jueves, 9 de abril de 2015

HISTORIAS INCONSCIENTES-HABITANTE DEL HORROR (La historia de Alejandro)

HABITANTE
DEL HORROR



(La historia de
Alejandro)


Todo el que quiere
nacer debe antes destruir un mundo.


HERMANN HESSE


Recuerdo  aquella  mañana  de
un  modo  preciso.  Comencé  a atender desde muy temprano, de  modo  que  a  las  11.30  ya había  recibido  a  cinco pacientes,  y  el  día  no  iba  a cambiar.  Un  viaje  editorial me ausentó toda la semana de Buenos  Aires  y  debía recuperar  algunas  sesiones perdidas. A pocos minutos de terminar  una  de  ellas,  el


teléfono  empezó  a  sonar  de
manera insistente.
No  suelo  atender  cuando estoy  trabajando,  pero  la persistencia  era  tanta  que  me disculpé con mi paciente y le pedí  autorización  para  subir el  volumen  del  contestador  y averiguar  quién  llamaba  de ese modo.
La  voz  que  escuché  me
puso en alerta de inmediato.


—Licenciado  Rolón,  por
favor,  si  está  ahí  atiéndame. Necesito hablar con usted.
Mi  primera  intención  fue volver  a  bajar  el  volumen  y continuar  con  la  sesión,  pero algo en esa voz me convocó a seguir  escuchando  un  poco más.  De  todos  modos,  no podía  imaginar  lo  que  diría  a continuación.
—En este momento tengo


un  revólver  en  la  mano  y
estoy  decidiendo  si  me  mato o si me doy una oportunidad.
Mi  paciente  se  dio  vuelta en el diván para mirarme.
—¿Es  una  broma?  —me preguntó.
Dudé  un  instante  y  le respondí que no.
Hay  ocasiones  en  las  que tengo  la  sensación  de  que  el tiempo  transcurre  a  una


velocidad  diferente.  Como  si
de  golpe  el  mundo  ralentara y  sólo  mi  pensamiento siguiera  funcionando  del modo  habitual.  Es  una experiencia  extraña,  para nada  mística;  simplemente que  en  un  instante  pasan  por
mi                 cabeza                   diferentes
pensamientos,  los  considero, los  evalúo  y  determino  qué hacer.  No  lo  he  conversado


con  otros  analistas,  pero
supongo que a todos aquellos que debemos decidir en pocos
segundos                  sobre                cosas
importantes  debe  pasarnos algo parecido.
En  esta  ocasión,  la  duda central  se  planteó  entre  si debía  considerar  a  la  persona que  me  llamaba  como  un psicópata,  un  manejador, alguien  que  utilizaba  una


amenaza  tan  grave  sólo  para
ser  atendido  con  premura,  en los  tiempos  que  él  quería  y manejaba  o  si,  por  el contrario,  tenía  que  dar crédito  a  ese  pedido desesperado.
—Hola —del otro lado de la  línea  escuché  una respiración  agitada—,  ¿quién
habla?
Silencio.


Somos sujetos del deseo y
la  palabra,  y  sé  que  cuando alguien  realmente  decide morir corta su relación con el lenguaje.  Por  eso  era
fundamental hacerlo hablar.
—Dígame,  ¿cuál  es  su
nombre?
—Alejandro                          —me
respondió,  y  después  de  una breve  pausa  agregó—,  por favor, ayúdeme.


En ese momento supe que
no se trataba de un psicópata, de  ese  modo  inexplicable  en el  que  los  analistas  sentimos aquello  que  las  palabras  no alcanzan  a  decir.  Considero que  eso  se  da  cuando  el inconsciente  del  paciente  se anuda  al  del  analista.  Esa conexión  genera  un  vínculo diferente  a  cualquier  otro  y establece  las  posibilidades  de


la cura. El nombre que damos
a ese vínculo tan particular es transferencia,  y  sabía  que  si decidía  hacer  cualquier intervención bajo el efecto de esa  transferencia  debería hacerme  cargo  del  caso,  y  en esos  segundos  que  parecen
eternizarse tomé la decisión.
—Alejandro,  soy  el licenciado  Rolón.  Mucho gusto.  Hoy  es  un  día  muy


complicado  para  mí  —del
otro lado de la línea me llegó un  suspiro—,  pero  me gustaría que viniera ya mismo al consultorio y esperara aquí. Estoy seguro de que en algún momento  vamos  a  encontrar un  espacio  para  hablar,  ¿le parece?  —y  sin  darle  tiempo a  pensar  le  pasé  la  dirección —.  Pero  eso  sí  —agregué—, por  favor,  no  traiga  el


revólver. Detesto las armas.
Mi                paciente,                nada
acostumbrado a estos avatares de  la  clínica,  se  sentó  en  el diván y me miró asombrado.
—¿Le  dijiste  que  no trajera  el  revólver?  —asentí
—. ¿Y eso qué fue?
—Una broma.
Se quedó en silencio unos
segundos.
—Ah,  ¡qué  gracioso!  —


ironizó—. ¿Y él qué hizo?
Pausa.
—Creo que sonrió.
En  realidad  me  había
parecido percibir una sonrisa, y  esa  mínima  sospecha alimentaba  mi  expectativa. Porque  si  había  comprendido y  participado  de  una  broma, eso implicaba que todavía no había  roto  su  relación  con  la palabra.  Si  eso  era  así,  aún


podría  hacer  algo  para
ayudarlo  o  al  menos  iba  a intentarlo.





