
perdón, te dice que no lo va a hacer más, te cuenta su pasado terrible. Y vos terminás, con la boca hinchada y el ojo
negro, consolándolo y teniéndole lástima.
¡Pobre Nacho, cuanto ha sufrido!
¿No es cierto?
Silencio.
- ¿Te acordás lo que me dijiste la primera vez
que hablamos? Me pediste por favor que
te ayudara a dejar de ser quien eras.
- Sí, me acuerdo.
- Bueno, yo quiero ayudarte a dejar de ser
quien vos has sido hasta ahora. Pero
vos, ¿sabés qué has sido hasta ahora?
Adrede, cambio el quién por el qué al
formularle la pregunta. Porque quiero
introducir la idea de que ha estado en un lugar que no era el de una persona
sino el de un objeto, como si hubiera sido una cosa, y que no ha respetado su
lugar de sujeto, su derecho a desear y elegir lo que quiere para su vida.
- ¿Lo sabés, Luciana? – niega con la cabeza
-. Yo te lo voy a decir: Vos has sido una mujer golpeada, alguien que
no puede elegir qué quiere y qué no quiere hacer con su cuerpo y su
sexualidad. Una persona esclavizada al
deseo caprichoso de otro violento que decide qué está bien y qué está mal, que
elige cuándo, cómo y con quién se coje.
Y yo quiero que juntos trabajemos para que dejes de ser la que está
siempre en el lugar de ser una mierda, la que todos tratan como a una bastarda
y que se siente una boluda.
Estoy tomando dichos suyos. Sé que son duros, pero los ha ido desplegando
a lo largo de las sesiones. Y ha llegado
el momento de devolvérselos para que los escuche. Debo hacerlo, sin embargo, con un tono muy
especial, que en ningún punto se parezca a un maltrato, puesto que no puedo
encarnar en análisis lo mismo que le pasa en su vida. Yo no voy a ser ese otro golpeador que la
humilla. Así y todo, a pesar de mi tono
cuidado, aparece en ella nuevamente aquel gesto tan personal que delata su estado
de ánimo. Seguramente se ha angustiado,
pero no llora. Me mira fijamente y sin
enojo. En todo este tiempo se ha hecho
mucho más fuerte. Por eso ahora puedo
decirle todo lo que le estoy diciendo.
- Pero para que yo pueda ayudarte – continúo -,
vos tenés que cuestionarte un montón de cosas.
- ¿Qué cosas?
- Por ejemplo esto de que Nacho es un pobre
chico que ha sufrido mucho y que reacciona así porque vos lo hacés enojar. Yo no soy quién para decir si es un buen o un
mal tipo. Pero hay algo de lo que estoy
seguro: tu novio no puede volver a ponerte un dedo encima. Para eso tenés que dejar de sentir que tiene
derecho a hacerlo.
Suspira.
- Eso ya lo sé, pero no sé cómo enfrentarlo.
- Le tenés miedo.
Asiente.
- Mirá, hay algo que está por encima de todos
los hombres. Ese algo es la ley. Nacho habrá tenido una historia dura, será a
lo mejor un psicópata golpeador y manejardor, pero no está loco. Si vos te ponés firme, si te apoyás en la
ley, va a tener que entender.
Se queda pensando un momento.
- Pero ¿cómo puedo vivir en la misma casa con
un hombre al que amenazo denunciar?
- Tenés razón.
Hago unos segundos de silencio.
- ¿Qué estás queriendo decirme? – me pregunta
espantada.
- Que, a lo mejor, para salir de esta situación
de violencia en la que estás metida, vas a tener que pensar en la posibilidad
de dejar de vivir con él.
Me mira.
Ahora sí irrumpe la angustia en toda su magnitud. Tiembla, casi no puede hablar, aprieta y
retuerce el pañuelo que tiene entre sus manos y aparece nuevamente esa niña desprotegida
y asustada.
- ¿Y adónde voy? Yo no tengo nada, no tengo a nadie, estoy
sola en el mundo. No me pidas que haga
eso, por favor.
Es un momento difícil para mí. No puedo reaccionar ante sus emociones con lo
que realmente me generan, porque si ahora la abrazara y la contuviera le
estaría dando la razón. La estaría
poniendo en el lugar de la <<pobrecita>>.
No. Esta vez no puedo. No debo.
- Eso no es cierto.
Trato de que mi voz la tranquilice.
- Tenés este espacio, tu análisis. Un lugar que no es fácil sostener y vos lo
venís haciendo desde hace más de un año.
Hago una pausa.
Estoy apelando a su razón para sacarla de ese lugar infantil al cual sus
emociones la regresan cada tanto.
- Luciana, yo no me puedo quedar mirando cómo
te pegan y, sobre todo, cómo vos te dejás pegar. Y cómo justificás a tu agresor. Porque al hacerlo vos misma te ponés en ese
lugar de mierda que tanto decís que te molesta.
Y yo no voy a jugar ese juego.
Porque para mí sos alguien valioso.
Sos esa mujer que se sobrepuso a un padre que no la aceptó, a ser la
hija ilegítima de una mujer despreciada, a llevar un nombre que no es el suyo,
a una familia que ni siquiera le hablaba.
