EL AMOR ES UN PUNTO DE LLEGADA
"¿Es el amor un arte? En cuyo caso requiere conocimiento y esfuerzo. ¿O es el amor una sensación placentera cuya experiencia es una cuestión de azar, algo
con lo que uno 'tropieza' si tiene suerte?"
ERICH FROMM
Dorian Gray, un recuerdo infantil
Recuerdo que el día de nuestro tercer encuentro me
encontré con que muchas
caras ya me iban resultando familiares, y que otras nuevas se sumaban,
como cada sábado; y pido perdón por la utilización de la
sinécdoque. Ya saben ustedes, la sinécdoque es una figura
retórica que implica tomar la parte para referirse al todo. Así, Borges dice: "llamaron a la puerta una voz y un nombre".
Bueno, de un modo mucho menos poético y eficaz, he escrito que encontré
caras, en lugar de decir personas; pero ocurre que, aunque
estuviéramos en un ámbito tan poco formal co- mo un café, los juegos del
lenguaje forman parte del psicoanálisis y, por ende, de mi modo de hablar y pensar como analista.
Como saben, habíamos convenido dedicar estos encuentros a
cuestiones relacionadas con el amor, que es ni más ni menos que uno
de los temas fundamentales en la historia de la humanidad. Por amor se
han llevado a cabo hazañas, traiciones, sacrificios personales y guerras.
Pero, lejos de esas epopeyas, para abrir este capítulo me
voy a permitir contarles una experiencia personal.
Hace algunos años, por cuestiones laborales, hice un viaje
a París que, como todos saben, es una de las ciudades más bellas del mundo.
Allí se puede caminar por los puentes del Sena, ver la Torre Eiffel, recorrer
la Catedral de Notre-Dame, el barrio de Montmartre, el museo
del Louvre y muchas otras maravillas. Pero lo
cierto es que mi deseo era otro: quería visitar el cementerio de Père
Lachaise.
A los que no lo conozcan, les cuento que es un lugar muy
concurrido al que va gente de todas partes para rendirles homenaje a algunos
"muertos ilustres" como Chopin, Edith Piaf o Jim Morrison, por
nombrar sólo algunos. En mi caso, quería dejar una flor
sobre la tumba de Oscar Wilde.
Alguno se preguntará el porqué de este anhelo. Bien, lo
cierto es que yo tendría trece o catorce años cuando leí El retrato de Dorian
Gray, y a partir de esa lectura
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ya no volví a pensar acerca del amor de la misma manera que antes.
Ustedes saben que Oscar Wilde fue un hombre que padeció
mucho por amor. Fue homosexual en una época en la que la homosexualidad
era considerada no sólo un pecado por la religión y una degeneración por la
medicina, sino también un delito. Además, se enamoró de
un hombre que no le ahorró ninguna crueldad, y sin embargo, escribió cosas maravillosas acerca del amor; párrafos llenos de
ironía e inteligencia.
Como dije, era apenas un adolescente cuando leí El
retrato de Dorian Gray, y sucedió que con el tiempo me di
cuenta de que recordaba una novela diferente de la que es. Por eso, cuando conversando sobre ella con algunos amigos
percibí que hablábamos de obras distintas, supe que tenía que leerla
nuevamente. Y así lo hice, siendo ya un adulto, y resultó
que había muchísimas cosas que en su momento no había
registrado y que eran fundamentales en la trama.
Por ejemplo, todo el fuerte contenido de erotismo
homosexual que hay en los primero capítulos yo ni lo
había percibido siquiera. Eso es lo que se llama represión; es un mecanismo de
defensa del que ya hablamos en encuentros anteriores. Y esta
represión tuvo que ver, sin duda, con la edad en la cual la había leído.
La adolescencia es una etapa en la que se está definiendo
la personalidad pero, sobre todo, la identidad sexual de un sujeto. Por eso, no
me resultó raro que en un momento evolutivo tan crítico, haya habido cosas que
preferí no ver. Quizá porque me hayan asustado, no lo sé. En
ese tiempo aún no me analizaba.
