CASO 1
NORMA
PÁNICO
ABANDONO
Antes de ver por
primera vez a un paciente experimento una sensación rara. Es una mezcla extraña entre expectativa e
intriga: no puedo dejar de armar en mi cabeza una imagen previa al
encuentro. Es algo contra lo que
lucho. No resulta aconsejable tener
juicios previos –o prejuicios- sobre alguien que viene a consultar porque eso
puede predisponerme de manera inadecuada.
Por el contrario, me parece mejor, y necesario, mantener la mente
despejada de ideas, sobre todo cuando esas ideas no tienen fundamento. Y así suele ser en estos casos, ya que hasta
ese momento cuento solamente con la voz de quien me consulta y con lo que pude
percibir en la breve charla telefónica en la que pactamos la primera
entrevista.
Son pocos los datos que
esa conversación aporta, es cierto. Sin
embargo, permiten percibir más de lo que uno pudiera imaginar. La inflexión de la voz, las palabras, el
ritmo del habla. Cada detalle es un
indicio, un aporte que ayuda al conocimiento del posible paciente.
En el caso de Norma,
cada una de las señales que había percibido en el primer contacto delataba un
profundo estado de tristeza. La lentitud
con la que había hablado, la escasez de palabras, la manera de aceptar el
encuentro como si fuera algo que no pudiera evitar ni elegir.
Llegó acompañada, y ése
ya era un dato sugestivo. Pero yo no iba
a preguntar nada acerca de eso. Todavía
- Adelante, Norma. Siéntese.
Es un gusto conocerla.
- Gracias. Estoy un poco nerviosa. Es la primera vez que consulto a un
psicólogo.
- La comprendo. Pero no se preocupe,
después de todo una entrevista psicológica no es algo tan raro.
Estaba a la defensiva,
casi asustada. Ante una actitud como
esa, quedarse callado no suele ser lo mejor, de modo que opté por un
comportamiento más activo. Además, en
las entrevistas preliminares me permito preguntar y averiguar todo lo que
considere necesario para decidir, con elementos consistentes, si puedo y quiero
hacerme cargo del caso. Esto, por
supuesto, siempre y cuando el paciente también me acepte como analista.
- Cuénteme, por favor,
por qué decidió pedir esta consulta.
- En realidad me lo
sugirió mi jefe.
- ¿Y por qué su jefe le
sugirió esto?
Se queda pensando
- Para ser sincera, no
me lo sugirió. Me lo ordenó.
Baja la cabeza y su
mirada se pierde en medio de un breve silencio.
Le cuesta hablar. Son los
primeros momentos. Aún no me conoce ni
confía en mí. Por eso, para no
avasallarla, intervengo casi como pidiendo permiso.
- ¿No quiere contarme
en qué está pensando?
- Me da vergüenza.
- ¿Qué le da vergüenza?
- Lo que pasó.
-¿Qué fue lo que pasó?
- Pasó que… -se
interrumpe-. Una de mis compañeras le
dijo.
Su discurso es
entrecortado y debo preguntar todo el tiempo para que el sentido quede claro.
- ¿A quién?
- A mi jefe.
- ¿Qué cosa le dijo?
- Que le parecía
haberme escuchado llorar en el baño.
Silencio.
- ¿Eso es cierto?
Asiente con la cabeza.
- Continúe, por favor.
- Fue hace unos
días. Y se ve que él me estuvo
observando, esperando que llegara el momento.
- ¿Y el momento llegó?
- Sí.
- ¿Cuándo?
- Hace dos días.
- ¿Cómo fue?
- Y –se
interrumpe-. Yo estaba en el baño y él
me golpeó la puerta.
- ¿Estaba llorando
usted?
- Sí.
- ¿Qué pasó, Norma?
- Cuando escuché los
golpes en la puerta me asusté. Y me
asusté aún más cuando oí su voz.
‹‹Norma, se siente bien? –me preguntó-.
Contésteme. Abra la puerta, por
favor.›› Me desesperé. El corazón me empezó a latir cada vez más
rápido, empecé a transpirar y tuve que sentarme en el piso porque creí que me
desmayaba. Y esa horrible sensación…
- ¿Cuál sensación?
- Sentí que… que iba a
morirme en ese mismo instante.
Me mira.
- ¿Entiende de qué le
hablo?
Taquicardia, sudoración
repentina, sensación de baja presión y la idea inminente de la muerte. Claro que entiendo de lo
que me habla. Me está relatando un
ataque de pánico. En mi mente pasan las
imágenes de lo por venir si tomo el caso.
Me sacudo esas ideas rápidamente.
El trabajo va a ser arduo. De
modo que, cuanto antes empecemos, mejor.
- La entiendo,
Norma. Continúe.
Norma tenía 46 años
cuando comenzó a analizarse conmigo.
Hacía dos que se había divorciado de Esteban, con el cual tenían un
hijo, Facundo, de 17 años.
Decidimos iniciar el
análisis luego de la cuarta entrevista preliminar y tomé la decisión de
trabajar cara a cara. Me pareció que no
era su momento de hacer diván. No
todavía.
- Esteban fue mi único hombre –me contó después
de algunas sesiones.
- ¿Eso quiere decir que jamás se acostó con
otro o que ni siquiera salió con alguien más?
Baja la cabeza. Le
incomoda hablar del tema.
- Ambas cosas.
- Cuénteme cómo fue la historia.
Se toma unos segundos.
- Éramos vecinos. Vivíamos a una cuadra de distancia. En aquella época los chicos iban al colegio
del barrio, al del Estado. Así que, como
teníamos la misma edad coincidimos en primer grado y fuimos compañeros hasta
terminar la escuela primaria.
‹‹En aquélla época.››
Norma es una mujer joven. Sin embargo, habla de su niñez y de su
adolescencia como si fueran algo que aconteció hace muchísimo tiempo. De todos modos, me guardo ese dato y no digo
nada. Ha empezado, muy de a poco, a
hablar de un modo más o menos continuo, y no deseo perturbarla.
- Después, yo fui al Colegio Nacional y él a un
Comercial. Pero usted debe recordar cómo
eran los barrios, ¿no?
- ¿Qué quiere decir exactamente con eso?
- Que uno se seguía viendo. Nos cruzábamos en la vereda, en el almacén,
en los bailes de división. ¿Se acuerda?
Asiento con la cabeza.
- ¿Usted también iba a esos bailes?
La miro y pienso. Es una pregunta a la que podría no
responder. En la mayoría de los casos no
lo hubiera hecho, pero se la nota relajada, y me parece que es una buena
ocasión para ir generando un vínculo diferente, que ella, me sienta más
cercano.
- Sí, claro.
Tenían su encanto.
- Por supuesto que lo tenían – dice
entusiasmada.
Por primera vez aparece una sonrisa y se disipa
ese gesto compungido que le es habitual.
- ¿Quiere hablarme de eso?
- Bueno.
Yo, aunque ahora no se me note, era una adolescente muy bonita, y eran
muchos los chicos que querían bailar conmigo.
Muchos –repite con una mirada nostálgica.
