ACERCA DEL AMOR Y DEL DESEO
« El estilo del deseo es la
eternidad.»
J. L. BORGES
El desafío de amar y desear a la misma persona
Resulta ineludible, en un libro que centra su recorrido
alrededor del amor, no
introducir la temática del deseo. Y creo que estamos ya en condiciones de
intentar hacerlo, dado que hay conceptos que hemos venido
desarrollando y en los que podremos apoyamos sin que
suenen a premisas caprichosas.
Entonces, emprendamos ese camino recordando que en el
hombre ya casi nada queda de su condición de «animal biológico» y que no existe
en nosotros lo que se llama Instinto, esa fuerza que impulsa a todos los
miembros de una especie a tener la misma reacción
frente a situaciones idénticas.
Todos hemos leído alguna publicación o visto algún
programa de televisión en el que se nos muestra cómo algunos animales viajan
cientos o miles de kilómetros en una época determinada del
año o etapa de la vida, ya sea para procrear, invernar o morir. Y dijimos que este comportamiento masivo no es, ni en lo más
mínimo, fruto de una reflexión o un acuerdo entre los miembros del grupo, sino
que cada uno siente de pronto el impulso a tener ese proceder como un mandato
que corre por su sangre.
Pues bien, nada de esto ocurre en el ser humano, porque
cada sujeto es único y sus reacciones tienen que ver, no con su pertenencia a la
especie, sino con la combinación de tres factores distintos cuya interrelación
irá formando la base de su personalidad: la herencia, la historia personal y la
sociedad en la que vive.
La herencia, que no es sólo genética sino también
discursiva, pone en juego muchos de los factores que
forman parte de una persona: su estatura, el color de sus ojos o ¿por qué no? la tendencia a sufrir ciertas enfermedades.
Su historia será fundamental en la construcción de su
identidad. Y nos estamos refiriendo a los padres que ha tenido, sus vivencias
infantiles, su paso por el colegio, la existencia o no de
momentos traumáticos acontecidos, sobre todo en los primeros años, su paso por
la adolescencia y el comienzo de su vida sexual.
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¿Cómo ha sido todo esto? ¿Ha recibido aliento y
contención por parte de su
familia o, por el contrario, fue atravesado por discursos frustrantes que
pudieran
haberlo dejado preso de una sensación de soledad e indefensión frente al
mundo?
Es en este punto en el que se definirá la subjetividad
característica de cada hombre, su identidad sexual y su manera particular de
disfrutar, sufrir o encarar los acontecimientos de su vida.
Existimos mucho antes de nacer
En su libro El psicoanálisis ilustrado, Jorge Bekerman
escribe:
«Usted mismo fue, muchos años antes de existir como realidad objetiva en
el
mundo, mucho antes de berrear y ensuciar pañales (y por supuesto mucho
antes de comprar y leer libros) un sueño en la cabeza de la niña que fue su
madre. Y puede dar por cierto que la manera en que usted existió como ente abstracto en la imaginación de la niña que fue su madre es mucho más decisiva para su destino que lo que usted se esfuerza cotidianamente por
construir para su vida.»
¿Qué es lo que Bekerman está diciendo con esto? Que,
cuando una persona
nace, ya la está esperando un mundo hecho de palabras y deseos ajenos,
que no le pertenecen. Hay una palabra, por ejemplo, que lo antecede
y que los padres han elegido para él: el nombre; que no es, ni más ni menos,
que la palabra con la que se lo identificará durante toda su vida.
Y la elección de ese nombre no es algo casual ni azaroso,
sino que en ella se ponen en juego los deseos y anhelos que los padres
vuelcan, consciente e inconscientemente, en ese hijo que llega al mundo.
No es lo mismo llevar el mismo nombre que su padre o que
el de su abuelo, o uno que haya sido elegido porque tiene un significado
determinado. Porque nuestro nombre nos obliga a hacernos cargo de algo que se
espera de nosotros desde antes de nacer.
Van Gogh, por ejemplo, llevaba el nombre de un hermano
muerto: Vincent. Y es evidente darse cuenta de qué manera sufrió eso, cómo lo
atravesó el hecho de
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haber llegado al mundo para ocupar el lugar de un muerto, para tapar esa
ausencia
y cómo esto lo ligó desde siempre a la muerte de un modo fatal.