Alejandro                llegó           al
consultorio  una  hora  después de  haber  cortado  conmigo. Era  un  hombre  joven,  de aproximadamente  cincuenta años,  sin  embargo  su  aspecto era  el  de  alguien  mayor,  ya


cansado  de  vivir.  Su  barba
estaba                 descuidada,                 su
apariencia  algo  desalineada  y un  gesto  de  extrema  tensión le contraía el rostro.
Lo hice pasar, lo traté con mucha  amabilidad,  incluso  le ofrecí  un  café  mientras esperaba,  cosa  que  no  suelo hacer,  y  volví  a  mi  sesión. Casi  dos  horas  y  media después  la  ausencia  de  una


paciente me permitió darle el
espacio  para  que  pudiera hablar.
El lugar en el que atiendo es  amplio  y  para  llegar  a  él hay que pasar por una especie de  túnel  oscuro  de  concreto,
hermoso                  capricho                  del
arquitecto,  que  genera  la sensación  de  estar  entrando en  otro  espacio,  en  otro tiempo.


A la izquierda está el sitio
que  reservo  para  la  atención de  los  pacientes,  ya  se  trate del sillón para trabajar cara a cara  o  el  diván.  En  el  medio, el escritorio en el que escribo, estudio y tengo las entrevistas preliminares. A la derecha, un piano  le  da  un  poco  de dulzura  al  ambiente,  a  la  vez que  me  brinda  la  posibilidad de  distenderme  en  mis


momentos libres.
Alejandro  entró  nervioso, caminó hacia la izquierda y se paró  frente  a  la  ventana  que da  a  la  calle  dándome  la espalda. Luego giró hacia mí, que lo esperaba de pie al lado del escritorio. Sacó de uno de los bolsillos de su campera un paquete  de  cigarrillos  y extrajo uno. Después revolvió los  demás  en  busca  del


encendedor, el cual se le cayó
de  las  manos.  Estaba  muy nervioso y yo, desde mi lugar, intentaba  registrar  cada  uno de sus movimientos.
Lo  gestual,  sobre  todo  en las primeras entrevistas, juega un  papel  fundamental  y,  sin embargo, es algo que muchos
analistas                             desestiman.
Obviamente  que  lo  principal en  el  análisis  es  la  palabra,


pero  ese  lenguaje  no  verbal,
sobre  todo  cuando  recién conocemos  a  un  paciente, brinda  una  información  de muchísima importancia.
En este caso, por ejemplo, me  daba  cuenta  de  la profunda  tensión  que  sentía Alejandro,  del  sufrimiento, incluso  corporal,  que  estaba experimentando,  lo  cual hablaba  de  un  altísimo  nivel


de angustia. Un grado tan alto
que ya no podía ser contenida
solamente                       con                     el
padecimiento  físico.  Intuí también que no iba a ser fácil hacerlo hablar ya que, cuando el  cuerpo  se  hace  cargo  del dolor,  volver  a  la  palabra suele demandar un tiempo de trabajo prolongado. Pero para eso  estaba  y  he  aprendido hace  mucho  que  el  mayor


enemigo  de  un  analista  es  la
impaciencia.
Le  agradecí  que  hubiera esperado, me senté detrás del escritorio  y  le  señalé  la  silla frente  a  mí.  Él  se  acercó  sin dejar de mirar la mesa baja y la  biblioteca,  como  si estuviera buscando algo.
—Disculpe,  ¿no  tendría un  cenicero?  —preguntó  al tiempo de sentarse.


—No.
Hizo  un  gesto  de
contrariedad.
—Entonces,  acá  no  se puede  fumar  —asentí—. Entiendo. No se preocupe, sé cumplir  reglas,  fui  soldado. Estuve en Malvinas.
Me  quedé  mirándolo mientras procesaba lo que me había  dicho.  La  Guerra  de Malvinas  es  un  tema  ante  el


cual  tengo  una  especial
sensibilidad.
Recuerdo                 con              toda
precisión  aquel  2  de  abril  de
1982.               Trabajaba               como
docente  en  un  colegio secundario  y  al  llegar  esa mañana,  el  ambiente  estaba convulsionado.  La  directora buscaba  algún  casete  en  el que estuviera la marcha de las Malvinas.  Uno  de  los


profesores                                    escribía
rápidamente  un  esbozo  de discurso  y  me  dijo  que formaríamos  a  todos  los alumnos  en  el  patio.  Yo,  que había  salido  de  mi  casa  sin tener  noción  de  lo  ocurrido esa  madrugada,  me  sorprendí
cuando                uno              de              mis
compañeros me dijo:
—¿Viste?  Recuperamos las islas.


