miércoles, 1 de abril de 2015
LOS PADECIENTES-IV-V-VI
IV
—No fue fácil vivir en esta familia.
La sentencia de Camila es fatal.
—Contame.
No se hace rogar. Es como si desde hace mucho tiempo estuviera esperando para sacarse esto de adentro.
—Imaginate, sin mamá, con un hermano loco y un padre que… —lo mira— prefiero no hablar de él todavía. Las cosas no siempre son lo que
aparentan. Vista desde afuera, esta es “la casa grande” o “la mansión de los lindos”, como la llaman los vecinos. Pero puertas para adentro todo ha sido
muy distinto.
Pablo nota algunas cosas. En primer lugar que ese padre aún la angustia, en segundo lugar que ha omitido a Paula de la lista de su familia y, por
último, que acota el tiempo del infierno: “Puertas adentro, todo ha sido muy distinto”. ¿Ha sido? ¿Desde cuándo y hasta cuándo?
Cree tener la respuesta a esas preguntas. Está convencido de que el infierno empezó con una muerte y terminó con otra. Pero debe constatarlo.
Despacio —se dice a sí mismo—, despacio.
—Como quieras. Si preferís no hablar de tu papá, no hables pero decime, ¿por qué dijiste sin mamá? Porque hubo un tiempo en el que hubo una
mamá ¿o no?
Piensa un instante y sus ojos se humedecen.
—Claro que la hubo. Pero fue hace tanto.
—De todos modos, imagino que tendrás algún recuerdo de ella.
Lo mira.
—Lo recuerdo todo. No me olvidé de uno solo de los momentos que compartimos. —Se detiene y busca algo en el estuche de su violín. Saca una
fotografía. —Ésta era mi mamá.
Pablo observa la foto y algo le llama la atención, aunque no sabe qué. De todas maneras intenta disimular su confusión.
—Era muy hermosa.
—¿Sabés? Hay una sola cosa que me pasa y que cada vez me duele más.
—¿Qué es? —pregunta mientras deja la foto sobre el escritorio.
—Parece mentira que me ocurra esto justamente a mí, que soy músico. Pero… cada día que pasa se me olvida más su voz. —Agacha la cabeza y
aprieta sus manos entre las rodillas en un gesto tenso y angustiado. —Es horrible.
—¿Olvidar su voz?
—Sí. Y saber que nunca más voy a escuchar mi nombre dicho de esa manera.
—¿De qué manera?
—De la manera en la que lo dice una mamá, con ese modo que te permite sentirte hija. —Aparecen algunas lágrimas. —¿Sabés? Yo creo que dejé
de ser una nena la última vez que mi mamá pronunció mi nombre.
Pablo la entiende. Sabe que es así. Camila ha perdido su derecho a ser tratada como hija junto con su madre. Pero esa angustia dice algo más. Tal
vez no sea sólo eso lo que perdió con la muerte de Victoria. Quizá haya algo aún más profundo y doloroso que quedarse sin mamá a los cinco años:
quedarse sin inocencia. Quiere preguntar por eso, pero se detiene.
Despacio, Pablo, despacio.
Por suerte, ella retoma la palabra e irrumpe con un recuerdo feliz. Se está resistiendo a la angustia. No lo sorprende. Es la psiquis de una niña
que se defiende del dolor.
—Mi mamá amaba el arte. Pintaba muy bien y escuchaba música todo el tiempo. A mí me enseñó a disfrutarla desde que nací, según me
cuentan, desde antes. Cuando estaba embarazada de mí se sentaba horas en la mecedora a escuchar a Bach. Era su músico preferido.
Por lo visto, no es casual que Camila empiece cada mañana con el concierto en La menor de Bach. Es una manera de tener a su madre con ella, o
tal vez, de revivir un recuerdo antiquísimo, intrauterino quizás. Está convencido, además, de que aquella mecedora es la misma que está bajo el alero,
la que ella usa ahora para descansar y pensar. Es evidente que ha encontrado algunos mecanismos para conservar esta relación con su madre más allá
de su muerte. Debe sentirse muy sola. Y desprotegida.
