jueves, 9 de abril de 2015

HISTORIAS INCONSCIENTES-VIVIR SIN DEBER (La historia de Horacio)

VIVIR SIN
DEBER



(La historia de
Horacio)


No concibo otra
definición de adulto
que esta: es adulto
aquel que,
cualquiera sea su
edad, ha perdido a
alguien.


MICHEL TOURNIER


Sólo  hay  dos  motivos  que
justifican                 que               alguien
comience un análisis. Uno de ellos  es  la  angustia.  Ese  más allá  del  dolor  que  invade  el ánimo  y  se  siente  como  un desgarro  lacerante  en  todo  el cuerpo.  Dos  son  las  formas que  puede  tomar  la  angustia. La  primera  de  ellas  es  la  que
llamamos                                     angustia
automática  y  que  deviene  en


una  explosión,  una  descarga
de  la  ansiedad  acumulada bajo la forma, por ejemplo, de un  ataque  de  llanto  o  de  ira. En  esas  ocasiones,  pareciera como si de pronto las barreras de  contención  hubieran  caído y  un  aluvión  mudo  e insensato  nos  llevara  por delante.  La  otra  forma  es  la que  denominamos  angustia señal,  y  alude  a  un  quantum


mucho  menor,  más  tolerable,
pero  permanente  y  que  se sostiene a lo largo del tiempo. Esta  actúa  como  un mecanismo  de  defensa  y  se da, por ejemplo, en ocasiones en las que tememos una mala noticia.  Entonces,  el  aparato
psíquico          moviliza                  esa
cantidad reducida de angustia para que nos preparemos ante la  posibilidad  de  un


acontecimiento  doloroso.  En
la               angustia                 automática
prevalece el imprevisto, en la angustia  señal,  el  intento  de anticipar el dolor y evitar que se convierta en padecimiento.
El otro motivo por el cual alguien  reclamaría  un  lugar dentro  del  encuadre  analítico es  la  existencia  de  una pregunta  que  se  vuelve  tan importante  para  el  sujeto  que


lo  impulsa  a  la  búsqueda  de
su verdad.
De  todos  modos,  cuando un paciente llega a análisis no siempre  puede  formular  esa pregunta o entender el motivo de  su  angustia  con  claridad. Por el contrario, la enmascara y,  generalmente,  trae  consigo sus síntomas. Pero ¿qué es un
síntoma?
Antes  que  nada,  un


síntoma  es  una  respuesta
equivocada.  Es  el  resultado de  un  modo  patológico  de defenderse  ante  algo  que podría generar un dolor que el sujeto,  inconscientemente, juzga como intolerable.
Por  eso,  los  analistas  no somos partidarios de suprimir los síntomas porque sí, ya que sabemos  que  están  allí  para cumplir una función y que de


lo  que  se  trata  es  de  resolver
el  motivo  que  los  generó.  Si simplemente  nos  limitáramos a  suprimirlos  podríamos, aunque  parezca  extraño, generar  un  mal  mayor  pues no sabemos hacia dónde sería derivada  toda  la  tensión psíquica  que  se  concentraba en el síntoma.
En el caso de Horacio, fue esa  angustia  señal  constante


lo  que  motivó  su  consulta,
aunque  prontamente  empezó
                       desplegar                          su
sintomatología.




Al momento de iniciar su tratamiento  tenía  treinta  y cinco años. Llegó vestido con un  traje  azul,  camisa  celeste desabrochada  en  el  último botón  y  una  corbata  oscura


que  llevaba  algo  baja.  Tenía
una  barba  apenas  crecida,  de dos  o  tres  días,  pero descuidada  y  daba  la impresión  de  estar  agotado, como si llevara un tiempo sin dormir.
—Hace  rato  que  me pasaron  su  teléfono,  pero recién  ahora  me  animé  a llamarlo.
—¿Y  por  qué  quería


hablar conmigo?
—Porque  no  me  estoy sintiendo bien. Por eso decidí retomar terapia.
—Ah,  ¿ya  hizo  análisis
antes?
—Sí, alguna vez.
Habla  con  reticencia.  Va
soltando  sus  palabras  con dificultad,  razón  por  la  cual, al  estar  en  una  primera entrevista,  me  veo  en  la


obligación de intervenir de un
modo activo.
—¿Y por qué dejó? Suspira.
—Porque  ya  no  tenía
ganas  de  ir.  Todo  bien  con Analía,  mi  última  terapeuta; me  ayudó  muchísimo,  pero me cansé y no fui más. Pobre.
—Pobre ¿por qué?
—Porque  ni  siquiera  le
avisé  que  iba  a  dejar  de  ir.


