jueves, 9 de abril de 2015

HISTORIAS INCONSCIENTES-AMAR CON LOCURA (La historia de Julio)

AMAR CON
LOCURA



(La historia de Julio)


La dignidad no
consiste en nuestros honores, sino en el reconocimiento de
merecer lo que
tenemos.


ARISTÓTELES


Conocí  al  doctor  Julio
Larrañaga  en  el  cumpleaños de un amigo en común. Sabía de quién se trataba, ya que es
un                  profesional                    muy
reconocido  en  su  área:  la psiquiatría.  En  un  momento de  la  noche  coincidimos buscando  un  espacio  algo menos  ruidoso.  O  al  menos, eso creía yo, que el encuentro había  sido  fruto  de  la


casualidad.                                Después
comprendería que no fue así.
Julio  es  un  hombre brillante, de unos cincuenta y cinco años, ojos oscuros y de contextura  media.  Elegante, culto y de trato agradable.
Nos  pusimos  a  dialogar acerca  de  una  de  las  últimas publicaciones que había leído de  él  en  las  que  alentaba  el
trabajo                     conjunto                     de


psiquiatras  y  psicólogos  con
pacientes  límite.  Su  mirada era  interesante  y  su  prosa clara y motivadora.
Estábamos  hablando  de ese  artículo  cuando  nuestro común  amigo,  Santiago,  se sumó  a  la  conversación  y pasamos a otros temas menos específicos.
Fui  uno  de  los  primeros en  retirarse  de  la  reunión  ya


que  estaba  agotado  y  al  otro
día  debía  levantarme  muy
temprano.               Cuando                nos
despedimos  me  dijo  que  le gustaría  continuar  nuestra charla  en  otro  momento.  Le agradecí  y  le  manifesté  el mismo deseo.
—¿Cuándo?                    —me
preguntó  sin  disimular  su ansiedad.
—En la semana. Jueves o


viernes  podría  ser,  aunque
supongo  que  también  usted debe de estar muy ocupado.
A pesar de que era apenas mayor  que  yo  y  del  lugar  en el  cual  nos  habíamos conocido,  la  admiración  y  el respeto  mutuo  nos  llevó,  sin pensarlo, a renunciar al tuteo.
—Me  puedo  acomodar cuando a usted le venga bien.
Le  dije  que  el  jueves


podríamos  almorzar  juntos  y
su respuesta me sorprendió.
—Si  no  le  molesta, preferiría  que  fuera  en  su consultorio.
Acepté  su  propuesta, intuyendo  que  no  quería hablar  de  sus  escritos,  y  lo esperé  el  jueves  a  la  hora convenida.


Llegó  puntualmente.  Lo
hice  pasar  y,  como  aún  no sabía  de  qué  se  trataba  en realidad  ese  encuentro,  le ofrecí  un  café.  Fui  entonces hasta la cocina y preparé uno para  cada  uno.  Al  volver  al consultorio  lo  encontré observando  la  biblioteca.  Me miró  y  señaló  uno  de  mis


libros.
El  lado  B  del  amor  — sonrió—.  Lindo  revuelo generó  con  lo  que  expuso aquí.
—Doctor,  usted  sabe  que no  he  desarrollado  ninguna teoría  nueva.  Sólo  algunas observaciones clínicas.
—Sea  como  fuere  el trabajo es muy interesante. Lo felicito.


Le agradecí con un gesto.
—No  pensé  que  alguien
como  usted  se  interesara  en estos temas —bromeé.
—¿Y  por  qué  no?  Mire que  los  psiquiatras  también podemos sentir por amor.
—Por  supuesto  —dije
serio—.                                   además,
angustiarse, ¿o no?
Asiente  y  se  ubica  en  el escritorio  frente  a  mí.  Me


quedo                 unos                segundos
pensando  cuál  es  la  mejor manera  de  seguir.  Pero  es evidente que quiere hablar de él  y  que  eligió  el  consultorio porque es el ámbito adecuado para  hacerlo.  De  modo  que decido  olvidarme  del  doctor Larrañaga  y  permitir  que aparezca Julio.
—¿Por  qué  no  me  cuenta qué es lo que le está pasando?


