jueves, 9 de abril de 2015

HISTORIAS INCONSCIENTES-EL PLACER DE SER LA OTRA (La historia de Débora)

EL PLACER
DE SER LA
OTRA



(La historia de
Débora)


Ahora dime¼
¿Quién entre
nosotros es
culpable, y cuál
inocente?


KHALIL GIBRAN


Dentro  de  las  muchas
influencias                      que                    el
Psicoanálisis  ha  ejercido  en nuestra  cultura,  una  de  ellas, y  tal  vez  no  la  más  feliz,  es que  sus  términos  han  sido
adoptados                                  incluso
deformados en su sentido por el habla cotidiana. Es por eso que  a  veces  considero necesario  aclarar  algunas cuestiones  para  evitar  el


malentendido,  si  es  que  esto
fuera posible en el mundo del lenguaje.
En  mi  libro  Encuentros (El lado B del amor) dediqué un  capítulo  a  la  histeria, razón  por  la  cual  no  resulta pertinente  repetir  aquel desarrollo,  pero  sí  quisiera remarcar que cuando desde el Psicoanálisis  nos  referimos  a ella,  hablamos  de  un  cuadro


clínico  preciso  que  tiene  sus
características  propias  y definidas.
Entre  una  de  esas
cualidades                      diferenciales
aparece el modo particular en la  que  la  estructura  histérica disimula  su  deseo.  A continuación  de  este  relato,
diré          algo               sobre               las
mascaradas  de  la  histeria  y cómo,  durante  el  tratamiento,


podemos  verlas  desplegarse
en la vida de los pacientes.




Débora  era  una  mujer  de treinta  y  ocho  años,  alta, atractiva  y  con  actitudes  y gestos en extremo seductores. Se  analizaba  conmigo  desde hacía  mucho  tiempo  pero,  a pesar  de  su  juventud  y  dadas
s us               características           de


personalidad,                yo              había
desestimado la posibilidad del tuteo.
Era  común  que  al  entrar hiciera  algún  comentario descalificador  hacia  alguien, no  importaba  quién.  Un compañero  de  trabajo,  el taxista  que  la  había  traído hasta  el  consultorio  o  el vendedor  de  algún  comercio. Y  antes  de  acostarse  en  el


diván  solía  abrir  su  cartera,
mirarse  en  un  pequeño espejo,  incluso  pintarse  los labios  o  arreglar  su  pelo mientras decía que su aspecto era  un  desastre  por  culpa  del viento o la humedad.
Era  muy  cuidadosa  de  su imagen.  Se  sabía  atractiva  y disfrutaba de eso. Incluso, en algunas  ocasiones,  caminaba peligrosamente por la cornisa


de la seducción conmigo.
El  recorte  de  su tratamiento  que  voy  a  narrar, ocurrió  cuando  ya  llevaba aproximadamente  cinco  años de análisis.




Esa  tarde  se  demoró  un poco  más  que  de  costumbre con  sus  rituales  previos  a acostarse  en  el  diván.  Por  fin


lo  hizo,  con  un  suspiro
profundo.
—¿Qué pasa, Débora?
—Nada.  Sólo  que  me
venía acordando de una frase que  me  dijo  un  novio brasilero una vez.
—¿Y  qué  fue  lo  que  le
dijo?
—Bueno  —comenzó  a explayarse  con  soltura—, resulta  que  un  escritor  de  su


país, no me acuerdo quién era
—piensa—,  Jorge  Amado seguro  que  no,  porque  es  el único  que  conozco  —se  ríe —,  ese  es  el  de  Doña  Flor  y sus dos maridos, ¿no? El que tenía esa anécdota rara con un libro de Neruda. ¿La conoce?
La conocía.
Ricardo  Neftalí  Reyes
Basoalto  nació  en  Chile,  en 1904. Su madre murió cuando


él  tenía  sólo  dos  años  y  fue
criado  por  su  padre  y  su posterior  esposa,  a  quien siempre quiso y bautizó como «mamadre».  Desde  siempre disfrutó  de  la  escritura  y  era muy chico cuando empezaron a  aparecer  sus  primeras publicaciones.
Pero su padre no veía con buenos ojos la idea de que su hijo  fuera  poeta,  razón  por  la


cual,  a  los  dieciséis  años,
comenzó  a  firmar  con  un
seudónimo                que                    lo
acompañaría toda la vida.
Ricardo  había  leído  una novela  de  un  escritor  checo llamado  Jan  Neruda  que  le había  causado  una  grata impresión  y  de  allí,  al  menos él  jamás  se  encargó  de desmentir  esta  versión,  tomó el  apellido  que  lo  haría


famoso en el mundo.
Como  es  sabido,  el  poeta participaba de la vida política de  su  país  y  llegó  a  ser embajador y precandidato a la presidencia  de  la  Nación. Comprometido con su pueblo como era, sufrió mucho por el golpe  de  Estado  del  dictador Pinochet  y  murió  poco tiempo  después  de  la  caída del  presidente  Salvador


Allende.
En el último tiempo había
estado                 escribiendo                 su
autobiografía  a  la  que  tituló: Confieso  que  he  vivido,  obra que fue publicada después de su  muerte  por  el  amor  de  su vida, Matilde Urrutia, a quien él  llamaba  cariñosamente: «Chascona»,  palabra  que  en el  idioma  aborigen  significa «despeinada».