- ¿Y usted aceptaba?
- Casi nunca.
-¿Por qué?
- Y… porque yo no tenía ojos más que para
Esteban. Él era tan…
- ¿Tan qué?
- Tan lindo, tan hombre a pesar de su
edad. Tenía una mirada tan bella, una
voz pausada. Era diferente a todos los
demás.
- Y usted, por lo que veo, estaba enamorada de
él.
Se ruboriza.
- ¿Se me nota?
- Si.
- Creo que en aquel momento también se me
notaba. Siempre fui muy transparente.
- Supongo, entonces, que él estaba al tanto de
lo que usted sentía.
- Sí, claro.
Pero todo era tan distinto.
- ¿Distinto de qué?
- A como es ahora.
- ¿Por qué, cómo es ahora?
- Las adolescentes de ahora son más
audaces. Antes una chica no podía ir y
tirársele a un muchacho.
Sonrío.
Norma
deja de hablar. Algo ha cambiado en su
mirada. Algo no anda bien, puedo
percibirlo. Se ha puesto seria y me doy
cuenta de que alguna cosa la
perturbó. No sé que
pudo haber sido, pero debo aclarar esto de inmediato.
-
Norma, ¿qué pasa? ¿Algo de lo que hice o
dije le molestó?
-
Su rostro se ha puesto tenso. Aprieta
los dientes y su respiración se hace profunda, como si se estuviera
conteniendo.
-
Le ruego que me conteste, por favor.
Me
inclino apenas hacia delante en mi sillón y se aleja instintivamente. Como si temiera que fuera a saltar sobre la
mesa baja que nos separa para hacerle algún daño.
-
No entiendo – continúo -. ¿Puede
explicarme qué ha ocurrido?
Me
mira.
-
No me gusta que se rían de mí. Aunque lo
que le cuente le parezca una pelotudez, es mi historia. Y me lastima que se burle de mi pasado.
¿De
qué me está hablando esta mujer? ¿Se ha
vuelto loca? ¿Cuándo me reí de su
historia? Me está agrediendo sin motivos
y no tiene derecho a hacerlo. Pero…
¡Alto! ¿Cómo que no tiene derecho? ¿Qué estoy diciendo?
Comprendo
que, casi sin darme cuenta, sus palabras hicieron que yo también me enojara con
ella y me corriera, por un segundo, de mi lugar.
Por
suerte, en ese instante, vinieron a mi memoria las palabras de mi viejo
analista, Gustavo.
-
Gabriel, no olvide que en la sesión usted
no es usted. Es una pantalla en blanco
sobre la que sus pacientes proyectan sus miedos, sus frustraciones, sus
enojos. El consultorio es el escenario
en el cual se actualizan las escenas del pasado y puede que a veces le toque
ocupar el lugar de un personaje querido y otras el de alguien odiado. Pero no es con usted. No se crea tan importante.
´´Éstos
son los momentos más difíciles de manejar.
El analista se ve invadido por alguna emoción que no puede ni debe dejar
salir. Y mucho menos permitir que estos
afectos enturbien su pensamiento.
Respiro una, dos veces y vuelvo a centrar mi atención en lo que
realmente importa: el paciente.
-
Norma, permita que le diga que ha habido un malentendido. Por algún motivo usted piensa que yo me reí
de su relato e interpretó esto como una falta de respeto. Pero está equivocada. Le doy mi palabra.
-
No me mienta. Yo lo vi.
-
No es cierto, Norma.
-
¿Me acusa de mentirosa?
-
No. No digo que mienta, solo que
confunde. Sé que cree que lo que dice es
verdad, pero déjeme intentar aclarar esta confusión. ¿Puede ser?
Digo
todo esto en voz muy suave, casi sin matices.
No quiero parecer agresivo, pero tampoco arrepentido, porque eso sería
corroborar que su impresión es correcta.
Simplemente busco un tono neutro, analítico.
-Veamos
– continúo -. Usted estaba hablando
acerca de que las cosas, en su época>> eran diferentes. Que una chica no podía tomar la iniciativa y…
- de pronto comprendo- Norma, ¿usted se
enojó porque yo sonreí?
-
Sí.
-
Pero yo no me estaba riendo de su historia.
-
¿Y de qué se rió entonces?
Sonrío
nuevamente.
-
Es que utilizó una palabra que hace mucho que no escuchaba. Dijo que una chica no podía tirársele a un muchacho. Y eso me retrotrajo a mi propia
adolescencia. Así decíamos: Tirarnos, en
lugar de declararnos – la miro de un modo cómplice -. ¡Cuánto hacía que no escuchaba ese
término! Es increíble, ¿no cree?
-
¿Qué cosa?
-
Cómo una palabra puede traer tantos recuerdos.
Es
el momento de intentar acercarse nuevamente.
-
Y bueno, discúlpeme. Pero su relato me
despertó algun añoranza. Después de todo,
somos de la misma época.
Su
mirada se suaviza, su gesto se hace más relajado.
- Es cierto – sonríe.
- ¿De qué se ríe? ¿Qué pensó?
- Que de habernos conocido en otro lugar, usted
y yo nos hubiéramos tuteado.
La miro.
- Podemos hacerlo, si quiere.
Vuelve a sonreír.
- No sé si me va a salir.
- No es una obligación. Es simplemente una opción.
Piensa unos segundos.
- Bueno, intentémoslo. ¿Sabés qué? – continúa luego de una pequeña
interrupción.
- No, contame.
- Hace unos segundos… te hubiera matado.
Nos reímos.
Esa
sesión marcó un momento importante en la relación analítica. A partir de ese día, Norma se relajó mucho
más y empezó a hablarme de sus temores más profundos. Y, de un modo casi exagerado, volcó en mí
toda su confianza.
Incluso,
empezó a tener una actitud de dependencia casi patológica conmigo. No daba ningún paso sin consultarme y, cuando
se angustiaba, solo mi palabra parecía calmarla.
Ése
es también un lugar incómodo para el analista.
El paciente piensa que somos el garante de su bienestar; de su
seguridad. Genera un vínculo que hace
que tengamos que estar muy atentos, porque cada palabra nuestra puede volverse
una ley a cumplir. Pero éstas eran las
dificultades de este caso, y por un tiempo decidí quedarme allí. No era el lugar más seductor. Pero yo no estaba allí para sentirme bien,
sino para ayudarla.
Pasaban
los meses y el análisis continuaba. A
veces parecía detenerse y volvía a arrancar, lentamente, como se podía. Con los tiempos de Norma. Era una paciente con la cual había que tener
mucho cuidado porque cualquier intervención podía despertar su angustia.
Recuerdo
aquel día con precisión. Era un
miércoles por la tarde y llovía en Buenos Aires. Estaba en la mitad de una sesión cuando
golpearon la puerta de mi consultorio.
Me resultó extraño, ya que cuando estoy atendiendo dejo expresa
indicación a Adriana, mi secretaria, de no ser interrumpido a menos que se
trate de algo realmente importante. Y
esta vez lo era. Me disculpé con mi
paciente y fui a abrir la puerta.