Suspira,  como  juntando
fuerzas antes de empezar.
—Lo  que  me  está pasando es grave, o al menos lo  es  para  mí.  Desde  hace unos  meses  me  cuesta atender. No estoy como antes, no  me  gusta  escuchar  a  los pacientes  y  me  broto  si  me contradicen o si no aceptan la medicación.
—Julio,  usted  sabe,  a


veces  los  pacientes  se
resisten,  tienen  miedo.  Es  un
mecanismo               de              defensa
bastante  esperable  y  supongo que  es  algo  que  debe  de haberle  ocurrido  muchas veces  en  tantos  años  de trabajo.
—Por  supuesto.  Pero ¿qué  quiere  que  le  haga?  No puedo evitar irritarme.
Se  muerde  el  labio


inferior  y  gesticula  molesto
consigo mismo.
—¿Qué pasa?
—Me  da  un  poco  de
vergüenza decirlo.
—No  se  preocupe.  Aquí
no                tiene                 por                qué
avergonzarse.  No  estoy  para juzgarlo.
Asiente.
—Es que —se interrumpe
—,  hace  una  semana  me


peleé con un paciente.
—¿Tuvo  una  discusión
fuerte?
—Ojalá  hubiera  sido  eso, pero la verdad es que casi me cago  a  trompadas  con  un hombre  que  lleva  cinco  años atendiéndose conmigo.
Ha  aparecido  un  episodio sintomático reciente. Es cierto que  no  ha  de  ser  más  que  la punta del iceberg. Aun así, es


importante  saber  cómo  y  por
qué se dieron las condiciones para que esto pasara.
—¿Y  qué  fue  lo  que
motivó su enojo?
—Un  informe  que  tuve que  hacerle  para  la  prepaga. Usted vio cómo es eso. Piden los numeritos del DSM 4; una
boludez  que  no  sirve  para
nada,  pero  si  no  le  pongo  un diagnóstico que figure allí no


le cubren el tratamiento.
Lo  sé.  Alguna  vez  me  ha tocado  hacerlo  y  tengo enormes  diferencias  con  las caprichosas  clasificaciones sintomáticas  del  DSM[2].  Me parecen  un  intento  de uniformar  y  describir  rasgos en  lugar  de  pensar  en  la
individualidad                de              cada
paciente  y  su  estructura psíquica.  Pero  ni  Julio  ni  yo


estamos  en  condiciones  de
hacer  algo  para  cambiar  eso. De todas maneras, ninguna de nuestras  diferencias  con  este modo  de  funcionamiento  de las  empresas  de  salud justifica la reacción que tuvo. Así que continúo.
—¿Y qué hay con eso?
—Que  el  tipo  leyó:
«Trastorno                 de                      la
personalidad» y se puso loco.


Me dijo que él no era ningún
trastornado.  Al  principio intenté  explicarle  cómo funcionaba  esto,  pero  él seguía y seguía; hasta que me saqué.
—¿Y qué hizo?
—Le  rompí  el  informe  y
le dije que si no le gustaba mi opinión  se  fuera  a  ver  a  otro psiquiatra  y  me  dejara  de romper  las  pelotas.  Me  paré,


lo  agarré  del  brazo  y  lo
empujé  fuera  de  mi consultorio —me mira—. No sabe la gente que estaba en la sala  de  espera¼  Habrán pensado, y con razón, que yo estaba  más  loco  que  mis pacientes.  Pero  no  pude controlarme.  Le  juro  que  lo hubiera matado.
Veo  la  furia  dibujada  en su rostro. Intento que mi tono


suene calmo y comprensivo.
—Julio,  usted  es  un médico  experimentado.  Y, como dijimos recién, no debe de ser esta la primera vez que un  paciente  le  dice  algo  así. ¿Por  qué  cree  que  un  hecho como este lo desbordó tanto?
—No  tengo  ni  idea.  Pero ya  le  dije  que  hace  unos meses que estoy susceptible.
—«Hace  unos  meses»  —


repito—.                Bueno,                 pero
entonces  no  se  trata  de  algo que  le  despertó  este  paciente en particular.
—No,  claro  que  no.  Si ando con ganas de agarrarme a  trompadas  con  la  vida. Todo  me  saca  y  me descontrolo.  Ya  sea  un  viejo que  cruza  mal  la  calle,  un chofer  que  me  tira  el colectivo encima o un alumno


