
La mirada de Dios
(La historia de Antonio)
El Dios está en mí,
pero de pronto
calla, me deja solo, a ciegas
y vanamente busco mi punto de equilibrio sitio para mi pie.
HORACIO CASTILLO
Me quedé mirando fijo el cuadro que colgaba de la pared.
Jamás, en veinte años que llevo acos- tándome en ese diván, pude descifrar su
significa- do. Es más, me parece un cuadro espantoso, aun- que jamás me
animé a hacer el menor comentario. Después de todo, cada uno decora su consultorio como más le
gusta.
El mío, por ejemplo, tiene piso de madera y pa- redes
blancas, con los sillones y la poltrona en cue- ro negro. Una mesa baja, una
lámpara de pie con luz tenue que ilumina desde uno de los rincones y el
Guernica en la pared del diván. Nada más. Como dice un
paciente decorador de interiores: un am- biente minimalista.
Estaba en ese desvío de asociaciones cuando la voz de
Gustavo, mi analista, me trajo a la realidad.
--¿Qué piensa
hacer?
--No lo sé.
Estoy confundido. En la charla te-
215

HISTORIAS DE DIVÁN
lefónica que
tuve con él no supe bien qué decir. Creo que estuve torpe. Usted sabe que a lo largo de estos
años he tratado a personas con caracte- rísticas muy diferentes. Hombres,
mujeres, ado- lescentes, ancianos, bisexuales, neuróticos, psi- cóticos e,
incluso, algún que otro perverso. Y no sólo todo tipo de edades e identidades
sexuales, sino también pacientes que realizaban activida- des muy
distintas: profesionales, artistas, em- pleados, comerciantes¼ Toda la gama posible de sujetos y ocupaciones. Pero
"esto" no me lo espe- raba.
--Bueno, pero le llegó "esto". ¿Qué piensa al
res-
pecto?
--No lo sé. Estará de acuerdo conmigo en que la situación
es un poco extraña. Estoy perplejo, me
siento como
un principiante¼
--Sí, me imagino que debe de ser algo extraño para usted.
Pero piense que también debe de serlo para él.
--Eso me dijo.
--Cuénteme
qué le dijo.
--Que no
sabía si estaba haciendo lo correcto.
Que si
alguien de su entorno llegaba a saber que vio a un psicólogo podría ser grave.
--¿Es para
tanto?
--Gustavo,
estamos hablando de un ámbito
muy
conservador. Fíjese el impacto que ha tenido en mí, e inclusive en usted.
Imagine entonces lo
216

La mirada de Dios
que pasaría
con sus pares, y ni le digo con sus su- periores. Sería visto casi como una
herejía.
--Mire, Gabriel, la situación es novedosa para usted. Le
confieso que también lo sería para mí, no voy a engañarlo. Pero supongo que si él se comu- nicó con
usted y le pidió una consulta habrá sido por algo. Le está pidiendo ayuda.
--¿Entonces?
--Entonces,
¿por qué se la va a negar?
--Es que
estoy convencido de que en algún pun-
to vamos a
entrar en conflicto.
--El conflicto, licenciado, es inherente a la psi-
quis humana.
¿O no lo aprendió todavía?
--Obvio que sí --me sonrío--. Con eso trabaja- mos.
Se hace un
silencio.
--Gabriel, "esto" que
tiene por delante es, antes
que nada,
una persona que está sufriendo y, ade- más, un desafío. Pero no va a ser el primero que en-
frente en su
vida, ¿o sí?
--No.
--Y, como
todo desafío, puede salir bien parado
o puede que
sea demasiado grande para usted y, en ese caso, deberá enfrentar la frustración de haber
fracasado.
Decida si quiere o no correr el riesgo.
--No estoy seguro de tener éxito. Y no puedo engañar a
este hombre.
--Lo felicito. Acaba de decir dos estupideces en una sola
frase. La primera, que no está seguro de
217

HISTORIAS DE DIVÁN
tener éxito.
Gabriel, uno nunca puede estar seguro de conseguir el éxito en ningún tratamiento. Y la segunda
es que no puede engañar a este hombre. ¿Acaso a alguno sí? Usted, como analista, no debe engañar a
ningún paciente, no sólo a éste. Yo sé que usted es un profesional
experimentado pero, si no le molesta, ¿me permite que le dé una sugerencia?
--Se lo ruego.
--Propóngale
algo. Ofrézcale pactar una canti-
dad limitada
de encuentros¼ digamos
siete, que es un número bastante bíblico y eso le va a caer bien.
--Sonrío. --Yo sé que por lo general las entrevistas preliminares son tres o
cuatro, pero esta vez es pro- bable que necesiten más. Si al cabo de ese número
de entrevistas ven que el trabajo es productivo, si- guen adelante. Y si no,
interrumpen. Comprométa- se y comprométalo sólo a esas entrevistas y veamos qué pasa con
él y qué pasa con usted.
--Me parece bien. Yo también necesito ese tiem- po de
prueba. Ya le dije que no estoy convencido de lo que estoy haciendo. Así
que su propuesta me resulta más que válida. Creo que es un tiempo prudencial
para que nos conozcamos y determi- nemos si sirve o no que emprendamos un análisis juntos.
--Entonces vaya, haga lo que tenga que hacer y le deseo
mucha suerte --me siento en el diván--,
pero eso sí,
¿puedo pedirle algo?
--Por
supuesto.
218

La mirada de Dios
--Tengo unos cuantos años más que usted, en la vida y en la profesión. --Asiento
con la cabeza. --Si esto avanza prométame que
me va a contar cómo le está yendo
--me río--. No, no se ría. Usted es el pri- mer psicólogo que conozco que analizará a un cura.
--Yo tampoco
he conocido uno antes.
--Por eso
mismo le deseo suerte. --Ya me reti-
raba cuando
deslizó: --Ah, Gabriel. Y que Dios lo ayude.
Me reí y salí decidido del consultorio. Al menos iba a
intentarlo.
Le hice a Antonio la propuesta que había traba- jado en mi
análisis y aceptó gustoso. Así que nos pu- simos a trabajar de inmediato
para ver hasta dónde podían conducirnos aquellas siete entrevistas.
PRIMERA ENTREVISTA
--Disculpe si me cuesta empezar, todo esto es muy raro
para mí.
--Lo
comprendo.
--No sé ni
cómo se hace¼ digo, esto
de anali-
zarse.
--Hable libremente, de lo que quiera, y recuer- de que aquí
nadie va a juzgarlo.
Sonríe.
219