Podría decir, parafraseando a Heráclito, que nadie lee dos
veces la misma novela; ya sea porque uno no es el mismo o porque los libros,
como los ríos, cambian con el tiempo.
Dolina dice que si miramos las fotos viejas después de
muchos años, vamos a notar que han cambiado. Que la sonrisa de esa mujer tal
vez no es tan bella como lo era antes, o que el abrazo de
aquel amigo muestra ya el germen de la futura traición,
que no estaba cuando tomamos la foto. Me gusta esa idea poética.
Pero, volviendo al libro de Wilde, hay en el comienzo una
charla que Dorian
mantiene con lord
Henry Watton, un ser irónico, inteligente, muy seductor, pero un poco
malvado
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que, obviamente, es el álter ego del autor. Ambos están hablando del
impacto que
les generó haberse conocido y Dorian le dice: "Esto que me pasa,
seguramente debe ser el verdadero amor", y lord Henry lo mira y le
responde: "Bueno, también podría tratarse simplemente
de un capricho", ante lo cual Dorian le pregunta cuál es la diferencia que existe entre el amor y el capricho. "Bueno —le
responde lord Henry— el capricho suele durar un poco más", y
Dorian agrega: "Ojalá, entonces, que lo nuestro sea un capricho".
Maravilloso, ¿no creen?
Pero el tema es que, con ganas de visitar la tumba de Wilde pedí un
plano y
caminé hasta ella. Es una tumba enorme, con una escultura que parece un mascarón de proa; pero algo más me llamó la atención. Estaba toda
pintada con pequeñas manchas de diferentes colores: rosa, rojo, azul, y no
entendí de qué se trataba hasta que me acerqué y las miré con detenimiento.
Entonces comprendí que eran besos. La gente que lo visita, en lugar de
flores, se pinta los labios y le deja un beso en la
tumba. No está nada mal para alguien que vivió el amor con tanta intensidad.
Me senté frente a su tumba unos segundos, después me
levanté, dejé mi flor, posé mi mano y le agradecí en silencio por tantos
momentos de placer.
Me han dicho que la familia de Wilde, para evitar esto,
ha cercado su tumba para que la gente no pueda tocarla. Si esto es cierto, no
dudo de que el amigo Oscar, se hubiera molestado bastante por esta decisión.
El enamoramiento no es más que un trastorno de la percepción
(no es lo mismo el enamoramiento que el amor)
Pero, dejando de lado mis recuerdos, me gustaría retomar
algo que quedó
apenas planteado en el capítulo anterior y que apareció nada más que
como una visita fugaz: el concepto de "enamoramiento",
idea que nos va a servir como co- mienzo de este recorrido. Y lo primero que
hay que decir es que no es lo mismo el enamoramiento que
el amor.
Cierta vez una paciente me dijo que me quería hacer una
pregunta, pero que le daba un poco de vergüenza. Le pregunté por qué y me
respondió que porque se
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trataba de una pregunta estúpida. Le dije, entonces, que si para ella
era importante,
independientemente de cuál fuera el contenido de esa pregunta, sería
bueno que pudiera formularla. Ella hizo una pausa, como si tomara
aire o coraje, y me dijo:
"¿Vos creés en el amor a primera vista?"
No respondí, por supuesto, porque poco importa mi opinión
al respecto e indagué en cambio, por qué le interesaba tanto el tema y
me contó que hace unos días le habían presentado a alguien, que lo había visto
tres veces y que, aunque su inteligencia le decía que no
podía ser, ella sentía que estaba enamorada.
Mi paciente había estado haciendo una especie de sondeo
sobre este tema del amor a primera vista entre sus amistades y me dijo que al
parecer las opiniones estaban divididas.
No se lo dije a ella, pero mi impresión es que el amor a
primera vista existe...
pero cinco años después. ¿Cómo es esto?
Se los gráfico
con un ejemplo.
