
DE SER LA
OTRA
(La historia de
Débora)

¿Quién entre
nosotros es
culpable,
y cuál
inocente?
KHALIL GIBRAN

influencias que el
Psicoanálisis ha ejercido
en nuestra
cultura, una de
ellas, y tal vez
no la más feliz, es que sus
términos han sido
adoptados e incluso
deformados en su sentido por el habla
cotidiana. Es por eso que a veces
considero necesario aclarar
algunas cuestiones para
evitar el

fuera posible en el mundo del lenguaje.
En mi libro Encuentros (El lado B del amor) dediqué un capítulo a la histeria, razón por
la cual no
resulta pertinente
repetir aquel desarrollo, pero sí
quisiera remarcar que cuando desde el Psicoanálisis nos referimos
a ella,
hablamos de un
cuadro

características propias y definidas.
Entre una de
esas
cualidades diferenciales
aparece el modo particular en la
que la estructura
histérica disimula su deseo.
A continuación
de este relato,
diré algo sobre las
mascaradas de la
histeria y cómo, durante el
tratamiento,

en la vida de los pacientes.
Débora era una
mujer de treinta y ocho
años, alta, atractiva y con
actitudes y gestos en extremo seductores. Se analizaba
conmigo desde hacía mucho tiempo
pero, a pesar de su
juventud y dadas
s us características de

desestimado la posibilidad del tuteo.
Era común que
al entrar hiciera algún comentario descalificador hacia
alguien, no importaba quién.
Un compañero de
trabajo, el taxista
que la había
traído hasta el
consultorio o el vendedor de
algún comercio. Y
antes de acostarse
en el

mirarse en
un pequeño espejo,
incluso pintarse los labios o
arreglar su pelo mientras
decía que su aspecto era un
desastre por culpa
del viento o la humedad.
Era muy cuidadosa
de su imagen. Se sabía
atractiva y disfrutaba de eso. Incluso, en algunas ocasiones,
caminaba peligrosamente por la cornisa

El recorte de su tratamiento que voy
a narrar, ocurrió cuando ya
llevaba aproximadamente
cinco años de análisis.
Esa tarde se
demoró un poco más que
de costumbre con sus rituales
previos a acostarse en el
diván. Por fin

profundo.
—¿Qué pasa, Débora?
—Nada. Sólo
que me
venía acordando de una frase que
me dijo un
novio brasilero una vez.
—¿Y qué fue
lo que le
dijo?
—Bueno —comenzó a explayarse con
soltura—, resulta que
un escritor de su

—piensa—, Jorge
Amado seguro que
no, porque es el único
que conozco —se
ríe —, ese
es el de Doña
Flor y sus dos maridos, ¿no? El que tenía esa
anécdota rara con un libro de Neruda.
¿La conoce?
La conocía.
Ricardo Neftalí Reyes
Basoalto nació en
Chile, en 1904. Su madre murió cuando

criado por su
padre y su posterior esposa,
a quien siempre quiso y bautizó como «mamadre». Desde
siempre disfrutó de la
escritura y era muy chico cuando empezaron a aparecer sus
primeras publicaciones.
Pero su padre no veía con buenos ojos
la idea de que su hijo fuera poeta,
razón por la

comenzó a firmar
con un
seudónimo que lo
acompañaría toda la vida.
Ricardo
había leído una novela de
un escritor checo llamado Jan
Neruda que le había causado
una grata impresión y de
allí, al menos él jamás
se encargó de desmentir esta
versión, tomó el apellido que
lo haría

Como es sabido,
el poeta participaba de la vida política de su
país y llegó
a ser embajador y precandidato a la presidencia de
la Nación. Comprometido con su pueblo como era, sufrió
mucho por el golpe de Estado
del dictador Pinochet y murió
poco tiempo
después de la
caída del presidente Salvador

En el último tiempo había
estado escribiendo su
autobiografía a la
que tituló: Confieso que he
vivido, obra que fue publicada después de su muerte
por el amor
de su vida, Matilde Urrutia, a quien él llamaba
cariñosamente: «Chascona»,
palabra que en el idioma
aborigen significa «despeinada».