-
¿Qué pasa? – pregunté.
-
Disculpame por interrumpirte, pero te llama una mujer. Dice que es urgente.
Volví
a disculparme y salí hacia la recepción para atender el llamado.
-
Hola
-
¿Licenciado Rolón?
-
Sí.
-
Disculpe que lo moleste. Mi nombre es
Verónica. Trabajo con Norma Valverde.
Mi
pulso se aceleró y activó mi mecanismo de alerta.
-
¿Qué pasó?
-
Ella me pidió que lo llamara.
-
¿Y por qué no me llamó ella directamente?
Traté
de que mi voz aparentara calma.
-
Norma está encerrada en el baño. No
quiere salir. Dice que se va a
morir. Y me pidió que lo llamara a
usted.
Mi
paciente esperaba en el diván. Adriana
me miraba interrogante. La voz de la
mujer sonaba muy nerviosa y yo imaginé la situación: Norma encerrada y llorando
tirada en el piso del baño de su trabajo.
El gerente y sus compañeros del otro lado de la puerta tratando de
convencerla para que saliera. Algunos
nerviosos, otros simplemente sorprendidos o curiosos.
-
¿Usted me habla desde un teléfono inalámbrico? – me escuché decir.
-
Sí.
-
Hágame el favor de llevarle el teléfono a Norma.
-
Pero usted no entiende. Está encerrada.
-
Entiendo perfectamente. Simplemente le
pido que se acerque a donde está ella y le diga que yo estoy al teléfono. Que quiero hablarle.
-
Pero no puedo pasarle el teléfono si no abre la puerta.
-
Ya lo sé – le dije algo alterado por la obviedad.
-
Ah, ¿Usted piensa que ella me va a abrir para tomar el teléfono?
-
No lo sé. Pero intentémoslo, por favor.
Mi
voz debe haber sonado imperativa, porque la mujer pareció sorprendida. No dijo una palabra, pero por el teléfono me
llegaban sonidos cambiantes, rumores de voces, como si estuviera desplazándose
de un lugar a otro.
-
Ya llegué – me dijo secamente después de unos segundos -. ¿Y ahora qué hago?
-
Háblele con tranquilidad. Dígale que yo
quiero hablar con ella.
Breve
silencio.
-
Norma, abrime por favor que…
-
No – la interrumpí -, no le pida que le abra la puerta. Dígale simplemente que yo quiero hablarle.
-
Pero…
-
Por favor. Haga lo que le pido.
La
mujer resopló algo molesta, pero siguió mis instrucciones. Al cabo de unos minutos logró convencerla
para que entreabriera la puerta y pudieran darle el teléfono. Lo tomó y volvió a encerrarse.
-
Hola, Norma.
Silencio.
-
¿Me escuchás? Soy yo, Gabriel.
Continuaba
sin hablar. Yo podía escuchar sus
sollozos desesperados.
-
Tranquilizate. Todo va a estar
bien. No tengas miedo.
-
Gabriel – me dijo llorando -, me voy a morir.
Yo sé que me voy a morir.
-
Eso no es cierto. Estás pasando un
momento difícil. Lo sé. Pero te doy mi palabra de que no te vas a
morir.
Sigue
llorando.
-
Yo sé que sí.
Debo
llevar su atención hacia otra cosa.
Distraerla de esa idea obsesiva que le genera la certeza de su inminente
muerte.
-
Norma ¿estás de pie?
-
…
-
Contestame, por favor. ¿Estás parada?
-
No.
-
¿Dónde estás?
-
Sentada en el piso – responde con voz entrecortada.
-
¿Tenés la luz prendida?
-
No.
-
Bueno, escuchá bien lo que te voy a pedir.
Quiero que prendas la luz.
-
No. Me da miedo moverme.
-
No te va a pasar nada. Confiá en
mí. Simplemente prendé la luz.
-
No puedo.
-
Sí podés. Dale. Yo te hablo mientras tanto. Pasan unos segundos.
-
Ya está.
-
¿Lo hiciste?
-
Sí.
-
¿Viste que no era tan difícil?
-
…
-
Decime, ¿de qué color es el baño?
-
¿Qué?
-
Te pido que me digas de qué color es el baño.
-
No sé.
-
Fijate.
-
Beige.
-
¿Azulejos?
-
Sí.
-¿Lisos?
-
No.
-
¿Y qué dibujo tienen?
-
No sé… unas hojas, o unos pajaritos.
-
Norma, hay una gran diferencia entre una hoja y un pájaro – finjo una sonrisa
cuando en realidad estoy muy tenso -.
Entiendo que estás asustada, pero supongo que conservás la capacidad de
diferenciar una cosa de la otra, ¿no?
-
Bueno, hago lo que puedo. No te enojes.
-
No, no me enojo. Vos simplemente
describime cómo son los azulejos.
Seguimos
así un buen rato. No recuerdo siquiera
las cosas que le dije ni el giro que fue tomando la conversación. Pero necesitaba que hablara, no importaba
qué. La charla duró varios minutos. No podría decir cuántos. Le pedí que se pusiera de pie y que se lavara
la cara. Lentamente se fue calmando,
hasta que me dijo que necesitaba verme.
Respondí que estaba dispuesto a atenderla en cuanto llegara a mi
consultorio, pero que para eso iba a tener que salir del baño.
Me
dijo que sí. Le pedí que lo hiciera y
que me pasara con su amiga. Así lo
hizo..
- Verónica, ¿usted puede acompañarla hasta mi
consultorio?
- Sí.
Está bien. No creo que sea
conveniente que vaya sola.
- Exacto.
Además me gustaría agradecerle personalmente y pedirle disculpas.
Silencio.
- Dígame algo.
- Sí, lo escucho.
- Hace un instante, cuando hablamos, ¿tuvo
muchas ganas de insultarme?
- Sí – sonríe.
- Bueno.
Entonces venga y sáquese el gusto.
Ese
episodio me hizo tomar una decisión importante.
Debíamos hacer una interconsulta con psiquiatría. Norma no podía volver a pasar por situaciones
como esa y, evidentemente, requería de una contención farmacológica que yo no
podía darle. Sabido es que los
psicólogos no podemos medicar. Por esa
razón, dada la característica del caso, llamé inmediatamente al doctor
Carreiro, director médico de mi equipo.
-
Manuel,
necesito que veas a una paciente mía.
Lo
puse al tanto y decidimos que la vería cuanto antes. Manuel es un médico dedicado y de pensamiento
abierto. Además es psicoterapeuta, razón
por la cual, además de medicar, entabla con el paciente vínculos más
afectivos. Lo escucha, le pregunta, se toma su tiempo antes
de decidir qué hacer. De manera que
ponerme de acuerdo con él fue fácil. Lo
complicado fue convencer a Norma para que aceptara ver un psiquiatra.
Suele
ocurrir que la sola indicación de hacer la consulta pone a los pacientes a la
defensiva. Piensan que si uno los deriva
a un psiquiatra es porque están locos.
Se niegan a la medicación porque sostienen que ellos no están enfermos.