Simplemente desaparecí.
La  frase  es  fuerte.  Pero hace  apenas  unos  pocos
minutos                  que                estamos
hablando  y  no  considero  que sea  el  momento  de  poner  sus dichos a trabajar. Me interesa más  ir  generando  un  vínculo y  ver  cuál  es  el  motivo  de consulta.
Por lo general, ese motivo consciente no siempre recorre


el análisis, pero es importante
constatar  qué  idea  tiene  el paciente  acerca  de  lo  que  le está  pasando.  De  modo  que prefiero  dejar  que  Horacio despliegue  libremente  lo  que tenga ganas de decir.
—Bueno,  Horacio,  usted dirá.
—¿Por dónde empiezo? —Por donde quiera.
Asiente  y  se  queda


pensando unos segundos.
—Bueno,  a  ver.  Soy soltero,  tengo  treinta  y  cinco años  y  soy  dueño  de  un estudio contable.
—¿Es contador?
—No,  no  soy  contador.
Hice  la  carrera  de  ciencias económicas pero dejé cuando
me faltaban pocas materias.
—¿Y           cómo            hace,
entonces?


—¿Con qué?
—Con el estudio. Menea la cabeza.
—Tengo  un  socio.  Un
muchacho  que  conocí  en  la facultad  y  con  el  cual  nos hicimos  amigos.  Es  un  buen tipo,  aunque  no  sabe
demasiado;                pero               tiene
matrícula —sonríe—. Así que somos  la  sociedad  perfecta: yo trabajo y él firma.


—¿Y  ese  tema  le
preocupa?
—No, para nada.
Vuelve a callar.
—¿Y  qué  es  lo  que  lo
llevó  a  tomar  la  decisión  de
consultar ahora?
Hace  un  gesto  de contrariedad.
—Y¼,  me  mandé  una macana.
—¿Qué tipo de macana?


—Con Lucrecia.
—¿Quién es Lucrecia? Lo noto inquieto.
—Mi  novia;  es  decir,  mi
ex novia.
—¿Se pelearon? Duda.
—Supongo  que  sí,  e
imagino que debe odiarme.
—¿Por  qué  piensa  que ella  está  tan  enojada  con
usted?


Mueve  sus  manos  como
diciendo  que  es  algo inevitable.
—Y¼,  ¿cómo  se  sentiría usted  si  su  pareja  lo  hubiera dejado  en  la  puerta  del  Civil, con  los  invitados  y  el  arroz sin  siquiera  avisarle  que  no
iba a ir?
Silencio.
—¿Usted hizo eso? Asiente.


—¿Y por qué?
—Me asusté.
—¿Y  cuál  fue  el  motivo
de su miedo?
Respira  profundamente antes de responder.
—Yo la quería mucho. Es más,  todavía  la  quiero.  Pero me  vi  casado,  teniendo  un hogar,  hijos  y  dije:  «esto  no es  para  mí,  no  voy  a  poder». Hasta  me  había  vestido  para


la  ocasión,  pero  no  fui.  Me
puse  a  pensar.  Mi  cabeza  era una  licuadora  que  no  paraba nunca.
—¿Y luego?
—Dejé  pasar  las  horas
hasta  que  me  animé  y  la llamé.
—¿Y ella qué le dijo?
—Nada, porque nunca me
atendió.  Más  tarde,  el
hermano                 se               comunicó


conmigo  para  decirme  que  si
volvía a verla o si tan siquiera intentaba contactarla de algún modo,  me  iba  a  matar  a trompadas  —agacha  la cabeza—.  Me  lo  hubiera merecido.
Puedo  percibir  su  culpa. La actitud que tuvo no es algo de lo cual se jacte, ni siquiera que  lamente,  sino  que  lo  ha llevado  a  una  angustia  tan


grande que le cuesta soportar.




Dedicamos todo el tiempo de  aquella  primera  entrevista a ese tema.
Me  contó  que  había conocido  a  Lucrecia  en  una fiesta  hacía  cuatro  años. Habló  muy  bien  de  ella  y admitió estar aún enamorado. Necesitaba contar lo ocurrido


y me pareció pertinente dejar
que lo hiciera.
Las  palabras  horadan  la angustia,  y  por  esa  razón  es tan importante que el paciente pueda hablar de los temas que lo  acongojan.  Hay  que ayudarlo  a  «desgastar»  la emoción  para  evitar  que aquello  que  no  puede simbolizar  le  genere  algo pernicioso.


Pero  como  sospechaba
una estructura obsesiva grave, no  quise  que  ese  hecho  se instalara  como  el  único, porque Horacio podría quedar atrapado  y  dando  vueltas sobre esa cuestión sin abordar otros  temas.  Por  ese  motivo,
en                   nuestro                     segundo
encuentro,  le  propuse  que hablara de otra cosa.
—Cuénteme,          Horacio,


¿cómo es su familia?
Pausa.
—Mi  familia  es  mi  viejo.
Mi  mamá  murió  en  el  parto, así  que  no  tuvo  tiempo  ni  de darme  un  abrazo  —se conmueve—.  Pero,  bueno, dicen  que  Dios  aprieta  pero no ahorca.
—¿Y qué quiere decir con
eso?
—Que                 por                suerte


estuvieron mi tía y mi abuela
para  encargarse  de  mí.  Fue como  una  compensación. Perdí  una  madre  pero  gané dos.  Pero,  por  sobre  todo, estuvo mi viejo.
Lo  nombra  y  su  voz  se quiebra.  Está  visiblemente emocionado  y,  por  eso mismo, decido avanzar en esa dirección.
—¿Quiere  hablarme  de