HISTORIAS DE DIVÁN
--Ése es ya
todo un cambio para mí.
--Lo imagino.
Pero, veamos¼ Podría
empezar
por contarme
algo de usted y, de ser posible, decir- me qué es lo que lo movilizó a pedir
estas entrevis- tas conmigo.
--¿No sería mejor empezar por lo que creo que he hecho mal
para que usted pueda decirme si es o
no es así?
--Antonio, yo no soy quién para decir lo que es- tá bien y lo
que está mal.
--Bueno, a ver¼ Le cuento. Tengo cincuenta y tres años y
vengo de una familia acomodada de la provincia de Buenos Aires. Mi padre,
Ubaldo, tie- ne ochenta y cinco años y es ingeniero agrónomo. Siempre tuvimos
campo, así que me crié en una es- tancia, escuchando los pájaros y mirando la
inmen- sidad de la pampa. Es increíble cuánto uno puede conectarse
consigo mismo y sentir la presencia de Dios en ese paisaje. Tan grande, tan
silencioso. No sé si usted comprende de lo que le hablo.
--Sí.
¿Cómo no voy
a comprenderlo? Yo mismo viví
algo similar
durante mi infancia en un pueblito cer- cano a Chivilcoy. Aún recuerdo aquellos
atardece- res en los que miraba la distancia sentado en la tranquera.
Me quedaba horas, hasta ver a mi papá que volvía de trabajar y corría a su encuentro. Cla- ro
que sé de qué me está hablando. Sólo recordar- lo me emociona. Pero no estamos
aquí para pensar
220

La mirada de Dios
en mis
emociones sino en las de mi paciente. De modo que no le digo nada de esto. Él continúa ha- blando
de su padre.
--Ahora está internado en un geriátrico. Lo tra- je aquí, a
la ciudad, para ocuparme personalmen- te de él. No fue una decisión fácil. Él no estuvo de acuerdo, y a
lo mejor tenía razón. Tal vez debería de haber dejado que se quedara en su
lugar hasta que Dios dispusiera llevárselo.
--¿Y por qué
lo trajo?
--Pensé que
era lo mejor.
--¿Para él o
para usted?
--Tal vez
para los dos. Pero el hecho es que no
puedo dejar
de sentir culpa por esto.
Silencio.
--¿Y su madre?
--Mi madre
murió cuando yo tenía diecisiete
años.
--¿Tiene
recuerdos de ella?
--Sí. La
recuerdo hermosa, dulce¼ un sol. Pe-
ro vio usted
cómo son los recuerdos.
--¿Cómo son?
--Engañosos.
A veces el tiempo y la memoria
cambian un
poco las cosas.
--Cuénteme
cómo era.
--Mi madre
era muy religiosa. Su frase de cabe-
cera era:
"Nada escapa de la mirada de Dios". Su- pongo que de allí proviene
gran parte de mi fe.
Nuevamente nos quedamos callados. Yo siento
221

HISTORIAS DE DIVÁN
que, si bien
es una persona muy agradable, culta e inteligente, estamos un poco nerviosos y
nos cues- ta lograr un diálogo fluido. Salta a las claras que ninguno de
los dos vive esto como algo natural.
--Antonio,
necesito hacerle una pregunta. --Diga.
--¿Por qué
está aquí hablando conmigo en un
consultorio
psicológico y no en un confesionario
con algún
sacerdote?
Piensa un
poco antes de responder.
--No lo sé.
Yo también me lo he preguntado. Pe-
ro no
encuentro respuesta. Tal vez usted me ayude a encontrarla.
--Le prometo
que voy a intentarlo.
--De todos
modos, debo decir que me provoca
mucha culpa
estar aquí.
--¿Por qué?
--Porque es
como si renegara de mi fe.
--¿De qué
manera?
--Pensando
que mi angustia deviene de un pro-
blema
psicológico y no de un problema espiritual.
--Bueno, a lo mejor no son cosas tan distintas,
¿no?
--Puede
ser.
Hablamos un
poco más y así transcurrió la pri-
mera de las
siete entrevistas. La verdad es que al principio me sentí algo tenso, pero poco a poco am- bos fuimos
relajándonos y hacia el final nos permi- timos, inclusive, intercambiar algunas
bromas.
222

La mirada de Dios
SEGUNDA ENTREVISTA
El tema de nuestro segundo encuentro fue la culpa que le
generaba su comportamiento agresi- vo en el último tiempo.
--No sé qué me pasa, pero estoy enojado todo el tiempo.
Ya le dije que mi congregación está com- puesta por gente muy humilde, de poca cultura y escasas
posibilidades.
--¿Es usted lo que se llama un "cura tercermun-
dista"?
--Podríamos decirlo así. La verdad es que siem- pre me
importó estar cerca de los que sufren, ver si puedo hacer algo por ayudar a
los que han sido condenados por la sociedad a la marginalidad y la
exclusión, y también a los que han perdido la hue- lla, muchachos que se drogan
o que delinquen.
--Ya veo. Más que las grandes catedrales le in- teresan
los desheredados y los pecadores.
--Sí.
--Eso me
parece muy noble y muy cristiano. No
es un
trabajo fácil, y requiere de mucha templan- za. Lo felicito.
--Es mi deber. Siempre sentí que para eso había sido
llamado por Dios. Y toda mi vida he experimen- tado una gran felicidad al
cumplir con mi misión.
--¿Y ahora?
--Ahora no
estoy bien. No tengo paciencia para
nada. Estoy
susceptible, me enojo por cualquier co-
223