—¿De  qué  islas  me  estás
hablando?
—De las Malvinas.
Ante  mi  gesto  de
confusión  me  explicó  lo acontecido.  Todos  estaban exultantes  y  no  pude  evitar emocionarme  por  la  noticia. Desde ese día hasta el final de la  guerra,  cada  mañana  se cantó aquella marcha que aún recuerdo de manera precisa.


Con  el  paso  de  las
semanas,  la  emoción  fue transformándose  en  angustia.
Los                                                    pueblos
latinoamericanos,  los  de  la Patria  Grande,  casi  en  su
totalidad                  apoyaron                    a
Argentina,  pero  percibí  muy pronto  que  de  nada  valdrían ni  este  apoyo  ni  el  hecho  de tener  la  razón:  no  podía ganarse esa guerra.


Cuando                    llegó              la
rendición,  la  euforia  trocó  en una  bronca  indignada  que marcó  el  comienzo  del  final de una época trágica. Al grito de  «Se  va  a  acabar  la dictadura  militar»,  la  gente ganó  la  calle  y  obligó  a llamar  a  elecciones.  Pero lejos  del  bullicio,  en  un silencio  vergonzoso,  los
chicos                    de                  Malvinas


retornaron  ignorados  por  casi
todos.
Vino  a  mi  mente  el
recuerdo                  de               un               ex
combatiente  que  llorando  se preguntaba  qué  había  hecho mal  para  que  lo  volvieran escondido al país. «Fui, peleé por  mi  patria,  pasé  frío, maltrato  y  hambre.  ¿De  qué
tenía                que                   sentirme
culpable?».


Pero  el  mundo  actual,
desgraciadamente,               parece
valorar  solamente  a  los  que ganan sin darse cuenta de que hay éxitos que avergüenzan y derrotas que enaltecen.




La  voz  de  Alejandro  me sacó de mis cavilaciones.
—Bueno,  supongo  que
tengo que hablar, ¿no?


—Al  menos  eso  dijo
cuando  me  llamó,  ¿lo
recuerda? Que quería hablar.
—En  realidad  —dijo luego  de  una  breve  pausa—, lo que quería era morirme.
Me sonreí.
—Ah,  bueno,  me  alegro,
entonces.
Alejandro  me  miró  sin comprender,  esperando  una explicación.


—Claro  —continué—,
cuando me llamó hace un par de  horas  y  me  dijo  que  tenía un revólver en la mano, pensé que  se  quería  matar.  Pero ahora  veo  que  no.  Que solamente  se  quería  morir.  Y no es lo mismo, ¿no? —pausa —.  ¿Quiere  contarme  por
qué?
Él se tomó un tiempo y se movió  inquieto  en  la  silla.


Cuando  habló  su  voz  sonaba
muy angustiada.
—Porque no doy más. No puedo seguir.
—¿Con  qué  no  puede
seguir, Alejandro?
—Con  esta  vida.  Hace tiempo  que  estoy  mal,  pero ahora  todo  empeoró.  Tengo terrores nocturnos; ni siquiera puedo  dormir,  y  tal  vez  es mejor que sea así.


—¿Por qué dice eso?
—Porque  cuando  duermo
tengo                     unos                    sueños
espantosos.
Hace  un  gesto  de negación  y  se  muerde  los labios.  Sus  manos  se retuercen sobre sus piernas en una  clara  muestra  de ansiedad.
—¿Qué tipo de sueños?
Alejandro hizo una pausa,


como  si  tuviera  miedo  de
poner  en  palabras  aquellas imágenes  que  lo  abrumaban cada noche.
—Veo  las  caras  de  mis compañeros,  oigo  sus  voces; sus voces que me atormentan.
—¿Y  qué  le  dicen  esas
voces?
Se  resiste.  Noto  la  lucha que se libra en su interior.
—Me  dicen:  «No  hiciste


nada. Nos dejaste acá».
Después  de  una  pausa levanta la cabeza y me mira a los  ojos,  como  si  estuviera dándome explicaciones.
—Pero  ¿qué  podía  hacer yo?  Si  cuando  entré  a  ese infierno  era  un  pibe  que  ni siquiera  sabía  limpiarse  el culo  —aprieta  sus  ojos  con rabia—.  ¿Sabe  cómo  fue? Fácil.  Me  dieron  un  fusil  y


arreglate,  hermano;  andá  y
hacé  lo  que  puedas  —se quiebra—.  Fue  tan  difícil estar ahí.
Lo  miro  y  siento  el  peso de esa angustia que se adueña del  consultorio.  Conozco  la sensación.  Hace  años  que convivo  con  ella  y,  sin
embargo,                      no                   puedo
acostumbrarme. Por suerte.
Alejandro  llora  un  dolor


presente  y  antiguo  a  la  vez.
Le  ofrezco  un  vaso  de  agua que él acepta y bebe de modo pausado.  En  un  momento,  al mirarlo,  tuve  una  sensación rara.  Podía  sentir  que  su angustia  era  real  y,  sin embargo,  algo  no  terminaba de  cerrar  en  su  relato.  Algo que  no  sabía  qué  era,  pero tomé  nota  de  eso  aunque,  en ese  momento,  aún  no  tenía


importancia.                 Lo               único
importante  era  que  Alejandro había  hablado  y  llorado  su dolor y eso me hizo sospechar que  su  arrebato  suicida  había pasado.
Luego  de  unos  minutos decidí  dar  por  terminada  la entrevista. Arreglé con él para verlo  tres  días  después  y seguir  conversando.  Algo  me decía  que  Alejandro  era  un


enigma.  Un  enigma  que
quería descifrar.