él?
Se seca unas lágrimas con
la mano.
—Mi viejo fue increíble.
—¿Por qué lo dice?
—Por todo. A veces miro
los  boletines  o  los  cuadernos de  la  primaria  y  en  todos
están          su              firma,                s us
correcciones,  sus  dibujos. ¿Sabe?,  él  jamás  dejó  de venir  a  un  acto.  Además,


trabajaba  mucho,  pero  aun
así,  se  hacía  el  tiempo  para llevarme a la plaza o hacer los deberes  conmigo.  Y  no recuerdo una sola noche en la que  no  me  durmiera  con  un cuento.  La  verdad  es  que  no sé  cómo  hizo  para  estar  en todo.
Habla de su padre con un profundo  orgullo,  pero también  con  tristeza,  y  me


pregunto  si  ese  sentimiento
no  vendrá  de  otro  lado,  ya que  todo  lo  que  ha  dicho acerca  de  él  es  muy  emotivo pero no triste.
—¿Y  qué  sabe  de  su
madre?
—No mucho.
—¿Alguna  vez  vio  una
foto de ella?
—Sí,  varias.  Tengo  una, incluso,  en  la  que  está


embarazada  de  mí  —se
detiene—,  el  único  momento en el que estuvimos juntos.
Lo  dice  con  una  enorme pesadumbre.
—Dicen  que  era  una buena  mina  —continúa—. Hubiera sido lindo conocerla.
Pausa.
—¿En  qué  se  quedó
pensando?
—En  mi  papá  y  lo  difícil


que  debe  de  haber  sido  para
un hombre quedarse solo, con un bebé.
—Bueno,  no  tan  solo. Usted  dijo  que  también estaban  su  tía  y  su  abuela,
¿no?
Horacio  había  hablado  de una  cierta  compensación,  del hecho  de  haber  perdido  una madre pero haber ganado dos. Y  eso  no  era  cierto.


Seguramente  para  defenderse
de  la  angustia  de  la  pérdida armó  en  su  pensamiento  este esquema,  pero  era  necesario que admitiera el tamaño de la pérdida  ya  que  sólo  puede duelarse  lo  perdido.  De  allí que  mi  intervención  buscara que  él  mismo  pusiera  en palabras  esta  falacia.  Lo  hizo inmediatamente.
—Sí,  pero  no  es  lo


mismo.
Asiento.
—Horacio,  su  padre  era
un  hombre  viudo,  joven. ¿Nunca  volvió  a  formar
pareja?
Se sonríe.
—¿Qué le causa gracia?
—¿Usted cree en ese mito
de que las mujeres se derriten por  un  viudo  joven  con  un
hijo?


—Yo  no  creo  nada.  Es
sólo una pregunta.
Se toma unos segundos.
—No.  Y  no  recuerdo  que
haya  habido  nadie  en especial.  Ojo,  no  soy  tonto  y tengo  claro  que  a  veces  salía con  mujeres,  pero  nunca  las trajo  a  casa.  Tal  vez  no  se permitía tomarlas en serio.
—¿Y por qué haría eso? Me mira.


—Por  mí,  para  que  nadie
nos separara.
Le devuelvo la mirada sin hacer ni un solo gesto.





Trabajamos                      durante
algunos  meses.  Horacio  era un  hombre  inteligente  pero  a veces  una  enorme  sensación de  culpa  lo  invadía  y  lo
obnubilaba.                                Cuando


atravesaba  esos  procesos
parecía  deteriorarse.  Su aspecto  era  el  de  alguien mucho más grande, abatido y descuidado.
Una tarde tocó el timbre y al  abrir  advertí  que  estaba borracho.  Había  apoyado  su hombro contra la pared, tenía la  cabeza  gacha  y  un  notorio olor  a  alcohol.  Al  verme intentó  enderezarse  pero


trastabilló.  Después  quiso
entrar  al  consultorio,  pero  no se lo permití.
—Horacio, me parece que usted  no  está  en  condiciones de  hablar.  Y  para  eso  viene acá,  de  modo  que  mejor demos  por  terminada  la sesión ahora mismo.
Parece  desubicado  ante mi  intervención.  Yo  me
mantengo firme pero calmo.


—De  todos  modos  —
agrego—,  lo  que  quería decirme ya me lo dijo.
Confundido,  Horacio  se da  la  vuelta  como  puede  y
comienza                                    caminar
torpemente,  pero  lo  detengo. Él  me  mira  como  no entendiendo,  por  eso  se  lo aclaro.
—No me ha pagado usted la sesión.


Su  cara  se  contrae  en  un
gesto  de  disgusto.  Mete  la mano  en  su  bolsillo  no  sin alguna  dificultad.  Luego
cuenta el dinero y me lo da.
—Hasta  la  próxima  —le
digo y cierro la puerta.