Porque has podido vértelas con todo eso, sos una mujer merecedora de
respeto. Yo lo sé. Pero parece que vos todavía no. Además, estoy seguro de que afuera hay
alguien dispuesto a darte una mano en esta situación tan difícil. Y si no lo hubiera ¿qué querés que te
diga? Tendrás que aprender a
arreglártelas sola hasta que vos misma construyas una relación diferente, con
alguien que sí te respete y en quien puedas confiar. Tal vez la soledad, cuando es elegida y no
padecida, no sea tan terrible como vos la imaginás. Mientras tanto contás conmigo. Pero yo estoy acá, en el consultorio (¿cómo
explicarle que, como analista, tengo un lugar en su inconsciente?) y en tu
pensamiento. Cada vez que recordás algo
que hablamos, como lo hiciste para poder decir que no la otra noche, o cada vez
que decís: <<Esto se lo tengo que contar a Gabriel>>, lo cual es mucho. Pero afuera vas a tener que defenderte
vos. Lo único que puedo hacer, si
querés, es acompañarte a hacer la denuncia.
Nos miramos sin decir una palabra. Al cabo de unos minutos me pongo de pie. Ella también.
La acompaño hasta la puerta y nos despedimos en silencio.
No es fácil ayudar a una persona
maltratada. Siempre hay un motivo por el
cual se colocan en ese lugar. Como si
sintieran que son merecedoras del castigo.
En todos los casos que yo he tratado, encontré un motivo oculto y
profundo que las hacía creerse culpables de alguna falta. Y el golpeador encarna el lugar del verdugo
que las castiga y les hace cumplir lo que inconscientemente creen: que es una
condena merecida. Contra esta convicción
oculta debemos luchar, y nunca es sencillo.
En el caso de Luciana, ella misma me había dado
la clave al preguntarme acerca de si tenía o no algo que ver con la traición de
su madre. Es decir, que la falta
generadora de culpa se encontraba, ni más ni menos, en su propio origen. Ella era la prueba viviente de la infidelidad
de su mamá, a la vez el motivo por el cual no había podido concretar su
historia de amor con Fernando. Era la
hija no deseada por nadie. Y esto había
conformado una personalidad insegura y temerosa. No podía ser de otra manera.
El cachorro humano, como lo llama Lacan, nace
en un total estado de indefensión, al extremo de que si se dejara a un recién
nacido solo sobre una cama moriría sin remedio.
O sea que, desde el vamos, el ser humano necesita de Otro.
Este
Otro será, como dijimos, el que irá decodificando cada pedido del bebé. Y le irá enseñando quién es y cuánto
vale. La primera muestra de este valor
es reconocimiento, lo que a Luciana le había faltado.
Ella había llegado a este mundo y el sentido
que se le dio fue el de un problema indeseado.
Para Fernando, que no la aceptó jamás; para su madre, que debió
interrumpir su relación con él por causa de este embarazo; para Roberto, que
sufrió su llegada como corolario del engaño; y para su familia paterna, que con
su odio hacia ella quiso castigar la trasgresión de Elena y la debilidad de
Roberto al perdonarla.
El niño va aprendiendo quién es identificándose
con el discurso de los demás y, en este sentido, las frases que los padres
dirigen a sus hijos son mucho más importantes de lo que pudiera pensarse. Con Luciana conversamos algunas sesiones acerca
de esto y descubrimos que su vida había estado plagada de frases
descalificadoras: <<Pobrecita>>, <<vos no vas a llegar a nada>>, <<a ella le cuesta>> y muchas otras. La más fuerte que Luciana recordaba, aunque
yo sabía que seguramente remitía a otras más arcaicas, se la había dicho su
madre cuando ella le informó su decisión de irse a vivir con Nacho.
- Sos una egoísta – le gritó Elena en aquella
conversación -. Ahora me abandonás. ¿Vos sabés todo lo que yo hice por vos, a
todo lo que renuncié por tu culpa? Y
ahora que estoy enferma me decís que te vas.
Sos una puta. Pero andá, que ya
vas a volver solita. Porque vos nunca
serviste para nada.
Aquella sesión en la que me contó este episodio
fue muy movilizante y, también, muy productiva.
Analizamos cada una de estas frases y descubrimos que ya habían sido
pronunciadas de diferentes maneras a lo largo de su vida. Recuerdo que a ella le costó mucho enojarse
con su mamá, porque, según sus propias palabras, <<era lo único que tenía>>
- ¿Así que te dijo que vos eras una puta porque
te ibas con un hombre?
- Sí.
- Luciana, ¿de quién estaba hablando tu mamá en
realidad?
- De mí.
- ¿Estás segura?
- No te entiendo.
- Vos eras soltera, no estabas engañando a
nadie al irte a vivir con tu novio.
- Sí, es cierto.
- Decime, ¿quién se comportó como una puta al
irse a vivir con un hombre estando casada?
¿Quién abandonó a su familia?
¿Quién tuvo que <<volver solita>> a su casa?
¿Vos?
Se queda un instante en silencio.
- Decime qué pensás.
- No puedo.
- Sí podés.
- No, no puedo.
- ¿Querés que te ayude?
Asiente.
- ¿Estás pensando acerca de la actitud de tu
mamá hacia vos?
- Sí.
- No estuvo bien, ¿no?
- No. No
estuvo bien.