de la facultad que no entiende
las consignas de la tesis.
Lo miro en silencio.
—Es  así  —se  excusa—,
me viene como una explosión de  violencia  que  no  puedo controlar. Pero lo que más me preocupa es que me pase con los  pacientes.  Lo  demás  es horrible, pero puede esperar.
Pienso en lo que ha dicho e  intento  calmar  un  poco  el


clima y llevarlo a otro lugar.
—Julio,  cuando  enumeró las  situaciones  ante  las  que tenía  estos  excesos  de violencia  usted  habló  de  un paciente,  de  un  colectivero, de  un  viejo,  de  un  alumno. ¿Se  dio  cuenta  de  que  todos
son hombres?
Se  queda  pensando  y asiente.
—La verdad es que no lo


había  advertido,  pero  sí,  son
todos hombres.
—Y  podríamos  decir  que esos  hombres  tienen  algo  en común.
Me  interroga  con  la mirada.
—Cruzan  mal  la  calle,  le tiran el colectivo encima o no respetan  sus  lineamientos como  tutor.  Todos  rompen alguna  regla.  ¿Está  de


acuerdo?
Piensa. —Sí.
—¿Y los pacientes?
—¿Qué pasa con ellos?
—Digo,                            aquellos
pacientes  que  lo  sacan,  ¿qué
reglas rompen?
Mi  pregunta  lo  deja confundido.
—No sé, no se me ocurre nada.


—¿Seguro?
—Sí.  Sólo  que  son
pacientes                               inestables,
perturbados.
—¿Perturbados por qué? —Distintas cosas.
—¿Alguna en común?
Se queda meditando.
—No lo sé¼
—Bueno,  entonces,  si  no
se  le  ocurre  nada,  dejemos acá.


Nos              despedimos                y
acordamos                  un                nuevo
encuentro  para  la  semana siguiente.
Cuando  se  fue  volví  a  mi escritorio  y,  casi  sin  darme cuenta,  escribí  una  frase: «Hombres  que  merecen maltrato  porque  no  cumplen con las reglas».


Si  bien  Julio  era  un
excelente  profesional  de  la salud  psíquica,  reconocido  y renombrado,  eso  nada  decía de  cómo  podría  ser  como analizante.  Es  más,  no  pocas veces ocurre que los médicos no son buenos pacientes. Una cosa  es  saber  sobre  la
complejidad                                           del


funcionamiento de la mente y
otra  muy  distinta  es  tener  el deseo  y  el  coraje  de  recorrer esa  complejidad  en  uno mismo.
Por suerte, en la siguiente entrevista  demostró  haber estado  trabajando  sobre  lo que  habíamos  hablado  en nuestro primer encuentro.
—Estuve  pensando  en  la pregunta  que  me  hizo  el  otro


día.
—¿Cuál?
—Esa acerca de las cosas
que  podrían  tener  en  común los  pacientes  con  los  que  me exaspero.
—¿Y?
—Y¼,  no  sé  si  será
importante,  pero  creo  que algo encontré.
—¿Qué cosa?
—Problemas  con  sus


parejas.  Eso  es  lo  que  tienen
en  común.  Son  tipos  con relaciones raras, tormentosas.
—¿Qué  quiere  decir
cuando dice tormentosas?
—Eso.  Que  viven  en  un
clima agresivo, violento.
—Ah,  violento.  Qué casualidad,  ¿no?  Igual  que usted  desde  hace  un  tiempo —pausa—.  Y  dígame,  ¿por qué  estos  pacientes  tienen


problemas con sus parejas?
Levanta los hombros.
—Bueno,  usted  sabe.  Ya
lo dijo en su libro: la pareja es difícil.
Me cita intentando buscar una  empatía,  casi  una
complicidad                    en                   ese
pensamiento.  Pero  noto  este movimiento  inconsciente  y me corro de ese lugar con una pregunta.