Después              de                  una
intervención  tan  dura  es difícil  predecir  cuál  será  la


reacción  del  paciente.  La
semana  siguiente,  Horacio faltaría a su sesión.
Pensé cuál sería la actitud correcta  para  este  momento particular  y  complejo  del análisis  y  tomé  una  decisión. Esa misma noche lo llamé por teléfono.
—Hola.
Me  costaba  escucharlo
porque  el  ruido  de  fondo  era


muy  fuerte.  Parecía  provenir
de un bar.
—Buenas                          noches,
Horacio. Soy Gabriel Rolón.
Se hizo una pausa.
—Hoy  no  vino  a  sesión
—continué—,  y  tampoco  me avisó.
Me  doy  cuenta  de  que  lo ha  sorprendido  mi  llamada. Titubea.
—Bueno,  lo  que  pasa  es


que¼
—¿Qué es lo que pasa?
No me responde y decido
tomar el toro por las astas.
—Horacio,  ¿en  qué horario  de  mañana  puede
recuperar la sesión?
—Mire,  en  realidad¼  — lo interrumpo.
—Sólo  dígame  en  qué horario.  El  resto  lo  hablamos acá.


A  disgusto  me  dijo  que
podía a las 20 horas.
—Perfecto. Lo espero.





Al día siguiente, según lo
acordado,                                            llegó
puntualmente.  Se  lo  veía nervioso.  No  podía  dejar  las manos  quietas  y  un  gesto tenso  le  fruncía  el  ceño. Decidí  encarar  el  tema  sin


vueltas.
—Si  yo  no  lo  llamaba usted no pensaba volver, ¿no?
—No.
—¿Tampoco          iba              a
avisarme?
Niega con la cabeza.
—¿Puedo saber por qué?
—Es que me fui muy mal
de  la  última  sesión  —se interrumpe—,  bah,  eso  ni siquiera fue una sesión.


—Se  equivoca  —lo
corrijo—, sí fue una sesión; y muy productiva.
Me mira extrañado.
—Dígame, ¿siempre toma
de esa manera?
Se  mueve  inquieto.  Está muy  incómodo  con  la situación.
—Yo no quería hablar de eso.
—Se equivoca.


—No lo entiendo.
—Usted  sí  quería  hablar
de  eso,  pero  no  podía,  y  por eso  mismo,  como  no  se animaba  a  ponerlo  en palabras,  me  lo  mostró  — pausa—. Pero no respondió a mi pregunta.
Duda.
—¿Cuál era la pregunta?
—Si siempre toma de esa
manera.


Niega.
—No,  no  muchas  veces.
Sólo  cuando  me  angustio mucho.
—¿Y por qué se angustió
esta vez?
—No lo sé.
Es  evidente  que  está
confundido y le cuesta pensar con  claridad.  Por  eso  intento ayudarlo.
—¿Ocurrió                          algo


inesperado?
—No, nada.
—¿Está seguro?
—Sí, o al menos eso creo. En estas situaciones en las
que todo parece empantanarse se hace necesario apoyarse en la teoría. Está ganado por una resistencia feroz y sé que eso sólo  ocurre  cuando  se  está
muy              cerca                de               algo
importante.  La  conciencia  se


niega  a  dar  lugar  a  las
representaciones  psíquicas  y las  sostiene  en  la  oscuridad del  inconsciente.  Pero  para enfrentar  esos  momentos  los analistas  hemos  desarrollado un  concepto  técnico:  la asociación  libre;  y  en  él  me apoyo.
—Horacio,               diga               lo
primero  que  se  le  venga  a  la mente,  aunque  no  le  parezca


importante.
—No me viene nada; o sí, qué sé yo.
—No                                       piense.
Simplemente hable.
—Es  que  no  tiene  nada que ver.
—Ya  le  dije,  eso  no importa.  Dígame,  ¿qué
pensó?
—Pensé  que  el  otro  día me encontré con Malena.


—Ajá.  ¿Y  quién  es
Malena?
—Malena  es¼  mejor
dicho, fue mi primera novia.
—Cuénteme. Asiente.
—Estaba                yendo                a
almorzar a casa de mi viejo y me la crucé de casualidad. Es que  sigue  viviendo  en  el barrio.  Ella  venía  caminando con  su  bebé  en  brazos,  un


nene  hermoso.  Y  nada  más.
Eso.
—Pero  ¿qué  pasó  en  ese
encuentro?
—Nos                          saludamos,
hablamos  un  minuto  y  listo, nada más.
Pienso.
—¿Le  molestó  verla  con
su hijo?
—No.  ¿Por  qué  iba  a
molestarme? Al contrario.


—¿Por qué al contrario?
—Porque  ella  siempre
soñó  con  tener  una  familia, hijos, un esposo —sonríe con afecto—. Malena siempre fue una  gran  persona  y  me  hizo bien  verla  y  saber  que  lo logró.
—¿Y qué es lo que logró? —Eso, cumplir su sueño.
Su gesto se ha suavizado.
Es como si el recuerdo de esa


mujer  fuera  algo  grato  para
él.
—Habla  de  ella  con mucho cariño.
—Es  que  eso  es  lo  que siento.
—¿Y puedo saber por qué
terminaron?
Niega con la cabeza. —No lo sé.
Hasta  aquí  parece  haber
llegado  con  el  tema.  Pero  es


necesario que siga hablando.
—¿Qué pasó después?
—¿Después  de  que
terminamos?
—No,               después          del
encuentro del otro día.
Piensa.
—Nada raro.
—Bueno,                    cuénteme,
aunque no sea nada raro.
—Almorcé  con  mi  papá. Conversamos  un  rato  y


después,  cuando  llegué  a  la
oficina,  empecé  a  sentirme mal.
—¿Mal?                        ¿Puede
describirme lo que sintió?
Asiente.
—Me faltaba el aire, tenía
taquicardia  y  empecé  a ponerme  muy  nervioso. Intenté trabajar, pero no pude.
—¿Y qué hizo, entonces?
—Salí a caminar y¼