- ¿Cómo sentís que se comportó?
Silencio.
- Luciana, si ni siquiera te animás a decirlo
acá, va a ser muy difícil que podamos resolverlo.
Toma aire y derrama unas lágrimas.
- Mi mamá… mi mamá se portó como una hija de
puta conmigo. Eso es lo que pienso. Yo no tenía la culpa de sus errores.
- Tenés razón.
- ¿Y por qué entonces se la agarró conmigo?
No es el momento para explicarle el mecanismo
de proyección que algunas personas utilizan como mecanismo de defensa ante la
angustia.
- Porque a veces la gente hace ese tipo de
cosas. Incluso las personas que más
queremos. Y tenés todo el derecho de
enojarte.
- Pero entonces nadie me quiso nunca – ahora sí
se derrumba -. Ni siquiera mi mamá. ¿Por qué nadie me quiso, por qué nadie me
quiere? Al final tenía razón mi mamá.
- ¿En qué?
- Cuando me dijo que yo nunca serví para nada.
Habíamos tenido sesiones muy duras, sin embargo
jamás la había visto tan destruida. Los
ojos rojos, el rostro empapado por las lágrimas, su mano tensa que tomaba el
pañuelo con el que infructuosamente se sonaba la nariz para quitar las lágrimas
que se filtraban. Tenía la cabeza gacha
y algunos cabellos se le habían pegado a la cara.
- Luciana – no me mira, no reacciona -. Luciana, escuchame – le doy unos segundos más
-. Quiero decirte algo.
- ¿Qué?
- ¿Me estás escuchando?
- Sí.
- Lo que quiero decirte es que lo que tu mamá
te dijo no tiene que ver con vos, sino con lo que a ella le pasó con vos.
Me mira extrañada. Lo dije deliberadamente de un modo no del
todo claro. Necesitaba recuperar su
atención, y creo que lo conseguí.
- No te entiendo.
- Me parece que lo que tu mamá estaba diciendo
no es que vos no servías para nada, sino que vos no le serviste para nada a la hora de concretar sus deseos.
- …
- No le serviste para formar una familia con
Fernando, no le serviste a la hora de ser perdonada por su familia política y,
tal vez, no le serviste para que pudiera ella misma olvidar su traición, su
infidelidad y su frustrado amor.
Asiente.
Lo está procesando. Su
pensamiento vuelve a ponerse en movimiento y el aluvión emocional retrocede.
- Pero – continúo -, ¿quién te dijo a vos que
viniste a este mundo para servirle a los demás?
A ella y su fracaso amoroso, a tus hermanos y su deseo de tener quien se
haga cargo de lo que ellos no podían o no querían enfrentar, a Nacho y su
obsesión por concretar sus fantasías sexuales.
No, Luciana, vos no tenés obligación de realizar los deseos de nadie,
excepto de una persona.
Breve silencio.
- ¿De mí?
- De vos.
Y, hasta ahora, es una deuda pendiente.
Sería bueno que viéramos si nos dedicamos a eso ¿no te parece?
Asiente con la cabeza y me dedica una
sonrisa. Se la agradezco
secretamente. Yo la necesitaba, y por un
momento me enojé conmigo mismo. Tampoco
Luciana estaba aquí para cumplir mis deseos.
Unos meses después de esta charla se produjo un
nuevo incidente con Nacho. Ella había estado
trabajando mucho acerca de este tema y de la necesidad de darse un lugar diferente.
- ¿Qué pasó entonces?
- Le dije que si me tocaba un pelo lo iba a
lamentar toda su vida.
- ¿Y él qué hizo?
- Me miró con asombro, estaba descolocado. Me preguntó qué quería decir con eso. Y le dije que lo iba a denunciar. Que me había estado asesorando y que no iba a
dudar en mandarlo preso si me volvía a pegar.
Nacho me dijo que yo no iba a ser capaz de hacerle algo así, y le
respondí que no era nada al lado de todo lo que él me había hecho en este
tiempo.
- ¿Y qué sucedió?
- Para mi asombro, nada, me dijo que era una
hija de puta desagradecida y se fue. A
las dos o tres horas volvió y se metió en la cama. Me dijo que estaba enojado y le respondí que
yo también. Después de unos minutos en
silencio me quiso abrazar y lo rechacé.
Me levanté y me fui a dormir al sillón del comedor, pero antes le pedí
que por favor no viniera. Que al otro
día íbamos a conversar más tranquilos.
- ¿Cómo te sentiste?
- Mejor que nunca.
- Es lo que suele ocurrir cuando uno se hace
respetar.
- Gabriel, yo no sé si voy a poder seguir
viviendo con Nacho.
- ¿Y qué te pasa con ese tema?
- Me da un poco de miedo. Pero bueno, tengo que crecer, ¿no?
Sonrío.
- Ya creciste mucho en este tiempo, Luciana. Estoy muy orgulloso del camino que hemos
recorrido juntos – le digo sinceramente.
- Gracias.
Yo también.
Su mirada ha cambiado. Su sonrisa también. Yo sé que los monstruos siempre están vivos,
pero así como antes aparecía aquella chiquita asustada, hoy apareció, por
primera vez, una mujer capaz de hacerse cargo de sí misma. Tal vez un esbozo, algo aún por construir,
pero una fotografía anticipada que me permitió ver a la Luciana posible. Y hacia allí iremos.