-
Norma, vos no vas a estar enferma porque tomes medicación. No es la medicación la que te va a convertir
en una enferma. Al contrario, nos va a
ayudar a controlar y superar una enfermedad que ya tenés.
Me
mira.
- Te guste o no guste tenés que aceptarlo. Con medicación o sin ella estás enferma. Y yo quiero que resolvamos ese problema.
- ¿De verdad creés que estoy enferma?
La
respuesta debe ser cuidadosa. Nunca es
fácil para el paciente asumir esto. La
palabra enfermedad es utilizada vulgarmente incluso como un insulto, razón por
la cual hay que explicar todo con mucho respeto.
-
¿Sabés que yo soy psicoanalista, no?
-
Sí.
-
Bueno, los psicoanalistas clínicos trabajamos con enfermedades psíquicas. Algunas graves, otras leves. Imaginate que vas a un médico. Podés ir porque estás engripada, porque tenés
una disfonía, un ataque al hígado o por algo mucho más serio. En todos los casos, estás enferma. En algunos te recomendarán reposo, en otros
que tomes un antibiótico y a veces te indicarán que te hagas estudios más
complejos. ¿Si?
-
Sí.
-
Bueno, esto es parecido. A veces los
pacientes están tristes, otras enojados, deprimidos o, como es tu caso, con
síntomas que le impiden manejarse libremente en su vida cotidiana. Porque lo que a vos te pasa te complica y
mucho, ¿o no?
Asiente.
-
Imagino que no debe haber sido nada grato para vos pasar por lo que pasaste.
Se
hace un silencio profundo.
-
Fue horrible.
-
Contame.
-
Salir de ese baño fue uno de los momentos más difíciles que he pasado en mi
vida. Imaginaba que todos estarían
mirando a ver cómo salía <<la loquita>>. Salí
mirando el piso. No quería cruzar la
mirada con nadie. Verónica me dio la
mano y yo me abracé a ella. Me condujo
hasta la salida y subimos a su auto.
¿Sabés que fue lo que más me extrañó?
-No.
-
Que al contrario de lo que yo pensaba no nos encontramos con nadie.
Hago
silencio. Esa fue una acertada
intervención de Verónica, quien le pidió a todos que se fueran para que Norma
saliera más tranquila.
-
Pero esto de medicarme me da miedo.
-
Hagamos una cosa. Vos hacé la consulta,
hablá y escuchá lo que Manuel tenga para decirte. Después nos reunimos y conversamos sobre el
tema. Con ir no perdés nada. Y es una opinión más. No estás obligada a hacer nada que no
quieras. ¿Te parece?
Seguimos
hablando del tema y, a regañadientes, aceptó consultar al psiquiatra. Norma fue a la entrevista y, después de
conversarlo en su sesión conmigo, aceptó la medicación que le habían
indicado. Previamente, en una reunión
con Manuel para evaluar el caso de Norma, acordamos la terapéutica.
Lo
primero era evitar otra crisis. Poco
podría yo avanzar con el análisis si su pensamiento permanecía ligado
exclusivamente a la idea de que iba a morirse.
El primer paso era, entonces, bajar su nivel de ansiedad. Manuel optó por un ansiolítico sublingual en
gotas. Esto haría efecto de modo inmediato
y le daba a Norma la posibilidad de utilizarlo cuando sintiera la inminencia
del estado tan temido. Es importante, a
veces, darle al paciente un elemento que lo relaje y que le haga sentir que
tiene un arma para defenderse de sus angustias.
A partir de allí deberíamos estar atentos, ya que probablemente bastara
con eso, pero también podía ser necesario algún antidepresivo. Así fue en el caso de Norma. Se hizo indispensable, entonces, un control
psiquiátrico más activo, ya que las primeras tres o cuatro semanas son las que
nos van dando la pauta de cómo reacciona el paciente frente a la medicación y
de los ajustes que hay que realizar.
En
la sesión siguiente hablamos acerca del tema.
Le expliqué que la medicación haría efecto en unas semanas y que debía
contarme todos los cambios que fuera notando, para bien o para mal.
-
¿Pero vos estás en contacto con Manuel, no? – me preguntaba constantemente.
Para
ella era muy importante sentir que yo la estaba cuidando, que seguía al frente
del tratamiento.
-
Por supuesto – le respondí.
Pero
no era eso lo único que debía decirle, pues habíamos tomado una decisión
terapéutica fuerte y yo tendría que informarle.
-
¿Qué pasa? – me preguntó -. Te noto
serio.
-
Norma, yo soy un hombre serio – le dije a modo de broma, intentando
distenderla.
-
Dale, decime qué pasa.
-
Te quiero hacer una consulta. ¿Cómo
tomarías la posibilidad de pedir una licencia en el trabajo?
Silencio.
- ¿Licencia psiquiátrica, querés decir?
- Si querés llamala así.
Se angustia.
- Pero yo necesito trabajar.
-
Y vas a trabajar. Simplemente te estoy planteando la opción de que, hasta que
esta crisis pase, no te veas expuesta a más presiones.
Me
mira en silencio. Continúo:
-
Esto está contemplado en la legislación laboral. No sos ni la primera ni la última empleada
que pasa por un momento difícil y necesita tomarse unos días. Es como cuando…
-
Sí, ya sé. Como si me hubieran operado
de apéndice.
-
Correcto.
-
Pero no es lo mismo, porque la gente no te mira de la misma manera cuando
volvés de una operación de apéndice que cuando te dieron licencia porque estás
loca.
-
Norma, vos no estás loca.
-
Pero, según vos, no puedo ir a trabajar, ¿no?
-
Yo no dije eso sino que sería aconsejable que no lo hicieras por un
tiempo. Pero no estás tan mal como para
que yo te lo imponga.
Necesito
que ella se comprometa con la decisión y no que la acepte solo porque yo lo
digo.
- Si querés seguir yendo, andá. Simplemente cumplo con mi obligación de
decirte lo que creo que en este momento es mejor para vos. Vos decidís.
Fue
una intervención dura, difícil, de esas que un analista preferiría no
hacer. Pero era necesario. Ella se quedó callada. No dijo ni una palabra durante el tiempo –
que todavía era bastante – que quedaba de sesión. Yo tampoco dije nada.
Norma
finalmente aceptó tomar una licencia en su trabajo por motivos de salud y esto
produjo un cambio importante en su carácter.
Se la veía relajada, incluso contenta.
En ese período conversamos acerca de muchas cosas de su historia.
Me
contó que se había puesto de novia con Esteban a los dieciséis años. Fue en el cumpleaños de una amiga en
común. Estaban en la terraza y había
llegado el momento de <<los lentos>>. Se oía
la voz de Spinetta interpretando Muchacha,
ojos de papel cuando él le preguntó:
-
¿Bailamos?
Aceptar
un lento significaba que él le gustaba.
Y ella no quería seguir negándolo.
Todos lo sabían, incluidos ellos mismos.
Empezaron
a bailar. Ella apoyó la cabeza sobre su
hombro y él comenzó a jugar con los dedos entre sus cabellos. Al ver que no era rechazado acarició su
cuello. Ella no podía creer lo que
estaba ocurriendo. Tanto tiempo había
soñado con esto.