Todos sabemos que fue un artista enorme, al que
desgraciadamente no le alcanzó con eso para contrarrestar el peso de ese nombre
y el lugar al que lo convocaba. Jamás fue un hombre feliz, se mutiló y terminó
suicidándose.
Pero no es sólo el nombre lo que nos está esperando cuando
nacemos. Es probable que muchos años atrás, por ejemplo, en un pacto
de adolescencia hecho en el patio de la escuela, nuestra madre haya acordado
con su mejor amiga de entonces que ella sería la madrina de su primer hijo. Es
decir, que veinte años antes de nuestro nacimiento, ya
teníamos una madrina.
A todo eso y mucho más debe hacer frente el cachorro
humano en el camino que lo conducirá a ser un sujeto (en tanto que sujetado,
al deseo y la palabra). Pero,
¿cómo es que adviene a este mundo?
El primer llanto
Al poco tiempo de nacer, ese bebé que mientras estaba en
la panza de su madre
no sintió nunca la necesidad de comer o beber, comienza a experimentar
una sensación que desconoce y que le genera una tensión que
crece en la medida en que no sabe qué es ni cómo se resuelve eso que le está
ocurriendo.
Cuando la tensión es tanta que comienza a ser
displacentera, el bebé tiene la necesidad de
descargarla (Principio de Placer) y lo hace de la única manera que puede hacerlo: llorando.
Ese primer llanto no significa nada aún, no se dirige a
nadie y no es más que un mecanismo de descarga de la ansiedad acumulada.
Pero ocurre que ese llanto es escuchado por alguien,
generalmente la madre, quien codifica ese primer llanto y dice: «tiene hambre».
Entonces lo toma, lo alza, lo guía para que pueda
alimentarse de su pecho y de ese modo lo calma.
Y en ese primer acto la madre ya le ha enseñado a su bebé
muchas cosas: que la molestia que sentía puede calmarse, que para que esto
suceda necesita de la ayuda de alguien externo y que, para
que ese alguien venga él debe llamarlo ya que lo que quiera, desde ahora y para siempre, lo va a tener que pedir. Y es a
partir de
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entonces que ese llanto que en su momento dijimos que no significaba nada
adquiere un sentido.
Pero puede ser que unas horas después el bebé vuelva a
llorar y que esta vez la mamá codifique ese llanto de un modo diferente y diga:
«Ahora no tiene hambre... ahora tiene sueño». Entonces va
a alzarlo y acunarlo hasta hacerlo dormir.
De este modo, de a poco, la madre irá introduciendo a su
hijo en el mundo de la palabra, lo adiestrará en el arte de la comunicación
instruyéndolo en cómo se llora cuando se tiene hambre y cómo
cuando se tiene sueño. Le va enseñando con juegos y caricias que ése es su cuerpo, que le pertenece y que tiene que ir
aprendiendo a reconocerse en él. Por eso lo toca y nombra cada una de
sus partes para que después el hijo pueda hacer lo propio. Y así, cuando el
chico empieza a aprenderlo, experimentamos una sensación de orgullo y alegría.
La madre espera ansiosa la lle- gada del papá y le pregunta al niño: « ¿Dónde
está la boca?» y el hijo lleva su dedo indicando que ha
unido la palabra con el cuerpo. Con este simple logro, el hijo ha dado un paso más en el arduo camino que lo llevará a ser él mismo.
Vivir en un mundo de palabras es comprender que todo lo
que queramos lo vamos a tener que pedir, que no hay otra manera de obtener
lo que se anhela que no sea con la mediación de la palabra. Por eso, cuando
alguien no comprende esto y toma lo que quiere sin pedirlo, la sociedad lo
castiga.
Pongamos un ejemplo.
Cuando una persona despierta nuestro deseo comienza el maravilloso camino
de la seducción, que no es más que otra de las maneras de pedir. Nos
encontramos a tomar un café, salimos a cenar o al cine, nos vamos conociendo e
intentamos que en ese conocimiento mutuo se genere en el otro el mismo
interés por estar con nosotros. De producirse esto podremos estar juntos, de lo
contrario, la posibilidad del encuentro se verá
frustrada.