no permitió que
ese libro ingresara a Chile,
ya que el autor había
sido censurado. Entonces su gran
amigo, Jorge
Amado, le propuso
a Matilde cambiar la tapa de la autobiografía de Neruda
por una que pertenecía
a uno de sus libros: Teresa
Batista cansada de guerra. Y así fue que, camuflado tras
este

pudo llegar a
las librerías chilenas y ser leído por miles de sus
compatriotas.
Una hermosa y
hasta
risueña prueba de amistad.
Conocía la
anécdota y, por lo que
veía, Débora también.
Pero no iba a permitirle
que la aprovechara para hablar, como solía hacer, de
cosas que poco tenían que

—¿Y qué era
eso que le
dijo su ex novio?
—Que ese autor,
al que no recuerdo, había
escrito algo sobre mi nombre.
—¿Qué cosa?
Gira la cabeza y me mira.
—Que para poder
pronunciarlo uno tenía
que estar dispuesto a llenarse toda la boca. Así,
mire: Dé-bo-ra

provocativo y exagerando cada sílaba—.
¿Lindo, no? Dé-bo-ra —repite—, y
decía también que había que mover muchos músculos
para
atreverse a articularlo.
El nombre viene
a mi mente.
—Nelson Rodrigues.
Me mira
extrañada.
—¿Quién, mi ex
novio?

Me sonrío, a mi pesar.
—No, no su
ex novio. El
escritor brasilero. Se
llama Nelson Rodrigues.
—¡Ah! —me dice
entusiasmada—, lo conoce.
Asiento.
—¿Y qué
opina de esa
frase?
No respondo. Sostengo el silencio. Después
de un rato

—Sí, ya sabía.
La verdad es que no
sé para qué le
pregunto si usted
nunca responde nada.
—Bueno, ya sabe. Acá lo importante no
son mis respuestas sino lo
que usted tenga para decir.
Silencio.
—¿Entonces?
—Entonces, ¿qué?

—Ah, nada. Más
de lo
mismo. Un tipo
hermoso, alto,
bronceado, con ese acentito divino
que tienen los brasileros,
y además¼ —se interrumpe.
—¿Además qué?
Deja escapar una risa.
—No sabe lo
bien que
cogía. ¿Vio lo
que dicen de
los morochos, no?

—Eso —continúa— de
que están bien
dotados. Bueno, esa frase
la deben haber pensado después de ver a Milton.
Pausa.
—Por lo que
me cuenta
parece ser que este hombre le gustaba mucho.
¿Qué fue lo
que pasó,
entonces?
—Es cierto. Me
gustaba

—¿Pero qué, Débora?
—Ya le dije,
más de lo
mismo. Seductor, atractivo, pero
imposible.
—¿Por qué imposible?
—Porque ya estaba
en
otra historia. Tenía
mujer, hijos.
Se detiene en su relato.
—¿En qué se
quedó
pensando?

que¼ me da
pudor decirlo, pero yo sé que soy linda. Muy linda. Usted
también lo sabe, ¿o
no? —silencio—. Está bien. No
me lo va
a decir, pero yo sé que lo piensa. Y sé también
que les gusto
a los hombres.
Más que gustarles, los caliento. Mucho. Pero aun así,
no hay caso: siempre elijo mal.

relato florido ha
aparecido una frase importante
para el análisis. Débora dice
que
«siempre elige mal».
Entiendo lo que
quiere decir, pero no está
en lo cierto.
Lo que en realidad debería haber dicho era que
siempre elegía desde su patología,
de un modo enfermo. Eso
sí era cierto. Pero no
que eligiera

enseñado tantos años
de práctica clínica
es que la neurosis nunca
se equivoca. Por el contrario, siempre elige bien. Elige aquello que nos va a
lastimar, a frustrar,
a sostener en un dolor
gozoso e interminable. Pero no
es una aclaración que crea pertinente hacerle
en ese momento.
De modo que continúo.

que siempre elige mal?
—Y¼ es así.
Yo no sé por qué,
pero siempre me engancho con
tipos casados.
Y mire que¼
La interrumpo.
Nuevamente ha deslizado una frase contundente
y esta vez creo que
es menester analizarla.
—Espere, Débora.

decir?
Se encoge de hombros.
—Sí. ¿Por qué? ¿Qué dije
de raro?
Hablo lentamente.
—Débora, usted dijo
exactamente: «Yo no
sé por qué, pero siempre
me engancho
con tipos casados».
Pausa.
—¿Y qué hay con eso?