—¿Y qué?
—Y  un  rato  después  me
metí  en  un  bar  esperando  a que se hiciera la hora de venir acá.  Tomé  un  poco  —pausa —, bueno, el resto ya lo sabe.
Horacio                  asoció           su
angustia  a  la  aparición  de Malena.  De  modo  que  algo debe  de  haber  allí  que  lo angustió. Por eso insisto, para ver  si  puede  decir  algo  más


acerca de esto.
—Horacio,  ¿Malena  dijo o  hizo  algo  que  usted
recuerde?
Niega con la cabeza, pero percibo  que  otra  vez  se  ha
angustiado.                   Noto                  su
confusión y siento el esfuerzo que  hace  por  reprimir  el recuerdo de lo acontecido. Sé que  allí  hay  algo,  pero  sé también  que  no  es  esta  la


sesión  en  que  saldrá  a  la  luz.
Por eso me quedo en silencio.




No  siempre  es  el pensamiento  la  forma  en  la que  aparece  en  la  conciencia el  recuerdo  de  aquello  que nos  aqueja.  Por  el  contrario, el inconsciente manifiesta una manera  muy  diferente  de recordar. Lo hace bajo formas


extrañas,  pero  claras  para  un
analista.  En  esta  ocasión,  la forma que tomó ese recuerdo reprimido  para  aparecer  fue un sueño.
Horacio  vino  a  sesión  y, extrañamente, estaba relajado.
—Anoche  tuve  un  sueño
bastante cómico —me dijo.
—¿Ah, sí? ¿Y cómo era?
—Le  cuento.  Yo  estaba
en  un  aeropuerto  lleno  de


gente  y  conversaba  con  un
pasajero                                         mientras
esperábamos  para  embarcar. El  tiempo  pasaba  y  no  nos llamaban.  En  un  momento  el hombre  me  dice  que  ya  es  la hora, entonces nos acercamos al  mostrador  y  el  empleado nos  informa  que  debemos esperar  porque  el  avión  no está en condiciones todavía y que ya nos van a llamar. Pasa


un  rato  largo  y  vamos  a
preguntarle de nuevo y el tipo nos  dice  que  el  vuelo  ya  se fue.  La  gente  muestra  su pasaje  y  se  pone  como  loca porque  no  lo  habían anunciado.  Yo  miro  al empleado, que se hace bien el boludo,  y  me  empiezo  a  reír. De  repente  todos,  al  ver  que me estoy riendo comienzan a increparme.  Yo  trato  de


explicarles que no tengo nada
que ver. Discutimos y cuando me  doy  vuelta,  veo  que  el pasajero con el que yo estaba hablando  ya  no  está.  Se  fue. Lo busco con la mirada y me doy  cuenta  de  que  logró pasar. El hombre me mira, me sonríe  y  me  saluda  con  la mano  mientras  entra  en  la manga. Yo también lo saludo en tanto que los demás siguen


puteándome.  Y  ahí  me
desperté.
Dejo pasar unos segundos y  miro  el  rostro  sonriente  de Horacio.  Luego  comienzo
con                el                trabajo                  de
interpretación.
—¿Qué  se  le  ocurre  con
respecto a este sueño?
—No  mucho.  De  hecho, yo nunca me subí a un avión.
—¿Ah, no?


Hace  un  gesto  de
negación.
—Varias  veces  estuve  a punto  pero  siempre,  por  una cosa  o  por  otra,  terminé  no haciéndolo —pausa—. No sé. No  tengo  nada  más  para decir.
—Cuénteme  sobre  el pasajero  que  conversaba  con usted.
Piensa un instante.


—Era un hombre amable.
Se  ve  que  no  era  de  acá porque  dijo  que  tenía  ganas de  reencontrarse  con  su
familia. No me acuerdo más.
Cuando  la  resistencia  es muy  fuerte  ocurre  que  borra el  recuerdo  de  lo  soñado; otras  veces,  como  en  este caso, reprime la asociación.
Analizar  un  sueño  es  un
trabajo                    que                 requiere


paciencia.  De  modo  que  sigo
adelante  incentivándolo  a hablar.
—¿Y  el  otro  hombre?  El empleado con el que usted se ríe.
—No  sé.  ¿Qué  es  lo  que
quiere que le cuente?
—Cualquier  cosa.  Un
detalle, lo que se le ocurra.
Se  queda  pensando  un rato.