Pero  el  gobierno  militar
no  permitió  que  ese  libro ingresara  a  Chile,  ya  que  el autor  había  sido  censurado. Entonces  su  gran  amigo, Jorge  Amado,  le  propuso  a Matilde cambiar la tapa de la autobiografía  de  Neruda  por una  que  pertenecía  a  uno  de sus  libros:  Teresa  Batista cansada de guerra. Y así fue que,  camuflado  tras  este


título, Confieso que he vivido
pudo  llegar  a  las  librerías chilenas y ser leído por miles de sus compatriotas.
Una  hermosa  y  hasta
risueña prueba de amistad.
Conocía  la  anécdota  y, por  lo  que  veía,  Débora también.  Pero  no  iba  a permitirle  que  la  aprovechara para hablar, como solía hacer, de cosas que poco tenían que


ver con ella.
—¿Y  qué  era  eso  que  le
dijo su ex novio?
—Que  ese  autor,  al  que no  recuerdo,  había  escrito algo sobre mi nombre.
—¿Qué cosa?
Gira la cabeza y me mira.
—Que                para                poder
pronunciarlo  uno  tenía  que estar dispuesto a llenarse toda la  boca.  Así,  mire:  Dé-bo-ra


—lo  pronuncia  de  un  modo
provocativo  y  exagerando cada  sílaba—.  ¿Lindo,  no? Dé-bo-ra  —repite—,  y  decía también que había que mover muchos  músculos  para
atreverse a articularlo.
El  nombre  viene  a  mi mente.
—Nelson Rodrigues.
Me mira extrañada.
—¿Quién,  mi  ex  novio?


No, Milton.
Me sonrío, a mi pesar.
—No,  no  su  ex  novio.  El
escritor  brasilero.  Se  llama Nelson Rodrigues.
—¡Ah!         —me               dice
entusiasmada—, lo conoce.
Asiento.
—¿Y  qué  opina  de  esa
frase?
No respondo. Sostengo el silencio.  Después  de  un  rato


protesta.
—Sí,  ya  sabía.  La  verdad es  que  no  sé  para  qué  le pregunto  si  usted  nunca responde nada.
—Bueno, ya sabe. Acá lo importante  no  son  mis respuestas  sino  lo  que  usted tenga para decir.
Silencio.
—¿Entonces?
—Entonces, ¿qué?


—¿Qué pasó con Milton?
—Ah,  nada.  Más  de  lo
mismo.  Un  tipo  hermoso, alto,  bronceado,  con  ese acentito divino que tienen los brasileros,  y  además¼  —se interrumpe.
—¿Además qué?
Deja escapar una risa.
—No  sabe  lo  bien  que
cogía.  ¿Vio  lo  que  dicen  de
los morochos, no?


Silencio.
—Eso  —continúa—  de
que  están  bien  dotados. Bueno,  esa  frase  la  deben haber pensado después de ver a Milton.
Pausa.
—Por  lo  que  me  cuenta
parece ser que este hombre le gustaba  mucho.  ¿Qué  fue  lo
que pasó, entonces?
—Es  cierto.  Me  gustaba


mucho, pero¼
—¿Pero qué, Débora?
—Ya  le  dije,  más  de  lo
mismo.  Seductor,  atractivo, pero imposible.
—¿Por qué imposible?
—Porque  ya  estaba  en
otra  historia.  Tenía  mujer, hijos.
Se detiene en su relato.
—¿En  qué  se  quedó
pensando?


—Me  quedé  pensando  en
que¼  me  da  pudor  decirlo, pero yo sé que soy linda. Muy linda.  Usted  también  lo  sabe, ¿o  no?  —silencio—.  Está bien.  No  me  lo  va  a  decir, pero yo sé que lo piensa. Y sé también  que  les  gusto  a  los hombres.  Más  que  gustarles, los caliento. Mucho. Pero aun así, no hay caso: siempre elijo mal.


En  medio  de  todo  su
relato  florido  ha  aparecido una  frase  importante  para  el análisis.  Débora  dice  que
«siempre            elige                 mal».
Entiendo  lo  que  quiere  decir, pero  no  está  en  lo  cierto.  Lo que en realidad debería haber dicho  era  que  siempre  elegía desde  su  patología,  de  un modo  enfermo.  Eso  sí  era cierto.  Pero  no  que  eligiera


mal,  porque  si  algo  me  han
enseñado  tantos  años  de práctica  clínica  es  que  la neurosis  nunca  se  equivoca. Por el contrario, siempre elige bien. Elige aquello que nos va a  lastimar,  a  frustrar,  a sostener en un dolor gozoso e interminable.  Pero  no  es  una aclaración que crea pertinente hacerle  en  ese  momento.  De modo que continúo.


—A ver, ¿cómo es eso de
que siempre elige mal?
—Y¼  es  así.  Yo  no  sé por  qué,  pero  siempre  me engancho  con  tipos  casados.
Y mire que¼
La                                   interrumpo.
Nuevamente ha deslizado una frase  contundente  y  esta  vez creo  que  es  menester analizarla.
—Espere,                         Débora.


¿Escuchó  lo  que  acaba  de
decir?
Se encoge de hombros.
—Sí. ¿Por qué? ¿Qué dije
de raro?
Hablo lentamente.
—Débora,  usted  dijo
exactamente:  «Yo  no  sé  por qué,  pero  siempre  me engancho con tipos casados».
Pausa.
—¿Y qué hay con eso?