- Quiero decirte que a partir de la sesión que
viene, vamos a introducir un cambio en nuestro encuadre.
- Decime – me mira expectante.
- Vamos a empezar a trabajar con el diván.
- ¿En serio? – deja escapar una risita - ¿Y eso
es bueno o es malo?
- Vos ya sabés.
Compartimos una mirada cómplice, la última de
nuestro trabajo cara a cara, y nos despedimos.
Comenzaba una nueva etapa.
En este nuevo período del análisis de Luciana
apareció una figura que fue de fundamental ayuda. Esther, aquella amiga de su madre a la cual
se había acercado en busca de datos que le permitieran reconstruir su pasado,
había quedado en contacto con ella. Era
una mujer cálida y protectora, que rápidamente comprendió la soledad y las
carencias que Luciana tenía y se fue convirtiendo de a poco en una especie de
amiga mayor o, más exactamente, en una madre sustituta. El hecho de que Esther no tuviera hijos tal
vez ayudó para que en ella surgiera este impulso por proteger y cuidar a la
hija de su amiga. A su modo, también
Luciana fue su hija sustituta.
La relación con Nacho ya no daba para más. Ella no había permitido que él volviera a
golpearla ni se había prestado a cumplir sus fantasías sexuales. Y, a medida que Luciana se hacía más fuerte,
su relación se debilitaba. Hasta que un
día tomó la decisión de irse. Pero
¿adónde? Ese tema que tanto la
angustiaba encontró una solución tan inesperada como beneficiosa.
-Esther me dijo que, si quiero, puedo irme a
vivir con ella. Tiene un departamento
grande, de tres ambientes y vive sola.
Es más, me dijo que a ella le daría una gran felicidad.
- ¿Qué vas a hacer?
- Me parece que en este momento es la mejor
opción que tengo. La verdad es que nos
llevamos muy bien. Yo realmente la
quiero y ella a mí también. Para mí va a
ser bueno no tener que pagar un alquiler, si bien le dije que voy a cubrir la
mitad de los gastos. Además, ¿querés que
te diga algo? Me parece que ella está
deseosa de tener con quien compartir esta etapa de su vida. Y creo que también yo tengo cosas importantes
para darle.
Qué gran placer es para mí escuchar decir esto
a una paciente que, hasta hace unos meses, se desangraba en el consultorio
diciendo que no servía para nada y que no había nadie en el mundo que la
quisiera.
Así fue como Luciana dejó a su novio y se
instaló en lo de Esther, y casi podría asegurar que ésta fue, hasta ese
momento, la mejor etapa de su vida.
Porque efectivamente Esther se comportó como una madre con ella y la
ayudó a armar un modelo de relación que Luciana desconocía.
Salían de compras, paseaban, se esperaban con
la comida, alquilaban películas que veían juntas, se quedaban conversando hasta
tarde. Esta relación se volvió tan
fuerte que generó en Luciana algunos sentimientos de culpa.
- Culpable ¿por qué?
- Porque siento que la quiero más que lo que
quise a mi mamá. Creo que si ella se
enfermara yo no podría irme de su lado como lo hice con mi madre.
- A lo mejor Esther se lo ganó.
- ¿Y mi mamá no?
- ¿Vos qué pensás?
- Que es así.
- Entonces no tenés por qué sentirte mal.
- Pero igualmente siento que estoy siendo mala con
mi mamá.
- Mirá, a lo mejor lo importante en la vida no
es ser bueno o malo sino ser justo. A
veces, para ser justo, hay que ser bueno y a veces hay que ser malo.
- No entiendo.
- Imaginate que vos le decís a un chico que si
no hace los deberes no sale. Y él no los
hace. A la tarde lo vienen a buscar sus
amigos. ¿Qué hacés? ¿Lo dejás salir o no?
- No sé.
- Lo justo sería que no, aunque estarías siendo
mala. Pero si sos buena y lo dejás, le
vas a transmitir un ejemplo de incoherencia que a la larga va a ser malo para
él, y además le vas a quitar la oportunidad de aprender algo imprescindible:
que uno debe hacerse cargo de sus actos.
¿No te parece?
- Sí.
- Bueno, en la vida muchas veces alguien puede
enfrentarse ante la disyuntiva de ser o no ser justo. Y elige.
En este caso, lo justo parece ser que vos quieras más a Esther que a tu
mamá. Suena malo para con ella, pero no
sería justo para con Esther que vos la trataras igual o peor que a tu mamá solo
por culpa. Porque ella se ha comportado
con vos con un cuidado y un amor que te eran casi desconocidos. De modo que sería bueno que te permitieras
quererla sin culpas. Ella se lo
merece. Y vos también.
Luciana fue armando de a poco una nueva familia
junto a Esther. Nacho la molestó durante
algún tiempo escribiéndole correos electrónicos y dejándole mensajes. Alguna vez, a la salida de su trabajo, lo vio
en la esquina, lo cual la asustó mucho.
- No sé qué hacer.
- ¿Qué qerrías hacer?
- Querría que no me molestara más.
- Pero eso es algo que, si lo dejás en sus
manos, parece que no va a suceder. Algo
vas a tener que hacer vos.