Ésta es la manera en la que buscamos alcanzar la
satisfacción de ese deseo porque, como decía André Breton,
«las palabras hacen al amor». Pero no se trata de que las palabras tengan que
ver con el amor, sino que lo hacen, lo originan y lo constituyen.
Pero supongamos que una persona no mediatice sus deseos a
través del pedido y directamente tome lo que desea. En ese caso, lo que
podría haber sido un
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encuentro amoroso, se transforma en una tragedia.
Esa persona ha descubierto que una mujer le gusta, que la
desea, pero en lugar de seducirla, la espera en una esquina y la toma por la
fuerza sin tener en cuenta lo que a ella le pasa, sin importarle si quiere o no
quiere; no reconoce su deseo y, por ende, la degrada a la condición de objeto y
como tal la trata. Simplemente la toma porque ése es su
impulso.
Un acto como éste nos horroriza tanto que, de quien lo
perpetra, decimos que se trata de un animal, de una bestia. Es decir que por su
comportamiento también la sociedad deja de reconocerlo siquiera como un miembro
perteneciente a la especie humana. ¿Por qué? Porque no entendió que la
palabra, y no otra cosa, es el medio para conseguir lo que se
quiere.
El lenguaje es, entonces, aquello que nos hace seres
diferentes del resto de las especies. Porque su existencia
echa por tierra con los llamados del instinto, que nos impulsarían con su fuerza a ir y tomar sin más lo que satisface la
necesidad, y nos obliga a hablar, convencer, pedir, acordar y ceder para
relacionarnos con los demás.
Pero la palabra también tiene un límite y nadie puede
decir con palabras todo lo que quiere. Siempre hay algo imposible de ser dicho,
algo que se pierde en la comunicación y que, por ende, resulta inasible. Y eso
que no puede articularse por medio de las palabras, eso que no sabemos cómo
pedir, dejará siempre un resto de insatisfacción. El fruto de esa
insatisfacción es, ni más ni menos, el que permite el surgimiento del deseo. Un deseo que en parte tiene que ver con lo que
decimos, pero también con lo que no podemos decir.
Volvamos por un segundo a aquel instante mítico del primer
llanto del bebé. Dijimos que, sin saber ni esperar nada, el chico se encuentra
con que su ansiedad fue calmada y su necesidad satisfecha por algo externo
(la madre). Esto lo sorprende y le da una satisfacción plena... por única
vez.
Una vez que ha sabido de la existencia de su madre, de su
pecho que lo alimenta y de sus brazos que lo calman, el niño ya ha
entrado al mundo del deseo y, cada vez que sienta hambre,
sueño o miedo, no podrá evitar que surja ese deseo de que la mamá venga, se haga cargo de sus demandas, y lo calme. Ésta es la
experiencia que da origen al amor.
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Porque a partir de esa experiencia, cada vez que vuelva a
tener una necesidad,
ya estará esperando que venga aquello que lo calma e irá fantaseando el
momento de la satisfacción. Y este detalle es fundamental, porque la espera lo
introduce al mundo del deseo. Pero siempre habrá una diferencia entre la
satisfacción anhelada y la satisfacción encontrada. Siempre habrá algo que
queda, un resto de insatisfacción y ése será el motor permanente del deseo
humano, ya que este modelo infantil se irá trasladando con los años a todos y
cada una de nuestras vivencias.
El deseo de Reconocimiento
Llegar a ser uno mismo no es algo fácil. Por el
contrario, es la consecuencia de
un complejo recorrido. Al no poder saciar por sí mismo sus necesidades
y, habiendo comprendido que la satisfacción de sus deseos
depende de los demás, el niño empieza a querer agradar a aquellos que necesita para
que lo cuiden, lo alimenten, lo vistan o lo bañen. Funciones que,
generalmente, son desempeñadas por los padres.
¿Y cómo hace para intentar satisfacer esta necesidad de
ser reconocido y querido por ellos? Simple. Intenta convertirse en lo que
cree que esperan de él. Pero aquí se impone otra pregunta: ¿Cómo sabe lo que los
demás pretenden que él sea? La respuesta es que en realidad no lo sabe, pero lo
irá deduciendo a partir del discurso y las actitudes que va
decodificando en su comunicación cotidiana con los demás.