Supongamos que un hombre está tomando algo en un bar y en un momento
entra una mujer que lo conmueve por su belleza. La mira mientras se ubica
en una mesa, comienza a dar vueltas en su cabeza la idea de acercarse, se pone
nervioso, hasta que por fin se levanta y le habla. Se presenta,
ella está sola, se ponen a hablar, después de un rato
intercambian sus teléfonos, quedan en contacto, empiezan a verse y surge una relación. Pues bien, si esa relación perdura, dentro de
cinco años él le va a decir que se enamoró de ella en el mismo instante en el
que la vio entrar por
primera vez. Y es verdad.
Pero supongamos que esa mujer que tanto le ha
impresionado, cuando él se acerca le dice que está
esperando a su esposo que es cinturón negro de taekwondo y que, si lo ve
hablando con ella, no va a dudar en darle una terrible paliza.
Es obvio que, si ese hombre valora en algo su integridad
física, se va a alejar de esa mesa más rápido que ligero
y, lo más probable, es que dentro de cinco años ni recuerde nada de esa mujer
que, al entrar en aquel bar, le generó exactamente lo mismo.
Con esto quiero decir que el amor es un sentimiento cuyo
inicio se reconoce mirando hacia atrás e iluminando el pasado con la luz del
presente. Es lo que llamamos resignificación. De donde podríamos concluir que
el amor no es un
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punto de partida, sino un punto de llegada; un sentimiento que se
construye con el
tiempo.
Todo amor tiene un comienzo (cada cosa en su lugar)
¿Y en qué lugar de ese recorrido se ubica el
enamoramiento? En el inicio. Es
decir que podemos pensar al enamoramiento como el primer escalón en la
construcción de un amor. ¿Y cuáles son sus características?
En primer lugar que el enamoramiento es un generador de
ilusiones. De hecho así lo formulamos cuando empezamos una relación con alguien
que nos importa. Decimos que estamos ilusionados con esa relación. Ahora
bien, ¿qué es una
ilusión?
Una ilusión es un trastorno de la percepción. Más
exactamente, es la captación deformada de un objeto. Cuando,
por ejemplo, en la oscuridad de la noche, un perchero en
el que dejamos un abrigo nos genera la idea de que allí hay una per- sona, en ese caso se ha producido una ilusión. Hay un objeto, en nuestro
caso el perchero, pero nuestra percepción capta algo diferente: un hombre. Y no
debe confundirse esto con la Alucinación, ya que la
alucinación es una percepción sin objeto. En ese caso, veríamos un hombre allí
donde no hay nada. En la ilusión es necesario que haya un objeto: nuestro
perchero, un velador, cualquier cosa. En la alucinación, en
cambio, no hay ninguno. Los dos producen trastornos en la percepción, pero son fenómenos diferentes.
Pero, seguramente, muchos se estarán preguntando qué
tiene que ver eso con el enamoramiento.
Bueno, es poco probable que el enamorado confunda un
perchero con una persona, pero sí puede ser que perciba al objeto de su
amor diferente de lo que es, que encuentre en él virtudes
que en realidad no tiene.
Piensen en los amores de verano. Una amiga vuelve de las
vacaciones y les cuenta que ha conocido a alguien. Una persona increíble,
un hombre maravilloso, gentil, con estilo, delicado y con todas las virtudes que
le quieran agregar. Pues bien, puede ocurrir que cuando unas semanas después se los
presente, ustedes se
miren en silencio y se pregunten: "¿Y éste era el príncipe
azul?"
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Y sí, es ése y, aunque para ustedes ni siquiera llegue a
ser celeste, para ella, es
azul marino. Por ahora.
¿Y por qué se da esa magnificación del otro?
Para explicar eso deberíamos pensar en el amor como en una cantidad,
algo
mensurable. Técnicamente no lo llamamos amor, sino libido. Pero
pensémoslo así e imaginemos el siguiente ejemplo: tenemos una jarra, un vaso y
el agua. La jarra es el amante, el vaso es el amado y el agua es el amor.