—Ella solía ir a los conciertos y desde que yo tenía dos años me llevaba con ella. A la gente le parecía raro ver entrar a una nena de dos años a
una sala de conciertos. Supongo que muchos se pondrían de mal humor pensando que yo iba a interrumpir, a moverme y molestar.
—Pero no pasaba nada de eso.
—Nada. Para mí era como compartir un mundo mágico con mi mamá.
De pronto sus ojos vuelven a humedecerse.
—¿Qué recordaste?
—El último concierto que compartimos juntas. Yo estaba por cumplir cinco años. Fue en un viaje a Europa. Mi mamá me llevó a escuchar a
Venguerov. Mamá estaba muy emocionada. Me dijo que iba a escuchar al mejor violinista del mundo y que no me iba a olvidar jamás de esa noche.
Tenía razón. Fue algo… —hace un gesto acariciando su pecho con la mano en forma circular— no te lo puedo explicar con palabras. Después del
concierto fuimos a comer, pero ninguna de las dos probó bocado, estábamos demasiado emocionadas. Sentada en esa confitería le dije a mi mamá que
quería ser violinista. Ella me abrazó y se puso a llorar, y yo le prometí que algún día iba a tocar ese concierto para ella.
—¿Recordás cuál era ese concierto? —pregunta Pablo, tan sólo para escuchar una respuesta que ya intuye.
Camila lo mira, baja la vista y sonríe.
—Claro. El concierto en Mi menor de Mendelssohn.
V
—No sé qué debo hacer.
—¿Qué querés hacer?
Paula suspira acostada en el diván.
—No lo sé. Por un lado, quiero que esto termine cuanto antes, porque desde que apareció el cuerpo de mi padre siento que el mundo se me vino
encima. Y no porque yo pensara que estaba paseando por Europa y en cambio se estaba pudriendo en una zanja a treinta cuadras de casa.
—¿Eso no te angustió? —pregunta José.
—¿Querés la verdad?
—Por supuesto.
—No. Ni un poco.
No le parece una negación. Realmente, Paula no siente el menor dolor por la muerte de su padre.
—¿Entonces?
—Es todo lo que surgió a partir de ese momento. El brote psicótico de mi hermano, su intento de suicidio, su confesión. Tratar de cuidar de
Camila mientras internaba a Javier y buscaba la mejor manera de defenderlo.
—A pesar de que mató a tu padre.
—Alguien tenía que hacerlo.
Toma aire.
—Sé que suena horrible lo que digo, pero te aseguro que mi padre se merecía cada uno de los dolores por los que haya pasado. ¿Te parezco un
monstruo?
—Lo que a mí me parezca no tiene ninguna importancia, pero vos, ¿te sentís un monstruo?
—No lo sé. —Piensa. —De todos modos, ¿te diste cuenta de que la mala gente rara vez acepta que lo es? He visto a tantos miserables convencidos
de que lo que hacen está bien, que no sé si no seré una más en esa lista. Pero la verdad es que no me siento mal por eso. Creo que el amor no se regala,
se gana. Y mi padre no se lo ganó.
—Pero en este caso, no sólo parece falta de amor. Casi da la impresión de que odiaras a tu padre.
—Podés quitar el casi, si querés.
Lo que está diciendo es muy fuerte y José decide no intervenir, dejar que Paula lleve el ritmo de la conversación.
—¿Sabés? —Se interrumpe. Le cuesta hablar. —Durante años escuché el motor de autos que entraban en mi casa por las noches. A veces eran
muchos. Actuaban con total impunidad. No intentaban pasar desapercibidos ni les importaba si los escuchaba alguien. De todos modos nadie iba a
hacerles nada.
—¿Por qué?
—Porque en esos autos venía gente importante. Jueces, diputados, gente que después veía por televisión hablando de moral y postulándose
como ejemplos de la sociedad.