cualquier frase.
—¿Ah, no? ¿Y por qué?
Parece divertida por el
hecho de que
yo me haya interesado en sus
dichos. Pero no está en
condiciones de elaborarlo sola, por
lo cual,
me decido por una
intervención clara y
exhaustiva.
—Escuche. Lo primero

lo cual está
admitiendo que
usted tiene algo
que ver con esto que le pasa.
No dijo que tiene mala suerte,
ni que eso que le
ocurre es obra
del destino. No, usted dijo: «YO».
Débora ha empezado
a
prestar
atención. Continúo:
—Después dice: «yo¼ NO SÉ POR
QUÉ». Es decir
que está reconociendo
que

porqué, aunque usted
lo desconozca.
Hago una pausa
para darle tiempo a procesar lo que estamos trabajando.
—Luego
dijo: «yo no sé por qué, pero¼ SIEMPRE». Y
ese siempre indica que esto es
un síntoma, porque
es algo que no puede
evitar. Que le sucede aunque
no quiera, y

vez algo que
la lastima. En este caso,
hombres casados.
Después de unos
segundos, se da
vuelta, se pone boca abajo en el diván y me
mira con gesto
de sorpresa.
—Uauuu¼ ¿Todo eso
dije?
—Sí, todo eso.
—Mire usted. ¿Y por qué

La miro inmutable
sin decir una sola palabra.
—Ah, cierto. Ya sé. Aquí lo importante
no son sus
respuestas, ¿no?
Contengo la risa.
Débora vuelve a girar
para acostarse normalmente, pero no
se lo permito.
—No se acueste,
Débora. Vamos a dejar acá.

después me mira
a mí. Se pone de pie con
una sonrisa.
—Parece que hoy no
tenemos
muchas ganas de
trabajar, ¿no?
—Bueno, pero puede aprovechar ahora
que se va y seguir
trabajando usted sobre
este tema, ¿no cree?
Me sonríe de
modo seductor.

como siempre —responde
y se va.
Como puede verse, trabajar con
Débora era difícil. Por un
lado tenía un sentido del
humor exquisito, era lúcida y
ocurrente, pero por otro, esa
actitud suya de seducir todo
el tiempo, su posición de
mujer fatal a la que le costaba
ponerle coto

análisis, la volvía
una
paciente especialmente compleja.
Como suele ocurrir
en casos como este,
tenía explosiones
de llanto o de violencia. Todo en
ella era magnificado: el humor,
la seducción o el
miedo. Pero además, y es
un rasgo también característico de su

los hechos como
si fuera apenas una espectadora
que se limitaba a
describir lo que ocurría, y
no la mujer
que lo estaba viviendo.
Parte del trabajo
de un analista en estos
cuadros es, justamente, comprometer a estos pacientes
para que se hagan cargo
de lo que
les pasa y de
los costos que
sus

En la sesión
siguiente continuamos
con el mismo tema.
—Y al final,
¿qué pasó
con Milton?
—Nada. Se quedó
con su mujer y sus
hijos. ¿Y sabe qué?, hizo bien.
—¿Ah, sí? ¿Por
qué lo

—Porque tenía una
linda familia. Y a mí, como le dije, me calentaba mucho
y la pasaba genial con él, pero yo no
quería generarle un quilombo. Así
que lo dejé
en paz. De todos
modos, qué
desgracia la mía, ¿no?
Pausa.
—Bueno, Débora, según
lo que hablamos
el otro día,

sino de una
elección suya. Una elección
enferma, si quiere,
porque la hace
sufrir, pero una elección al
fin.
Piensa.
—Puede ser. Pero
siempre fue así.
—Dígame,
¿usted nunca se relacionó con
un hombre
soltero?
Sonríe.

—¿Con quién?
—Con mi compañerito de
quinto grado —bromea.
—Ah, veo que
hoy vino graciosa.
—Y bueno, usted
también, ¿para qué me
pregunta lo que
ya sabe? Si yo le
conté que incluso
mi primera
experiencia en la cama fue
con un hombre