Al iniciar nuestro segundo encuentro,  volvió  a  centrarse en la guerra.
—Le  juro  que  no  se  lo deseo  ni  al  peor  de  mis enemigos.
—¿Qué cosa?
—Aquel infierno.


Alejandro                                 sigue
conmovido por su relato, pero de  todos  modos  decido cambiar de tema.
Es  sabido  que  la  regla fundamental del Psicoanálisis es  lo  que  llamamos asociación libre,  ese  acuerdo que  hacemos  con  el  paciente para  que  diga  lo  primero  que le  venga  a  la  mente,  sin
seleccionar,                   simplemente


dejando fluir sus palabras. Sin
embargo,  a  pesar  de  que  ese relato  guía  la  sesión,  es  el analista  quien  dirige  la  cura. Y  amparado  en  esa  potestad que  me  da  mi  técnica  le propongo un nuevo tema.
—Cuénteme,  ¿con  quién
vive?
Me  mira  sorprendido  por el repentino viraje.
—Con Marcela, mi mujer,


y mi hijo, Facundo.
—¿Y  cómo  se  lleva  con
ellos?
—Bien.  Mi  mujer  es maravillosa.  La  conocí  en  el 83,  y  siempre  fue  un  apoyo para mí. Me bancó en todo; y mire  que  no  fue  fácil.  Pero ella  aprendió  a  respetar  mis tiempos, mi silencio.
—¿Y su hijo?
Alejandro suspira.


—Facundo  siempre  fue
un  buen  chico,  a  pesar  de  su carácter fuerte.
Lo  dice  remarcando  la frase,  y  ese  énfasis  denuncia que detrás de ella puede haber algo más.
—¿Le molesta eso?
—¿Qué cosa?
—El carácter fuerte de su
hijo.
Sonríe.


—No,  qué  va.  ¿Sabe?,  la
vida es un lugar difícil, y sólo los fuertes sobreviven.
Lo dice seguro, de manera contundente,  sin  embargo noto un gesto de contrariedad.
—¿Pero? Pausa.
—Nada;  sólo  que  desde
hace  un  tiempo  nuestra relación se complicó un poco.
—¿Y tiene idea por qué?


Levanta sus hombros.
—Creció,  supongo.  Y
quiere  saber,  me  vuelve  loco con sus preguntas.
Lo miro.
—¿Está  seguro  de  que  se
trata de eso?
—No entiendo.
—Lo  que  quiero  decir  es
si  de  verdad  a  usted  le molestan  esas  preguntas  o será  que  le  teme  a  las


respuestas.
Alejandro se pone serio y baja la mirada. Sé que por ese camino deberé seguir.





Al  finalizar  esa  sesión
acordamos               empezar                 el
análisis. Transcurrido un mes de  aquel  comienzo,  el conflicto con su hijo volvió a hacerse presente.


—Facundo  quiere  saber.
Todo  el  tiempo  me  pide  que le  cuente  cosas  de  la  guerra, cosas  que  yo  no  quiero recordar.  Pero  él  insiste  e insiste con que le hable de la nieve,  de  los  ingleses.  Y  yo, la  verdad  es  que  no  sé  qué decirle.
—Bueno,  es  de  esperar que  él  quiera  saber  lo  que
usted vivió, ¿no le parece?


—No.                ¿Para            qué?
Después  de  todo,  lo  que  yo pasé  no  tiene  nada  que  ver con él.
Alejandro  nunca  había hecho  análisis  hasta  este momento  y,  por  lo  que  veo, tampoco  ha  leído  sobre  el tema  y  desconoce  la importancia  que  los  orígenes tienen  en  la  psiquis  de  toda persona,  por  eso  decido


explicárselo.
—Se  equivoca.  Todo  lo que  a  usted  le  haya  pasado también  forma  parte  de  la historia de su hijo. Alejandro, sepa  que  todos  existimos mucho  antes  de  nacer. Existimos  en  la  fantasía  de nuestros padres, en sus deseos y  por  eso  mismo  todo  lo  que tenga  que  ver  con  la  historia de  ellos  resulta  fundamental


en la vida de los hijos. Forma
parte también de su verdad.
Se  muestra  inquieto  y  se pone  de  pie.  Yo  permanezco sentado.
—¿Pasa  algo?  —le pregunto.
—No  aguanto  más.
Necesito                 un              cigarrillo.
¿Puedo salir?
—Sí,  claro.  Vaya,  si quiere.