—¿Y qué tenía de malo una reunión de amigos?
—Que no venían solos. —Se detiene. —Alguna vez me asomé por la ventana de mi cuarto, sin encender ninguna luz para espiar lo que ocurría…
—¿Y qué ocurría?
—Que estos amigos traían algunas chicas.
—¿Prostitutas?
—Chicas —responde con firmeza—. Algunas menores que yo… y en ese entonces yo tenía veinte años. Además…
—Además, ¿qué?
—Las veía bajar de los autos, caminar tambaleándose entre los manoseos y los chistes de esos tipos. Estoy convencida de que las drogaban.
—¿Y qué pasaba después?
—Las llevaban a la casa de huéspedes que hay en el fondo, detrás de la de los caseros. Ponían la música fuerte y cerraban las ventanas. Alguna
vez leí que en la época de la represión los torturadores hacían lo mismo, ponían la radio fuerte para que no se escucharan los gritos de los torturados.
—¿Creés que algo de eso pasaba en esa casa?
—Sí.
El recuerdo la angustia.
—¿Cuántas veces ocurrió esto?
—No lo sé. Muchas. Fueron años. Pero después de un tiempo no quise espiar más. Odiaba cada vez que eso pasaba. Casi ni dormía temiendo que
esa noche volvería a escuchar los motores y las risas.
Silencio.
—¿En qué te quedaste pensando?
—En que la madurez trae algunas consecuencias indeseadas.
—No entiendo.
—Hace poco más de un año me dije que no podía permitir eso, que estaba mal y que alguien tenía que hacer algo. Entonces no aguanté más e hice
una denuncia anónima.
—¿Y qué pasó?
Suspira.
—Nada. No vino nadie a constatar nada. Pero esa noche, al volver a casa, mi padre me dijo que lo acompañara al cuarto porque quería hablar a
solas conmigo. Quería hablar… —repite con ironía—. Sin embargo no dijo ni una sola palabra. Simplemente se quitó el cinto y me molió a golpes. No era
la primera vez que me pegaba, pero ésa fue la peor de todas. Los gritos despertaron a los chicos. Javier entró en el cuarto e intentó defenderme.
Pobrecito. Toda la furia de mi padre se volvió en contra de él. Ver cómo le pegaba fue insoportable. Con tanto odio… Te juro que me dolía más que
cuando me pegaba a mí. Entonces lo frené. Le dije que me perdonara, que jamás volvería a meterme en sus asuntos y que haría todo lo que él quisiera
con la única condición de que dejara en paz a mis hermanos. —Llora. —Y cumplí. Desde ese día traté de no enterarme de nada, o hacer de cuenta de
que no me enteraba. Ya no me asomé más al escuchar los autos y las risas. Por el contrario, me ponía tapones en los oídos y tomaba alguna pastilla
para dormir.
—¿Y Camila? ¿Qué pasó esa noche con Camila? Porque me dijiste que los gritos despertaron a los chicos. Javier entró en el cuarto e intentó
defenderte, pero ella, ¿qué hizo?
—Camila es una nena muy especial, que habla muy poco y vive encerrada en su mundo hecho de música y de libros. Supongo que, a su manera,
lucha como puede con el dolor que le produce la muerte de mamá. Creo que jamás pudo reponerse de eso. Esa noche, sin embargo, se quedó parada
ante la puerta del cuarto. Mirando todo y sin decir nada. Pero jamás me voy a olvidar el modo en el que me miró. Yo intentaba calmar a mi padre y
Javier lloraba acurrucado en el piso del cuarto. Entonces la miré y sus ojos se clavaron en mí. No pude sostenerle la mirada y bajé la vista.
—¿Por qué?
—Por vergüenza.
—¿Vergüenza, por qué?
—Porque no estaba asustada. No me miró con miedo, sino con lástima. Y en un momento entendí lo que su mirada me estaba diciendo.