—¿La pareja de quién?
Me mira sorprendido.
—De  mis  pacientes,
obvio.  ¿De  quién  estamos
hablando?
Hago  un  gesto  como  no dando por obvia la respuesta.
—No  lo  sé.  ¿De  quién
está hablando ahora, Julio?
Se  hace  un  silencio.  Le doy  tiempo  a  que  se  haga cargo  de  sus  palabras  y  se


involucre  en  ese  juicio  de
valor  que  acaba  de  hacer.  Es evidente que está hablando de sí  mismo  y  es  demasiado inteligente  como  para  no asumirlo.
—Gabriel,  la  verdad  es que,  desde  hace  un  tiempo, también  mi  pareja  se  puso difícil.
—¿Ah, sí? ¿Y por qué?
Agacha  la  cabeza.  Noto


con  claridad  que  está  por
contar  algo  que  le  cuesta decir.
—Es  algo  que  tiene  que ver  con  la  infidelidad.  Usted, en  ese  mismo  libro,  dice
que¼
Lo interrumpo.
—Julio,  lo  que  yo  haya
escrito  en  ese  libro  no  tiene ninguna  importancia  en  este momento.  Aquí  y  ahora  lo


único que interesa es lo que a
usted  le  pasa  con  ese  tema. Olvídese de mi libro. Esta no es  una  discusión  teórica  ni una  charla  de  amigos.  Usted está  aquí  porque  sufre  y  si quiere  que  yo  lo  ayude,  por favor,  deje  de  citarme  y hábleme  de  por  qué  la infidelidad  le  está  volviendo difícil la pareja.
Se  queda  un  momento


mirándome  hasta  que  vuelve
a hablar.
—Mire,  yo  siempre  tuve con  mi  mujer  una  relación muy  linda.  Alguna  vez  la engañé, no se lo voy a negar, pero  siempre  fue  algo
pasajero,                      nada                     de
importancia.  Una  colega, alguna  alumna  de  tesis  — piensa—, también una vez en un  congreso,  pero  ya  hace


mucho de eso, por suerte.
—¿Por  qué  dice  por
suerte?
—Porque  al  principio  era divertido.  ¿A  quién  no  le
gusta                  coger,                   sentirse
atractivo?  Pero  en  un momento  empecé  a  pasarla mal y me invadió una enorme sensación de culpa.
—¿Y  por  qué  cree  que así,  de  golpe,  comenzó  a


sentirse culpable?
—No  lo  sé,  pero  empecé a  pensar  que  mi  pareja  no soportaría  un  engaño  y  me dio miedo.
Al  decir  esto  su  rostro  se ensombrece.  Conozco  esa situación.  Sé  que  algo  debe de  haber  pasado  por  su cabeza. Algo que no dice.
—Julio, ¿qué siente usted
por su mujer?


Respira  profundamente,
una,  dos  veces.  Cuando levanta  la  cabeza  lo  veo conmovido.
—Yo  no  podría  vivir  sin mi  mujer.  Tal  vez  por  eso paré con todo aquello, porque intuí que si Carla se enteraba de  mis  engaños  se  iba  a querer  separar.  Ella  no
perdonaría una infidelidad.
Baja  la  mirada  y  una


pregunta se me impone.
—¿Y usted, Julio? ¿Usted
perdonaría una infidelidad?
Me  mira  confundido. Hasta  el  final  del  encuentro ninguno de los dos dice nada.




En  la  siguiente  sesión Julio  comenzó  hablando  del tema  que  había  quedado
pendiente                 en                 nuestro


encuentro anterior.
—El  otro  día,  de  nuevo me  fui  pensando  en  su pregunta.
—¿Qué  pregunta?  —le dije,  sabiendo  bien  a  qué  se refería.  Pero  me  pareció importante  que  instalara  la cuestión  con  todas  las palabras necesarias.
—Acerca  de  si  yo perdonaría  una  infidelidad  de


mi mujer.
—¿Y  qué  puede  decir  de
eso?
—Que  la  verdad  es  que no  lo  sé.  No  es  que  no  me banque  ser  cornudo,  pero  me pregunto qué clase de hombre tendría  uno  que  ser  para soportar  eso  —me  mira—. Digo,  ¿usted  toleraría  que  su mujer  se  acostara  con  otro
hombre?