Es cierto. Me
lo había comentado como al pasar, sin detenerse en
ese episodio, de modo que
aprovecho para instarla a que
hable de cómo fue su debut
sexual.
—Con el profesor
de
historia, ¿no?
—Sí.
—¿Me quiere contar?
—Bueno, algo ya
le dije

muy grande, pero
igual ya estaba casado.
—¿Y cómo fue
que pasó
algo entre ustedes?
—Vio cómo
son estas cosas.
—No, no vi. Por eso, ¿por
qué no me lo cuenta?
—Como quiera —pausa —. Gustavo,
así se llamaba, nos acompañó
al viaje de

elegido todos porque
era un copado. Bah, en
realidad, parecía un copado.
Pero después de lo que pasó me di cuenta de que era una mierda.
Su voz se va
endureciendo a medida
que avanza en el
relato de los hechos.
—Fue una noche
en la que yo quise
volverme antes

mucho, como todas, supongo. Pero estaba
muy cansada; el día había
sido agotador y ya
no me
daba para seguirla. Entonces, él
se ofreció a acompañarme hasta
el hotel para que no
me fuera sola. Volvimos caminando
por la orilla del lago, riéndonos. Era una noche
linda, romántica. Después, al llegar al hotel, se

sí. Qué boluda.
—¿Por qué dice eso?
Toma uno de los
almohadones que había dejado en
el piso, lo
pone sobre su falda
y comienza a jugar de
modo nervioso con él.
—Porque me hice
ilusiones.
—¿Qué tipo de ilusiones?

viaje nos íbamos
a seguir viendo, que continuaríamos una relación
juntos, y que él
iba a dejar todo por mí.
Se incorpora y
se sienta en el diván. Me mira de frente de un modo casi
provocativo.
—¿Puedo? —me
consulta.
Me niego.
—No, Débora. Lo que

hacerlo acostada en el diván.
Mueve la cabeza
y bufa, pero se acuesta.
—Usted nunca me
deja hacer nada.
Pausa.
—No está aquí
para
hacer, sino para
hablar, así que, continúe. ¿Qué es lo que
quería contarme?
—Que en ese momento, a

yo era una
yegua, Gabriel. Tenía el culo acá —se señala la nuca—, las
tetas perfectas, la piel joven
y divina. Era la
princesa de la
escuela, la mina que todos
querían cogerse. Y el
muy turro se acostó conmigo,
me desvirgó y chau. Si
te he visto
no me acuerdo.
Noto que está
realmente

más, ni siquiera el tiempo que pasó
desde entonces ha erosionado la
sensación de malestar. Sigue allí
con la potencia del primer día.
—¿Y usted qué
hizo
cuando él
desapareció?
Suspira.
—Conseguí el teléfono de
la casa y
lo llamé —no
digo nada. Le devuelvo
un

—me increpa como si hubiera percibido un
reproche en mi actitud—. ¿Usted
no dice siempre que hablar
hace bien? Bueno,
yo necesitaba hablar.
—Ajá. ¿Y él qué le dijo?
—Que siguiera con mi
vida, que lo que había pasado entre nosotros había sido una hermosa travesura. ¿Se da

travesura —pausa. Se enfurece—. ¡Hijo de
remilputa! Y como
si eso fuera poco
¿sabe de qué me
enteré después?
—No.
—De que estaba
por ser
papá. Primerizo. Se ve que al muy turro
en todo le
gustaba ser el primero.
Débora está
proyectando

Gustavo y es necesario que se conecte con lo
que ella misma experimentó en aquella ocasión.
—Débora,
¿recuerda lo
que sintió en ese momento?
—Claro que lo
recuerdo. Para mí fue
un desgarro. Gabriel, yo no
era la mujer que soy
ahora. Era muy ingenua
todavía. Fue una

—¿Por qué?
—Porque andaba muy
deprimida. Las chicas
del colegio, que no sabían lo que me pasaba ni
por qué lloraba todo el día, me
preguntaban y
me preguntaban. Y yo¼
—¿Usted qué?
—Bueno —dice
justificándose—, yo no sé guardar lo que me pasa, usted

insistieron, que al
final les tuve que contar.
—¿A las chicas?
—Sí. Y a alguien más.
—¿A quién más?
Toma aire. Como
si
considerara si decirlo o no.
—Al padre de Mónica, mi mejor amiga —silencio—. Y bueno, ¿qué
quiere? Estaba confundida. A algún adulto se

parece?
Me mira de
reojo y noto en su
mirada un gesto malicioso.
—Y el padre
de Mónica,
¿cómo reaccionó?
—No sabe cómo se puso. Claro, habrá
pensado que le podría haber tocado
a su hija, me imagino. Así
que fue al colegio, armó un
escándalo y

terminaron echando —pausa —. La
mujer también se
enteró y lo mandó al carajo.
Comprendo por el cambio del tono
de su voz
que el enojo ha dado
paso a un cierto placer.
—Se ve que
ese hijo no venía con
un pan abajo
del brazo, ¿no? Y
bueno, se hubiera cuidado de
generar