—¿Y qué era eso que la mirada de Camila te estaba diciendo?
Paula aprieta los ojos y respira profundamente antes de responder.
—Basta.
VI
Luciana abre el mueble de roble que guarda las historias clínicas de los pacientes de Rasseri. Siente que las piernas le tiemblan y el corazón se le
acelera. ¿Qué está haciendo? ¿Se ha vuelto loca? Si Rasseri entrara en ese momento, no sólo la despediría sino que podría incluso denunciarla por
tomar un documento privado de alta confidencialidad. Una mancha así arruinaría su carrera para siempre.
Es una mujer inteligente. Jamás permitió que las cosas se mezclaran. Pero esta vez algo se ha escapado de su control. Sus dedos recorren los
lomos de las historias clínicas hasta dar con la que busca. Allí está, es fácil identificarla, por su tamaño. Es evidente que es un paciente de mucho
tiempo que ha requerido de controles permanentes. Ésa es la historia clínica que está buscando, pero no puede sacarla de allí ni está dispuesta a
arrancar las hojas.
Trata de aclarar la mente. A ver. El cuerpo apareció hace algunas semanas. Según leyó en las noticias llevaba entre seis y ocho meses de muerto.
Piensa y deduce cuál es el lapso que le interesa. Por si hay algún error en el cálculo de los peritos decide ampliar un poco más la búsqueda, de modo
que las anotaciones que tiene que rastrear son aquellas fechadas entre diez y cinco meses atrás.
Las encuentra.
Algo le llama la atención. Después de ese período hasta la aparición del cuerpo, las anotaciones son breves y los cambios casi nulos. Como si el
paciente hubiera experimentado una notable mejoría durante los meses que precedieron a la crisis y el intento de suicidio. Pero no está allí para sacar
conclusiones, ni tiene tiempo para hacerlo. Toma las hojas y las fotocopia en la impresora de Rasseri.
“Mierda… —piensa—. ¿Tiene que hacer tanto ruido?”
Si bien cada hoja parece tardar una eternidad en salir de la máquina, lo cierto es que el trámite no le lleva más de unos minutos. Una vez
concluido, vuelve la carpeta a su lugar y sale del despacho.
Camina más rápido de lo que hubiera querido hasta llegar a su escritorio. Al llegar toma un sobre, pone en él las hojas, lo cierra y, apenas si
escribe en el frente cuatro palabras: Me he vuelto loca.
Abre el cierre de su cartera y lo guarda. Ya está, ya pasó. Ahora es cuestión de recuperar la compostura y dejar que el tiempo pase hasta que se
haga la hora de salir.
Pero, como si se tratara de una bomba a punto de explotar, el sobre en la cartera la atormenta como si fuera “un corazón delator”.
No puede concentrarse ni trabajar. Por un momento piensa en ir al baño, a nadie le va a llamar la atención que lo haga con su cartera, beneficios
de la feminidad. Una vez allí sólo tiene que romper el sobre en pedacitos, tirarlos al inodoro y apretar el botón. Listo. Adiós las pruebas de ese instante
de locura. Pero no puede hacerlo, aunque tampoco puede quedarse allí. Debe deshacerse del sobre ahora mismo. Después de todo el lugar en el que
debe dejarlo no queda tan lejos. Puede ir y volver en pocos minutos.
Rasseri no llegó aún y tal vez se demore un poco más, de hecho suele hacerlo sin avisarle. De todos modos, si llegara antes de que ella volviera,
puede inventar alguna excusa. Un trámite inevitable o una cuenta que pagar en horario bancario.
Se pone su abrigo y va hacia el garaje. Quiere abrir la puerta del auto pero las llaves se le caen. Está demasiado nerviosa y las manos le
transpiran. Es evidente que no nació para ser espía.
Se sube y arranca apresuradamente. Al llegar a la esquina le parece ver doblar el auto de Rasseri, pero intenta relajarse. En estas circunstancias,
todos los autos son el auto de Rasseri.
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