<<Que no se detenga ahora>>, había pensado. Y él no se detuvo.
Tomó
su rostro, la miró a los ojos como pidiéndole autorización, y la besó, lenta, y
profundamente.
-
Creo que fue la sensación más fuerte que tuve en mi vida – recuerda Norma.
A
partir de esa noche fueron inseparables.
Sus padres no se asombraron pues sabían desde siempre que <<habían nacido el uno para el otro>>, y alentaron la relación.
Un
año después Norma tuvo su primera experiencia sexual con Esteban.
-
¿Cómo fue?
-
Hermosa, pero rara.
-
¿Qué te resultó raro?
-
Eso de desvestirme ante sus ojos. La
sensación de que viera mi cuerpo desnudo.
Le
cuesta hablar. Es muy pudorosa.
-
Verlo a él – se ríe -. Todo era muy
raro.
-
Pero parece que pudiste vivirlo con intensidad y placer.
-
Sí, así fue. Él fue un santo… aunque un
poco torpe.
-
Y, los santos no suelen ser muy hábiles en esto del sexo, ¿no? Además, por lo que me dijiste, para él
también era la primera vez.
-
Sí. No sabía… no encontraba… bueno, vos
me entendés, ¿no?
Asiento.
Lo
cierto es que Norma había entrado en su sexualidad de la mejor manera
posible. De la mano del amor, de la
ternura, de una pareja estable y de una pasión compartida. La relación con Esteban siguió su marcha y
poco después, cuando cumplieron diecinueve años decidieron casarse.
- ¿Por qué tan jóvenes? – le pregunté.
- Esteban no estaba cómodo en su casa. Su padre era un hombre desaprensivo y su mamá
se lo pasaba todo el tiempo en la cama, deprimida. Él la adoraba, pero igual no soportaba vivir
allí.
-
¿Y vos?
-
Y yo… mis viejos para mí siempre fueron grandes. Vinieron de España escapando de la Guerra Civil y nunca
fueron muy comunicativos conmigo. Vos
sabés que soy la hija de la vejez. Además no tengo hermanos. Era todo muy sospechoso.
-
¿Qué querés decir con sospechoso?
-
Que muchas veces pensé si no sería adoptada.
-
¿Les preguntaste?
-
Ni loca – me mira -. Ustedes los
psicólogos piensan que se puede hablar de todo.
Pero hay algunos temas que a padres e hijos nos cuesta encarar.
-
Que les cueste no quiere decir que no puedan hablarse.
-
Tenés razón. Pero yo no lo hablé nunca.
-
Nunca compartiste esa duda con ellos.
-
No. De todas maneras, no tenía nada que
compartir con ellos. No era éste el
único tema del que no podía hablarles.
-
¿Y esto por qué?
-
Ya te dije, eran muy grandes y estaban en la suya. Y yo quería una vida diferente para mí. Además, nosotros…
-
¿Nosotros, quiénes?
-
Esteban y yo, queríamos… estar juntos todo el tiempo. ¿Comprendés?
-
¿Verse todo el tiempo?
-
No – se sonroja -, estar juntos.
-
Ah, querían coger todo el tiempo querés decir.
Se
tapa la cara.
-
Ay, licenciado, tampoco lo diga así.
Lo
dijera como lo dijese, la verdad es que estos jovencitos se habían utilizado el
uno al otro para escaparse de la casa y, apoyados en un alto erotismo,
decidieron casarse. Por lo general este
tipo de decisiones no suelen ser acertadas.
Lo sano es irse, no escaparse.
Dos
años después había nacido Facundo y durante mucho tiempo fueron los tres muy
felices. ¿Hasta cuándo?
Eso
me lo contaría algunas sesiones después.
La
medicación había surtido efecto. Norma
estaba menos ansiosa y podía recordar su historia sin que la angustia la
desbordara, lo cual nos permitió trabajar más en profundidad.
- No puedo entenderlo.
- ¿Qué cosa no podés entender?
-
Lo que nos pasó con Esteban. Estábamos
tan bien juntos, éramos tan felices. Yo
vivía solo para él.
-
¿Y a Esteban le gustaba eso?
Me
mira y baja la vista.
-
Yo creía que sí. Pero parece ser que
no. Si no, no hubiera pasado lo que
pasó.
-
¿Qué fue lo que pasó?
-
Natalia.
Sus
ojos se llenan de lágrimas y le cuesta hablar.
Nos quedamos un rato en silencio hasta que retoma la palabra.
-
Una noche me dijo que quería hablar conmigo, y allí me confesó todo.
Esteban
le contó que hacía dos años que sostenía una relación con otra mujer, cuyo
nombre era Natalia, diez años menor que él.
Había tratado de luchar contra ese sentimiento para conservar su hogar,
pero ya no podía seguir haciéndolo. Era
un hecho. Estaba enamorado de ella y
quería separarse. Avergonzado y tratando
de cuidarla, dentro de lo posible, le pidió perdón y le informó que iba a
abandonar la casa.
-
Ni siquiera lo consultó conmigo. No me
dio la oportunidad de pelear por lo nuestro.
La
miré e imaginé el dolor que la embargaba.
Pero estaba más fuerte, y podíamos hablar de las cosas con otro nivel de
análisis. Ya no necesitaba cuidarla
tanto.
-
Norma, Esteban no tenía nada que consultarte porque ya había tomado la decisión
de separarse. Y en cuanto a la
oportunidad de pelear, como dice el refrán, cuando uno no quiere dos no
pueden. Y, por lo que contás, Esteban no
quería más.
Lloró
mucho en esa sesión, después de la cual dedicamos bastante tiempo a elaborar su
pérdida. Repasamos esa relación en la
cual según los dichos de Norma <<estaban tan bien y eran tan felices juntos>> y llegó a la conclusión de que no había sido
así.
El
paso del tiempo los había ido desgastando.
Norma se fue entregando a la rutina y, poco a poco, la esposa y madre
habían acabado con la mujer. Ella creía
que bastaba con la casa impecable, la comida lista y el hijo bañado y con la
tarea hecha para brindarle a Esteban un hogar feliz. Pero él quería más. Quería una mujer que lo deseara, que tuviera
un proyecto propio y se la jugara por conseguirlo. En ese aspecto Norma había dejado que su vida
pasara de largo durante muchos años. Y
cuando quiso reaccionar era tarde.
La
separación había sido civilizada y ella pudo sobrellevarlo a pesar del dolor
sin entrar en estado de crisis.
Un
año después Esteban le informó que, por cuestiones profesionales, Natalia debía
irse a vivir a España y que él había decidido acompañarla. Éste también había sido un duro golpe para
ella y también para su hijo, Facundo.
-
Justo en el momento que más necesitaba a su padre, él se fue. Y yo tuve que contenerlo y hacer un poco de
padre y madre.
También
sobre eso trabajamos mucho. Comprendió
que ella podía intentar ser la mejor madre posible, pero que de ninguna manera
podía ocupar el rol de padre. Eso no era
sano ni para ella ni para su hijo.