No  respondo.  Lo  miro
imperturbable y no doy lugar a  su  pregunta.  Por  el contrario,  mi  pensamiento  ha quedado  en  otro  de  sus dichos:  «no  es  que  no  me banque  ser  cornudo».  Freud habló  claramente  de  esta manera particular de armar un discurso  y  lo  ligó  al mecanismo  de  negación. Según notó en su experiencia


clínica,  cuando  un  paciente
comienza  una  frase  diciendo: «no  es  que¼»,  lo  que  está intentando  es  reprimir  la veracidad  del  juicio  que
expondrá              luego.                  Él aconsejaba              quitar            esa
negación  y  dar  crédito  al resto. En este caso, Julio está confesando  claramente  que no se banca «ser cornudo».
Tomo  nota  de  esto  y  lo


sigo escuchando.
—Además,  yo  necesito  a Carla a mi lado.
—¿Ah, sí? ¿Y por qué?
—Por  muchas  cosas.  Ella
es  la  persona  más  importante de mi vida. Me hizo feliz, me dio  proyectos,  sueños.  Antes de  conocerla  yo  era  un hombre  hosco,  un  huraño. Ahora,  en  cambio,  soy  otra persona.  O  al  menos  me


gustaría pensar que lo soy.
Julio  no  puede  escuchar lo  que  dice,  pero  yo  sí.  Esa es,  en  gran  parte,  la  labor  de un  analista.  Escuchar  y devolverle  al  paciente  esas palabras  que  pronuncia  sin siquiera  saber  lo  que  ha dicho.
—Así  que  le  gustaría pensar  que  es  otra  persona.
¿Quién?


—¿Quién,  qué?  —me
pregunta asombrado.
—¿Qué  otra  persona  le
gustaría ser?
Duda.                   Pero                   está
visiblemente  tocado  por  mi intervención.  Creo  que  es momento  de  poner  a  jugar  la frase  que  quiso  negar  hace apenas unos segundos.
—Julio,  usted  recién  dijo que  «no  es  que  no  se  banque


ser  cornudo».  ¿Sabe?,  por  lo
general  cuando  alguien  arma así  una  frase  está  queriendo decir  lo  contrario.  Dígame, ¿usted  cree  que  su  mujer  lo
engaña?
Me  mira  serio.  Con  un gesto fatal.
—No, no lo creo —pausa —, lo sé.
Luego  de  que  dijera  esto, ambos  soportamos  dos  o  tres


minutos  de  un  silencio  denso
en  el  cual  veo  transfigurarse la  cara  de  Julio.  Después
continúa:
—Carla  me  engaña  desde hace más de dos años. Con el mismo hombre.
—¿Y  ese  es  el  hombre
que le gustaría ser?
Asiente.
—El  hombre  que  se  coge
a mi mujer.


Hemos  empezado  a
caminar  por  un  territorio difícil  y  sensible.  Julio  está dolido  y,  de  algún  modo,
avergonzado.                  Pero                es
necesario  que  siga  hablando de  esto  y  sé  que  debo  andar con mucho cuidado.
—¿Y cuándo lo supo?
—Lo  descubrí  hace  un
par de meses.
—«Un  par  de  meses».


Justo cuando decidió dejar de
engañarla;  cuando  empezó  a
ponerse violento, ¿no?
Silencio.
—¿Cómo  fue  que  lo
descubrió?
Julio baja la mirada. —Me metí en su mail. —¿Y cómo hizo eso?
—Simple,  le  hackeé  la
cuenta. No es algo tan difícil.
No  me  gusta  lo  que  está


diciendo.                  Tengo                  una
valoración  extrema  por  el respeto  a  la  privacidad  y considero  que  nada  justifica actitudes como la que me está describiendo.  Pero  no  puedo permitirme  condenarlo.  Es necesario  que  lo  siga escuchando  con  respeto  y atención.
—¿Y qué encontró?
Su mirada se endurece.