—Parecía agradable pero,
sin  embargo,  nos  cagaba  a todos.
—¿Por qué?
—¿Cómo  por  qué?
Porque  no  nos  avisaba,  los vuelos  se  seguían  yendo  y nosotros  nos  quedábamos esperando como boludos.
Lo  miro  y  acoto  con  voz
calma:
—Como Analía.


Me                    mira                    como
preguntando  de  quién  estoy hablando.
—Su  anterior  psicóloga. Usted dijo que nunca le avisó que no iba a ir más. Supongo que se debe de haber quedado
esperándolo         como               una
boluda, ¿no?
Horacio  enmudece  y  su
sonrisa                     comienza                      a
desaparecer de a poco.


—O  como  Lucrecia  —
continúo—.  Sospecho  que también  ella  se  quedó esperando  en  vano  en  el Registro Civil, e imagino que los  invitados  deben  de  haber estado  tan  furiosos  con  usted como  los  pasajeros  de  su sueño.
Me mira.
—¿Qué  quiere  decir?
¿Que yo soy ese empleado?


—No  lo  sé.  ¿Usted  qué
cree?
Duda.
—Puede ser.
—Y si así fuera, ¿quiénes
son  los  pasajeros  que  se
quejan?
Silencio.
—Horacio,  usted  me  dijo
que ellos tenían derecho a ser avisados  porque  habían sacado  sus  pasajes.  Dígame,


¿quiénes  tendrían  derecho  a
increparlo  a  usted  porque  se
fue sin avisarles?
—Bueno,  usted  lo  dijo.
Analía, Lucrecia¼
—¿La facultad, Malena?
Horacio  acababa  de  decir
que  no  recordaba  por  qué había  terminado  aquella relación, pero baja la cabeza y asiente,  con  lo  cual  queda claro  que  también  en  esa


ocasión  él  debe  de  haberse
ido sin decir nada.
—Incluso,  yo  mismo,
¿no?
—No entiendo —me dice confundido.
—Si  yo  no  lo  hubiera llamado  después  de  esa sesión a la que usted faltó sin avisar,  también  me  habría quedado  esperándolo  como
un boludo, ¿no le parece?


Ahora  ya  no  quedan
rastros  de  su  sonrisa  inicial. Está  claramente  angustiado. Pero debo continuar.
—¿Por  qué  hace  eso, Horacio?  ¿Por  qué  deja esperando  en  vano  a  la  gente que se ha ganado el derecho a
acompañarlo en la vida?
Piensa.  Duda.  Aparecen algunas lágrimas.
—No  lo  sé.  A  lo  mejor,


porque  como  el  empleado  de
mi  sueño,  parezco  un  buen tipo pero soy un hijo de puta.
Baja la mirada.
—¿Le  parece?  ¿Quién
sabe?  Tal  vez  no  sea  tan  así. Digo,  porque  en  el  sueño usted era uno más de los que se  perdían  el  vuelo.  Y  en  la vida,  también  —pausa—.  Se ha  quedado  sin  título,  sin familia,  como  dijo  recién:


varias  veces  estuvo  a  punto
de  subirse  al  avión,  pero  por un  motivo  u  otro,  nunca  lo
hizo, ¿por qué?
Está                         confundido,
quebrado  y  aquellas  lágrimas iniciales  se  han  convertido ahora en llanto.
—No  lo  sé,  Gabriel.  Le juro que no lo sé.
El  sueño.  No  tengo  que
olvidar                    que                 estamos


trabajando  un  sueño  que,  por
lo  que  veo,  dice  mucho  más de  lo  que  parecía.  Cuando  se llega  a  una  instancia  como esta, puede surgir la tentación de contener a un paciente que se  ha  desmoronado.  Pero,  en este  caso,  siento  que  hay mucho  por  extraer  todavía. Por  eso  continúo  a  pesar  de su estado emocional.
—El empleado dijo que el


avión  «no  estaba  en
condiciones».  ¿El  avión  es usted,  Horacio?  ¿Usted  cree que no está en condiciones de «embarcarse»  con  alguien  en
un proyecto de vida?
Me                    mira                    como
pidiéndome  que  me  detenga. Lo  que  empezó  como  un sueño  gracioso  se  le  ha transformado  en  un  hecho revelador  y  angustiante.  Lo


sé.  Quisiera  continuar.  Pero,
verdaderamente,  ya  no  puede más.
—Seguimos la próxima.
Horacio  se  pone  de  pie.
Caminamos  hacia  la  puerta. Le  doy  la  mano  para despedirlo y percibo un gesto en su rostro.
El               inconsciente                 es
también  repetición.  Y  tengo claro  el  modo  en  el  que


Horacio  repite.  Por  eso  hago
una última intervención.
—Horacio,  sepa  que  si decide  no  venir,  esta  vez  no voy  a  llamarlo.  Este  es  su viaje.  Y  tiene  el  derecho  de subirse o seguir esperando en vano.
La  semana  siguiente
Horacio vino a sesión.


—El  otro  día  me  quedé
mal  después  de  lo  que hablamos,  y  siento  que  usted tenía razón.
—¿A qué se refiere?
—A  que  yo  siempre  me
fui  de  los  lugares  y  de  las personas que podían hacerme bien.  Es  como  si  sintiera  que no tengo derecho a ser feliz.