Además Esteban era un padre que vivía lejos, pero de ninguna manera un
padre ausente.
Norma
estaba trabajando muy bien en su análisis, progresaba, y llegó el momento de
tomar una nueva decisión terapéutica. Decisión
que volvió a generarle angustia y ansiedad.
-
No quiero. ¿Por qué?
-
Porque considero que ya es el momento de hacerlo.
-
Pero yo me siento bien así, como estoy.
-
Puede ser, pero no podés seguir así toda la vida, ¿no te parece?
-
¿Y por qué no?
-
Porque afuera sigue habiendo un mundo y el precio de tu bienestar no puede ser
el aislamiento.
Silencio.
-
Yo sé que ha desaparecido el miedo que sentías y que estás mejor. Justamente por eso, ¿no te parece que estás
en condiciones de enfrentarte con el mundo exterior? ¿No crees que tu vida no puede reducirse a tu
casa y este consultorio?
-
Pero yo acá me siento segura.
-
Te entiendo, pero ¿no considerás que es
deseable que tu seguridad provenga de una sensación interior y no del cobijo de
estas cuatro paredes?
Silencio.
-
¿Y a partir de qué fecha debería volver a trabajar?
-
Decidámoslo juntos. – Quiero involucrarla y que comprenda y sienta que es un
momento del análisis y no una imposición mía.
-
No sé. Dame unas sesiones para hacerme a
la idea.
Escucho
cómo me lo pide. No mide el tiempo en
semanas, lo mide en sesiones. Y
justamente es esa dependencia con el análisis lo que hay que ir desarmando. El análisis debe tener que ver con su deseo
de saber, no con una necesidad.
Fijamos
la fecha de su retorno al trabajo para tres semanas después. Ese lunes por la mañana agregamos una
sesión. Según sus propias palabras, <<necesitaba verme>> antes de enfrentarse nuevamente con sus
compañeros y con aquel lugar en el que su síntoma había hecho eclosión. ¿Por qué en ese lugar? Aún no lo sabía. Pero, como suele ocurrir cuando un análisis
progresa, es cuestión de escuchar atentamente y tener paciencia. Más tarde o más temprano, si el analista no
entorpece la tarea, la verdad que en el paciente pugna por salir termina
develándose.
No
le fue sencillo volver. Los sentimientos
de miedo, inseguridad e incluso la vergüenza al ver a los compañeros de trabajo
delante de los cuales había <<hecho aquél papelón>> no eran fáciles de enfrentar. Sin embargo, Norma lo hizo con toda la
entereza de que era capaz.
-
Ya resistí medio día – me dijo, en broma cuando me llamó durante su hora de
almuerzo.
Y
no solo resistió esa mañana sino los tres días que la separaban de la siguiente
sesión.
-
Me cuesta mucho – me dijo -, por momentos creo que voy a quebrarme, pero
respiro profundamente, hablo con Verónica y se me pasa. Estoy intranquila, pero no desbordada. Hay como un trasfondo de angustia que me
acompaña todo el tiempo, pero lo estoy controlando. Hablé con Manuel y me dijo que, si era
necesario, podía aumentar unas gotitas del ansiolítico. Pero por ahora lo vengo manejando sin
hacerlo. ¿Bien, no?
Otra
vez me coloca ante una situación difícil.
Está pidiendo mi aprobación, sé que la necesita, pero debo ir corriéndome
de ese lugar de autoridad casi omnipotente.
-
¿Vos qué creés?
-
Que sí, que está bien.
-
Me alegro, entonces.
Las
semanas pasaban y, aunque la angustia no desaparecía del todo, Norma empezaba a
desenvolverse en su trabajo con normalidad.
Tanto su jefe como sus compañeros le tenían gran cariño y se lo
demostraban todo el tiempo. La
contenían, la acompañaban, le hacían más llevadera su readaptación. Pero, a veces, no basta toda la contención
del mundo para frenar la embestida de la angustia.
Eran
aproximadamente las tres de la tarde cuando sonó el teléfono de mi
consultorio. Yo estaba en una pausa,
tomando un café. Atendí.
-
Hola.
La
voz de Norma estaba tan quebrada por el llanto que me resultaba difícil
entender lo que decía.
-
Hola.
-
Ayudame, por favor…
Más
que su voz reconocí su súplica.
-
Norma, ¿qué ocurre?
Llanto.
-
¿Me escuchás?
-
Sí.
Su
ruego resonaba en mis oídos: <<Por favor, ayudame>>. Otra
vez convocado a ese lugar tan incómodo para un analista. Pero no era el momento de hacerse a un lado.
-
Por supuesto que voy a ayudarte – me escuché decir -, pero para eso necesito
que me digas qué te está pasando.
-
Otra vez, Gabriel. Volvió a pasarme otra
vez.
-
¿Qué cosa volvió a pasarte?
No
me responde.
-
Mirá, vamos a hacer algo, a ver si te parece.
Cortá el teléfono y yo te llamo al celular. Le vas a pedir a alguien que te acompañe
hasta aquí y vamos a ir conversando hasta que llegues. ¿Te parece?
-
Sí.
-
Bueno, cortá que te llamo.
Breve
silencio.
-
¿Me vas a llamar no?
-
Por supuesto.
Norma
corta e inmediatamente la llamo.
Conversamos durante todo el trayecto hasta el consultorio. Llega y se desploma sobre el sillón. Le ofrezco un vaso de agua. Lo acepta.
Sus ojos están rojos y el rostro hinchado de tanto llorar. Me mira culposa, como si hubiera hecho algo
malo. No digo nada. Le doy el tiempo que considere necesario para
empezar a hablar. En el consultorio, en
su espacio analítico, debe sentirse segura, y eso va a hacer que se relaje poco
a poco. Espero. Solo algunos minutos.
- Perdoname – me dice llorando -, soy un
fracaso.
-
No tengo nada que perdonarte. A mí no me
has hecho nada. Y además no me parece
que seas un fracaso.
-
¿Cómo que no? Volvió a pasarme lo
mismo. Otra vez la taquicardia, el
temblor y esa sensación de que iba a morirme.
Volví a sentir lo mismo.
-Puede
ser. Después de todo no es sencillo
controlar lo que se siente. Pero ¿no te
parece que estás siendo injusta con vos misma, que estás confundiendo la parte
con el todo?
Hago
esta pregunta para obligarla a razonar.
Estoy tratando de que pueda virar de ese lugar padeciente a otro menos
angustioso, y para eso intento que tome distancia de su emoción apelando a su
pensamiento.
-
No entiendo la pregunta.
-
Estoy tratando de decirte que no poder todo no es lo mismo que no poder nada.
-
Sigo sin entender.
-
A ver: si analizamos detenidamente cada uno de estos episodios, ¿no te parece
que hay diferencias sustanciales entre ellos?
-
¿Cómo cuáles?
Hago
un silencio. Le doy tiempo para que vaya
disminuyendo su nivel de angustia.