Alejandro  se  levantó  y
caminó hacia la puerta. Yo lo seguí y la abrí. Ni bien pisó la vereda sacó un cigarrillo y lo
encendió           dándole          una
profunda  pitada.  Lo  miré  y tomé una decisión.
—Lo  espero  la  próxima, entonces  —dije  con  una
sonrisa y cerré la puerta.
Sabía  que  del  otro  lado Alejandro estaría sorprendido


y, probablemente, enojado.




Muchos  tienen  la  idea  de que  la  única  intervención  de un psicoanalista es el silencio, pero  no  es  así.  Por  el contrario, podemos preguntar, interpretar, por qué no alentar o  desanimar  alguna  de  las
decisiones                de              nuestros
pacientes  según  lo  creamos


conveniente o no.
En  esta  ocasión  yo  había decidido  realizar  un  acto analítico.  Di  por  cerrada  la sesión  cuando  Alejandro pidió  mi  aval  para  salir  a fumar  y  le  cerré  la  puerta  en la  cara.  Supuse  que  ese  acto tendría  consecuencias  y  no me equivoqué.
Al  comenzar  nuestro próximo  encuentro  estaba


distante.
—Hoy casi no vengo.
—¿Por qué?
—Porque  el  otro  día  me
fui mal, enojado.
—¿Y cuál fue el motivo? Me mira furioso.
—¿Me  está  cargando?
Usted me echó.
En situaciones como esas, lo  más  importante  es  no dejarse  impregnar  por  la


emoción  del  paciente  y
permanecer  calmo.  Por  eso pongo especial énfasis en que mi  tono  suene  tranquilo  y amable.
—Eso  no  es  cierto, Alejandro.  Usted  dijo  que quería salir.
—Sí,  pero  para  fumar  y volver.
Está visiblemente molesto y  mi  gesto  inmutable


pareciera  incomodarlo  aún
más.
—Mire  —me  increpa—, ya  sé  que  aquí  juego  con  sus reglas, pero ¿sabe qué?, estoy harto.
—¿Harto de qué?
—Ya se lo dije —contesta
molesto—,  toda  mi  vida  tuve que cumplir las reglas que me imponían los demás.
Escucho  la  rabia  y  el


dolor con el que lo dice. Pero
además otra cosa.
—¿Toda         su               vida?
Alejandro,  la  guerra  duró apenas  unos  meses.  Dígame, ¿de  qué  está  hablando  en
realidad?
Se  pone  aún  más  tenso. Se  mueve  en  el  sillón  sin decir  nada  y  yo  sé  que, cuando  la  palabra  calla,  es porque algo en el paciente se


resiste  a  develar  algún
secreto.  Pero  es  el  desafío  de todo  analista  acompañarlo hacia ese misterio.
—Nunca  me  ha  contado nada  acerca  de  su  infancia. Dígame,  ¿cómo  eran  sus
padres?
Me                     mira                     entre
sorprendido e incómodo.
—¿Qué sé yo? Normales, supongo;  como  todos  los


padres  —pausa—.  Aunque,
para  ser  sincero,  casi  ni  los recuerdo.  Murieron  en  un accidente cuando yo era muy chico.
Asiento.
—¿Algo  más  que  pueda
decirme?
—¿Qué más?
—Lo  que  sea.  ¿Qué
hacían, de qué trabajaban?
Me  mira  y  comienza  una


respuesta obligada.
—Bueno,  mi  vieja  era ama  de  casa  y  mi  viejo¼  — se  interrumpe  enojado—: Dígame,  ¿adónde  quiere llegar con todo esto? ¿Qué es
lo que quiere saber?
Nos              miramos                 unos
segundos en silencio.
—Por  lo  que  veo,  no  son sólo  las  preguntas  de  su  hijo las que le incomodan.


La  reacción  de  Alejandro
es  intempestiva.  Se  levanta  y agarra  sus  cosas  como  para irse.  No  me  muevo  de  mi sillón  y  le  hablo,  tranquilo pero firme.
—Mire,  yo  no  sé  qué reglas  le  impusieron  en  el pasado  que  le  hicieron  tanto mal. Pero sé cuáles funcionan en  este  espacio.  Y  aquí,  el que decide cuándo termina la


sesión soy yo.
Alejandro,  que  había empezado  a  caminar  hacia  la puerta,  se  frenó,  su  mirada tomó  un  tinte  diferente  y  su actitud semejó la de un chico al que están retando.
—Por lo visto —continúo —  es  evidente  que  hay  cosas de  las  que  no  quiere,  o  no puede  hablar.  Pero  me gustaría  que  lo  intentara  —


vuelve a sentarse y siento que
la intervención lo ha instalado en  un  lugar  en  el  cual
podremos                                  continuar
trabajando—.  ¿Se  acuerda? Usted me dijo que desde hace un  tiempo  empezaron  las pesadillas  y  los  temores
nocturnos. ¿Desde cuándo?
Duda.
—No  lo  sé.  Un  año,
quizás un poco más.


—¿Y  qué  pasó  en  ese
momento                 que               pudiera
haberlos provocado?
Mira  hacia  abajo,  luego hacia  los  costados,  y  me  doy
cuenta                de               que              está
esquivando mi mirada. Es una de  las  dificultades  de  elegir no utilizar el diván: lo gestual en  general,  y  las  miradas  en particular,  juegan  un  papel fundamental.