—Mucho,  porque  no  es
cualquier frase.
—¿Ah, no? ¿Y por qué?
Parece  divertida  por  el
hecho  de  que  yo  me  haya interesado en sus dichos. Pero no  está  en  condiciones  de elaborarlo  sola,  por  lo  cual,
me               decido                por              una
intervención             clara                   y
exhaustiva.
—Escuche.  Lo  primero


que usted dice es: «YO». Con
lo  cual  está  admitiendo  que
usted  tiene  algo  que  ver  con esto que le pasa. No dijo que tiene  mala  suerte,  ni  que  eso que  le  ocurre  es  obra  del destino. No, usted dijo: «YO».
Débora  ha  empezado  a
prestar atención. Continúo:
—Después  dice:  «yo¼ NO  SÉ  POR  QUÉ».  Es  decir
que  está  reconociendo  que


esto  que  hace  tiene  un
porqué,  aunque  usted  lo desconozca.
Hago  una  pausa  para darle tiempo a procesar lo que estamos trabajando.
—Luego  dijo:  «yo  no  sé por qué, pero¼ SIEMPRE». Y
ese siempre indica que esto es
un  síntoma,  porque  es  algo que  no  puede  evitar.  Que  le sucede  aunque  no  quiera,  y


que la lleva a elegir una y otra
vez  algo  que  la  lastima.  En este caso, hombres casados.
Después            de                 unos
segundos,  se  da  vuelta,  se pone boca abajo en el diván y me  mira  con  gesto  de sorpresa.
—Uauuu¼  ¿Todo  eso
dije?
—Sí, todo eso.
—Mire usted. ¿Y por qué


cree que hago eso?
La  miro  inmutable  sin decir una sola palabra.
—Ah, cierto. Ya sé. Aquí lo  importante  no  son  sus
respuestas, ¿no?
Contengo  la  risa.  Débora vuelve  a  girar  para  acostarse normalmente,  pero  no  se  lo permito.
—No  se  acueste,  Débora. Vamos a dejar acá.


Se  sienta.  Mira  su  reloj  y
después  me  mira  a  mí.  Se pone de pie con una sonrisa.
—Parece  que  hoy  no tenemos  muchas  ganas  de
trabajar, ¿no?
—Bueno,  pero  puede aprovechar ahora que se va y seguir  trabajando  usted  sobre
este tema, ¿no cree?
Me  sonríe  de  modo seductor.


—Lo  que  usted  ordene,
como  siempre  —responde  y se va.
Como  puede  verse, trabajar  con  Débora  era difícil.  Por  un  lado  tenía  un sentido  del  humor  exquisito, era  lúcida  y  ocurrente,  pero por  otro,  esa  actitud  suya  de seducir  todo  el  tiempo,  su posición  de  mujer  fatal  a  la que  le  costaba  ponerle  coto


aun  en  el  contexto  del
análisis,  la  volvía  una
paciente                          especialmente compleja.
Como  suele  ocurrir  en casos  como  este,  tenía explosiones  de  llanto  o  de violencia.  Todo  en  ella  era magnificado:  el  humor,  la seducción  o  el  miedo.  Pero además,  y  es  un  rasgo también  característico  de  su


estructura  histérica,  deslizaba
los  hechos  como  si  fuera apenas  una  espectadora  que se  limitaba  a  describir  lo  que ocurría,  y  no  la  mujer  que  lo estaba viviendo.
Parte  del  trabajo  de  un analista  en  estos  cuadros  es, justamente,  comprometer  a estos  pacientes  para  que  se hagan  cargo  de  lo  que  les pasa  y  de  los  costos  que  sus


actitudes generan.
En  la  sesión  siguiente continuamos  con  el  mismo tema.




—Y  al  final,  ¿qué  pasó
con Milton?
—Nada.  Se  quedó  con  su mujer  y  sus  hijos.  ¿Y  sabe qué?, hizo bien.
—¿Ah,  sí?  ¿Por  qué  lo


dice?
—Porque  tenía  una  linda familia. Y a mí, como le dije, me  calentaba  mucho  y  la pasaba genial con él, pero yo no  quería  generarle  un quilombo.  Así  que  lo  dejé  en paz.  De  todos  modos,  qué
desgracia la mía, ¿no?
Pausa.
—Bueno,  Débora,  según
lo  que  hablamos  el  otro  día,


no  se  trata  de  una  desgracia
sino  de  una  elección  suya. Una  elección  enferma,  si quiere,  porque  la  hace  sufrir, pero una elección al fin.
Piensa.
—Puede               ser.                Pero
siempre fue así.
—Dígame,  ¿usted  nunca se  relacionó  con  un  hombre
soltero?
Sonríe.


—Sí, una vez.
—¿Con quién?
—Con mi compañerito de
quinto grado —bromea.
—Ah,  veo  que  hoy  vino graciosa.
—Y               bueno,                 usted
también,  ¿para  qué  me pregunta  lo  que  ya  sabe?  Si yo  le  conté  que  incluso  mi primera  experiencia  en  la cama  fue  con  un  hombre


casado.
Es  cierto.  Me  lo  había comentado como al pasar, sin detenerse  en  ese  episodio,  de modo  que  aprovecho  para instarla  a  que  hable  de  cómo fue su debut sexual.
—Con  el  profesor  de
historia, ¿no?
—Sí.
—¿Me quiere contar?
—Bueno,  algo  ya  le  dije