- ¿Qué?
- ¿Cómo has resuelto las cosas hasta ahora?
- Enfrentándolas.
- Habrá que hacer lo mismo.
- Dame tiempo.
- Luciana, son tus tiempos, no los míos. Tomate todo el que necesites, sos vos la que
sufre, no yo.
Decidió agregar a Nacho a sus correos no
deseados y cambiar el número de su celular.
Esto funcionó bien hasta que un día él volvió a aparecer por su trabajo.
- Lo vi y me asusté. Caminé hacia el otro lado aprovechando que no
me había visto. Pero al dar vuelta en la
esquina me detuve y pensé que no podía vivir escapándome toda la vida.
- ¿Y qué hiciste?
- Volví y fui a encararlo. Te juro que temblaba por dentro, pero me
dije: Luciana, no se te tiene que notar.
Me paré frente a él y sin preguntarle nada le dije que era la última vez
que quería ver su cara. Que no volviera
a molestarme y que no iba a darle otra oportunidad.
- ¿Qué hizo?
- Me miró asombrado y me preguntó si estaba
loca. Yo le respondí que loca estaba
cuando lo dejaba hacer conmigo lo que quería.
En un momento me miró con una cara que yo ya le conocía, esa que ponía
cuando se sacaba.
- ¿Te asustaste?
- Sí, claro, no estoy loca – sonríe -, pero
sabía que era mi oportunidad.
- ¿Y qué hiciste?
- Le mentí.
Le dije que no le tenía miedo.
Que era un cagón que se hacía el guapo con las mujeres. Que me bastaba a mí misma para defenderme de
él y que, si esto no fuera suficiente, siempre estaba la posibilidad de hacerlo
meter preso. Me miró, me puteó y se fue.
Suspira aliviada.
- Luciana, has dado un gran paso, ¿te das cuenta?
- Sí, y estoy feliz.
- Me parece muy bien. Te lo merecés.
Pasaron varios meses y Luciana disfrutaba
enormemente de esta nueva realidad que había construído. Esther era una mujer maravillosa que la
quería y la cuidaba, y juntas vivían en un oasis de cariño y buen trato.
Por fin Luciana estaba tranquila,
peligrosamente tranquila. En una
comodidad que amenazaba con detener su proceso analítico.
Empecé a notar que las sesiones se sucedían y
no aparecía nada nuevo. Me costaba
concentrarme. Me aburría. Ella venía, me contaba lo bien que se sentía
y se iba. Un escozor me empezó a dar
vueltas y por un momento me cuestioné si debía continuar este análisis. Ella estaba, en apariencia, donde
quería. Pero había algo que no terminaba
de cerrarme.
- ¿Cuánto hace que no salís con alguien?
- Ayer.
Fuimos con Esther al cine.
- No te hagas la tonta. Hablo de salir con un hombre.
- ¿Mi hermano no cuenta, no? Porque a él lo vi el sábado.
- No, no cuenta.
Sonríe.
- ¿Sabés que pasa, Gabriel? Estoy tan tranquila, tan en paz, que no
quiero complicarme la vida.
- Te entiendo, y si es así estás en todo tu
derecho. Lo que me inquieta es la
posibilidad de que te estés aislando por miedo.
- La verdad es que algo de eso hay. Pero ya conocés el refrán: el que se quema
con leche ve una vaca y llora.
- Si, lo conozco. Pero me parece que eso es pensar que todos
los hombres son iguales. Y no es así.
- Mira, a mí no me ha ido bien. Y no lo digo solo por Nacho. Empezando por mi padre biológico que me
rechazó, siguiendo por mi papá adoptivo que me ignoró, pasando por mi hermano
que siempre me echó la culpa de todo y terminando con mi novio que me cagaba a
palos y me enfiestaba. ¿Qué querés que
te diga? ¿Vos seguirías intentando?
- Por suerte no tengo que responder a esa
pregunta porque lo importante aquí no es lo que yo haría, sino lo que vos vas a
hacer. ¿Vas a seguir intentando o no?
- No lo sé, es la verdad.
- Está bien.
Pero pensá que no todos los hombres son violentos. Es más, la mayoría de los hombres no lo
son. Y pensá también que vos ahora sos
una mujer diferente. Que se valora, que
se quiere y que aprendió a hacerse respetar.
¿Quién te dice? A lo mejor ahora
elegís de un modo distinto. Pensalo.
Asiente con la cabeza.
- Sabés que lo voy a pensar.
- Muy bien, entonces dejemos aquí.
Se ríe.
- ¿Qué pasa?
- Que como aquella vez hemos tenido una sesión
cortita. Pero no te preocupes, no estoy
enojada Ya entendí como funciona esto.
Yo también sonrío.
- Bueno, ya era hora ¿no?
- Sí, creo que sí.
Un mes y medio después vino a sesión con signos
de ansiedad.
- ¿Qué pasa? – le pregunté.
- Que venimos hablando hace no sé cuántas
sesiones acerca de qué me pasa con los tipos.
¿Qué iba a ocurrir?
- No sé – finjo -, decime.
Suspira.
- Conocí a un hombre.
- Contame.
- ¿Viste que te dije que iba a ir con unas
compañeras de trabajo al recital en cancha de River?
- Sí, me acuerdo.