—Todo.  El  nombre  de  su
amante,  su  teléfono,  muchos de  los  arreglos  que  hicieron para  acordar  sus  citas. Incluso¼ —se interrumpe.
—Incluso ¿qué?
—Los  lugares  a  los  que
fueron,  lo  que  hicieron¼  y mucho más.
Comprendo  que  Julio  se ha  metido  en  un  infierno  y que  se  ha  regodeado


perversamente en su dolor.
—¿Y usted leyó todo eso? —Sí,  hasta  la  última
palabra.
—¿Y  cómo  se  sintió
después de hacerlo?
Pausa.
—Humillado.
Me  mira  con  una  mezcla
de  bronca  e  impotencia  antes de continuar.
—¿Usted  sabe  lo  que  se


siente  al  leer  como  la  mujer
que  uno  ama  le  chupa  la  pija a  otro  hombre?  ¿Que  le  dice que  nunca  gozó  así  con nadie? ¿Que se toca pensando en  él  todas  las  noches, mientras yo duermo? ¿Que no ve la hora de que se la vuelva
a coger?
—Julio, ¿por qué lo hizo? ¿Por  qué  se  lastimó  leyendo todo  eso?  ¿No  bastaba  con


saber que Carla lo engañaba?
¿Era  necesario  que  se denigrara de este modo? Pare con esto. No se entregue a ese placer masoquista que le está envenenando  la  vida  —pausa —,  porque  después  se  quiere agarrar  a  trompadas  con  el mundo cuando en realidad su enojo,  claramente,  no  es  ni con  sus  alumnos,  ni  con  los viejos  que  cruzan  mal  la


calle, ¿no?
Hago  una  breve  pausa antes de continuar.
—Usted  dijo  en  otra sesión  que  su  pareja  no soportaría  un  engaño,  pero parece  ser  que  el  que  no  lo está  pudiendo  soportar  es usted.
Lo  miro.  Sus  ojos  están rojos  a  causa  del  llanto  y  la rabia.


—Gabriel,  ¿sabe  por  qué
vine  a  verlo?  —pausa—. Porque  necesito  decidir  dos cosas.
—¿Cuáles?
—La  primera  —me  clava
la  mirada—  es  si  la  mato  o no.
Silencio.
Sé  que  no  cualquiera  es
capaz  de  un  acto  así  y  Julio no da la impresión de ser uno


de  ellos.  Pero  no  puedo
subestimar  la  situación. Después  de  todo,  no  deja  de ser un hombre desesperado al que todo su mundo, su hogar e  incluso  su  propia  dignidad se le han derrumbado. Por eso intento  que  pueda  escucharse hablando de esto.
—Julio,  ¿se  da  cuenta  de la  gravedad  de  lo  que  está diciendo?  ¿Usted  se  cree


capaz  de  pegarle  un  tiro  a  su
mujer, por ejemplo?
—No, no es necesario ser tan cruel. Claro que no podría pegarle  un  tiro.  Esa  sola  idea
ya me da escalofríos. Pero¼
—¿Pero qué?
Julio  tiene  la  mirada
perdida.  Como  si  estuviera viendo lo que relata.
—Disolver                        algunas
pastillas en un vaso sería algo


muy fácil de hacer para mí.
—¿Así  que  le  sería  fácil? ¿Está  seguro?  Porque  usted mismo  dijo  que  no  podría vivir sin ella.
Vuelve  a  mirarme  y  se pone aún más serio.
—Exactamente.  Y  ese  es el segundo de los temas.
Comprendo  lo  que  quiere decir.  Está  hablando  de suicidarse.


La  muerte  es  un  enigma
y,  como  todo  enigma,  atrae, hipnotiza.  Es  esa  sensación que  aparece,  por  ejemplo, cuando  alguien  mira  hacia abajo  desde  una  gran  altura. Suele  ocurrir  en  esas ocasiones  que  la  persona  se sienta  atraída  por  el  vacío. Incluso  que  se  cruce  por  su


pensamiento  la  idea  de
arrojarse.  Por  suerte,  en  la mayoría  de  los  casos  es  una sensación  controlable,  que angustia  un  poco  porque, quien  la  experimenta  se pregunta  luego  cómo  fue capaz de pensar en eso.
Sin  embargo,  no  sería  la primera  vez  que  alguien  que no desea realmente suicidarse termina  matándose  de  todos


modos. La falta de registro de
la  muerte  en  el  inconsciente puede  generar  la  idea  de  que se puede volver atrás después del  acto.  Pero,  sea  como fuere,  Julio  había  abierto  una puerta  que  conducía  a  sus deseos  más  siniestros  y autodestructivos.
Era  un  hombre  humillado al  que  ya  nada  parecía importarle  y,  en  esta  caída,


podía  ser  capaz  de  hacer
cosas extremas.
Llega a la próxima sesión con  aspecto  descuidado  y,  de inmediato,  el  clima  se  pone tenso.
—Anoche  la  seguí,  a
Carla, por supuesto¼
—¿Y qué pasó?
—Fue  a  un  hotel  con  su
amante.  Un  tipo  joven,  buen mozo.