HISTORIAS DE DIVÁN
sa. Y un
sacerdote que no es capaz de tolerar las de- bilidades de los fieles no sirve
para nada.
--¿Y cómo se siente usted con esto que le está
pasando?
--Culpable. Silencio.
--Antonio,
usted experimenta esta sensación de
culpa con
demasiada asiduidad.
--¿De verdad?
--Sí. Dijo
sentirse culpable por haber traído a
su padre a
la ciudad e internarlo en un geriátrico, culpable por estar consultando a un psicólogo, cul- pable
por tener que ocultar este hecho a sus supe- riores y culpable porque en este
último tiempo cree haber perdido su tolerancia de siempre. Sólo he- mos hablado
en dos oportunidades y fíjese cuántos motivos de culpa han aparecido ya. ¿No le
llama la
atención?
--No lo sé. ¿Tiene usted alguna opinión al res-
pecto?
--Al menos
una hipótesis. --Me gustaría oírla.
--Antonio, la
experiencia me ha mostrado que
cuando
alguien se siente culpable por tantas cosas diferentes, es posible que haya una
culpa más pro- funda, más grande y difícil de tolerar y que, al no poder
hacerse cargo del motivo de su "gran culpa" --por llamarlo de alguna
manera--, se la desplace a hechos que están más a mano y generan culpas
224

La mirada de Dios
más pequeñas,
más tolerables, pero muchas, dema- siadas. Entonces uno empieza a sentirse culpable por todo. Y
así es muy difícil vivir.
--¿Qué debería hacer para averiguar si algo así
ocurre
conmigo?
--Podríamos empezar por el tema puntual que trae hoy y
ver a dónde nos conduce.
--¿Así nomás?
--Sí, así
nomás. --Sonríe.
--Es raro
esto de analizarse.
--Comprendo
que le resulte extraño, no es su
mundo
habitual, pero le pido que confíe.
--¿Qué tenga
fe en usted, quiere decir?
--No, que
confíe en que en su interior están las
respuestas
al porqué de su angustia. Yo intentaré ayudarlo a llegar hasta ellas.
--Voy a
intentarlo.
--Gracias. ¿Entonces?
--Bueno, le
decía que hace un tiempo que estoy
enojado,
intolerante, casi furioso.
--¿Con quién
o con quiénes?
--Con los
chicos que vienen a la parroquia.
--¿Con todos?
--Bah, en
realidad no con todos, pero sí con
muchos de
ellos.
--Ajá. ¿Con
cuáles? --Con
algunos.
--¿Y que hay
de común entre ellos? --Nada.
225

HISTORIAS DE DIVÁN
--¿Seguro?
--Seguro. Hay varones, mujeres. Pertenecen a diferentes
familias¼ no se me
ocurre nada que los una.
--Algo debe
de haber.
--Veo que
los psicólogos son más insistentes de
lo que
creía.
--¿Entonces?
--Se toma unos segundos.
--Bueno,
ahora que lo pienso, sí. Algo tienen en
común.
--¿Puedo saber qué? --noto su resistencia. Creo que aún
no confía del todo en mí. --Antonio, usted debe estar acostumbrado al
secreto de confesión
¿verdad?
--Por supuesto.
--¿Usted
contaría algo que algún feligrés le hu-
biera
confesado confiando en ese secreto?
--Jamás.
--Bueno.
Nosotros, los psicólogos, también te-
nemos con
nuestros pacientes un compromiso si- milar. Le cambiamos un poco el nombre. Lo llama- mos: secreto
profesional --lo miro fijo--. Hable sin temores. Lo que diga no va a salir de acá.
Suspira y, luego de una breve espera, me dice lo
siguiente:
--Lo que tienen en común es la persona que los coordina.
--¿Quién es
esa persona? --Mary, una chica.
226

La mirada de Dios
--¿Chica, de
qué edad? --Veinticinco.
--Ah, no es
una chica. Es una mujer.
--Sí, es que
yo la conozco desde hace mucho, y
siempre la vi
como a una nena.
--¿Y ahora, Antonio?, ¿la ve de un modo dife-
rente?
Me mira con
furia.
--¿Qué está
insinuando? --Nada,
sólo pregunto.
--Licenciado,
no se haga el estúpido. Yo sé que
para ustedes
todo tiene que ver con la sexualidad. Pero esta vez está apuntando al lugar
equivocado. Nunca me he fijado en ninguna de las mujeres que han venido a
mi parroquia. Ni chicas, ni grandes. Jamás. Son mujeres que sufren por falta de ali- mento, de
cariño, que son maltratadas, margina- das. ¿Cómo se le ocurre que yo podría aprovechar mi
investidura para sacar provecho de eso? Se ve que no me conoce. No sabe con
quién está hablan- do. --Silencio. --Creo que me equivoqué al venir a verlo.
Se ha generado una gran tensión entre noso- tros. Siento
necesidad de pedirle disculpas por ha- berlo ofendido. Sé que estoy hablando
con un hom- bre que cree plenamente en lo que hace y que ha dedicado
su vida a ayudar a los necesitados. Con un hombre que podría andar paseando
tranquila- mente por su estancia y sin embargo anda en una
227