—recuerda—. No era un tipo
muy  grande,  pero  igual  ya estaba casado.
—¿Y  cómo  fue  que  pasó
algo entre ustedes?
—Vio  cómo  son  estas cosas.
—No, no vi. Por eso, ¿por
qué no me lo cuenta?
—Como  quiera  —pausa —.  Gustavo,  así  se  llamaba, nos  acompañó  al  viaje  de


egresados.  Lo  habíamos
elegido  todos  porque  era  un copado.  Bah,  en  realidad, parecía  un  copado.  Pero después de lo que pasó me di cuenta de que era una mierda.
Su                voz                se                va
endureciendo  a  medida  que avanza  en  el  relato  de  los hechos.
—Fue  una  noche  en  la que  yo  quise  volverme  antes


del  boliche.  Había  tomado
mucho, como todas, supongo. Pero  estaba  muy  cansada;  el día  había  sido  agotador  y  ya no  me  daba  para  seguirla. Entonces,  él  se  ofreció  a acompañarme  hasta  el  hotel para  que  no  me  fuera  sola. Volvimos  caminando  por  la orilla del lago, riéndonos. Era una  noche  linda,  romántica. Después, al llegar al hotel, se


me  insinuó;  y  yo  le  dije  que
sí. Qué boluda.
—¿Por qué dice eso?
Toma  uno  de  los
almohadones  que  había dejado  en  el  piso,  lo  pone sobre  su  falda  y  comienza  a jugar  de  modo  nervioso  con él.
—Porque               me               hice
ilusiones.
—¿Qué tipo de ilusiones?


—Pensé que al volver del
viaje  nos  íbamos  a  seguir viendo,  que  continuaríamos una  relación  juntos,  y  que  él iba a dejar todo por mí.
Se  incorpora  y  se  sienta en el diván. Me mira de frente de un modo casi provocativo.
—¿Puedo?                        —me
consulta.
Me niego.
—No,  Débora.  Lo  que


tenga  que  decirme  puede
hacerlo acostada en el diván.
Mueve  la  cabeza  y  bufa, pero se acuesta.
—Usted  nunca  me  deja hacer nada.
Pausa.
—No  está  aquí  para
hacer,  sino  para  hablar,  así que, continúe. ¿Qué es lo que
quería contarme?
—Que en ese momento, a


pesar de tener diecisiete años,
yo  era  una  yegua,  Gabriel. Tenía el culo acá —se señala la nuca—, las tetas perfectas, la  piel  joven  y  divina.  Era  la princesa  de  la  escuela,  la mina  que  todos  querían cogerse.  Y  el  muy  turro  se acostó  conmigo,  me  desvirgó y  chau.  Si  te  he  visto  no  me acuerdo.
Noto  que  está  realmente


enojada  por  lo  sucedido.  Es
más, ni siquiera el tiempo que pasó  desde  entonces  ha erosionado  la  sensación  de malestar.  Sigue  allí  con  la potencia del primer día.
—¿Y  usted  qué  hizo
cuando él desapareció?
Suspira.
—Conseguí el teléfono de
la  casa  y  lo  llamé  —no  digo nada.  Le  devuelvo  un


profundo  silencio—.  ¡¿Qué?!
—me increpa como si hubiera percibido  un  reproche  en  mi actitud—.  ¿Usted  no  dice siempre  que  hablar  hace bien?  Bueno,  yo  necesitaba hablar.
—Ajá. ¿Y él qué le dijo?
—Que  siguiera  con  mi
vida, que lo que había pasado entre nosotros había sido una hermosa  travesura.  ¿Se  da


cuenta?                  Una               hermosa
travesura                —pausa.                Se enfurece—.          ¡Hijo       de
remilputa!  Y  como  si  eso fuera  poco  ¿sabe  de  qué  me
enteré después?
—No.
—De  que  estaba  por  ser
papá. Primerizo. Se ve que al muy  turro  en  todo  le  gustaba ser el primero.
Débora  está  proyectando


su  encono  en  la  figura  de
Gustavo y es necesario que se conecte con lo que ella misma experimentó  en  aquella ocasión.
—Débora,  ¿recuerda  lo
que sintió en ese momento?
—Claro  que  lo  recuerdo. Para  mí  fue  un  desgarro. Gabriel,  yo  no  era  la  mujer que  soy  ahora.  Era  muy ingenua  todavía.  Fue  una


época tremenda para mí.
—¿Por qué?
—Porque  andaba  muy
deprimida.  Las  chicas  del colegio, que no sabían lo que me  pasaba  ni  por  qué  lloraba todo el día, me preguntaban y
me preguntaban. Y yo¼
—¿Usted qué?
—Bueno                               —dice
justificándose—,  yo  no  sé guardar lo que me pasa, usted


lo  sabe.  Así  que,  tanto
insistieron,  que  al  final  les tuve que contar.
—¿A las chicas?
—Sí. Y a alguien más.
—¿A quién más?
Toma  aire.  Como  si
considerara si decirlo o no.
—Al padre de Mónica, mi mejor  amiga  —silencio—.  Y bueno,  ¿qué  quiere?  Estaba confundida. A algún adulto se


lo  tenía  que  decir,  ¿no  le
parece?
Me  mira  de  reojo  y  noto en  su  mirada  un  gesto malicioso.
—Y  el  padre  de  Mónica,
¿cómo reaccionó?
—No sabe cómo se puso. Claro,  habrá  pensado  que  le podría haber tocado a su hija, me  imagino.  Así  que  fue  al colegio, armó un escándalo y