—No lo sé.
—¿Está  seguro?  —me
observa  como  si  fuera  un chico  descubierto.  Está asustado y puedo percibir que se  siente  incluso  amenazado por  mí.  De  todos  modos,  no pienso detenerme justo en ese momento—. Alejandro, usted aquí  puede  hablar  de  lo  que quiera.  Puede  callar  o, incluso,  hasta  puede  mentir.


Pero,  dígame,  ¿hasta  cuándo
piensa  escaparse  de  eso  que
tanto lo atormenta?
Se  hace  un  pesado silencio  que  dura  unos minutos, al cabo de los cuales me  pongo  de  pie  dando  por terminada la sesión.
—Ahora  sí,  vaya.  Nos vemos la próxima.


Un  analista  no  debe
contentarse  con  comprender lo  que  el  paciente  quiere decir.  Muy  por  el  contrario, su oído debe tomar nota de la manera  en  la  que  cuenta aquello  de  lo  que  habla. Cómo  construye  su  relato.  Y en  el  discurso  de  Alejandro, dos  palabras  se  imponían:


noche y sombras.
Por  eso  tomé  la  decisión de  realizar  un  nuevo  acto analítico.  Le  cambié  el horario de una de sus sesiones y  le  pedí  que  viniera  por  la noche.  El  clima  del consultorio es diferente, la luz es tenue y el ámbito, algo más sombrío.  Ni  bien  entró,  notó la diferencia.
—Está raro.


—¿Raro?
—Sí, no sé¼ está oscuro. Asiento.
—¿Le molesta?
—No,  no  —responde  sin
convicción.
Sostengo  unos  segundos
su silencio antes de hablar.
—¿Sabe,           Alejandro?,
estuve  pensando  en  lo  que hablamos.  Dígame,  ¿cuándo dijo  que  empezaron  sus


terrores nocturnos?
Duda.
—Ya  le  dije,  desde  hace
un tiempo. No puedo precisar cuándo.
Sus  palabras  me  hacen eco.
—«Desde          hace               un
tiempo»  —lo  cité—.  Es  la misma  frase  que  utilizó  para referirse  al  malestar  que siente  con  su  hijo.  ¿Cree  que


puedan estar relacionadas una
cosa con la otra?
Se hace un silencio. —Puede ser; no sé.
Nuevamente  se  está
resistiendo,  pero  otra  de  las tareas  de  un  analista  es ayudar  a  que  su  paciente venza esas resistencias.
—Usted  dijo  que  su  hijo le  preguntaba  cosas  que  no quería  responder.  ¿Qué


cosas?
Algo molesto.
—Cosas  sobre  la  guerra.
Primero  me  pidió  que  lo llevara  a  las  reuniones  de  ex combatientes, que fuéramos a las  marchas.  Después  insistió en  que  le  contara  todos  los detalles  de  lo  que  pasé,  y  no me  pareció  necesario.  Era muy chico.
Lo siento titubear. No está


diciendo  la  verdad  y  debo
impulsarlo a que la diga.
—A  ver,  yo  no  soy  un chico.  Así  que,  cuénteme. ¿Cómo  es  combatir  bajo  la nieve,  Alejandro?  ¿Cómo  es estar  adentro  de  una trinchera?  ¿Qué  se  siente  al matar? ¿Cómo es ver morir a
un amigo?
Hago                 una                 pausa.
Alejandro baja la mirada.


—¿Se  acuerda  que  me
dijo  que  cuando  Facundo  le preguntaba,  usted  no  sabía qué  decirle?  Bueno,  por  lo visto,  a  mí  tampoco.  ¿Por qué?  ¿Por  qué  no  tiene  nada que decir acerca de un hecho
tan importante de su vida?
De  pronto,  para  mi sorpresa, escucho un quejido, casi  un  alarido  que  invade  el consultorio  y  Alejandro


estalla                en              un              llanto
desconsolado y durante tres o cuatro  minutos  llora  con desesperación,  hasta  que puede hablar.
—¿Sabe  por  qué  no puedo  decir  nada  de  eso?  — pausa—.  Porque  yo  nunca estuve en Malvinas.
Silencio.
—¿Y  por  qué  mintió
durante todos estos años?


Está                         conmovido,
vulnerable,  pero  es  menester seguir adelante.
—Porque  yo  no  existo. Todo  en  mi  vida  es  una mentira.
—Eso  no  es  cierto. Mírese.  Esta  angustia  es verdadera,  ¿no  le  parece?  — asiente—.  Alejandro,  a  lo mejor  mintió  para  tapar algunas  verdades  que  le


resultan demasiado dolorosas.
Usted dijo que cuando entró a ese  infierno  era  un  chico  que ni  siquiera  sabía  limpiarse  el
culo, ¿lo recuerda?
—Sí.
—Dígame,  ¿qué  edad
tenía?  Y  por  sobre  todo,  ¿de
qué            infierno                   hablaba,
Alejandro?
Se  toma  unos  segundos antes de responder.