HISTORIAS DE DIVÁN
villa
ayudando a la gente. Me siento culpable por lo que acabo de decirle. Debería
pedirle perdón.
Pero¼ un momento. ¿Qué dije?
"Me
siento culpable", "debería pedirle perdón." ¿Por qué
Antonio me ha generado estas emocio-
nes? ¿Son
realmente mías? ¿Debo hacerme cargo de esto que me pasa, o mi paciente ha
proyectado sobre mí una serie de sentimientos que en realidad
le
pertenecen?
Él cree en su Dios, yo confío en mi técnica. Has- ta ahora me
ha servido para ayudar a mucha gente. ¿Por qué no habría de servirme ahora? Si
en vez de sacerdote fuera abogado o empleado de banco, ¿le pediría
disculpas o pondría a trabajar su enojo y tra- taría de analizar la emoción que
me ha producido?
Vienen a mi mente las palabras de mi analista al
comentarle mi primera entrevista con Antonio: "Gabriel, no se olvide de
que ahora, para usted, ya no es un cura, es un paciente. No le niegue la opor- tunidad.
Analícelo como lo haría con cualquier per- sona".
--Antonio, se ha enojado mucho ante mi pre- gunta.
--Es que usted me acusó de mirar con interés sexual a una
mujer de mi congregación.
--Yo no hice eso. Hágase cargo de cómo inter- pretó mi
pregunta. Yo solamente le pregunté si se- guía viendo a esa mujer como a una nena. Porque ya no lo es y
eso es algo que debe admitir.
228

La mirada de Dios
--Por supuesto.
--Y en algún
momento usted se debe haber da-
do cuenta de
este cambio.
--Seguramente.
--¿Cuándo?
--No lo sé
--contesta inmediatamente.
Por lo
general, cuando un paciente se saca una
pregunta de
encima con tanta rapidez conviene desconfiar de la respuesta.
--Creo que sí lo sabe.
--¿Ahora
también me acusa de mentiroso?
--No, sólo
de no saber que lo sabe. Pero ya son
dos las
ocasiones en que se ha sentido acusado por mí. Ya se lo dije: no estoy aquí
para juzgarlo. Sólo para ayudarlo a pensar. Quiero que dejemos aquí y que
reflexione en todo lo que ha ocurrido en nues- tra charla de hoy.
Se levantó del sillón, lo acompañé hasta la puer- ta y, al
despedirlo, sentí que era la última vez que venía a mi consultorio.
Por suerte, me equivoqué.
TERCERA ENTREVISTA
--Qué bueno verlo --le dije al hacerlo pasar--. Después de
nuestra última charla pensé que no vendría.
--Licenciado, quedamos de acuerdo en tener
229

HISTORIAS DE DIVÁN
siete
encuentros. Me comprometí a eso y no suelo faltar a mi palabra.
--Muy bien.
¿Y de qué quiere hablar hoy?
--Estuve
pensando mucho en lo que ocurrió el
otro día, en
nuestra última charla.
--¿Pudo
asociar lo que conversamos con algo? --Sí.
--Cuénteme,
por favor.
--Usted
preguntó en qué momento me había
dado cuenta
de que Mary era ya una mujer.
--Lo recuerdo.
--Bien. Como
le dije, la conozco desde niña. Y
siempre nos
peleábamos porque a ella no le gusta- ba cómo yo la llamaba.
--Creo que
no estoy entendiendo.
--Claro. Yo
siempre le dije Mary, y ella se eno-
jaba conmigo: "Me llamo
Mariana" --me decía eno- jada--, pero
yo seguía llamándola Mary. De hecho soy
el único que la llama así. Cada tanto bromeá- bamos con el tema y ella fingía que seguía enoján- dose como cuando era una nena.
--¿Y por qué la llamaba usted por un nombre
que a ella no
le gustaba?
--Porque Mariana no me gustaba a mí. No es que no me
agradara el nombre, pero me parecía que no tenía que ver con ella. En cambio Mary me remitía a
otras cosas.
--¿A qué?
--A María,
por ejemplo.
230

La mirada de Dios
--Por lo
tanto a la pureza.
--Sí, puede
ser. Era un nombre que reflejaba
mejor su
inocencia.
Silencio.
--Continúe,
por favor.
--El tema es
que hace más o menos dos meses
estábamos
hablando después de una misa y le dije: "Mary, ¿podrías venir mañana a darme una mano?"
Y
ella me respondió: "Por supuesto, padre. Pero ¿hasta cuándo
me va a llamar así? Sea bueno. Llá- meme Mariana".
Hace un nuevo silencio. Percibo que le cuesta hablar de
este tema.
--¿Entonces
qué pasó?
--No lo sé,
pero me sentí muy enojado. Yo la ha-
bía
rebautizado de esa manera y ella lo estaba re- chazando. Además, me miró de un
modo raro al decirlo.
--¿Qué tenía
de raro su mirada?
--No lo sé.
Pero no era la mirada de siempre.
--A lo mejor
es la mirada que tiene desde hace
mucho, sólo
que usted no podía darse cuenta. Y, co- mo usted asocia este episodio a mi pregunta acer- ca del
momento en que percibió por primera vez que ella se había transformado en mujer, me pare- ce que lo
que usted sintió en ese momento es que Mariana --la llamo así ex profeso-- lo miró como mira una
mujer. Y a usted, por algo que desconoz- co, eso lo enojó.
231

HISTORIAS DE DIVÁN
--Puede
ser.
--Aunque en
realidad no creo que el enojo sea
el afecto
primario.
--¿Qué quiere
decir con eso?
--Que me
parece que el enojo fue el modo en el
cual usted
pudo exteriorizar, sacarse de encima, otro afecto más fuerte: la angustia. Y me pregunto, ¿por
qué esta situación lo habrá angustiado tanto?
Durante el resto de la entrevista seguimos tra- bajando sobre
esto. Me dejó en claro que no se ha- bía sentido movilizado sexualmente por la situa- ción y,
agregó, que no creía que Mariana lo hubiera mirado provocativamente. Era
una gran persona, respetuosa, creyente y colaboradora. De todos mo- dos,
convinimos en que algo le había pasado con esta cuestión de la pérdida de
la inocencia.
Suele ocurrir que los psicólogos supervisemos con algún
colega de confianza aquellos casos en los que nos sentimos un poco perdidos. Por lo que a mí
respecta, desde siempre, los pacientes que me resultaron complicados me han
generado revolu- ciones emocionales internas muy fuertes. Por eso, preferí
supervisarlos en mi propio análisis, porque si yo no podía avanzar es porque
algo de lo que ocurría con el paciente me involucraba de alguna manera
personal.
El caso de Antonio fue motivo de conversación
232