- ¿Vos fuiste alguna vez a uno?
- No, a un estadio nunca.
- ¿Y a otro lugar?
Sonrío.
- Sí, pero no desviemos. Seguí contándome.
- Te preguntaba porque cuando vas a campo tenés
que entrar mucho tiempo antes. Entonces
hacés la cola, entrás, te ubicás y te quedan un montón de horas hasta que
empieza el recital.
- ¿Y con eso qué?
- Bueno, que te ponés a conversar con la gente
que está alrededor, y eso.
- ¿Vos con quién te pusiste a conversar?
- Yo sola no.
Todas las chicas nos pusimos a conversar, no fui solamente yo.
Internamente me causó gracia su respuesta. Parece una adolescente, pensé. Pero no era de extrañar. Luciana estaba viviendo lo que en otras
escuelas psicológicas llamarían <<vivencia emocional correctiva>>. Esto quiere decir que, con Esther, estaba de
alguna manera intentando enmendar su fallida relación madre-hija e iba
corrigiendo algunos esquemas relacionales que no se habían podido realizar
sanamente en su infancia. Y, en esto de
ir creciendo, le había llegado tardíamente la hora de los juegos de seducción
adolescente.
- Está bien, fueron todas.
- Claro.
Nos pusimos a hablar con un grupo de chicos. Y yo pegué onda con uno.
- Vamos llegando.
- No me cargués.
- No, si no te cargo.
- Pero sí, vamos llegando. Se llama Juan.
Silencio.
- ¿Y?
- La verdad es que mi primera reacción fue
cerrarme a toda charla. Quedarme
haciendo la mía tranquila y listo.
- ¿Pero?
- Pero me puse a pensar en todo esto que
venimos trabajando y me animé. Hasta
ahora me ha ido bien confiando en lo que veo en mi análisis. No veo por qué ésta debería ser la
excepción. Pero si debo serte franca
estoy muerta de miedo.
- Te comprendo.
Es de esperar, y te diría hasta sano que, después de tu historia con
Nacho, tengas temor. Pero lo importante
es que ese temor no te paralice.
- Sí.
Por eso me puse a hablar. Al
principio me costó, pero al cabo de un rato me aflojé y la verdad es que nos
divertimos mucho.
- ¿Qué más pasó?
- El recital estuvo grandioso.
- ¿No me digas?
No sabés cuánto me alegro.
Sonríe.
- Bueno… pasó que le dejé el teléfono. Esto fue el sábado.
- Y hoy es miércoles. ¿No te llamó todavía?
- Sí. Me
llamó para salir el domingo y no me animé.
Me llamó ayer y quedé en confirmarle hoy – se da cuenta de que estoy
sonriendo -. Sí, ¿y que? Necesitaba venir antes a sesión. ¿Está mal?
- No. Éste
es tu espacio para pensar acerca de ciertas decisiones, así que me parece bien.
Hago una pausa.
- ¿Y qué vas a hacer?
- Debería salir ¿no?
- No me preguntes a mí qué deberías hacer. Más bien preguntate vos qué querés hacer.
Silencio.
- A mi me gusta. Pero tengo miedo.
- Lo imagino.
Más silencio.
- Voy a salir.
Pero prometeme que todo va a andar bien.
Necesita sentirse segura. Pero no voy a encarnar ese rol.
- No puedo prometerte eso, Luciana. Yo no soy vidente. Sí puedo decirte que vos tenés todo lo que
hay que tener para cuidarte sola. Y que,
además, tenés la libertad de irte en el momento que se te ocurra si no estás
cómoda.
Lo sabe.
Y eso no es poco.
A la sesión siguiente viene algo desilusionada.
- Salí con Juan. Fuimos a escuchar a un grupo de jazz en un
pub.
- ¿Cómo la pasaste?
- Bien, muy bien. Es realmente un chico agradable.
- Bueno, me alegro. Pero entonces ¿a qué se debe este estado de
ánimo un poco caído que tenés?
- Que al terminar me llevó hasta casa. La habíamos pasado bárbaro. Pero al llegar estacionó el coche, nos quedamos
conversando un rato y…
- ¿Y qué?
- Se me acercó y me besó.
Silencio.
-
¿Y qué pasó?
-
Pasó que no me gustó. Yo no quería
eso. No estoy obligada a apretar con
alguien solamente porque salimos un día a tomar algo ¿no?
-
Eso es cierto.
Piensa
unos instantes.
-
Me parece que aún no estaba preparada, o que Juan no es el hombre para mí.
Se
queda callada. No está angustiada, pero
sí triste.
-
Luciana, nadie puede pretender el ciento por ciento de efectividad en estas
cosas del amor, ¿no te parece?
-
No te entiendo.
-
Quiero decir que Juan es el primer hombre con el que salís después de mucho
tiempo. No funcionó. Perfecto.
Si no es él podrá ser otro más adelante.
Lo importante es que te animaste.
Saliste, disfrutaste, y lo pasaste bien.
Nadie te hizo nada que no quisieras.
Te trataron con respeto y eso es más de lo que habías logrado hasta
ahora, ¿o no?
-
Sí.
-
Entonces yo diría que fue una buena experiencia.
Piensa.
-
Tenés razón, pero qué pena.
-
¿Por qué decís eso?