—. Como verá,
aunque la
primera noche estuvo
hermosa, porque la verdad es que de eso no
tengo nada que reprocharle,
al final terminó siendo una
experiencia de mierda.
Dejo pasar un
momento antes de hablar.
—A ver, usted
dice que fue una
experiencia de

debe de haber
encontrado, ¿no? Digo, porque por algo lo siguió haciendo.
—¿Qué cosa? ¿Hablar
con mis amigas?
Intenta una broma
para salir del tema.
No voy a permitírselo.
—No, Débora, salir
con hombres casados.

sesiones, Débora recorría
sus anécdotas diarias. Cosas tales como sus temas
laborales o rencillas poco importantes con su
familia: por eso yo
tenía que aprovechar cada vez que desplegaba una
cuestión más profunda.
Algunas
semanas después de aquel
encuentro sacó el

separación de sus padres.
—Y ¿qué quiere
que le diga, Gabriel? A mí nunca me gustó ser
«la hija de los
separados». Así me llamaban, porque de todas
mis amigas, era la única que estaba en esa situación. Antes
la gente se separaba menos,
supongo.

preferido que sus
padres
siguieran juntos?
Piensa.
—No sé, pero
al menos
me la podrían
haber hecho más fácil.
—¿Por qué dice
eso? ¿A
qué se refiere?
—A que todo
era complicado
con ellos. Se odiaban, y
yo estaba en el

festejar dos veces
mi cumpleaños
para que no se juntaran, porque siempre
que se veían se
mataban. Así que decidieron no
hablarse más —se enoja—. Claro,
total, lo que yo sentía
no importaba, ¿no? A mí que me partiera un rayo.
—¿Y tiene alguna idea de por qué
sus padres se

—Supongo que es porque
mi viejo la cagó a mi mamá.
—Ah, ¿su padre
le fue
infiel?
—Sí, y encima,
se fue a vivir con la otra
mina.
La psiquis de una persona se estructura
en los primeros años
de su vida,
por eso es muy importante
saber la edad en la que
los hechos

esto dependerá en
gran parte el efecto traumático
que esos hechos pudieran tener para el sujeto.
—¿Qué edad tenía
usted
cuando pasó eso?
Duda.
—A ver, déjeme
pensar.
Creo que nueve
o diez años, no me acuerdo
bien.
—¿Y desde el
principio

de la
separación?
—No. En
un primer momento ni supe,
ni me di cuenta de
por qué se habían separado. Pero después escuché un par
de peleas fuertes y me quedó claro que esa
mujer se había
robado a mi papá.
Adrede dejo escapar
una
sonrisa y le hablo con ironía.

—No entiendo —se
pone
seria.
—Claro, se lo
robaron. Como si fuera un chico al que secuestran en la calle. Pero yo me pregunto,
¿él no habrá
tenido algo que ver?
Gira la cabeza
y me mira con ira.
—No me trate como si yo fuera una
boluda.

boluda, entonces?
El momento es tenso.
—No, no me
hago la
boluda. Y le
aseguro que recuerdo perfectamente lo que hizo
mi padre. Pero
no era un tema mío. El problema
era con mi mamá, ¿o no?
—Bueno,
acaba de decir que
usted había quedado atrapada en
el medio de esa

que hacer dos
fiestas de
cumpleaños. Permítame
pensar que el tema también la afectaba y
le traía algunos
problemas, ¿no
cree?
No responde. Cosa rara en ella que
siempre tenía alguna salida para las
situaciones incómodas
Pero esta vez es
diferente. Están en medio del episodio ni más ni menos
que

ha angustiado. Y así la dejo.
Una tarde llega a la sesión muerta de risa
y me pide autorización para
sentarse en lugar de acostarse en el diván.
—Por favor, sea
bueno. Es por esta
vez. Pero es tan
loco lo que
me pasó que me
gustaría poder contárselo cara

Me pareció oportuno permitírselo. Así
estaría más relajada
y, creía yo,
con sus mecanismos
de defensa menos
alertas. Sospechaba que algo habría detrás de esta escena
que parecía divertirla tanto.
—Bueno, por esta vez.
—Gracias —me dijo
con
una sonrisa enorme—,
ya

tipo tan jodido
—silencio—. Bueno, no se
enoje que era una broma.
Débora se descalza, cruza sus piernas
al estilo buda y
deja la cartera a un lado.
—Ay,
Gabriel. Usted no sabe. Le
juro que fue
una
escena de película¼
increíble¼
—Bueno, ¿por qué no me