-
Analicemos un poco lo sucedido. Es
cierto que una parte de lo que te ocurrió fue similar a la anterior, la que
tiene que ver con lo que sentiste.
Asiente.
-
Pero la otra parte, la que tiene que ver con lo que pudiste hacer a pesar de lo
que sentías, con tu actitud, no fue la misma, y eso es un paso adelante.
Me
mira asombrada. Está escuchando
atentamente. Continúo:
-
Norma, durante la crisis anterior vos no pudiste ni siquiera llamarme por
teléfono. Te encerraste a llorar en el
baño, tu amiga tuvo que hablarme y tardaste más de una hora en poder salir de
ese encierro. ¿Te acordás? Bueno, esta vez lo manejaste mucho mejor; ¿no
te parece?
-
Pero no pude evitarlo.
-
Es cierto. Nadie dijo que iba a ser
fácil. ¿Pero entendés la diferencia que
te señalo?
-
Sí. Después de todo no lo hice tan mal.
Sonrió. La sesión continúa en un clima menos
tenso. Se va calmando. Y mientras habla mi mente se aparta hacia
otro sitio. No puedo dejar de
preguntarme: ¿Qué disparó este episodio?
¿Qué relación tiene con el anterior?
Pero
no soy yo sino Norma quien posee la respuesta a esas preguntas. Siento la inquietud de quien se acerca a algo
importante. Evalúo la situación y decido
que hoy no es el momento para avanzar más.
Está recuperándose de un momento durísimo y siempre hay que priorizar el
tiempo del paciente por sobre la ansiedad del analista. De todos modos, también ella había vislumbrado
la cercanía de algo trascendental. Y no
iba a detenerse.
Cuando
Norma dejó mi consultorio llamé a Manuel.
Hablamos sobre lo ocurrido y decidimos no hacer cambios en el rumbo
terapéutico. Al fin y al cabo iba
progresando. Yo no podía asustarme como
ella, con esta recaída. Tales tropiezos
forman parte del tratamiento. De modo
que ni variamos la medicación que estaba tomando ni aconsejamos una nueva
licencia en el trabajo. Ella, al menos
eso creía yo, estaba preparada para enfrentar este presente. Con esfuerzo, con un costo de angustia. Pero era la oportunidad de no ceder, por
temor, el territorio ganado.
En
el análisis, no hay certezas. Todo
sujeto es único y debe respetarse la singularidad de cada caso. No podía estar seguro de que mi decisión
fuera la correcta. Pero el trabajo del
analista se parece al del cirujano.
Intentamos reducir el riesgo al mínimo, pero debemos estar alertas. Creer que se tiene el caso totalmente bajo
control es un error que puede pagarse caro.
Lo sabía y no pensaba olvidarlo ni por un instante. Sobre todo en este punto en el cual debíamos
adentrarnos en un territorio misterioso y sombrío.
-
Norma – dije en la siguiente sesión -, quiero que hablemos de lo que pasó el
otro día en tu trabajo.
-
¿Es necesario? Ya me siento un poco
mejor y preferiría no recordar lo sucedido.
Es
una reacción esperable. Nadie tiene
ganas de atravesar esos infiernos voluntariamente. Pero éste es el único modo de develar la
verdad que se oculta tras los síntomas.
-
Sí, Norma. Es necesario.
Suspira.
-
Bueno. Ya te conté. Taquicardia, transpiración y …
-
No – la interrumpo -, no es de eso de lo que quiero que me hables.
Me
mira sorprendida.
-
¿Entonces?
-
Vayamos un poco más atrás. Contame cómo
fue ese día.
En
su rostro se dibuja una sonrisa de desconcierto.
-
Si me lo pedís… Dejame hacer memoria – piensa un minuto antes de hablar -. Fue un día normal, como cualquier otro. Me levanté a las siete y me fui a bañar. Cuando salí, Facundo ya había partido rumbo
al colegio. Desayuné, leí el diario y –
se interrumpe -, disculpame, Gabriel, pero ¿esto tiene algún sentido?
Yo
no tenía respuesta a esa pregunta.
-
¿Te molesta hablar de esto?
-
No. Simplemente no sé si quiero gastar
el tiempo de mi sesión contándote mi desayuno.
Sonrío.
- Está bien, supongo que vos sos el que sabe.
- Bueno, me vestí, me arreglé y me fui al
trabajo.
- Hasta ahí todo normal.
- Sí, ya te dije.
- ¿Y cuando llegaste?
- También.
Nada hacía presagiar el desastre que vino después.
- ¿Cuándo empezaste a sentir que algo no andaba
bien?
Piensa.
-
Estábamos con Verónica en la oficina de Ricardo, un compañero de trabajo,
tomando café y charlando de cosas sin importancia. De repente sentí como si una especie de
electricidad me recorriera la columna.
Hace
silencio. Solo recordar ese momento le
genera angustia. Continúa:
-
Yo conozco esa sensación. Es
horrible. Me empezó a faltar el aire y
se me nubló la vista. Pensé ir a lavarme
la cara, pereo recordé lo que había pasado la vez anterior y tuve miedo de que
se repitiera. Me aterraba la idea de
volver a estar tirada en el piso, sola y a oscuras. La puerta del baño se me presentó como la
entrada a una tumba. Temía que si iba
hacia allí jamás saldría. Yo sé que
parece ridículo, pero te juro que es así.
-
Te creo.
Respira
profundamente. Está intentando controlar
sus emociones y pensar.
-
Entonces empecé a temblar. Mis
compañeros se pegaron flor de susto. Me
preguntaban qué me estaba pasando, y yo solo atinaba a decir una frase.
-
¿Cuál?
-
Me muero – dice, y comienza a llorar.
Enseguida
continúa:
-
Entonces caí de rodillas en el piso.
Miré el escritorio y vi el teléfono.
Y, casi sin darme cuenta, te llamé.
El resto ya lo sabés.
Está
angustiada, conmovida por el recuerdo de lo vivido. Pero bajo control. Podemos continuar.
-
Norma, ¿cuál es el último pensamiento que registrás antes de que apareciera la
angustia?
-
Me mira sorprendida. Piensa un poco y
niega con la cabeza.
-
No tiene sentido.
-
¿Cuál es?
-
Más que un pensamiento es una imagen.
-
¿Cuál?
-
Un portarretrato que Ricardo tiene sobre su escritorio.
-
¿Qué hay en él?
-
Una foto.
-
¿De quién?
-
De su hijo, Franco.
-
Hablame de esa foto.
-
Es simplemente un bebé durmiendo en su cunita.
-
¿Esa imagen te recuerda algo?
-
No.
-
A ver, decime lo primero que se te venga a la mente.
Silencio.
-
Lo siento. Nada.
La
represión ha caído rápidamente impidiendo toda asociación. Hoy no vamos a avanzar mucho más. Pero tenemos algunas pistas: un
portarretrato y la imagen de un bebé en una cuna. No mucho más.
De todos modos, es la punta del ovillo.
En
nuestro siguiente encuentro trabajamos sobre el ataque de pánico que Norma
acababa de sufrir. Como lo había hecho
en la sesión anterior, indagué acerca de los momentos previos a su aparición.