Es evidente que cuánto más agua se vuelque en el vaso,
menos habrá en la jarra. Es decir que cuanto más amor se coloque sobre la
figura del amado, menos afecto queda para el amante, y esto genera dos cosas. La
primera, un engrandecimiento del ser amado que tiene todo el afecto
puesto en él, y la segunda, un empequeñecimiento del
enamorado que se va vaciando de libido, es decir, se va deslibidinizando. Por
eso ve al amado brillante, hermoso, le resulta indispensable para su vida, en tanto que él se siente pequeño y vulnerable.
En uno de sus escritos más famosos, Freud compara al
enamoramiento con la hipnosis y dice que el enamorado está ante el amado como
el hipnotizado ante el hipnotizador. Es decir que, al igual que el hipnotizado,
quien ama ha perdido su voluntad y acata la voluntad del otro; y ni siquiera es
consciente de lo que desea porque el único deseo que le
importa cumplir es el del hipnotizador.
En ese sentido se parece —dice Freud— el enamoramiento a
la hipnosis; tanto uno como el otro dejan al sujeto en un estado de
indefensión. Como dice un amigo poeta: "Siempre está en peligro el
pasajero del amor".
Por suerte, en el tiempo que demanda la construcción de
una pareja, el enamoramiento es algo que pasa, porque si no el sujeto
quedaría eternamente con un déficit de amor para consigo mismo; podríamos decir,
sin amor propio.
Piensen cuántas veces le han dicho a alguien que se
"tendría" que querer un poco más. Muchas,
¿no es cierto? Y lo que en realidad le están diciendo es que no se vacíe de libido, que no ponga todo el afecto en el otro, porque si lo
hace va a estar en problemas.
Cierto es que, a pesar de lo que digo, quien está
enamorado vive ese momento como si fuera algo maravilloso. Entonces ¿por qué
plantearlo cómo si se tratara de un problema? Ni más
ni menos que porque estamos denunciando la falacia del
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encuentro amoroso, la imposibilidad de que exista un otro tan maravilloso
que nos
complete, alguien que detenga nuestro deseo para siempre y pueda saciar
nuestras ansias de eternidad. Porque ésa es la ilusión que genera
el enamoramiento, pero como esa persona no existe y nadie puede sostenerse en
ese lugar, es que en un tiempo más o menos largo, esa etapa cae y da paso al
segundo momento en la construcción del amor; un momento al que me gusta llamar:
"desilusión".
De príncipe a mendigo
(el peligro de comerse un sapo)
Seguramente el término desilusión pueda generar
una cierta impresión
negativa, pero no es ésa la intención de este libro. Sólo lo utilizo
siguiendo la misma lógica de razonamiento que venimos compartiendo, y lo
llamo así porque es el momento en el que cae ese proceso ilusorio de ver al otro
como alguien maravilloso capaz de completarnos; aunque en realidad lo que sucede es
que aparece una ilusión nueva pero de signo contrario: dejamos de verlo
mejor de lo que era para verlo
peor de lo que es.
¿Y cómo se da el paso entre una etapa y la otra?
El tiempo pasa y el enamorado ve que la persona que ama tiene cosas que
no le
gustan, que no es el ser perfecto que creyó en un primer momento, que no
puede llenar todos sus anhelos y se desilusiona. Y en esa desilusión, enojado
porque el otro resultó ser nada más que un ser humano, lo juzga con
crueldad y, así como antes multiplicaba sus virtudes, ahora multiplica sus falencias;
aunque mejor sería decir, lo que él cree que son sus falencias.
Desde el punto de vista emocional, lo primero que suele
aparecer es un sentimiento de enojo, el deseo de terminar con la
relación que no resultó ser lo que se esperaba y reaparece la sensación de
vacío e incompletud.
Dichas estas cosas, daría la impresión que es mejor el
momento de enamoramiento al de desilusión. Y puede que así sea,
aunque ambos sean igualmente ilusorios. Pero lo cierto es que las dos
etapas conllevan un peligro latente.