La mirada de Dios
en todas mis
sesiones desde que realizamos aquel acuerdo de siete entrevistas. Así fue que le conté a mi
analista la última charla con el sacerdote.
--¿Y usted
qué cree?
--No lo sé,
Gustavo, no le encuentro la vuelta. --Piense,
algo ha de haber.
--Yo creo en
lo que Antonio me dice. No me pa-
rece que esté
ocultando un deseo prohibido por esa
chica. Él me
dijo que¼
--Ahí está el problema --me interrumpió. Yo permanecí
expectante. --Usted está escuchando "qué" le dijo su paciente y no "cómo"
se lo dijo. Ga- briel, está capturado por el sentido del relato. Pero usted es
analista. No trabaja con el sentido, con el significado de las palabras,
sino y simplemente, con
las palabras --otro breve silencio--. Quiero que se vaya y se quede pensando en esto. Mi consejo profesional es que
repita en su mente una y otra vez la
conversación con Antonio y ponga especial énfasis en las palabras que utilizó
para contarle las cosas.
Mi analista tenía razón. Y estaba tan al alcance de la
mano, era tan sencillo, que me sorprendí mu- cho de no haber podido escuchar
antes lo que tan claramente me había dicho Antonio. Pero ahora que lo había
hecho, tenía una pregunta fundamen- tal que hacerle.
233

HISTORIAS DE DIVÁN
CUARTA ENTREVISTA
--Antonio,
¿cuál era el nombre de su madre?
--Antonia.
--Me quedo mudo. No puedo creer-
lo. Su
respuesta ha derribado todas mis hipótesis. --De ella heredé el nombre. Pobre
mamá, murió tan joven. Todo lo hizo rápido. Se casó con mi pa- pá a
los quince años. En aquella época y por aque- llos lares era frecuente que la
gente se casara joven. Acaso el paisaje es demasiado inmenso para sopor- tarlo
solo. Y el amor, créame, es la mejor medicina para la soledad.
Va a continuar pero se detiene. Es un hombre perceptivo y
acostumbrado a leer en el interior de la gente. Sabe que algo me ha ocurrido,
aunque no sepa qué. Me mira extrañado.
--Perdón, licenciado,
¿le pasa algo?
--Discúlpeme,
estoy un poco decepcionado.
--Bueno --se
sonríe--, Antonia no será el nom-
bre más
hermoso del mundo pero, ¿tanto como pa-
ra
decepcionarlo?
--No, no es eso. No tiene que ver con que me parezca lindo
o feo, pero pensé que su nombre se- ría otro.
--¿Ah, sí, y cuál había pensado? --me pregunta casi
divertido.
--Ana.
Antonio se
puso pálido, serio, como si en lugar
de
pronunciar un nombre lo hubiera abofeteado.
234

La mirada de Dios
Ahora soy yo
el que sabe que él está conmovido. Me siento como un boxeador que ve que su contrincan-
te ha sentido
un golpe, y allí voy, a arrinconarlo.
--Antonio, ¿quién es Ana? --le cuesta reaccio- nar--.
Hábleme de ella, por favor.
--¿Pero cómo
es que sabe de Ana? --Porque
usted me lo dijo.
--¿Yo? Si ni
siquiera me acordaba de ella.
No es
momento para explicaciones. No puedo
permitir que
el recuerdo y la emoción se diluyan en aclaraciones teóricas. Debo insistir.
--¿Quién es Ana? --reitero.
Apoya la
cabeza en el respaldo del sillón, mira
hacia arriba
y respira profundamente antes de ha- blar.
--Le doy mi palabra de que ya no recordaba esa historia.
Pero al nombrarla la ha traído usted a mi mente y a mi alma con una fuerza
inesperada. Ana era una compañera del bachillerato. La hija de un comerciante
de la ciudad. Si bien allá todos nos co- nocíamos desde siempre, ella y yo nunca tuvimos una relación
de amistad. Es más, pasamos los cin- co años sin que hubiera entre nosotros ni siquiera una
charla profunda.
--Entonces, ¿qué es lo que la hace tan particu-
lar para
usted?
--Lo ocurrido
el 21 de septiembre de 1967.
Me asombra la
precisión del recuerdo. Debe de
haber sido
algo muy fuerte.
235

HISTORIAS DE DIVÁN
--¿Qué
ocurrió ese día?
--Habíamos
salido a festejar la llegada de la pri-
mavera con
los compañeros del colegio. Ya sabe. No muy distinto de lo de ahora. Guitarra,
canto, fútbol y mucha seducción entre adolescentes. El te- ma es que
ese día yo me iba a quedar a dormir en lo de Roberto, mi mejor amigo. A eso de
las siete de la tarde, más o menos, se terminó el picnic y nos fuimos a su
casa Alicia, Ana, él y yo. No crea que en aquel tiempo los jóvenes
desconocíamos lo que era el sexo.
--Sé que es así.
--Bueno,
estábamos solos porque los padres de
Roberto no
estaban. Comenzamos a jugar de ma- nera peligrosa --dejo pasar el término sin interve- nir--. La
cuestión es que Alicia y él se fueron a un cuarto y Ana y yo a otro. --Le
cuesta hablar. Esto no es fácil para él. --Empezamos a besarnos, a to- carnos¼ Por Dios, se me hace muy
difícil.
--Lo
comprendo, Antonio. No es un tema fácil. --La cuestión es que¼ no pude.
--¿Qué no
pudo?
--Tener
relaciones. Fue una sensación muy fea.
Ana estaba
desnuda, entregada. De la habitación de al lado nos llegaban los gemidos de
Roberto y Ali- cia que estaban haciendo el amor. Recuerdo que la cama de madera
crujía todo el tiempo. Ana espera- ba y yo no podía.
Silencio.
236