—Ya le cuento,
no se ponga ansioso. Resulta que se me descompuso el
lavarropas. Se me quedó la puerta trabada con la ropa adentro. Entonces le pedí al portero
que llamara al técnico para
que me lo arreglara y
él se ofreció
a
verlo. Me dijo que
seguramente no era
nada serio,
algún problema con la

estupidez. En fin,
la cuestión es que al
rato vino a
casa — me mira—. ¿Y a que no sabe
qué pasó?
—No, no sé.
Se muerde los labios.
—Me tiró onda,
Gabriel.
¿Se da cuenta? —se ríe—. Mi portero me quiso
coger.
—¿Y usted qué hizo? Se sorprende.

lo que me está preguntando.
Silencio.
—Gabriel, no comprendo
su pregunta. Conozco
a la mujer, a los hijos.
—Sí, pero ¿qué hizo?
—Nada. ¿Qué iba a
hacer? Le pregunté
si estaba loco y le
puse los puntos.
El tipo se fue
con el rabo
entre las patas.

—Mire, pensé en
hablar
con la esposa,
que es una divina, pero
decidí que no valía la pena.
—¿Ah, no? ¿Y por qué no
valía la pena?
—Y¼, porque si yo deschavaba el asunto,
a lo mejor se armaba
lío y los terminaban echando.
¿Y yo cómo me iba
a sentir? Como

trabajo, la casa. Dígame, si yo abro la
boca y los
echan, ¿adónde van a
ir con dos chicos? Si
no tienen donde caerse muertos —me
mira—.
¿Qué, estuve
mal?
—No lo sé,
pero qué casualidad, ¿no? Su
portero, otro hombre casado.
Débora se pone seria. Me mira y
le hago un
gesto

diván. Asiente y
se acomoda sin decir nada.
Dejo pasar algunos segundos antes
de hablar.
—¿Qué pasa?
—Pasa que, hablando
de
hombres casados, empecé
a salir con alguien.
—¿Con quién?
—Con un tipo al que creí
que conocía pero,
la verdad,

distinta. Un hombre
dulce y apasionado.
—¿Quiere
decirme quién
es?
Pausa.
—No se enoje Gabriel. Es
Jorge, mi jefe.
—¿Y por qué
habría de enojarme, si a
mí no me ha hecho nada? La
que a lo mejor sí podría
enojarse si se

jefe. Porque si
mal no recuerdo, usted me
comentó que hace poco
tuvo mellizos,
¿o me equivoco?
Se molesta con mi
intervención.
—No, no se
equivoca. Pero él no
la quiere a la mujer. Es más, por eso ella se embarazó: para
retenerlo. Las minas
podemos llegar a ser

—¿Ah, sí? —le
digo con sarcasmo—, no me diga. Pero ¿cuánto hace
que están
saliendo?
—Quince días.
—Ajá. ¿Y antes de eso no
había pasado nada
entre
ustedes?
Suspira.
—No. O sí,
pero nada
importante.

explícita?
—Bueno —dice
restándole importancia al asunto—, antes
tuvimos sexo. Pero sólo fue algo casual.
—¿Casual? No la
entiendo. ¿Cómo fue?
¿Se lo llevó por delante
sin darse
cuenta y¼?
—Gabriel, no me tome el pelo. Ya
le dije que
no me

fuera una boluda.
En ese momento
deja
escapar una risa pícara.
—¿De qué se ríe?
—Me río porque
le hice
una broma.
—¿A quién? ¿A mí?
—No, a usted
no. A
Jorge.
—¿Y qué broma le hizo? Pausa.

trabajo tenemos una compañera que vende
lencería, perfumes, esas cosas. Para
ganarse unos pesos extras.
Bueno, la cuestión es que
él le compró un perfume. Yo pensé que era para
mí, pero no.
—¿Y para quién era? —Para la mujer.
—¿Cómo lo sabe?

decirle que le
llevaba un regalo; y yo lo escuché.
—¿Y cuál es la broma?
Débora abre su
cartera y
saca un paquete en el cual es evidente que
está ese perfume.
—Se lo robé y él no sabe que lo
tengo yo. Supongo que al llegar a
su casa lo
va a buscar, pero no
lo va a