A veces de un modo consciente y muchas otras de manera
inconsciente, los padres marcan un camino a seguir. El simple hecho de
regalarle al nacer una camisetita del club de fútbol por el que simpatiza, el
padre le está indicando que de ese equipo tiene que ser hincha. Y muchas veces
no hay otra explicación para serlo. "Soy hincha de
este club porque ya mi padre lo era". Nos identificamos con un deseo del padre e intentamos cumplirlo.
Cada acto, cada palabra, puede funcionar entonces como un
mandato a obedecer al ser tomado por una psiquis en formación como
la de un chico. Y éste es el punto en el cual me gustaría detenerme.
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El otro día, mientras esperaba mi turno para ser atendido
en un negocio,
escuché que una madre le dijo a su hijo, al cual se le había caído un
paquete que ella
le había dado: "Ves que vos no servís para nada".
Una frase como ésta, si es tomada al pie de la letra como
una sentencia, puede convertirse en un camino a seguir y llevar a un sujeto a
la búsqueda inconsciente de un destino sufriente.
Retomo para ejemplificar una frase dicha por una paciente
que analizamos desde otro punto de vista en capítulos anteriores:
"Yo no sé por qué siempre me engancho con tipos casados, si ya sé que más
tarde o más temprano voy a terminar sufriendo".
Esa frase, dicha como al pasar, se convirtió en el hilo de
Ariadna que le permitió salir del laberinto emocional en el cual ella
quedaba encerrada inexorablemente. Dedicamos muchas sesiones a interpretar
lo que quería decir realmente con esto y hacia dónde nos llevaba.
Hasta que un día trajo el recuerdo de que su madre, como
la señora del comercio, cuando ella era niña solía decirle: "Vos te
vas a quedar sola porque no servís para nada".
Este comentario había tomado para ella la fuerza de un
mandato y así llegó a la conclusión de que eso era lo que la madre esperaba de
ella: que no sirviera para nada y se quedara sola para
siempre. Por eso, intentando cumplir con este mandato materno, todo el tiempo buscaba ese tipo de relaciones, ya que no se
sentía merecedora de ser amada y respetada. ¿Por qué? Porque ella
tenía el deber de no servir para nada, y lograr construir una relación en la
que fuera feliz la hubiera llevado a incumplir con ese
mandato. Sentía, además, que no tenía nada para dar y que, por ello, no era
merecedora de ocupar un lugar de privilegio en la vida de un hombre.
Alguno podría pensar que este ejemplo es muy extremo, pero
les aseguro que hay muchas maneras de transmitirle a un chico "que no
sirve para nada". Y si no pensemos qué le estamos
diciendo cada vez que, al ver que algo no le sale, le decimos: "dejá que lo hago yo". Seguramente la madre de mi
paciente tampoco era tan mala como podemos suponer aunque ella la haya
registrado de esta manera. Pero no olvidemos que una cosa es la realidad y otra
muy distinta es la realidad
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psíquica.
Los mandatos
En la época en que estudiaba la técnica de la hipnosis
junto al doctor Breuer,
Sigmund Freud tuvo una revelación magistral. Observó que en una de esas experiencias al hipnotizado se le daban indicaciones que debería cumplir
cuando saliera del estado hipnótico con la orden de no recordar
estas indicaciones. Así, por ejemplo, se le ordenaba a
alguien que al despertar debería pedir un vaso de agua sin recordar esta orden. Para asombro de los presentes, la persona al
salir del trance pedía un vaso de agua y al preguntársele por qué lo
había hecho decía que simplemente había tenido la necesidad de hacerlo. Es
decir que estaba obedeciendo a una orden que no recordaba,
que había sido expulsada de su conciencia, pero que aun así, no perdía su eficacia.
Freud se preguntó, entonces, si estas órdenes
inconscientes no podrían producirse en situaciones diferentes de las del
experimento de laboratorio, en circunstancias cotidianas. Si no
podría ser que muchas de las cosas que una persona hace fueran
solamente la consecuencia de órdenes que hubiera recibido en algún momento de su vida y que, a pesar de no recordarlas, no podía dejar
de cumplir.