La mirada de Dios
--A ningún adolescente le es fácil la iniciación sexual.
Esto es algo que suele ocurrir.
--Sí, lo sé. Hablo con jóvenes todo el tiempo. Pero esto
es diferente.
--¿Por qué considera que en su caso fue dife-
rente?
Silencio.
--Licenciado,
¿sabe por qué recuerdo con tan-
ta exactitud
la fecha de lo ocurrido?
--Supongo que porque era el día de la prima- vera.
--No.
--¿Por qué,
entonces?
--Por dos
hechos fundamentales que ocurrieron
en mi vida al
otro día, el 22 de septiembre de 1967.
--¿Cuáles?
--Ese día, a
las seis de la tarde, tomé la decisión
de ser sacerdote. --Asimilo la
importancia de lo que acaba de decirme.
--¿Y qué más?
Se muerde un
poco el labio inferior, aprieta los
puños y se le
humedecen los ojos.
--Cuatro horas antes había muerto mi madre.
QUINTA ENTREVISTA
--De modo que por eso iba a quedarse aquel día en la casa de
Roberto.
237

HISTORIAS DE DIVÁN
--Claro, porque mi madre estaba muy grave y mi papá no
quería que yo estuviera presente cuan- do llegara el desenlace. En aquellos años la gente se moría en
su casa.
--¿También
por eso estaban solos?
--Sí. Porque
los padres de Roberto habían ido
a acompañar
al mío.
--Antonio,
¿cómo terminó aquel episodio?
--Bueno, Ana se vistió y se fue.
Supongo que de-
be de
haberse sentido muy mal. No lo sé, porque jamás hablamos del tema. Yo me vestí y me quedé en la
cama.
--¿Y después?
--Alicia se
fue sin que yo la viera. Roberto vino
al cuarto y
nos quedamos charlando.
--¿Le
preguntó algo? --Sí.
--¿Usted qué
le dijo?
--Que no
había podido. Él no dramatizó la co-
sa y dijo que
otro día se iba a dar. Me quiso contar su parte de la historia pero le dije que
no hacía fal- ta, que había escuchado todo. Y nos reímos. Al otro día fui a mi
casa. Mi mamá estaba agonizando. Pe- dí que me dejaran quedar a su lado y así
lo hice. El resto de la historia ya se lo conté. No puedo creer- lo. Le juro
que había borrado todo esto de mi me- moria.
--Se llama represión. Es un proceso por el
cual¼
238

La mirada de Dios
--Espere, licenciado. Bastante esfuerzo hago al venir aquí.
No me pida además que estudie la teo- ría freudiana --bromeó.
--Tiene
razón.
Continuamos
conversando sobre aquella época
de su vida.
Como buen hombre de fe, Antonio no veía nada tremendo en la muerte de su madre. Para él, eran
distintos momentos dentro de una misma existencia. Realmente creía en lo que decía. Pero so- bre el final
de la entrevista lo notaba intranquilo, nervioso, algo angustiado.
--¿Qué es lo
que está pensando?
Su
respuesta, diría Borges, fue "fatal como la
flecha":
--Siento que fui el culpable de la muerte de mi madre.
Supe entonces que, si bien habíamos sacado a la luz una
parte importante de su historia, algo ha- bía quedado sin decir. Algo muy
importante. Yo lo sentía y él también. Tan sólo nos quedaban dos en- trevistas
más y debíamos aprovecharlas al máximo.
SEXTA ENTREVISTA
Ese día Antonio estaba inquieto. Hablaba mu- cho pero
decía poco. El reloj nos jugaba en contra. De modo que al cabo de unos veinte
minutos lo in- terrumpí.
239

HISTORIAS DE DIVÁN
--Lo noto
intranquilo, ¿le ocurre algo?
--Sí¼ Esa sensación de la que
hablamos el otro
día, la de
sentirme culpable por la muerte de mi madre, me ha tenido angustiado toda la semana.
--Lo imagino.
--Es que no
entiendo por qué ahora me ha in-
vadido esa
idea.
--Antonio, esa idea que le genera tanta culpa y tanta
angustia no es de ahora. Lo que ha ocurrido es que recién ahora usted la pudo
poner en pala- bras, y con ellas darle un sentido a una emoción que lo viene
acompañando desde hace años y a la que no podía identificar. ¿Recuerda que hablamos de la
"gran culpa" que se desplaza hacia diferentes
situaciones?
--Sí. Usted
cree que ésta es mi "gran culpa".
--No. Creo
que hay algo más. --Nos miramos
un momento.
Continúo: --Dígame ¿qué relación encuentra entre esta idea y lo ocurrido aquel día en
casa de
Roberto?
--No lo sé. Podría decirle que el hecho de que mi mamá se
estuviera muriendo y yo anduviera por ahí tratando de acostarme con Ana puede ser una causa que
justifique mi sensación de culpa pero, la verdad, es que me suena muy traído de
los pelos.
--¿Por qué?
--Porque lo
que hicimos con Roberto esa vez no
tuvo nada de
grave.
La frase me impactó. En el momento no supe
240

La mirada de Dios
por qué,
pero el consejo de mi analista vino a mi mente: "No escuche lo que le dice. Escuche cómo se lo
dice".
En un segundo repasé la frase tratando de de- velar algo de
este misterio.
--Antonio, espere un segundo. Usted ha dicho que lo que
hicieron con Roberto "esa" vez no tuvo
nada de grave
¿no?
--Sí.
--Dígame,
¿"qué otra vez" hicieron algo que sí
considera
usted que fue muy grave?
Me mira sorprendido. Con estupor. Después ba- jó la mirada
y su rostro empezó a mostrar señales de que algo le estaba ocurriendo. Meneó la cabeza, se movió
inquieto en el sillón. Fueron casi cinco minu- tos en los que ninguno de los
dos abrió la boca.
--¿Sabe? --dijo luego de ese prolongado silen- cio--.
Acabo de recordar algo, aunque en realidad no sé si es un recuerdo o una
sensación. --A veces, en estos casos, se hace difícil para el paciente dis- criminar la
veracidad de lo que viene a su mente. --Me viene la imagen de una tarde, allá en el cam- po.
Estábamos jugando con Roberto. Tendría- mos¼ no sé,
cinco o seis años. Andábamos con las gomeras, cazando pájaros, haciendo puntería en al- guna lata que
colocábamos sobre una tranquera. En fin, haciendo lo de siempre. En un momento nos pusimos a
correr y nos metimos entre los mai- zales. No sé cómo, pero empezamos a mostrarnos
241