Yo le pregunto
seriamente.
—¿Por qué lo hizo?
Se encoge de hombros.
—Porque me dio bronca.
—Ah, pero entonces
no
fue una broma.
Fue una venganza.
Silencio.
Débora piensa
en lo que le acabo de decir.

llegó muy contrariada.
Dejó las cosas en
el sillón y se dirigió al
diván.
—Hoy vengo con
una contractura
que me parte
al medio. Me duele todo.
—Cuando dice que le
duele todo, ¿se
refiere solamente
al cuerpo o hay algo más que
le está

—Bueno, la verdad es que no me
siento nada bien.
¿Se acuerda lo que
le conté la semana pasada,
lo del
perfume ese de mierda?
—Sí, me acuerdo.
¿Qué
pasa con eso?
—Pasa que me metí en un lío.
—Cuénteme.
—El pollerudo de
Jorge

encontró el perfume.
Porque, claro, como la
esposa seguramente
es una rompe pelotas, y él ya le
había dicho que le llevaba un regalo, se ve que tuvo miedo
de que lo volviera loco.
Entonces, parece ser que
se puso a buscarlo por
todos lados, preguntó si
alguien había entrado
a su oficina
y le

cadete.
Pausa. —¿Y?
—Y bueno, se le puso en
la cabeza que
fue el pibe,
y hoy me dijo que lo va a echar.
Se angustia.
—Gabriel, yo no
puedo
permitir eso. Estaré loca, pero no soy una
jodida.
—¿Ah, no?

—Porque hace algunas
sesiones usted dijo
que era una yegua.
Incómoda.
—Pero no en este sentido. —¿Está segura?
—
silencio—. Pero bueno, quizás lo
que dice sea
cierto. A lo mejor
usted no es una
jodida, pero convengamos que alguna de
sus actitudes, sí

qué va a hacer?
—Ya lo tengo
decidido. Mañana voy a
llegar antes que él y
voy a dejar
este paquetito de mierda en uno de sus cajones, debajo
de algunos papeles y listo. Así el cadete no
corre ningún peligro.
Ese chico no
merece quedarse en la calle.
Dio vueltas sobre el tema

aquella frase
me quedó resonando de un modo particular.
Al otro día me llamó y me dijo que
necesitaba verme con urgencia. Accedí
y esa misma noche vino
al
consultorio. Estaba
desconsolada. Esta vez
no se

habituales sino que se la veía realmente
angustiada.
—Qué vergüenza,
Gabriel. Qué
papelón.
—¿Qué pasó, Débora?
—Es un hijo de puta.
—¿De quién está
hablando?
—De Jorge. —Cuénteme.
—Hoy, como le
había

oficina para arreglar
lo del perfume. Usted sabe,
para que el cadete
no tuviera problemas.
—¿Y qué pasó? Pausa.
—Cuando llegué,
Jorge
me estaba esperando.
Él, la jefa de recursos humanos y el
gerente comercial. Me
preguntó si yo
me pensaba

todo.
—¿Qué es todo?
—Que éramos amantes —
llora avergonzada—, que yo
le había chupado
la pija en esa oficina
y que le
había robado el regalo que él había comprado a su mujer —pausa —. Por
Dios, ¿cómo alguien puede ser
tan hijo de
puta
como para hacer algo así?

a lastimarla, incluso que se va a enojar.
—No lo
sé. Dígamelo usted.
¿O no es
algo que ha
hecho ya muchas veces?
—¿Podría ser más claro?
—Usted dijo el
otro día,
hablando del cadete, que «ese chico no merecía quedarse en la calle». Claro, ese chico no,
pero algunos otros sí, ¿no?

—Si no le
parece que
usted ha manejado
las situaciones a su antojo y que, según fuera el
caso, protegió a algunos y perjudicó a otros.
—Es muy
fácil juzgar desde
afuera —responde indignada.
—Débora, está
proyectando. No soy
yo el que se pone
en juez, sino

—¿Yo?
—Sí, porque usted
fue la
que decidió, por ejemplo, que su
profesor merecía ser echado del
trabajo, en cambio, el portero
de su edificio, no. A
Milton le permitió conservar su
familia porque, según usted
misma dijo,
resolvió dejarlo en
paz. Y con su
jefe, ¿qué iba a

condenarlo? —pausa—.
Bueno, de todos modos ya no podemos saberlo,
porque esta vez se le
adelantaron. Pero, dígame, ¿a
quién ha estado juzgando en
realidad durante
todos estos
años?
Se angustia aún más. —No lo sé.
—¿Está segura?
¿Recuerda que en
una sesión

perfectamente lo que
había
hecho su padre?
—Sí.
—A ver, dígame,
¿qué
fue lo que hizo?
Habla con mucho dolor.
—Se enganchó con
una
pendeja siendo
un tipo casado.
—Como su profesor
de
historia, ¿no?