a  Gustavo,  al  final,  lo
terminaron  echando  —pausa —.  La  mujer  también  se
enteró y lo mandó al carajo.
Comprendo por el cambio del  tono  de  su  voz  que  el enojo  ha  dado  paso  a  un cierto placer.
—Se  ve  que  ese  hijo  no venía  con  un  pan  abajo  del brazo,  ¿no?  Y  bueno,  se hubiera  cuidado  de  generar


falsas  expectativas  —pausa
—.  Como  verá,  aunque  la
primera                  noche                estuvo
hermosa, porque la verdad es que de eso no tengo nada que reprocharle,  al  final  terminó siendo  una  experiencia  de mierda.
Dejo  pasar  un  momento antes de hablar.
—A  ver,  usted  dice  que fue  una  experiencia  de


mierda,  pero  algún  disfrute
debe  de  haber  encontrado, ¿no? Digo, porque por algo lo siguió haciendo.
—¿Qué  cosa?  ¿Hablar
con mis amigas?
Intenta  una  broma  para salir  del  tema.  No  voy  a permitírselo.
—No,  Débora,  salir  con hombres casados.


Por lo general, durante las
sesiones,  Débora  recorría  sus anécdotas diarias. Cosas tales como  sus  temas  laborales  o rencillas  poco  importantes con  su  familia:  por  eso  yo tenía que aprovechar cada vez que  desplegaba  una  cuestión más profunda.
Algunas semanas después de  aquel  encuentro  sacó  el


tema  de  su  infancia  y  la
separación de sus padres.




—Y  ¿qué  quiere  que  le diga, Gabriel? A mí nunca me gustó  ser  «la  hija  de  los separados». Así me llamaban, porque  de  todas  mis  amigas, era la única que estaba en esa situación.  Antes  la  gente  se separaba menos, supongo.


—¿Usted                     hubiera
preferido  que  sus  padres
siguieran juntos?
Piensa.
—No  sé,  pero  al  menos
me  la  podrían  haber  hecho más fácil.
—¿Por  qué  dice  eso?  ¿A
qué se refiere?
—A  que  todo  era complicado  con  ellos.  Se odiaban,  y  yo  estaba  en  el


medio.  Hasta  tenía  que
festejar  dos  veces  mi cumpleaños  para  que  no  se juntaran,  porque  siempre  que se  veían  se  mataban.  Así  que decidieron  no  hablarse  más —se  enoja—.  Claro,  total,  lo que  yo  sentía  no  importaba, ¿no? A mí que me partiera un rayo.
—¿Y tiene alguna idea de por  qué  sus  padres  se


llevaban tan mal?
—Supongo que es porque
mi viejo la cagó a mi mamá.
—Ah,  ¿su  padre  le  fue
infiel?
—Sí,  y  encima,  se  fue  a vivir con la otra mina.
La psiquis de una persona se  estructura  en  los  primeros años  de  su  vida,  por  eso  es muy importante saber la edad en  la  que  los  hechos


dolorosos ocurrieron, pues de
esto  dependerá  en  gran  parte el  efecto  traumático  que  esos hechos pudieran tener para el sujeto.
—¿Qué  edad  tenía  usted
cuando pasó eso?
Duda.
—A  ver,  déjeme  pensar.
Creo  que  nueve  o  diez  años, no me acuerdo bien.
—¿Y  desde  el  principio


usted supo cuál era el motivo
de la separación?
—No.  En  un  primer momento  ni  supe,  ni  me  di cuenta  de  por  qué  se  habían separado.  Pero  después escuché  un  par  de  peleas fuertes y me quedó claro que esa  mujer  se  había  robado  a mi papá.
Adrede  dejo  escapar  una
sonrisa y le hablo con ironía.


—¡Aaah! Pobre su papá.
—No  entiendo  —se  pone
seria.
—Claro,  se  lo  robaron. Como si fuera un chico al que secuestran en la calle. Pero yo me  pregunto,  ¿él  no  habrá
tenido algo que ver?
Gira  la  cabeza  y  me  mira con ira.
—No me trate como si yo fuera una boluda.


—¿Y  por  qué  se  hace  la
boluda, entonces?
El momento es tenso.
—No,  no  me  hago  la
boluda.  Y  le  aseguro  que recuerdo  perfectamente  lo que  hizo  mi  padre.  Pero  no era un tema mío. El problema
era con mi mamá, ¿o no?
—Bueno,  acaba  de  decir que  usted  había  quedado atrapada  en  el  medio  de  esa


situación y que, incluso, tenía
que  hacer  dos  fiestas  de
cumpleaños.               Permítame
pensar que el tema también la afectaba  y  le  traía  algunos
problemas, ¿no cree?
No responde. Cosa rara en ella que siempre tenía alguna salida  para  las  situaciones incómodas  Pero  esta  vez  es diferente. Están en medio del episodio ni más ni menos que


sus  padres  y  su  infancia.  Se
ha angustiado. Y así la dejo.