Habla  casi  como  un
autómata.
—Yo                  me                  quedé
esperando  en  la  esquina, adentro  del  auto.  Desde  allí podía  ver  la  puerta  del  hotel —pausa—.  Fueron  las  dos horas  más  largas  de  mi  vida. Me la pasé imaginando lo que estarían  haciendo.  Hasta  que por  fin  salieron  —sonríe dolorido—.  Carla  estaba


radiante,  luminosa.  ¿Sabe?,
nunca  estuvo  así  después  de coger conmigo.
Comprendo que Julio está caminando por el borde de un abismo. Que cada uno de sus actos  lo  acerca  más  a  la tragedia  y  una  sensación  de
inquietud                comienza                   a
ganarme.
—Pero  allí  no  termina todo —continúa.


—¿Ah,  no?  ¿Qué  más
hizo?
Me  mira  con  una  mezcla de bronca, dolor y vergüenza.
—Cuando se despidieron, lo seguí.
—¿A él?
—Sí,  a  él.  Lo  seguí  hasta
su casa.
—¿Para qué?
—Porque                    necesitaba
saber  dónde  vivía,  poder


ubicarlo.
Intento  apelar  a  algún resto de sanidad que quede en él.
—¿Por  qué  se  hace  esto?
¿Por                  qué                 disfruta
lastimándose?
Se encoge de hombros.
—Tal  vez  sea  mi  manera
de hacer algo.
—Algo  que  lo  humilla  y le  duele.  Julio,  lo  que  dijo  la


sesión pasada fue muy grave,
y  este  comportamiento  sigue en  esa  misma  dirección.  ¿No cree que si no frena a tiempo esto  puede  terminar  en  una
tragedia?
—¿Y si así fuera, qué? — pregunta desafiante—. ¿No se lo  merece,  acaso?  No, Gabriel,  no  voy  a  parar.  Ella sí  que  no  se  va  a  salvar después de lo que hizo.


Su  frase,  por  suerte,
parece  abrir  otra  cosa.  Y hacia  allí  apunto  intentando sacarlo  de  esta  obsesión  tan riesgosa.
—Acaba de decir: «ella sí que  no  se  va  a  salvar».  ¿De quién  está  hablando,  Julio? ¿Qué otra mujer sí se salvó a
pesar de lo que hizo?
Mi               intervención         lo
confunde.  Está  shockeado.


Intenta resistirse.
—No,  no  —balbucea—,
yo quise decir¼
—No  importa  lo  que quiso  decir,  importa  lo  que dijo.  ¿En  quién  está
pensando?
Se queda en silencio unos segundos hasta que algo en él empieza  a  ceder.  Su  cara  se transforma  y  aparecen  unas lágrimas.


—En mi papá.
—¿Qué  pasó  con  su
padre?
Respira  profundamente intentando  recuperar  el control.
—Él  también  fue  un cornudo,  como  yo.  Mi  mamá lo  engañaba  con  un  vecino. Un  tipo  que  tenía  un  taller mecánico en la esquina.
—Y  usted,  ¿cómo  sabe


acerca de eso?
—Porque  un  día,  estando en  casa,  escuché  gritos.  Mi papá  la  estaba  insultando,  le decía  que  era  una  puta  y  que la iba a matar.
—Como  usted  quiere hacer  con  Carla  —pausa—. ¿Qué  edad  tenía  cuando
sucedió eso?
Duda.
—Seis o siete años, más o


menos.
Asiento.
—¿Y  qué  más  pasó  ese
día?
De  a  poco  su  postura cambia  y  ese  hombre humillado  y  dispuesto  a cualquier cosa deja paso a un chico asustado.
—Me  acerqué  hasta  el cuarto  y  los  vi.  Mi  mamá estaba  arrodillada  y  mi  papá