- No sé.
No puedo acordarme de todo – protesta.
-
No te pido que hagas uso de tu memoria.
Solamente que me digas lo que venga a tu mente sin forzar ningún
recuerdo.
Pasan
unos segundos antes de que comience a hablar:
-
Yo estaba por salir a almorzar y mi jefe me preguntó si podía pasar por una
florería a encargar un ramo de rosas en su nombre. Le dije que sí. Me dio el dinero, la tarjeta para adjuntar al
ramo y me agradeció. Eso fue todo. Volví a mi oficina a buscar la cartera y, no
sé por qué, empecé a sentirme mal. Ya
sabés. No voy a cansarte enumerando los
síntomas.
Vuelve
a hacer silencio.
-
¿Para quién eran las flores?
-
Para su mujer.
-
¿Qué decía la tarjeta?
La
pregunta la sorprende. Piensa, frunce
los ojos y baja la cabeza. No sé qué,
pero algo la ha impactado. A veces, en
análisis, suceden estas cosas. Al seguir
el discurso del paciente y las palabras que nos ofrece, hacemos impacto en
alguna fibra íntima y oculta.
-
¿Qué decía, Norma?
-
Perdoname… No puedo entender por qué, pero me angustié ahora.
Toma
aire y continúa:
- Era una simple tarjeta dirigida a su esposa.
- ¿Recordás qué decía?
Asiente.
-
Decía: por estos cuatro años… - su voz se entrecorta – de… amor y felicidad.
Norma
esconde la cara entre las manos y comienza a llorar desconsoladamente. Le doy unos segundos, pero es el momento de
preguntar.
-
¿En qué estás pensando?
-
No sé – me responde en medio del llanto.
Pienso. Ato cabos.
-
Norma, ¿cuánto tiempo hace que Esteban está con Natalia?
No
me responde. Solo el sonido de su
desconsuelo se escucha en el consultorio.
No necesito la respuesta. Ambos
la sabemos. Hago un respetuoso y
prolongado silencio.
-
¿Por qué, Gabriel… por qué? – me pregunta.
No
tengo respuesta a ese interrogante.
Trata de respirar profundamente para recomponerse. Pero no puede. El llanto vuelve una y otra vez. Tiembla, el rostro permanece entre sus
manos. No hago el menor movimiento para
no perturbar ese encuentro con su dolor.
Norma
ha sido engañada y abandonada por el único hombre de su vida, el padre de su
hijo. Hace cuatro años él eligió otra
mujer, más joven, profesional, pujante, al lado de la cuál se siente un
fracaso. <<Soy un fracaso>>, me había dicho hacía un tiempo, y yo no había
entendido hasta ahora a dónde apuntaba esa afirmación.
Es
una sesión dura para ella, pero no puedo interrumpirla. Aún falta algo más.
Espero
a que se recupere. Le alcanzo unos
pañuelos de papel. Se seca las lágrimas
y suspira.
-
Norma – digo intentando ser especialmente cuidadoso -, me gustaría que
volviéramos a la escena en la oficina de Ricardo.
Me
mira desconsolada, como si no entendiera por qué quiero seguir revolviendo en
su dolor.
-
¿Puede ser?
-
No sé qué querés saber.
-
Lo que quieras decirme.
-
Estoy aturdida. Me cuesta pensar.
-
Lo sé. Pero hablame un poco de lo que
ocurrió aquella tarde.
-
Ya te lo conté todo.
-
Contámelo otra vez.
Breve
silencio.
-
Estábamos en la oficina tomando café y empecé a angustiarme sin motivos. No sé qué más puedo decir que ya no te haya
dicho. Estoy agotada.
Lo
sé, pero es momento de seguir:
-
Hablame del portarretrato.
-
Era una foto del hijo de Ricardo.
Su
voz vuelve a quebrarse apenas lo nombra.
Ese chico significa algo. ¿Pero
qué?
-
¿La imagen del bebé te remitió a Facundo? – le pregunto.
-
No – responde con seguridad.
Era
demasiado obvio. Claro que no podía ser
eso. Debe de ser algo más arcaico, más
infantil. ¿Pero qué puede estar
significando <<el hijo de Ricardo>>? De pronto una idea se me impone.
-
Norma, ¿cómo me dijiste que se llama el hijo de Ricardo?
-
Franco, ¿por qué?
Me
tomo un instante.
-
Decime ¿cuándo fue la primera vez que escuchaste ese nombre en tu vida?
Me
mira como si no comprendiera la pregunta.
Pero de a poco su mirada se pierde en el espacio, o más bien en el
tiempo.
-
Hace mucho. Era muy chica.
-
¿En qué circunstancias?
Inspira
profundamente.
-
Mi papá solía mencionarlo. Te conté que
él tuvo que dejar su país y su familia durante la Guerra Civil. A veces se quedaba despierto por las noches,
recordando, con la mirada perdida. Y me
hablaba de Franco.
-
¿Y a qué te remite ese nombre?
Suspira,
una lágrima se desliza por su mejilla.
- Al dolor, a la muerte y … - se detiene.
- ¿Y a qué más?
-
A España.
-
¿Qué pasa con España?
Su
voz vuelve a quebrarse.
-
Esteban me dijo que quería que Facundo viajara unas semanas para allá.
-
¿Qué le dijiste?
-
Que sí, por supuesto. Él tiene derecho a
verlo y Facu está muy entusiasmado con la idea.
-
¿Y vos?
Me
mira. Sus ojos vuelven a llenarse de
lágrimas.
-
Yo… no quiero ser egoísta… pero… tengo miedo.
Se
quiebra.
Imagino
lo que debe estar pasando por su cabeza.
La historia se le ha venido encima.
El temor de quedarse
definitivamente sola, de que le pase algo a su hijo, de no volver a verlo. Después de todo su padre hizo el viaje
inverso y jamás se reencontró con su familia.
¿Desde cuándo sabe esto del viaje?
Estoy seguro de que tiene que ver con el comienzo de sus atáques de
pánico, pero no me parece atinado seguir avanzando en esta sesión.
De
modo que ahora sí hago silencio. Han
sido muchas cosas. Esteban, Natalia, el
abandono, los cuatro años, el dolor; España, la partida de Facundo y la
sensación de muerte. La miro. Está abatida, pero ha hecho un gran
trabajo. Su mirada denota tristeza y
sufrimiento, pero no el terror de quien no encuentra sentido a su dolor.
Han
pasado dos años desde aquella sesión.
Facundo viajó un par de veces a España para ver al padre y Norma ha
manejado sus temores al respecto con gran integridad. De modo paulatino y planificado ha dejado de
tomar el antidepresivo y solo conserva el ansiolítico al que recurre muy de vez
en cuando. Hemos logrado trabajar el
duelo por la pérdida de su relación con Esteban y, si bien salió con algunas
personas, aún no ha tenido relaciones con nadie más. Sigue siendo la mujer de un solo hombre. Concurre a sesión una vez por semana. Hasta el día de hoy no ha vuelto a tener otro
ataque de pánico.
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