Una tarde llega a la sesión muerta  de  risa  y  me  pide autorización  para  sentarse  en lugar de acostarse en el diván.
—Por  favor,  sea  bueno. Es  por  esta  vez.  Pero  es  tan loco  lo  que  me  pasó  que  me gustaría poder contárselo cara


a cara.
Me  pareció  oportuno permitírselo.  Así  estaría  más relajada  y,  creía  yo,  con  sus mecanismos  de  defensa menos  alertas.  Sospechaba que algo habría detrás de esta escena  que  parecía  divertirla tanto.
—Bueno, por esta vez.
—Gracias  —me  dijo  con
una  sonrisa  enorme—,  ya


decía  yo  que  usted  no  era  un
tipo  tan  jodido  —silencio—. Bueno,  no  se  enoje  que  era una broma.
Débora se descalza, cruza sus  piernas  al  estilo  buda  y deja la cartera a un lado.
—Ay,  Gabriel.  Usted  no sabe.  Le  juro  que  fue  una
escena                  de                 película¼
increíble¼
—Bueno, ¿por qué no me


cuenta lo que le pasó?
—Ya  le  cuento,  no  se ponga ansioso. Resulta que se me descompuso el lavarropas. Se me quedó la puerta trabada con la ropa adentro. Entonces le pedí al portero que llamara al  técnico  para  que  me  lo arreglara  y  él  se  ofreció  a
verlo.                Me               dijo              que
seguramente  no  era  nada serio,  algún  problema  con  la


manguera  o  alguna  otra
estupidez.  En  fin,  la  cuestión es  que  al  rato  vino  a  casa  — me mira—. ¿Y a que no sabe
qué pasó?
—No, no sé.
Se muerde los labios.
—Me  tiró  onda,  Gabriel.
¿Se da cuenta? —se ríe—. Mi portero me quiso coger.
—¿Y usted qué hizo? Se sorprende.


—¿Cómo  qué  hice?  Mire
lo que me está preguntando.
Silencio.
—Gabriel,  no  comprendo
su  pregunta.  Conozco  a  la mujer, a los hijos.
—Sí, pero ¿qué hizo?
—Nada.  ¿Qué  iba  a
hacer?  Le  pregunté  si  estaba loco  y  le  puse  los  puntos.  El tipo  se  fue  con  el  rabo  entre las patas.


—¿Y después?
—Mire,  pensé  en  hablar
con  la  esposa,  que  es  una divina,  pero  decidí  que  no valía la pena.
—¿Ah, no? ¿Y por qué no
valía la pena?
—Y¼,  porque  si  yo deschavaba  el  asunto,  a  lo mejor  se  armaba  lío  y  los terminaban  echando.  ¿Y  yo cómo  me  iba  a  sentir?  Como


el  culo.  Ellos  necesitan  el
trabajo, la casa. Dígame, si yo abro  la  boca  y  los  echan, ¿adónde  van  a  ir  con  dos chicos?  Si  no  tienen  donde caerse muertos —me mira—.
¿Qué, estuve mal?
—No  lo  sé,  pero  qué casualidad,  ¿no?  Su  portero, otro hombre casado.
Débora se pone seria. Me mira  y  le  hago  un  gesto


invitándola  a  acostarse  en  el
diván.  Asiente  y  se  acomoda sin  decir  nada.  Dejo  pasar algunos  segundos  antes  de hablar.
—¿Qué pasa?
—Pasa  que,  hablando  de
hombres  casados,  empecé  a salir con alguien.
—¿Con quién?
—Con un tipo al que creí
que  conocía  pero,  la  verdad,


me encontré con una persona
distinta.  Un  hombre  dulce  y apasionado.
—¿Quiere  decirme  quién
es?
Pausa.
—No se enoje Gabriel. Es
Jorge, mi jefe.
—¿Y  por  qué  habría  de enojarme,  si  a  mí  no  me  ha hecho  nada?  La  que  a  lo mejor sí podría enojarse si se


enterara  es  la  mujer  de  su
jefe.  Porque  si  mal  no recuerdo,  usted  me  comentó que  hace  poco  tuvo  mellizos,
¿o me equivoco?
Se  molesta  con  mi intervención.
—No,  no  se  equivoca. Pero  él  no  la  quiere  a  la mujer. Es más, por eso ella se embarazó: para retenerlo. Las minas  podemos  llegar  a  ser


muy jodidas, Gabriel.
—¿Ah,  sí?  —le  digo  con sarcasmo—, no me diga. Pero ¿cuánto  hace  que  están
saliendo?
—Quince días.
—Ajá. ¿Y antes de eso no
había  pasado  nada  entre
ustedes?
Suspira.
—No.  O  sí,  pero  nada
importante.


—¿Podría          ser               más
explícita?
—Bueno                               —dice
restándole  importancia  al asunto—, antes tuvimos sexo. Pero sólo fue algo casual.
—¿Casual?           No                la
entiendo.  ¿Cómo  fue?  ¿Se  lo llevó  por  delante  sin  darse
cuenta y¼?
—Gabriel, no me tome el pelo.  Ya  le  dije  que  no  me


gusta  que  me  traten  como  si
fuera una boluda.
En  ese  momento  deja
escapar una risa pícara.
—¿De qué se ríe?
—Me  río  porque  le  hice
una broma.
—¿A quién? ¿A mí?
—No,  a  usted  no.  A
Jorge.
—¿Y qué broma le hizo? Pausa.


—Resulta  que  en  el
trabajo                    tenemos             una compañera             que    vende
lencería,  perfumes,  esas cosas.  Para  ganarse  unos pesos  extras.  Bueno,  la cuestión  es  que  él  le  compró un perfume. Yo pensé que era para mí, pero no.
—¿Y para quién era? —Para la mujer.
—¿Cómo lo sabe?


—Porque  la  llamó  para
decirle  que  le  llevaba  un regalo; y yo lo escuché.
—¿Y cuál es la broma?
Débora  abre  su  cartera  y
saca un paquete en el cual es evidente  que  está  ese perfume.
—Se lo robé y él no sabe que lo tengo yo. Supongo que al  llegar  a  su  casa  lo  va  a buscar,  pero  no  lo  va  a


encontrar —se ríe.
Yo                   le                   pregunto
seriamente.
—¿Por qué lo hizo?
Se encoge de hombros.
—Porque me dio bronca.
—Ah,  pero  entonces  no
fue  una  broma.  Fue  una venganza.
Silencio.  Débora  piensa
en lo que le acabo de decir.