-
Porque Juan es realmente un gran tipo.
-
Todo no se puede.
-
Es cierto, todo no se puede.
Poco
tiempo después Luciana se inscribió en un coro vocacional. Estaba feliz.
Había logrado un grupo de pertenencia.
Gente con la que compartía su gusto por el canto, ensayos e, incluso,
algunas actuaciones. A una de ellas
fueron a escucharla Esther y sus hermanos y nadie podía creer que aquella chica
tímida e introvertida subiera a un escenario para cantar y bailar.
-
Qué bueno que haya ido tu familia a escucharte.
-
Sí. Es la primera vez que vienen. Debo confesarte que estaba un poco nerviosa
por el hecho de que estuvieran ellos.
Pero salió bárbaro.
Se
detiene en el relato.
-
¿Qué pasa? ¿En qué te quedaste pensando?
-
Te vas a reír.
-
No lo sé. Contame y vemos.
-
¿Te acordás de Juan?
Pienso
unos segundos.
-
¿El muchacho del recital?
-
Sí.
-
Qué pasa con él.
-
Bueno, lo invité a escucharme y vino.
-
Qué lindo gesto, ¿no?
-
La verdad que sí.
-
Después de todo a vos te había caído bien, y que no te haya gustado como hombre
no significa que no pueda ser una posible amistad.
-
¿Sabés qué pasa?
-
No.
-
Que esta vez, al verlo, sentí algo diferente.
-
Contame.
-
Y, no sé, pero lo vi más atractivo. Me
saludó desde su mesa mientras yo cantaba.
Después bajé y nos quedamos charlando un rato largo. Fue un momento muy lindo. Pero, como te dije, había venido mi familia,
así que me tuve que despedir de él e irme con ellos.
Silencio.
-
Disculpame, pero no entiendo cuál es el problema.
-
Que no volvemos a cantar hasta dentro de tres meses.
-
¿Y?
-
Me gustaría verlo antes.
-
¿Y cuál es el inconveniente? Llamalo.
-
¿Yo?
-
¿Quién si no?
Silencio.
-
¿Qué pasa?
- Va a pensar que soy una histérica.
-
¿Por qué?
-
Y, porque la otra vez, después de besarnos, le dije que no quería avanzar en
esto y que, si volvíamos a vernos, prefería que fuera solamente como
amigos. Si ahora lo llamo, ¿qué va a
pensar?
- Luciana, ¿vos cambiaste de opinión en
relación al encuentro anterior?
- Sí.
- Decíselo.
No tiene por qué pensar mal.
Estas cosas suceden.
Nuevo silencio.
- No lo sé.
- ¿A qué le tenés miedo?
- ¿Y si me rechaza?
Hago una pausa.
- Es una posibilidad.
Se queda pensando.
- Gabriel.
- ¿Qué?
- Tengo terror a que otro hombre vuelva a
rechazarme.
Me doy cuenta de que se angustia un poco. Pero está bajo control, y eso es una buena
noticia. Con este nivel de ansiedad se
puede razonar.
- Luciana, el hecho de que un hombre te rechace
es algo probable. Tan probable como que
vos lo rechaces a él. Esto es parte del
desafío de vivir, de conocer gente y de exponerse a relacionarse con
alguien. Si los dos se aceptan, bárbaro;
si no, mala suerte. Pero lo que no tenés
que hacer es poner a los hombres con los que puedas relacionarte de ahora en
más, como si fueran un eslabón en la cadena histórica de los hombres que no te
aceptaron en el pasado. Juan no es
Fernando, ni Roberto ni Walter. No es ni
tu padre ni tu hermano. Es simplemente
Juan. Un hombre que te gusta. Si te rechaza, es una cagada, pero el mundo
no se viene abajo.
Silencio.
- Entonces ¿lo llamo?
- No sé.
Hacé lo que quieras.
- Ufa.
Vos antes opinabas más.
- Vos antes necesitabas más de mis
opiniones. Ahora podés pensar por vos
misma. Ya no sos aquella mujer asustada
que iba por la vida sintiéndose una mierda.
Ahora sabés que sos una persona valiosa, lo cual no te vuelve una mina
irresistible.
Se ríe.
- ¿Y si me dice que no?
- Te jodés.
- Gracias, sos un amigo.
Luciana llamó a Juan y él se mostró feliz. Empezaron a salir y, así como con Esther ella
había descubierto una relación diferente, con Juan comprendió que podía ser
amada de un modo sano y que la pasión nada tenía que ver con aquellos arrebatos
perversos de Nacho.
Seis meses después hablaron de irse a vivir
juntos.
- ¿Es demasiado pronto?
- No lo sé.
- ¿Vos te irías a vivir con Juan a los seis
meses de conocerlo?
- Luciana, yo no me iría a vivir con Juan ni a
los diez años de conocerlo.
Se ríe.
- Dale, no me cargués.
- No te cargo – le digo riéndome -, pero vos me
preguntás cada cosa.
- Es que estoy confundida.
- Eso no es cierto.
- ¿Qué querés decir?
- Lo que digo.
Que no es verdad que estés confundida.
Vos estás segura de querer ir a vivir con Juan. Lo que pasa es que tenés miedo de que salga
mal.
- Sí, es cierto.
- Y en el amor no hay garantías. Te vas a tener que jugar.