La práctica con pacientes y el análisis de los contenidos
inconscientes le fue mostrando que su hipótesis era cierta. Comprobó, como lo
seguimos comprobando los analistas hoy en día con nuestros pacientes, que sin
saberlo, todos llevamos mandatos que inconscientemente guían nuestros pasos,
muchas veces por caminos de
dolor.
Un mandato es una palabra, un gesto o un acto de otro que
incorporamos y al que, inconscientemente, le damos el poder de guiar
nuestras vidas.
He aquí la característica de los mandatos: nos
constituyen porque nos identificamos con ellos y los incorporamos hasta hacerlos
algo propio, y desde allí nos indican cómo debemos ser para satisfacer el deseo
de otros y, de esa manera, nos señalan el camino a seguir.
Pero a pesar de esto, que resulta inevitable, cabe decir
que no todos los
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mandatos son negativos. Por el contrario, muchísimas veces estos
mandatos nos
estimulan y son posibilitadores de futuros logros. Cuando nuestros
padres nos transmiten que tenemos derecho a pelear por lo que
deseamos, que podemos fracasar en ese intento sin ser por eso inservibles, que
peleemos por seguir nuestros deseos, pero sin exigirnos el
éxito como única fuente de placer, incorporamos mandatos que
son propiciadores y no frustrantes.
Recuerdo que hace muchos años vi una película llamada Y
mañana serán hombres.
En ella se cuenta la historia de unos chicos que están
encerrados en un reformatorio y que han sido alojados allí "porque no
servían para nada". Y lo que se les decía era que
ellos iban a estar allí hasta que fueran mayores de edad, pero que al salir seguramente iban a delinquir e iban a terminar sus días en una
cárcel, porque ése era su destino.
En un momento llega a la institución un nuevo director
que no cree que esto tenga que ser así, que no es cierto que esos chicos no
sirvan para nada, y comienza a estimularlos, a establecer
con ellos un vínculo diferente, atravesado por el respeto y el aliento. En contraposición con los dichos anteriores, él les dice
que tienen que prepararse para cuando salgan, les pregunta qué es lo que
quieren ser, cuál es su deseo y los incentiva a que recorran el camino hacia él.
Y, sobre todo, les transmite la idea de que confía en ellos.
Cierto día se presenta en su despacho un chico al que
apodaban "El Gallo". Este muchacho era
reconocido por ser el más rebelde, el de peor carácter, el líder violento del grupo e incluso había tratado de escapar del reformatorio
en varias ocasiones.
En esa escena, El Gallo mira al director y el diálogo es
más o menos el
siguiente:
—Señor, usted siempre nos dice que confía en nosotros.
Pero ¿de verdad confía
en mí?
El hombre lo mira sin entender bien a qué viene todo esto y le responde
que sí. —Entonces yo quiero pedirle un favor —le dice el joven—. Necesito que
me deje
salir un día de aquí.
El director le explica que eso es imposible, que está
prohibido y que además él
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ha intentado escapar varias veces, lo cual vuelve a su pedido aún más
difícil de
complacer. Pero le pregunta por qué le está pidiendo algo que él sabe
que no es lícito hacer y El Gallo le responde que su madre se está muriendo, y
que a él le gustaría acompañarla y que ella pueda verlo antes de
partir.
El hombre se ve en una encrucijada de la que sale
apostando a la confianza. Acepta el pedido que el chico le
hace con una condición, de que al otro día, con el primer tren que llega al pueblo, él debe estar de vuelta, y le ruega que
por favor cumpla, que no lo defraude, porque si lo hace, eso
significaría que tenían razón los que decían que no se podía confiar en ellos.
El Gallo se va. A la mañana siguiente, a la hora pautada,
el joven no ha llegado al reformatorio y el director envía a su asistente a la
estación de tren a ver qué ocurrió. A los minutos el hombre
regresa con la información de que ese día, en el primer tren
de la mañana, no vino nadie.
Apesadumbrado, el director se dirige a su cuarto y prepara
su valija y su
renuncia. Enterados de esto los chicos van a pedirle que no se vaya:
—Señor —le suplican— por favor, no se vaya. Porque si
usted se va nos van a mandar a otro como los de antes... esos que piensan que
nosotros no servimos para nada. Por favor, no nos deje.