A  la  semana  siguiente
llegó  muy  contrariada.  Dejó las  cosas  en  el  sillón  y  se dirigió al diván.
—Hoy  vengo  con  una contractura  que  me  parte  al medio. Me duele todo.
—Cuando  dice  que  le duele  todo,  ¿se  refiere solamente  al  cuerpo  o  hay algo  más  que  le  está


doliendo?
—Bueno, la verdad es que no  me  siento  nada  bien.  ¿Se acuerda  lo  que  le  conté  la semana  pasada,  lo  del
perfume ese de mierda?
—Sí,  me  acuerdo.  ¿Qué
pasa con eso?
—Pasa que me metí en un lío.
—Cuénteme.
—El  pollerudo  de  Jorge


se  puso  loco  cuando  no
encontró  el  perfume.  Porque, claro,  como  la  esposa seguramente  es  una  rompe pelotas, y él ya le había dicho que le llevaba un regalo, se ve que  tuvo  miedo  de  que  lo volviera  loco.  Entonces, parece  ser  que  se  puso  a buscarlo  por  todos  lados, preguntó  si  alguien  había entrado  a  su  oficina  y  le


dijeron  que  solamente  el
cadete.
Pausa. —¿Y?
—Y bueno, se le puso en
la  cabeza  que  fue  el  pibe,  y hoy me dijo que lo va a echar.
Se angustia.
—Gabriel,  yo  no  puedo
permitir eso. Estaré loca, pero no soy una jodida.
—¿Ah, no?


—¿Por qué lo pregunta?
—Porque  hace  algunas
sesiones  usted  dijo  que  era una yegua.
Incómoda.
—Pero no en este sentido. —¿Está  segura?  —
silencio—.  Pero  bueno, quizás  lo  que  dice  sea  cierto. A  lo  mejor  usted  no  es  una jodida,  pero  convengamos que alguna de sus actitudes, sí


lo son, ¿no? —silencio—. ¿Y
qué va a hacer?
—Ya  lo  tengo  decidido. Mañana  voy  a  llegar  antes que  él  y  voy  a  dejar  este paquetito de mierda en uno de sus  cajones,  debajo  de algunos papeles y listo. Así el cadete  no  corre  ningún peligro.  Ese  chico  no  merece quedarse en la calle.
Dio vueltas sobre el tema


durante  toda  la  sesión,  pero
aquella  frase  me  quedó resonando  de  un  modo particular.




Al otro día me llamó y me dijo  que  necesitaba  verme con  urgencia.  Accedí  y  esa misma  noche  vino  al
consultorio.                                   Estaba
desconsolada.  Esta  vez  no  se


trataba de una de sus rabietas
habituales sino que se la veía realmente angustiada.
—Qué                    vergüenza,
Gabriel. Qué papelón.
—¿Qué pasó, Débora?
—Es un hijo de puta.
—¿De           quién            está
hablando?
—De Jorge. —Cuénteme.
—Hoy,  como  le  había


dicho,  fui  muy  temprano  a  la
oficina  para  arreglar  lo  del perfume.  Usted  sabe,  para que  el  cadete  no  tuviera problemas.
—¿Y qué pasó? Pausa.
—Cuando  llegué,  Jorge
me  estaba  esperando.  Él,  la jefa de recursos humanos y el
gerente                 comercial.                Me
preguntó  si  yo  me  pensaba


que  él  era  boludo.  Y  contó
todo.
—¿Qué es todo?
—Que éramos amantes —
llora  avergonzada—,  que  yo le  había  chupado  la  pija  en esa  oficina  y  que  le  había robado el regalo que él había comprado a su mujer —pausa —.  Por  Dios,  ¿cómo  alguien puede  ser  tan  hijo  de  puta
como para hacer algo así?


Sé que mi intervención va
a lastimarla, incluso que se va a enojar.
—No  lo  sé.  Dígamelo usted.  ¿O  no  es  algo  que  ha
hecho ya muchas veces?
—¿Podría ser más claro?
—Usted  dijo  el  otro  día,
hablando del cadete, que «ese chico no merecía quedarse en la calle». Claro, ese chico no,
pero algunos otros sí, ¿no?


—¿Qué me quiere decir?
—Si  no  le  parece  que
usted  ha  manejado  las situaciones a su antojo y que, según  fuera  el  caso,  protegió a algunos y perjudicó a otros.
—Es  muy  fácil  juzgar desde  afuera  —responde indignada.
—Débora,                              está
proyectando.  No  soy  yo  el que  se  pone  en  juez,  sino


usted.
—¿Yo?
—Sí,  porque  usted  fue  la
que decidió, por ejemplo, que su  profesor  merecía  ser echado  del  trabajo,  en cambio,  el  portero  de  su edificio,  no.  A  Milton  le permitió  conservar  su  familia porque,  según  usted  misma dijo,  resolvió  dejarlo  en  paz. Y  con  su  jefe,  ¿qué  iba  a


hacer?  ¿Iba  a  absolverlo  o  a
condenarlo?                      —pausa—.
Bueno, de todos modos ya no podemos saberlo, porque esta vez  se  le  adelantaron.  Pero, dígame,  ¿a  quién  ha  estado juzgando  en  realidad  durante
todos estos años?
Se angustia aún más. —No lo sé.
—¿Está                         segura?
¿Recuerda  que  en  una  sesión


usted  dijo  que  sabía
perfectamente  lo  que  había
hecho su padre?
—Sí.
—A  ver,  dígame,  ¿qué
fue lo que hizo?
Habla con mucho dolor.
—Se  enganchó  con  una
pendeja  siendo  un  tipo casado.
—Como  su  profesor  de
historia, ¿no?