—Gabriel,  usted  me
preguntó  hace  unas  sesiones por  mis  padres,  qué  hacían, de  qué  trabajaban  —me  mira
fijo—. ¿Quiere la verdad?
Le devuelvo la mirada sin hacer gesto alguno.
—No lo sé. No tengo ni la más puta idea —pausa—. ¿Y
sabe por qué?
—No, ¿por qué?
—Porque no conocí a mis


padres.  Simplemente  me
tiraron en un hogar cuando yo tenía  un  año  y  nunca  más vinieron a verme. Nunca más.
Vuelve  a  llorar  y  me  doy
cuenta                de               que              está
descargando  una  angustia contenida durante años.
—Es cierto —continúa—, yo nunca estuve en Malvinas, pero  le  juro  que  sé  lo  que  es el  frío,  el  hambre,  la  soledad


y el maltrato.
En momentos como estos, para  poder  seguir,  los pacientes necesitan sentir que el  analista  es  capaz  de  alojar su  dolor.  Y  esa  es,  entonces, la  intervención  que  decido jugar.
—Lo imagino, Alejandro. Pero,  dígame,  esas  caras  que lo  atormentan  en  sus  sueños,
¿de quiénes son?


Suspira.
—Son  las  de  mis
compañeros del orfanato.
—Pero  ¿por  qué  lo persiguen?  Usted  dijo  que  le reprochaban  que  los  hubiera abandonado  allí.  ¿Quiere
hablar de eso?
—¿Sabe?,  aquello  nunca fue  un  lecho  de  rosas.  Por  el contrario,  siempre  fue  un lugar  difícil.  Pero  en  un


momento empeoró aún más.
—¿Por qué? ¿Qué pasó?
—Pasó que nos mandaron
un               director                   tremendo,
perverso, que incluso¼
Se interrumpe.
—¿Que incluso qué?
—Que  incluso  abusó  de
algunos de los chicos.
Pausa.
—¿Y  usted  fue  uno  de
esos chicos?


Alejandro                                duda,
avergonzado, pero finalmente asiente.
—Sí,  yo  también.  Hasta
que una noche dije basta.
—¿Quiere  contarme  qué
pasó esa noche?
—Me  acuerdo  de  que llovía y había un corte de luz en  el  pueblo,  y  yo  sentí  que ese era el momento justo para irme. Ya les había dicho a los


chicos que iba a escaparme y
algunos  me  pidieron  que  los llevara  conmigo.  Pero  no podía hacerme cargo de ellos. Eran  muy  chicos,  ¿me
entiende?
—Claro.  Muy  chicos.
Como su hijo, ¿no?
Silencio.
—Es verdad —prosigo—,
ellos  eran  muy  chicos.  Y  lo que  dice  es  cierto;  no  podía


hacerse cargo de ellos porque
usted también lo era. Pero ya no  lo  es  y  ahora  sí  hay  un chico que, con justo derecho, le  está  reclamando  una historia  que  también  le
pertenece, ¿no cree?
Hace  un  gesto  de
asentimiento.                                      Está
descorazonado.
—Ya  lo  sé,  pero  ¿qué quiere  que  haga?  No  puedo


contarle la verdad.
—¿Por qué no?
—¿Y con qué cara lo voy
a  mirar  después?  —se  cubre el rostro y llora—. Me quiero morir.
Alejandro  dice  que  se quiere  morir.  Como  cuando me  llamó  por  teléfono  por primera vez, e intuyo que por la misma razón que entonces. Pero  ahora  es  diferente


porque ya no está solo. Tiene
su  espacio,  su  análisis,  y desde  este  lugar  algo
podemos                    hacer                   para
modificar  la  situación,  para que  esta  no  sea  una  mera repetición  de  ese  sentimiento de  orfandad  sin  salida  que  lo recorre desde siempre.
En  ocasiones  como  estas, en  las  que  el  paciente  devela una verdad tan dura y está tan


frágil,  hay  que  cuidar
especialmente  las  palabras que se usan. Por eso me tomo unos  segundos  antes  de intervenir.
—¿Se  quiere  morir? Bueno, ¿sabe qué?, me parece bien. Creo que es hora de que se  muera  —me  mira desconcertado—.  De  hecho, usted  me  dijo  que  no  quería seguir  más  con  esta  vida,  ¿lo


recuerda?
—Sí.
—Y  bueno,  no  siga.  Pero
puede  intentar  cambiar  esta vida  que  ya  no  soporta  por otra.
—¿Otra?
—Sí.  Una  vida  en  la  que
no  tenga  que  esconder  su pasado —pausa—. Alejandro, usted  fue  una  víctima  y  no tiene de qué avergonzarse.