—¿Y  por  qué  podría
sentir eso?
—Me                              encantaría
responder  a  esa  pregunta, pero no puedo.
El  analista  no  es  sólo alguien  que  escucha.  Es,  por sobre todas las cosas, alguien que  todo  el  tiempo  teje hipótesis  acerca  de  los
motivos                   posibles                   del
sufrimiento  de  sus  pacientes.


Cuando  alguien  habla  en  mi
consultorio,  voy  generando ideas,  preguntas,  incluso respuestas  que  den  cuenta  de por  qué  ese  sujeto  padece  de ese  modo  particular  y  único. Y  en  algunas  ocasiones  hay que  contrastar  esas  hipótesis y  ponerlas  a  consideración del  paciente.  Eso  fue  lo  que hice con Horacio.
—Tal  vez  usted  se  sienta


culpable  de  que  su  vida
siempre haya tenido un costo
tan alto para los demás, ¿no?
—¿Podría ser más claro?
—Sí.  A  su  mamá,  por
ejemplo,  su  nacimiento  le costó  la  vida.  Su  tía  y  su abuela,  sólo  se  dedicaron  a
cuidarlo. Y su padre¼
—¿Qué  pasa  con  mi
papá?
—Bueno,  usted  dijo  que


prefirió  no  rehacer  su  vida  y
quedarse  solo  para  que  nadie
pudiera                                     separarlos.
Demasiado  peso  sobre  sus hombros,  ¿no  le  parece?  Y demasiada culpa.
Hago  una  pausa  para  que pueda procesar lo que le estoy diciendo antes de continuar.
—Usted  acaba  de  decir que  siempre  se  fue  de  los lugares  que  podían  hacerle


bien,  pero  eso  no  es  cierto.
Usted  no  se  va,  Horacio. Usted  se  escapa  porque  tiene miedo  de  dañar  a  los  que ama.  Pero  ¿quién  le  dice?  A lo  mejor,  huyendo  los  daña aún más.
Me                    mira                    como
pidiéndome  que  lo  ayude  a decir algo.
—¿En  qué  se  quedó
pensando?


—En  que  en  otra  sesión
usted  me  preguntó  desde cuándo  había  empezado  a beber.
—¿Y?
—Que yo empecé a tomar
cuando  murió  mi  abuela  — pausa—.  No  lo  podía  creer. Sé  que  voy  a  decir  una estupidez,  pero  yo  pensaba que no se iba a morir nunca.
Horacio                    me                  está


indicando  la  situación  inicial
de  este  síntoma.  Y  es  algo muy importante saber cuándo esa  manera  patológica  de defenderse  contra  la  angustia hizo su aparición por primera vez.  Porque  marca  cómo  y ante  qué  circunstancias volverá  a  hacerlo.  En  este caso,  evidentemente,  él recurría  al  alcohol  frente pérdidas  que  no  podía


procesar.  Pero  era  necesario
que  pudiera  decirlo  y,  sobre todo, escucharse.
—¿Y  cuáles  fueron  las otras  ocasiones  en  las  que  se
emborrachó de esa manera?
Piensa.
—Distintas.  Cuando  dejé
la  facultad,  cuando  abandoné mi  análisis  con  Analía, cuando no fui al Civil.
—Bueno  —lo  interrumpí


—, no tan distintas, entonces.
Me mira extrañado.
—Horacio,  en  todas  esas
ocasiones hay algo en común: la muerte.
—No lo entiendo.
—Sí.  La  primera  vez  fue
la muerte de su abuela; luego, la  muerte  de  su  proyecto profesional.  Más  tarde  la muerte  de  su  espacio analítico, después de su sueño


de  tener  una  familia  —pausa
—.  ¿Y  esta  vez,  Horacio? ¿Cuál  fue  la  muerte  que  lo
llevó a tomar?
Mi pregunta lo angustia y empieza a lagrimear a medida que  el  recuerdo  se  abre  paso en su mente.
—Le  dije  que  ese  día  me encontré  en  la  calle  con
Malena, ¿lo recuerda?
Asiento.


—Bueno, ella me dijo que
se había cruzado con mi papá
el día anterior y¼
—¿Y qué, Horacio?
Le cuesta hablar.
—Y  que  lo  había  visto
muy cansado.
Se  quiebra  y  yo  hago  un respetuoso silencio.
—En  ese  momento  no  le di  importancia,  pero  cuando llegué  a  su  casa  lo  miré  y  vi


que Malena tenía razón —me
mira  acongojado—.  Mi  papá está viejo, Gabriel —pausa—. Mi  papá  también  se  me  va  a morir.
Dejo  que  se  desahogue unos  segundos.  Sé  que  mi intervención  le  va  a  doler. Pero es la que debo hacer.
—O  sea  que  su  padre  es ese  hombre  que  hablaba  con usted  en  su  sueño;  el  que  le


decía  que  ya  era  la  hora.  El
que quería ir a reunirse con su familia  en  otro  lado  —le hablo  en  tono  comprensivo —:  ¿Sabe  qué?,  tiene  razón, Horacio.  También  su  papá  se va a morir y usted no lo va a poder  evitar.  ¿Recuerda  que me  dijo  que  su  padre  había rehusado  hacer  su  vida  para
que nadie los separara?
—Sí.