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Enamoramiento y desilusión
(dos momentos de cuidado)
El riesgo del enamoramiento es que la pareja se vaya a
convivir en esta fase de
la relación, y no es un peligro menor.
Hace un tiempo, una paciente me comentó que estaba
pensando en irse a vivir con su novio, y como caí en la cuenta de que hacía muy
poco que me hablaba de él, le pregunté cuánto tiempo hacía
que estaban en pareja. "Dos meses y doce días", me respondió, y acentuó lo de los doce días. Y era esperable que lo
hiciera ya que en las relaciones breves no se pueden regalar los momentos
compartidos, porque aún carecen de historia. Entonces, cada segundo cuenta. De
modo que no era lo mismo dos meses y doce días que si hubieran sido sólo dos
meses. Y, después de decirme eso, soltó la frase esperable y
fatal, aunque inevitable: "Pero pareciera que nos conociéramos de
toda la vida".
Pero si esa paciente está entusiasmada, deseosa de
concretar esa convivencia
¿por qué pensar que esa decisión es potencialmente peligrosa?
Porque la desilusión va a llegar tarde o temprano y los va
a encontrar viviendo juntos. Entonces, ante las primeras discusiones, se van a
ver ante la ridícula circunstancia de tener que decirle a alguien que conocen
hace setenta y dos días: "vos ya no sos el de antes". ¿El de antes,
cuándo? Si hace tres meses ni siquiera se conocían.
Pero dijimos que también la etapa de desilusión puede
acarrear un peligro latente. ¿Y cuál es ese peligro? Interrumpir la relación
sólo porque el otro resultó no ser perfecto. Tengamos en cuenta que si alguien
fuera a pelearse cada vez que descubre que su pareja tiene
alguna cosa que no le gusta, todo el mundo estaría solo. Y no es que la soledad esté mal. Por el contrario, hay veces que es
elegida, deseada y entonces es lo mejor para ese sujeto en ese momento. Pero
cuando es el efecto de la intolerancia a las diferencias, el asunto se
vuelve patológico.
En los casos en los que la relación resiste los embates
de la desilusión, se abre la
posibilidad de pasar a una tercera etapa a la que sí podríamos llamar
amor; una etapa en la cual vemos en el otro mucho de lo que nos
enamoraba, aunque no todo,
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y también algunas de las cosas que no nos gustaban, aunque no todas. Y,
si en esa
captación del otro con virtudes y falencias aparece la sensación de que
se está mejor con esa persona que sin ella, empieza a generarse
una relación de otro orden de madurez y sustentabilidad. Porque aparece el
deseo de estar juntos, ya no desde un ideal imposible,
sino desde el reconocimiento de las diferencias subjetivas. Porque de eso se trata el amor sano. No de necesitar al otro, sino de
desearlo. De saber que sin esa persona alguien podría vivir igual, pero que aun
así, elije hacerlo con ella.
Hablábamos de la capacidad de elección; pues bien, estar
o no con alguien tiene sentido, en tanto y en cuanto es una elección movida por
el deseo y no una imposición de la necesidad.
El amor incondicional
(o el inicio de una tragedia)
Digamos entonces que para llegar al amor, siempre hay que
luchar contra la
desilusión, aunque cueste. Pero esto no implica que sea a cualquier
precio.
Y para aclarar mejor por qué digo esto, volvamos a esa
segunda etapa. Dijimos que para superarla, una persona debe aceptar que el otro
tiene algunas cosas que
no le gustan y que no la hacen feliz. Bueno, es ahí donde aparece el
tema del costo.
Hay una palabra que suele acompañar la idea del amor y que
tiene estatus de noble y desinteresada, pero no es así. Es la palabra
incondicional.
La mayoría de las personas suelen ver en eso algo
maravilloso. Y lo dicen así: "yo te quiero
incondicionalmente" o "necesito que seas incondicional conmigo".
Y lo cierto es que la incondicionalidad es una de las cosas
que solemos encontrar en el núcleo de una relación enferma.