Se  pasa  la  mano  por  la
cara,                 secando                  algunas
lágrimas,  y  habla  de  modo entrecortado.
—Es  que  yo  quería  que Facundo  estuviera  orgulloso de mí, que pensara que yo era alguien.
Lo interrumpo.
—Usted es alguien. Y esa
historia  tremenda  es  parte  de su  vida.  Y  va  a  tener  que


asumirlo  y  vivir  con  eso,
porque esa es su verdad.
Su  cara  se  transfigura  y vuelve a tener la expresión de ese  niño  triste  que  no  sabe cómo pedir ayuda.
—¿Y  qué  tengo  que
hacer?
Le sonrío.
—Tal vez, renunciar a ser
un  ex  combatiente,  un sobreviviente.  A  lo  mejor


llegó el momento de dejar de
sobrevivir  y  hacer  el  intento
de vivir, ¿no le parece?
Me mira desconcertado. —Y eso, ¿cómo se hace? —No lo sé. Pero Facundo
y Marcela lo aman, y quieren saber  de  usted.  A  lo  mejor podría contarles acerca de esa guerra que libró, mucho antes del  82,  en  ese  infierno  que, según me dijo, no le desearía


ni a su peor enemigo.
Alejandro                                    está
conmovido.  Ha  sido  una sesión  muy  dura,  pero  es momento  de  darla  por terminada.  Sé  que  se  irá
movilizado,                        angustiado
incluso,  pero  así  debe  de  ser. Gran  parte  del  análisis  no transcurre  en  el  consultorio, sino  en  la  soledad  de  ese paciente que tiene que decidir


qué  hacer  con  sus  temores  y
su verdad.





Durante  muchas  semanas
trabajamos                sobre               esto.
Alejandro  tenía  miedo  de  lo que pudiera pensar su familia cuando  les  develara  su secreto.  Fueron  sesiones intensas  y  movilizantes,  en las que habló por primera vez


en  su  vida  del  orfanato,  de
aquellas  noches  encerrado, del  ruido  del  candado  al cerrar  el  salón  en  el  que dormía junto a otros chicos en camastros  de  hierro  con
colchones                      insuficientes.
Habló  incluso  de  cómo  fue abusado  en  más  de  una ocasión  por  aquel  director perverso.
Son  muchos  los  horrores


que  debo  escuchar  en  el
consultorio,  y  en  más  de veinte  años  de  profesión  he sabido de historias tremendas. Pero  nada,  jamás,  me  ha causado  tanto  dolor,  tanta impotencia  como  el  relato  de un  abuso.  Esa  situación  en  la que  alguien  ha  quedado indefenso  y  asustado  frente  a un  otro  poderoso  que  decide qué hacer con su vida y, sobre


todo, con su cuerpo.
Le  costó  mucho,  hasta que  al  final  tomó  la  decisión de hablar con su familia.




—Fue  difícil,  pero  lo hice.
—Cuénteme.
—¿Sabe?, yo no sabía que
tenía tanta tristeza adentro.
—¿Y cómo fue?


—Al  principio  me  costó,
pero  una  vez  que  empecé  no podía  parar.  Mi  mujer  y  mi hijo lloraban y me abrazaban.
No               sabe               cómo           me
contuvieron.  Hablé  más  de dos horas.
Asiento.
—¿Y  cómo  se  sintió
después?
Por primera vez en tantos meses  me  devuelve  una


sonrisa.
—Aliviado.  Como  si  por primera  vez  pudiera  mirarlos sin  sentir  vergüenza.  Pero esto no va a ser fácil.
—¿Por qué lo dice?
—Porque me preguntaron
un  montón  de  cosas  y  me  di cuenta de que ni yo mismo sé quién soy ni de dónde vengo.
—¿Y le gustaría saberlo? Duda.


—No lo sé. Tengo miedo.
Es  natural  que  lo  tenga.
Es  un  hombre  que  ha  vivido torturado  por  una  culpa injusta y que debe aprender a darse  espacio  para  resolver las cosas.
—Bueno,  no  hay  apuro. Después de todo, tiene todo el tiempo  que  necesite  —sonríe
nuevamente—. ¿Qué pasa?
—Que                Facundo                  y


Marcela  me  dijeron  que  les
gustaría  conocer  el  hogar  en el que estuve.
—¿Y usted? ¿Tiene ganas
de volver a ese sitio?
Menea la cabeza.
—Tampoco  lo  sé.  Tengo
todo tan confuso.
—Lo  imagino.  Pero  al menos  ya  no  está  solo.  Su familia está a su lado y, por lo que  veo,  están  orgullosos  de


usted.
Unas  lágrimas  aparecen en sus ojos.
—Gabriel,  no  sé  cómo agradecerle.  Estoy  dolido, hecho  mierda,  pero  mejor.  Y se lo debo a usted.
Me levanto y le sonrío.
—No,  Alejandro.  A  mí,
no. Se lo debe al análisis. Por eso,  ¿qué  le  parece  si
seguimos, pero en otro sitio?


Me mira confundido, y yo
le  señalo  el  diván.  Él  lo observa extrañado.
—¿Qué,  quiere  que  me
acueste ahí?
Asiento.
—Me  parece  un  buen
momento para empezar.
No voy a darle opción ya que  esa  es  una  decisión
técnica              del                  analista.
Permanezco  en  silencio  sin


hacer gesto alguno. Alejandro
duda  un  instante,  pero  luego deja  el  paquete  de  cigarrillos sobre la mesa y se acuesta.

—Y  bueno.  Después  de todo  —me  sonríe—,  aquí  las reglas las pone usted.



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