Pero el director les dice que jamás les ha mentido y que
siempre confió en ellos y que ahora no sabe si podrá volver a hacerlo.
Mientras hablan sobre esto, desde la puerta el asistente
lo llama a los gritos. Él se dirige rápidamente y al
llegar ve a El Gallo que viene corriendo, como alma que lleva el diablo, por el camino de tierra que llevaba al pueblo. Cuando
está frente a
él, el joven cae de rodillas extenuado y con lágrimas en los ojos le
dice:
—Señor, perdóneme. Yo quería cumplir, pero mi madre tardó
un poco más en morir y no pude dejarla sola. Y cuando llegué a la estación el
tren ya se había ido. Vine corriendo desde allí, pero aun así no llegué a
tiempo. Sé que le fallé, pero por favor, no se vaya, no nos deje.
El hombre lo toma de los hombros conmovido, lo ayuda a
levantarse y lo abraza. Y el chico duro y rebelde llora. Llora por la
madre que ha muerto, pero también llora por gratitud a ese
hombre que con su confianza le ha abierto la puerta de un
destino diferente, y por haber podido cambiar un mandato siniestro
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que lo condenaba a la marginalidad y el delito por otro que le habilita
un camino a
lo largo del cual pueda llegar a ser alguien de quien él mismo se sienta
orgulloso.
La palabra posibilita la educación, la transmisión del
afecto y la comunicación, y eso es algo maravilloso. Pero
en determinadas situaciones puede volverse un arma fatal. Por eso debemos tener
cuidado con lo que decimos y no olvidar que, para la mente
de un niño, frases que en la vida adulta no tienen ningún valor pueden adquirir una significación que marque para siempre su vida.
La influencia de la cultura
Pero dijimos que tres eran los factores que influían
sobre la psiquis de una
persona. Hablamos ya de la herencia y de la historia.
En cuanto a lo social, esbocemos apenas la idea de que la
realidad en la que vivimos nos impacta y que debemos vérnosla con ella. Que
no es lo mismo vivir en una época histórica que en otra, en una cultura que en
otra o, incluso, en una clase social que en otra. Que son diferentes las
dificultades y los estímulos que alguien recibe, a favor o
en contra, y que lo llevan a desarrollar sus aptitudes y mecanismos de defensa.
Desconocer esto es caer en un psicologismo que lo único
que hace es dificultar la comprensión de lo que nos pasa.
La importancia de la insatisfacción
(o un camino seguro hacia la depresión)
Dijimos ya que el ser humano, por carecer de instinto,
carece también de la
posibilidad de encontrar la satisfacción plena. Pero lejos de lo que
pudiera pensarse, esto no es una desventaja. Por el contrario, esa
falta instintiva es la que pone de manifiesto que, para
nosotros, se hace necesaria una preparación y una construcción permanente y laboriosa durante toda la vida para poder ir
asumiendo los distintos roles que nos esperan: hijo, amigo, pareja,
empleado, jefe o madre. Todos y cada uno de los lugares a los que podamos vernos
convocados a ocupar en la vida tienen que ser construidos, porque el ser humano
no es un ser natural sino
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un ser social.
Pero entonces, aparece una pregunta inquietante: ¿No nos
deja esta carencia instintiva sin un arma fundamental, esa que impulsa a los
animales a cazar,
invernar, hacer largos recorridos para desovar o construir nidos?
Y la respuesta es que, ante la falta de instinto, los
seres humanos hemos desarrollado una fuerza tanto o más movilizante aún: El
Deseo. Esa energía que permanentemente nos impulsa a hacer cosas, armar
proyectos laborales o sentimentales, estudiar o hacer un viaje. El deseo que,
por ejemplo, toma la forma de la búsqueda del amor, del
conocimiento o de la realización de los proyectos personales.
La "depresión", por ejemplo, término tan usado
en estos tiempos, es una enfermedad que se caracteriza por la desaparición del
deseo, lo cual provoca una ausencia de proyectos tan marcada que nos deja cara
a cara con la muerte, destino final y conocido de todo sujeto
humano. Y es ante esta situación que surge la angustia que
nos invade dejándonos paralizados e impotentes.