HISTORIAS DE DIVÁN
el pito --él
usa esa palabra--, compararlos y cada uno se lo tocó al otro. Yo me asusté porque sentí que aquello
no estaba bien. Le dije que alguien po- dría descubrirnos. Pero él dijo que no,
que allí na- die podía vernos. Me sentía raro, no encuentro el término.
--¿Excitado?
--¿A esa edad?
--Sí,
Antonio, a esa edad.
--Le digo
que era apenas un nene, ¿es eso posi-
ble?
--Sí. Y si quiere después lo hablamos, pero aho- ra
continúe, por favor. --No puedo permitir que es- ta vivencia se diluya.
--El tema es que en un momento decidimos pe- netrarnos.
Yo lo hice primero. No recuerdo haber sentido nada. Después yo me puse boca abajo. To- davía
puedo sentir el gusto de la tierra en mi boca, y él me penetró a mí.
Se queda
callado.
--¿Qué pasa,
Antonio?
--Pasa que ahí sí recuerdo un
placer enorme. Yo
no quería que
él dejara de hacerlo. Tenía que parar- lo para que no pensara que yo era un
maricón, pe- ro no quería. Me encantaba.
Otro breve
silencio.
--¿Qué pasó
entonces?
--En un
momento di vuelta la cabeza hacia un
costado y vi
que un rayo de sol se filtraba entre los
242

La mirada de Dios
maizales. Y
me angustié, no sé por qué, pero me an- gustié. Me lo saqué de encima, me subí
los pantalo- nes y salí corriendo. Lo esperé fuera del maizal y se- guimos
jugando. A él no parecía haberle pasado
nada. Pero yo
me sentía desgarrado, condenado.
Le doy un
minuto para reponerse.
--Dígame,
¿cómo se siente?
--No lo sé.
Es muy fuerte recordar esto. No pue-
do creer
cómo un recuerdo tan fuerte, tan patente se me había olvidado.
--La represión, ¿recuerda? Pero no se asuste, que no se la voy a explicar.
--sonríe--. Creo que por hoy es suficiente.
Sigamos en la próxima entrevista.
--La última. --Puede ser.
SÉPTIMA ENTREVISTA
Se sienta frente a mí y me mira. Se lo nota tran- quilo,
calmado. Ya no es el hombre angustiado e in- quieto de otras veces.
--Gabriel, quiero decirle que he decidido que no voy a
continuar con nuestro tratamiento. --No di- go nada. --Pero en esta última
entrevista me gus- taría que me acompañara a reflexionar sobre todo esto que
hemos estado trabajando. Y después, al fi-
nal, me
gustaría pedirle algo, ¿está de acuerdo?
--Por
supuesto.
243

HISTORIAS DE DIVÁN
--Entonces, primero explíqueme cómo dedujo la
existencia de Ana.
--Yo no lo
deduje, usted me lo dijo.
--¿En qué
momento?
--Antonio,
usted no podía llamar a esta colabo-
radora suya,
la catequista, por su nombre. Enton- ces, ¿qué hizo? Descompuso el nombre Mariana en dos:
Mari-ana. Mary quedó asociado a la ternura, a la pureza y "Ana"
se quedó adherido a algo angus- tiante y peligroso. Usted, como ve, me estaba di- ciendo que
había que buscar por el lado de "Ana", que allí había algo que
asociaba con lo impuro y pecaminoso. Por eso le pregunté quién había sido ella en su
vida.
--Entonces yo tenía razón. No se trataba de que hubiera deseo
carnal entre Mariana y yo.
--Tenía razón, pero esta situación lo remitía in-
conscientemente a donde sí hubo un deseo carnal. Aunque tampoco la verdadera
protagonista era Ana. Ella sólo fue un dedo que señalaba el camino.
--¿A qué se refiere?
--A que la
culpa no estaba relacionada con su
intento
fallido de acostarse con ella. Dígame, des- pués de todo lo que hablamos, ¿no
se preguntó por
qué no pudo
tener sexo con Ana aquella tarde?
--Sí.
--¿Y?
--No hallé
respuesta.
--Le pido
que volvamos a esa escena. Usted es-
244

La mirada de Dios
tá en una
pieza, desnudo con una mujer por prime- ra vez. Tiene diecisiete años.
Seguramente la situa- ción le genera mucho miedo pero a la vez lo exci- ta. Todos los
estímulos son nuevos para usted. Pienso en el contacto de su piel con la de Ana, la vi- sión de su
cuerpo desnudo, su olor, el sabor de sus
besos. ¿Sabe
qué me llamó la atención?
--No.
--Que usted
no hizo ningún comentario de lo
que percibía,
en un momento inaugural tan impor- tante, con ninguno de sus sentidos. Excepto con uno.
--¿Con cuál?
--Con el
oído. ¿Recuerda lo que me dijo que es-
cuchó en
aquel momento?
--No.
--Los gemidos de Roberto y
Alicia. Y yo me pre-
gunté qué de
aquello que había escuchado había si- do tan fuerte como para inhibir todo lo demás.
--¿Y?
--Y la
respuesta también me la dio usted.
--¿Cómo?
--Cuando me
dijo que "esa vez" Roberto y us-
ted no habían
hecho nada de malo, me confirmó que lo que aquella tarde lo angustió tanto como pa- ra
volverlo impotente fue escuchar los gemidos de Roberto. Los de Alicia poco
importaban, pero los de él sí, porque remitían a otra cosa, más antigua, más profunda
y traumática. A algo que tenía que
245