Porque la palabra incondicional quiere decir, ni más ni
menos que "sin condiciones". Entonces, amar a alguien
incondicionalmente implica amarlo sin ponerle ninguna
condición. Es decir: amarlo aunque nos pegue, aunque nos engañe, aunque por estar con esa persona no podamos ver a nuestros hijos.
Y yo me pregunto a qué persona medianamente sana esto le
parece algo maravilloso.
Entonces, es cierto que la posibilidad de estar con
alguien depende de aceptar
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algunas de esas cosas que el otro tiene y que no nos gustan, pero la
condición para
aceptarlas debería ser que al menos no nos lastimaran.
Pongo un ejemplo extremo. Si resultara que lo que a una
mujer no le gusta de su pareja es que de vez en cuando bebe de más y cuando
llega a su casa le hace una escena de celos y después la
golpea, ¿creen que debería esforzarse por aceptar eso
que le molesta? ¿Que debería quedarse a su lado incondicionalmente?
Seguramente compartirán conmigo que no. Lo que implica
que no todas las relaciones superan la etapa de la desilusión. Esto es una
obviedad, claro, de lo contrario todo el mundo se casaría con su primer amor. Y
no suele ocurrir de esa manera.
Pero me anticipo a una objeción que podría aparecer a
modo de disenso y es que más de uno podría decir que si alguien trata así de
mal a una persona y la engaña, le pega o le falta el respeto es porque en
realidad no la ama, con lo cual ya no estaríamos hablando de amor.
Ese argumento se basa en una idealización desmesurada del
amor; en la creencia de que el amor es siempre algo bueno y
maravilloso. Pero el amor, dijimos en el capítulo anterior, no es más que una
emoción y, como tal, la experimenta y la vive una persona
que puede ser más o menos sana psíquicamente. Y eso es fundamental, porque las personas sanas amarán de un modo sano y las
personas enfermas, amarán de un modo enfermo.
En mi libro Palabras cruzadas, relato el caso de
Luciana, una paciente joven que llegó a análisis con un gran padecimiento. Su
novio le pegaba y ella decía que se lo merecía
porque era mala.
Trabajamos mucho sobre este tema, cuestionamos de dónde
venía esta creencia acerca de su maldad, de los maltratos que había sufrido a
lo largo de su historia y, en un momento del análisis,
llegó a la conclusión de que lo mejor para ella era dejarlo. Pero se angustiaba
ante esa sola idea y me decía llorando: "Pero yo lo
amo". A lo
que yo acotaba: "¿Y eso qué tiene que ver?"
A veces, para poder alcanzar una relación sana en la cual
se sienta bien, una
persona debe dejar en el camino la tentación de quedarse en otras que
lastiman. Lo cual no siempre es fácil. Porque no existen las elecciones
casuales y, entonces, esa
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persona que me agrede y me humilla por algo está en mi vida. Hay un
porqué en
esa elección, y ese motivo oculto que lleva a alguien a elegir lo que le
lastima, es el que intentamos develar en el análisis. Y aquí cobra un real
sentido la frase de Nasio que citamos al final del primer
capítulo: "En los asuntos del corazón (...) no elegimos sino lo impuesto y no queremos sino lo inevitable".
Cuando hablamos del Inconsciente Estructural adelantamos
algo sobre esto, pero para profundizar más tendríamos que introducir el
concepto de Pulsión de Muerte, cosa que haremos más adelante. Les pido que
conserven esta idea hasta entonces.
Además, es la manera en que conviene leer este libro que,
al tener su origen en las ideas del psicoanálisis, no escapa sino más bien que
gusta, de ir cerrando las ideas con lecturas sucesivas
aportadas por los elementos que nos dan nuevos conceptos,
sabiendo que todo lo que ya creímos comprender, puede cambiar a la luz de lo que veremos más adelante.
Resignificar. No olviden esta palabra, porque alude a una
de las herramientas más importantes del análisis.
Resignificar.
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