Pero no es necesario llegar a ese extremo para sentir,
muchas veces, una pesadumbre que ensombrece nuestra vida. Situaciones de
pérdida de trabajo, de pareja o de dificultades cotidianas suelen angustiarnos y
quitarnos, aunque no to- do, gran parte de nuestro interés en las cosas que
hacemos. Aquello que nos entusiasmaba pierde su atractivo y nos sentimos "sin
energía para nada". Pues bien, esa energía que parece
habernos abandonados es lo que llamamos Deseo. Y es en esas situaciones en las que se pone en juego la capacidad de seguir
deseando de una persona, la cual está íntimamente ligada a la
sanidad.
Porque el deseo, ese algo siempre insatisfecho, es el que
nos impulsa a sobreponernos a estas dificultades, el que nos insta a
buscar nuevos horizontes, a volver a empezar a pesar de los
tropiezos e intentarlo siempre una vez más.
Y llegados a este punto, hago una aclaración que me
parece fundamental. Decir que el deseo es siempre
insatisfecho no es lo mismo que decir que alguien deba sentirse siempre
insatisfecho y que no pueda disfrutar de los logros alcanzados. Simplemente significa que nadie puede tenerlo todo, que siempre podemos
querer alcanzar un objetivo más.
Y he allí el desafío de la vida. Desear, luchar por
conseguir esos anhelos,
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disfrutar de lo obtenido y comprender que aun así tenemos la posibilidad
de
inventar un nuevo sueño por el que valga la pena seguir viviendo.
Remito al lector a la película El náufrago, protagonizada por Tom Hanks.
En este film, a partir de un accidente aéreo, un ejecutivo de una famosa
empresa de mensajería que nada sabía del contacto con la naturaleza y
que no estaba capacitado para sobrevivir en condiciones límites,
queda solo en una isla de- sierta. Y allí tiene que enfrentarse a desafíos que
parecen enormes, casi imposibles.
Conseguir alimento, agua potable, comida, hacer fuego,
encontrar un refugio y, sobre todo, no convertirse en un animal, es decir,
seguir siendo un hombre.
Para eso apela, inconscientemente, a dos estrategias. La
primera de ellas es la de colocar la foto de la mujer que ama siempre cerca de
su vista. El Deseo de volver a verla será el incentivo que lo
impulsará a no darse por vencido nunca, por difícil que parezca la tarea a
realizar. La segunda es humanizar a un objeto, en este caso una pelota de
voley, a la que bautiza con el nombre de su marca, en la que dibuja ojos, nariz
y boca y con la cual habla todo el tiempo para no olvidarse de que es, antes que nada, un sujeto del lenguaje.
De ese modo, como decíamos al principio, el deseo y la
palabra, lo acompañan todo el tiempo y lo mueven a intentar volver a su mundo,
a pesar de los riesgos y de las dificultades que parecen infranqueables.
Recomiendo una visita por esa historia. Algunos han visto
en ella solamente una película taquillera, la tonta historia de un hombre
que le habla a una pelota, pero si la miramos bien, vamos a darnos cuenta de
que apunta al hecho de que siempre existe la posibilidad de
afrontar un desafío más mientras sigamos siendo sujetos
atravesados por la palabra y, sobre todo, por el deseo.
Amor y erotismo
Hay quienes piensan que el amor y el erotismo son
inseparables, cuando no
una misma cosa. Pero ocurre que uno y otro caminan por caminos distintos
que muchas veces tienen, incluso, direcciones contrarias.
Dijimos que para que el amor surgiera era inevitable la
presencia de una cierta idealización de la persona amada. Como decía mi
paciente Mariano, aquel al que
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hicimos referencia cuando hablamos de los actos fallidos, su mujer y su
amante
eran "dos cosas diferentes".
Débora, su esposa, era el ser más maravilloso que había
sobre la Tierra, una persona extraordinaria, una madre increíble, la mejor
compañera que un hombre podría haber encontrado.
Observemos cómo el proceso de idealización aparece
claramente en el juicio que hace sobre ella. Débora no aparece en su discurso
como una mujer, sino como algo superior. Y por eso la ama.