HISTORIAS DE DIVÁN
ver con un
deseo homosexual y que lo hizo sentir tan impuro y pecador como para ser castigado con la muerte
de su madre. Esa tarde, al escuchar "los gemidos de Roberto"
seguramente volvió a usted, aunque lo reprimiera, el recuerdo infantil y con
él, un deseo homosexual. Algo para usted inaceptable, terrible y
que merecía un castigo. Al otro día de que usted "pecara" con ese
deseo, su madre muere. He ahí el castigo que creía merecer. Y de allí su sensa- ción
de haber sido el causante de esa muerte.
--Todo por aquel juego infantil.
--Sí. Pero
aquello, para usted, no fue un simple
juego
infantil. Fue una "vivencia sexual infantil y traumática
vivida con placer". Y ese tipo de viven- cias dejan como saldo una
profunda sensación de culpa. Una culpa tan enorme que nos acompaña to- da la vida y
tiñe todos nuestros actos. Antonio, aun- que no queramos reconocerlo, la sexualidad está con nosotros
desde que nacemos. Más aún, a esa edad supuestamente inocente, es cuando más se nos impone y
cuando más nos angustia. Porque no estamos psíquicamente preparados para poder
res- ponder a tanta excitación. Eso llegará con la adul- tez. Pero ya
desde muy chicos todos comienzan a desarrollar su sexualidad con juegos como los que usted
tuvo con Roberto.
--Y entonces, si todos pasan por eso, ¿por qué
en mí produjo
semejante efecto?
--Yo también me lo he preguntado. Y al hacer-
246

La mirada de Dios
lo me detuve
en algo que usted me contó y que, nuevamente, se le impuso desde los sentidos. Esta vez desde la
vista.
--¿Qué?
--Aquel rayo
de sol que se filtró entre los mai-
zales.
--No entiendo.
--Piense,
Antonio. ¿Qué decía siempre su ma-
dre?
Silencio
profundo.
--"Nada escapa de la mirada
de Dios."
--Exacto. Y
creo que ese rayo de sol representó
para usted la
mirada de Dios que todo lo ve.
Silencio.
--¿Sabe qué
pienso ahora?
--¿Qué?
--Que yo
dije que no quería que Mariana crecie-
ra para que
no perdiera su inocencia. Pero que en realidad, lo que me angustiaba era "mi"
inocencia perdida.
--Puede ser. Pero eso ya nos abre otros cami- nos. Y no
quiero abrirlos si no voy a acompañarlo a recorrerlos. De modo que espero que esto le ha- ya
servido de algo. Para mí, se lo juro, ha sido un placer trabajar con usted.
--Créame que sí me ha servido. --Nos miramos un instante.
--Gabriel, usted me preguntó cuando yo llegué a verlo por qué no hablaba con mi
confe- sor en lugar de venir a su consultorio, ¿se acuerda?
247

HISTORIAS DE DIVÁN
--Sí.
--Bueno, creo que no lo hice porque al haber borrado de
mi memoria todos estos hechos no sa- bía qué cosa era la que tenía que confesar. Ahora lo sé. Y es por
eso que decido no continuar. Sigo cre- yendo en mi fe y voy a utilizar las herramientas que mi
religión me da para resolver esto que llevo en mi alma.
Empiezo a
incorporarme pero me detiene.
--Antes de
despedirme me gustaría hacerle dos
preguntas.
--Lo escucho.
--¿Usted
cree que mi decisión de ser sacerdote
ha sido una
forma de escapar de la sexualidad?
--Puede ser, no lo sé. Pero todas nuestras deci- siones han
sido condicionadas por algo. Y lo que sí sé es que usted ama lo que hace. De
modo que me parece que debe disfrutar de su ministerio sin nin- guna culpa.
--Y
la última y más difícil. --breve silencio--.
¿Soy
homosexual?
Me quedo callado unos segundos. Viene a mi memoria una
frase que Antonio dijo en la segunda entrevista: "Nunca me he fijado en
ninguna de las mujeres que han venido a mi parroquia. Ni chicas, ni grandes.
Jamás". Pero la verdad es que desco- nozco la respuesta. Y no es el momento de poner- se a
indagar. Él ha decidido llegar hasta aquí y de- bo respetar su deseo.
248

La mirada de Dios
--No necesariamente --le respondo--, pero ésa es una
verdad que no hemos llegado a des- cubrir. Sigue siendo, de todos modos, su verdad y si le
interesa la respuesta, recuerde que es usted quien la posee, no yo. Lo único
que puedo decir- le es que usted es un hombre con todas las letras. Alguien noble
que se sacrifica por los demás y que se acerca al dolor de los que sufren. Es usted una
gran persona y un sacerdote ejemplar, padre Antonio.
Sonríe y nos ponemos de pie. Nos miramos a los ojos y
estrechamos nuestras manos.
--Gabriel, le agradezco mucho todo lo que ha hecho por
mí. Pero déjeme decirle algo. Yo también soy un hombre que entiende de la angustia del al- ma humana
--me mira con mucha comprensión--, y creo percibir que hay en usted un dolor
muy pro- fundo y una gran soledad. Y siento que no es ver- dad que usted
no crea en Dios. Creo que está eno- jado con Él, que hay cosas que no le perdona. Y sepa que lo
comprendo. A veces no es sencillo pa- ra nosotros entender el porqué de sus decisiones. Y aquí viene
mi pedido.
--Dígame.
--Usted me ha
enseñado que a veces, por mu-
cho que uno
crea en algo, es necesario estar abier- to a recibir ayuda de otros lados. Por
eso, si algu- na vez el análisis no le basta y siente la necesidad de probar
algo diferente, prométame que va a ve-
249

HISTORIAS DE DIVÁN
nir a verme.
--Sonrío y asiento con mi cabeza. --Sería un placer enorme poder ayudarlo.
No digo nada, pero confirmo mi sospecha: el padre Antonio
es un gran sacerdote, y vaya si co- noce del alma humana.
No hay comentarios:
Publicar un comentario