Piensa un momento.
- Tenés razón.
Luego se queda en silencio. Sus manos juegan con un paquete de
pastillas. La noto inquieta, preocupada.
- Pero ¿me parece a mí o a vos te ocurre algo
más?
- Cómo me conocés.
- A ver, decime qué es lo que te inquieta.
- Esther.
Su respuesta me sorprende.
- ¿Qué pasa con Esther?
- Tengo miedo de que piense que la estoy
abandonando.
Ah, la historia. Es imposible que alguien no arrastre los
fantasmas del pasado. Luciana está
reviviendo los sentimientos que experimentó cuando dejó la casa de su madre
para irse a vivir con Nacho. Pero esta
vez no es lo mismo.
- Luciana, creo que estás actualizando un
conflicto del pasado.
- ¿Qué querés decir?
- Que estás reviviendo lo que te pasó antes,
cuando te fuiste de tu casa para irte a vivir con tu ex novio. Que temés estar abandonando a Esther como
creíste abandonar a tu mamá en aquel momento.
Pero no es así. Juan no es Nacho,
Esther no es Elena y, si me permitís, vos tampoco sos aquella Luciana. Éste es un presente distinto. Tu relación con Esther es mucho más sana,
ella va a entender. Además, vas a poder
seguir en contacto. Estás en posición de
sumar y no de optar. Ésta va a ser tu
familia. Con Juan y Esther. No estás hiriendo ni abandonando a nadie. Simplemente estás construyendo tu futuro.
Hago una pausa para que pueda procesar lo que
estamos hablando.
- Luciana, lo que no se resuelve se
repite. Pero yo creo que aquella
situación de tu pasado ya la elaboraste suficientemente bien. Así que quedate tranquila, no vas a repetirla.
Dos meses después Luciana se fue a vivir con
Juan. Pero, como las historias
verdaderas no siempre son color de rosa, tuvieron que pasar por muchas
dificultades, incluso crisis importantes antes de estabilizarse como pareja. Pero pudieron sobreponerse.
Un día, casi un año después, Luciana vino y se
acostó en el diván.
- Tengo que decirte algo que ni siquiera Juan
sabe.
- Te escucho.
Respira profundamente.
- Estoy embarazada – me dice, y se pone a
llorar.
Pero no es un llanto angustiado, es un llanto
de emoción. Y, para mí, un privilegio
que me haya elegido para contar antes que a nadie algo tan importante.
- ¿Cómo es que Juan no lo sabe aún?
- Es que me hice el test de embarazo antes de
entrar acá.
- ¿Estás contenta?
La emoción no le permite hablar. Le doy el tiempo necesario para que se
reponga. Seca sus lágrimas, como en
aquella primera entrevista, con el puño de su camisa. Pero qué diferente es este llanto de aquel
otro de hace ya casi tres años.
- Gabriel, tengo miedo.
-
¿De qué?
-
No sé si voy a ser una buena madre.
-
Es un miedo comprensible, Luciana. Todo
aquel que va a tener un hijo se enfrenta a este temor. Es algo sano e inevitable.
-
¿Y vos qué pensás?
Otra
vez con sus preguntas tan directas. Otra
vez poniéndome en la disyuntiva de responder o no.
-
Yo no sé si vas a ser una buena madre o no.
Lo que sí puedo decirte es que estás capacitada para serlo. Sos una gran persona, una luchadora que se ha
sobrepuesto a momentos muy difíciles y que enfrentó sus miedos con mucho
coraje. Saliste del infierno y hoy estás
en pareja con un hombre que te adora y te respeta. ¿Qué querés que te diga? Tenés todo lo que hay que tener para ser una
gran mamá. Pero como en todo, Luciana…
-
Sí, ya lo sé. Hay que seguir trabajando.
En
el quinto mes de embarazo me dijo que Juan le había propuesto casamiento y un
mes después se llevó a cabo la ceremonia.
Al otro día, antes de irse de luna de miel, Luciana vino a sesión.
Entró
y se sentó frente a mí. Por su embarazo
hacía tres sesiones que habíamos abandonado el diván para que estuviera más
cómoda.
Me
miró sonriente,los ojos iluminados por algunas lágrimas. Se quedó en silencio acariciando su panza con
ternura. Buscó en su cartera y sacó la
libreta de matrimonio. La abrió, señaló
una página y me la extendió.
-
Mirá – me dijo llorando -, Juan me reconoció como su esposa, me dio su nombre.
-
Éste es mi apellido ahora. Un apellido
de verdad.
Yo
no podía decir nada. También estaba
profundamente conmovido. Las lágrimas
caen por su rostro, pero esta vez no lo oculta.
Me mira y siento que también mis ojos se humedecen.
7u7
ResponderEliminarAguante 4°4
ResponderEliminarMaaaal perro ndeaaah
EliminarAguante 4 5 PERERRY
Eliminaruwu
ResponderEliminarque decís aguante 4to 5ta
ResponderEliminarJddnjdd
ResponderEliminarPaso mi pack Hablarme 1144295506
ResponderEliminarAguante 3ro 4ta perrekes
ResponderEliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
Eliminareso perreke
Eliminaraguante 3ro 4ta
ResponderEliminarEso perrekes
ResponderEliminar