Obviamente, le pregunté acerca de su amante, Valentina. Y
allí su gesto, su voz, su postura cambiaron. Me dijo que a ella en la cama le
podía pedir cualquier cosa, que era una máquina, que sus
pechos, sus caderas, sus labios, le resultaban irresistibles
y delataban cuánto le gustaba a ella el sexo.
Reparemos en la manera diferente en la que describe a
ambas mujeres. Su esposa era una mujer maravillosa, una madre increíble, la
mejor persona del mundo. En cambio su amante era una máquina, y sus labios, sus
pechos, sus caderas la delataban como un puro objeto sexual.
¿Y cuál es la diferencia entre una descripción y la otra?
Que cuando habla de su esposa, se refiere a una mujer totalizada, a una
madre,
a una persona, en cambio cuando habla de su amante la degrada, la divide
en partes. No es una mujer, es unas caderas o unos pechos,
no es una madre o una compañera, es una máquina.
Pero esto que Mariano hace, no es más que dejar en
evidencia la diferencia entre los mecanismos con los que funcionan el amor y el
deseo.
Dijimos que el amor requiere de una cierta idealización
del otro, pues bien, el deseo en cambio necesita degradar al objeto para poder
erotizarse. Que no sea una mujer sino unos pechos, que no
sea una buena compañera sino una máquina sexual. ¿Cuántas
veces algún amigo, hablando de una mujer que lo excita, dice que
es una bestia, o una perra?
Observen cómo, hasta en el discurso cotidiano, hay una
aceptación de que esto funciona
así.
¿Y cuál es la dificultad mayor que se le presenta a una
pareja? La de poder sostener el amor y el deseo en una misma relación, es
decir, idealizar y degradar,
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según sea el momento, a la misma persona, lo cual propone un desafío
para ambos.
Recuerdo a un paciente que después de treinta años de
casado seguía muy enamorado de su esposa y a la vez la deseaba enormemente.
Sentía que era la mujer de su vida, pero también, cuando la miraba, veía
sus pechos, sus caderas y se excitaba.
Pero ¿cuál era la dificultad que tenía? Que ella no se
dejaba degradar, no quería ser tratada como una cosa, como un objeto sexual.
Entonces, cuando él se acercaba desde atrás y la
abrazaba y comenzaba a tocarla, ella se enojaba y le decía que no era una
cualquiera, que era su esposa, que necesitaba antes de hacer el amor que él la
acariciara suavemente, que la mirara, que le dijera que la amaba... y él me
decía que mientras hacía todo eso que ella le pedía, se deserotizaba. ¿Por qué?
Porque ella le volvía tierna una situación que debía ser sexual,
y en esa ternura, se diluía su deseo.
¿Se puede desear a otra persona aun estando enamorado?
(Sí)
La respuesta a esta pregunta, aunque hiera la idea
romántica del amor, es que
sí. Como vimos, los mecanismos del amor y el deseo transitan por
senderos tan distintos que no es raro que puedan dirigirse a personas
diferentes. Esta comprobación es tremendamente dolorosa porque rompe con
una de las ilusiones que genera el amor: completarse el uno al otro.
Obviamente, si el otro nos completara, no habría deseo y
por lo tanto, no habría necesidad de ir a buscar nada a ningún otro lado. Pero
dado que no es así, el tema de la fidelidad se impone como algo que no está
dado por el solo hecho de estar en pareja y que requiere de una decisión y un
esfuerzo personal. Pero hablaremos de esto en el capítulo
siguiente.
Para concluir, digamos que el deseo es, en definitiva, la
única arma que tenemos para enfrentar a la muerte. Porque si no
tuviéramos deseos, al mirar hacia adelante, sin
proyectos que nos movilicen, veríamos solamente en el final del recorrido el
destino que nos espera y no podríamos evitar pensar todo el tiempo que nos vamos a morir.
135

Movidos por la fuerza del deseo emprendemos epopeyas,
escribimos libros, nos
enamoramos, estudiamos o simplemente transitamos la vida de la mano de aquellos que, con su reconocimiento, nos hacen renovar permanentemente
las ganas de crecer y nos invitan a inventar, siempre, un
proyecto más.
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