de la
intervención.
—Con la diferencia
de que en lugar
de elegir quedarse en su
casa, con su mujer y su hija,
como decidió hacer él, su
padre se fue a vivir con la
pendeja. Y me pregunto si
no tendrá algo que ver eso que él
hizo con el hecho de que
usted siempre se enganche con
tipos

—No lo sé.
La dejo pensar
unos
segundos antes de continuar.
—En otra ocasión,
dijo también,
hablando de su profesor, que
después de haberse acostado con
usted: «si te he
visto no me acuerdo». Bueno,
como ha hecho
ahora su jefe,
¿no? Y su
padre, después de
irse a

acordó de usted o no?
La actitud de
Débora ha cambiado. Ya no
es la mujer graciosa e
irreverente a la que nada le importa.
Parece, apenas, una nena acongojada.
—No. Mi viejo
se dedicó a vivir su historia romántica y me dejó
en las manos
de mi mamá, una mujer
enojada y deprimida que me
hizo la

hubiera sido la responsable de
que él nos hubiera
abandonado. Pero ¿qué
tenía yo que ver
con eso? ¿Qué culpa tenía yo si
ella no había sido capaz de¼? —se interrumpe.
—¿De qué, Débora?
¿De
qué no fue capaz su madre?
Breve silencio.
—De conservar un

Sé lo que está pasando en ese momento
por su cabeza. Por eso le doy
unos segundos antes de remarcarlo.
Lo hago de un modo
muy suave. No quiero que lo
tome como algo acusatorio.
Es simplemente un señalamiento.
—Como usted, ¿no?
Dígame, ¿se siente
identificada con ese
lugar de

Asiente.
—¿Por eso su
enojo con
algunos hombres? ¿Desde allí los juzga
y los condena? ¿Porque aun
estando casados se han fijado
en otra mujer, como hizo
su papá? —pausa —. Sin
embargo a otros,
a Milton o a
su portero, por ejemplo, los
perdona, ¿por
qué?

—Tal vez porque
allí no
se identifica con
la mujer, sino con los
hijos, ¿no cree? Esos hijos que
podrían quedar en la calle
o desprotegidos, como quedó usted
en las manos de su madre.
Sé que es
mucho lo que ha aparecido
en esta sesión, pero aún
no es tiempo
de parar.

hombres, ¿con quién
se está
identificando? ¿Con la
pendeja que rompe
hogares, con su mamá
que quiere castigar a los
traidores o con su papá
que se enredaba
en
relaciones tramposas?
Está quebrada y sólo atina a llorar.
—No lo sé, le juro que no lo sé.

ninguno de los
tres lugares parece ser el
mejor para usted. Porque, aunque a veces parezca divertirse,
sufre mucho¼ y siempre
termina quedándose sola.
Ahora sí, es
momento de terminar la sesión. Se lo digo y ella
se pone de
pie, toma sus cosas y
camina hacia la puerta. Al
despedirse me

mujer seductora y
provocativa. Es
sólo una paciente que sufre.
—Gabriel, yo no
puedo volver a ese
trabajo. ¿Cómo los miro a la cara después de
lo que pasó?
—Y bueno¼ Tal vez sea
el momento de
empezar de cero, en un sitio nuevo, desde otro lugar.
Usted podría, es

merece hacer el
intento de relacionarse con los
demás desde el respeto
y no, como hasta ahora,
desde la bronca y la desconfianza.
Asiente.
—¿Y usted cree
que
podré cambiar
esto?
La miro.
—¿Desea hacerlo?
No me responde. Yo abro

sonrisa comprensiva.
De este episodio
han pasado tres años.
Débora ya no trabaja allí.
No fue fácil, pero lo
hizo. Por supuesto que sigue
siendo una mujer seductora que
juega a la provocación. Pero
al menos
intenta construir s us

diferentes. Tuvo dos
parejas que no resultaron
como ella lo esperaba, pero desde aquel episodio no
ha vuelto a
salir con hombres casados.
No hay comentarios:
Publicar un comentario