—Bueno,  creo  que  usted
hizo lo mismo. Renunció a su profesión,  a  sus  proyectos  de pareja,  incluso  a  su  análisis para  que  nada  se  interpusiera entre  ustedes.  Pero  tal  vez  se equivocó.
—¿Qué  quiere  decir  con
eso?
—Que  a  lo  mejor  no  era la  vida  la  que  los  iba  a separar, sino la muerte.


Deja  escapar  un  quejido
desgarrado.
—Pero  yo  ya  perdí  a  mi mamá,  a  mi  abuela,  ¿y  ahora mi  viejo?  —se  enoja—.  ¿Por qué siempre lo mismo? No es justo, Gabriel.
Asiento.
—Horacio,  la  vida  no
siempre  es  justa.  Pero  se equivoca,  porque  no  es  lo mismo.  Usted  vivió  esas


muertes  como  si  lo  fueran,
que  no  es  igual.  ¿Recuerda que  me  dijo  que  su  madre había  muerto  sin  siquiera haberle  podido  dar  un
abrazo?
—Sí.
—Pues bien, según lo que
me  dijo,  su  abuela  le  dio muchos;  y  con  su  padre, aunque  ya  esté  viejo,  tal  vez le  queden  cosas  para


compartir  todavía,  ¿no  le
parece?
Se  queda  pensando  en  lo que  le  acabo  de  decir.  Estoy tratando  de  romper  una cadena  de  sucesos  que  ha enlazado  como  si  fueran eslabones  similares.  Intento introducir  la  diferencia  para que  pueda  correrse  de  ese lugar  en  el  que  cada  pérdida es  igual  y,  sobre  todo,  en


donde  siempre  Horacio  es  el
culpable de que ocurra.
Nos               quedamos                  en
silencio.  Minutos  después doy  por  terminada  la  sesión. Camina  cabizbajo  hasta  la puerta, pero antes de salir me mira suplicante.
—Ayúdeme.  ¿Qué  debo
hacer?
No  debo  responder  a  esa pregunta.  Es  él  quien  tiene


que  encontrar  el  modo  de
salir de este laberinto; yo sólo puedo  acompañarlo  en  el recorrido.  Sin  embargo,  ha sido  profundo  y  generoso  en su  entrega  con  el  análisis  y considero que merece algunas palabras  que  mitiguen,  al menos  un  poco,  tanta angustia.
—Bueno,  hasta  ahora  lo ha  atormentado  el  tema  de  la


muerte  de  los  otros.  A  lo
mejor  podría  intentar  pensar en  su  propia  vida,  ¿no  le
parece?
No  responde.  Apenas  si esboza una sonrisa y sale a la calle.




Durante  toda  la  semana me  encontré  pensando  en Horacio.  Muchos  suponen


que  los  analistas  debemos
analizarnos  para  descargar  el peso  que  los  pacientes  dejan sobre nuestros hombros. Pero no  es  así.  Nos  analizamos para  intentar  hacer  algo  con nuestro  propio  sufrimiento. De  la  angustia  de  los
pacientes               nos              defiende
nuestra  propia  angustia,  que se  impone  y  nos  obliga  a hacer algo con ella.


Sin  embargo,  en  esta
ocasión,  había  quedado  muy movilizado  por  lo  que Horacio  trajo  a  sesión.  Las pérdidas,  la  muerte,  el  padre. Todos  temas  que  me
resultaban                            demasiado
cercanos  como  para  no sentirme conmovido.
Sé  que  la  distancia  es necesaria y que de nada sirve esa  empatía  que  me  hubiera


llevado  a  abrazarlo  y  llorar
junto a él. Por el contrario, si en  algún  lugar  podía ayudarlo,  era  desde  la comprensión  profunda  de  su situación  y  la  convicción  de que  era  su  dolor  y  no  el  mío el  que  contaba  en  este análisis.
A  la  semana  siguiente, cuando  se  hizo  la  hora  en  la que  debía  venir  y  no  llegaba,


me  preocupé.  Sabía  que  la
sesión  anterior  había  sido muy  dura,  pero  reveladora. Horacio  no  venía  y  esta  vez no iba a llamarlo. Él y sólo él debía  defender  este  espacio. Por  suerte  el  timbre  del teléfono  me  sacó  de  mis cavilaciones.
—Hola.
—Hola,  Gabriel.  Soy  yo,
Horacio.  Le  pido  mil


disculpas,  pero  se  me
complicó  algo  en  el  trabajo. ¿Podría  recuperar  la  sesión mañana?  No  quiero  dejar  de ir.
Sentí  alivio  al  escucharlo y  sonreí  sabiendo  que Horacio  quería  cambiar  y  se
estaba                       dando                      una
oportunidad.
—Claro. Por supuesto que puede  —le  dije  y  acordamos


un  horario  para  el  día
siguiente.

No hay comentarios:

Publicar un comentario