Débora  acusa  el  impacto
de la intervención.
—Con  la  diferencia  de que  en  lugar  de  elegir quedarse  en  su  casa,  con  su mujer y su hija, como decidió hacer  él,  su  padre  se  fue  a vivir  con  la  pendeja.  Y  me pregunto  si  no  tendrá  algo que ver eso que él hizo con el hecho  de  que  usted  siempre se  enganche  con  tipos


casados. ¿Qué cree?
—No lo sé.
La  dejo  pensar  unos
segundos antes de continuar.
—En  otra  ocasión,  dijo también,  hablando  de  su profesor,  que  después  de haberse  acostado  con  usted: «si  te  he  visto  no  me acuerdo».  Bueno,  como  ha hecho  ahora  su  jefe,  ¿no?  Y su  padre,  después  de  irse  a


vivir  con  la  pendeja,  ¿se
acordó de usted o no?
La  actitud  de  Débora  ha cambiado.  Ya  no  es  la  mujer graciosa e irreverente a la que nada  le  importa.  Parece, apenas, una nena acongojada.
—No.  Mi  viejo  se  dedicó a vivir su historia romántica y me  dejó  en  las  manos  de  mi mamá,  una  mujer  enojada  y deprimida  que  me  hizo  la


vida  imposible.  Como  si  yo
hubiera sido la responsable de
que              él           nos              hubiera
abandonado.  Pero  ¿qué  tenía yo  que  ver  con  eso?  ¿Qué culpa tenía yo si ella no había sido  capaz  de¼?  —se interrumpe.
—¿De  qué,  Débora?  ¿De
qué no fue capaz su madre?
Breve silencio.
—De  conservar  un


hombre a su lado.
Sé lo que está pasando en ese  momento  por  su  cabeza. Por eso le doy unos segundos antes  de  remarcarlo.  Lo  hago de  un  modo  muy  suave.  No quiero que lo tome como algo acusatorio.  Es  simplemente un señalamiento.
—Como  usted,  ¿no?
Dígame,               ¿se               siente
identificada  con  ese  lugar  de


su mamá?
Asiente.
—¿Por  eso  su  enojo  con
algunos hombres? ¿Desde allí los  juzga  y  los  condena? ¿Porque  aun  estando  casados se  han  fijado  en  otra  mujer, como  hizo  su  papá?  —pausa —.  Sin  embargo  a  otros,  a Milton  o  a  su  portero,  por ejemplo,  los  perdona,  ¿por
qué?


—No lo sé.
—Tal  vez  porque  allí  no
se  identifica  con  la  mujer, sino  con  los  hijos,  ¿no  cree? Esos hijos que podrían quedar en  la  calle  o  desprotegidos, como  quedó  usted  en  las manos de su madre.
Sé  que  es  mucho  lo  que ha  aparecido  en  esta  sesión, pero  aún  no  es  tiempo  de parar.


—Y  cuando  elige  los
hombres,  ¿con  quién  se  está
identificando?                 ¿Con          la
pendeja  que  rompe  hogares, con  su  mamá  que  quiere castigar  a  los  traidores  o  con su  papá  que  se  enredaba  en
relaciones tramposas?
Está quebrada y sólo atina a llorar.
—No lo sé, le juro que no lo sé.


—Sea               como               fuere,
ninguno  de  los  tres  lugares parece  ser  el  mejor  para usted. Porque, aunque a veces parezca  divertirse,  sufre mucho¼  y  siempre  termina quedándose sola.
Ahora  sí,  es  momento  de terminar la sesión. Se lo digo y  ella  se  pone  de  pie,  toma sus  cosas  y  camina  hacia  la puerta.  Al  despedirse  me


mira,  ya  sin  rastros  de  la
mujer                     seductora                     y
provocativa.  Es  sólo  una paciente que sufre.
—Gabriel,  yo  no  puedo volver  a  ese  trabajo.  ¿Cómo los miro a la cara después de
lo que pasó?
—Y bueno¼ Tal vez sea el  momento  de  empezar  de cero, en un sitio nuevo, desde otro  lugar.  Usted  podría,  es


más, me animo a decir que se
merece  hacer  el  intento  de relacionarse  con  los  demás desde  el  respeto  y  no,  como hasta ahora, desde la bronca y la desconfianza.
Asiente.
—¿Y  usted  cree  que
podré cambiar esto?
La miro.
—¿Desea hacerlo?
No me responde. Yo abro


la puerta y la despido con una
sonrisa comprensiva.




De  este  episodio  han pasado  tres  años.  Débora  ya no  trabaja  allí.  No  fue  fácil, pero  lo  hizo.  Por  supuesto que  sigue  siendo  una  mujer seductora  que  juega  a  la provocación.  Pero  al  menos
intenta                    construir                  s us


relaciones                sobre                bases

diferentes.  Tuvo  dos  parejas que  no  resultaron  como  ella lo esperaba, pero desde aquel episodio  no  ha  vuelto  a  salir con hombres casados. 

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