le había puesto un revólver en
la cabeza.
Su gesto devela su miedo, su desolación.
—Yo  me  quedé  parado
y¼
—¿Y qué?
—Por  Dios,  Gabriel.
Usted  no  sabe.  Tenía  tanto miedo  que  me  hice  pis encima.  En  eso  mi  papá  me vio  y  se  quedó  tieso,  le


cambió la cara y me di cuenta
de que se había angustiado.
Julio  habla  de  la  angustia de su padre, pero ahora el que está  angustiado  es  él.  Se queda  callado  y  comprendo que  es  un  momento  muy importante  para  su  análisis. Es  un  instante  crucial  ya  que algo del pasado ha entrado en conexión  con  su  conflictivo presente.  Esta  es  la


posibilidad  que  tengo  para
ayudarlo a evitar que, movido por  traumas  de  su  historia, haga algo irreparable ahora.
—Siga, Julio, siga.
—Entonces,  dejó  el
revólver sobre la cama y vino hasta  donde  yo  estaba.  Me abrazó  y  se  puso  a  llorar como  un  chico  —el  recuerdo lo  conmueve—.  Después armó  un  bolso  con  sus  cosas


y  las  mías  y  nos  fuimos  a  lo
de mi abuela.
Pausa.
—¿Y qué pasó después?
—Nunca  más  volví  a
vivir  con  mi  mamá.  Y  mi padre jamás volvió a ser feliz. Simplemente  se  dejó  estar  y se  fue  secando  como  una rama  hasta  el  día  de  su muerte.
Silencio.


—Dígame  lo  que  está
pensando  —lo  invito  a continuar.
—En  que  mi  papá  nunca pudo vivir sin mi mamá.
—Como  usted,  que  no
puede vivir sin Carla.
Me mira y su gesto vuelve a endurecerse.
—Sí,  pero  yo  no  soy  él. Yo  no  voy  a  repetir  la historia, se lo aseguro.


—Espero  que  así  sea  —
agrego y doy por concluida la sesión.




Por  lo  general,  los analistas  seguimos  con nuestras  cosas  después  de terminar  cada  jornada,  pero en  casos  como  estos  es  muy difícil no quedarnos pensando en  los  pacientes.  No  podía


dejar  de  inquietarme  ante  la
posibilidad  de  que  Julio cediera  a  esos  actos desesperados  que  se  le cruzaban  por  la  cabeza. Estaba convencido de que no lo haría, pero la psicología no es  una  ciencia  exacta  y  lo imprevisto  acecha  en  cada decisión.
Nos  unía  un  secreto profesional  pero  aun  así  tuve


dudas.  Nuestra  ética  nos
permite  romper  ese  silencio en los casos en los que la vida de  alguien  está  en  riesgo.  Y en  esta  ocasión  no  era  una vida, sino dos las que pendían de un hilo.
Decidí  darme  una  o  dos sesiones  más  antes  de  tomar una resolución al respecto.
A la próxima sesión llegó desolado.  Se  sentó  abatido,


sería más preciso decir que se
desmoronó en el sillón.
—Ayer pasó algo.
—¿Qué?
—Fui a hablar con Rubén.
—¿Rubén?
—Sí.  Así  se  llama  el  tipo
que  se  coge  a  mi  mujer.  Lo esperé a la salida de su casa y le dije que subiera al auto.
—¿Y él qué dijo?
—Al  principio  se  asustó,


me  parece.  Pero  me  mostré
calmo,  me  presenté,  le aseguré  que  sólo  quería hablar y entonces subió.
—¿Qué sucedió después? —Le dije que yo no podía
vivir  sin  Carla  y¼  —se interrumpe—,  me  puse  a llorar  como  un  boludo.  Le supliqué  que  la  dejara  y  que por  favor  no  se  la  llevara  de mi  lado  —pausa—.  El  tipo


estaba  descolocado.  Yo  no
paraba de llorar y él no sabía si  consolarme  o  mandarme  a la mierda. Al final, sólo dijo: «Perdón»,  se  bajó  del  auto  y se fue.
Dicho  esto,  Julio  agachó la  cabeza.  Se  produjo  un silencio enorme. Lo que tenía enfrente  ya  no  parecía  un hombre.  Su  dignidad  había desaparecido  y  nada  quedaba


del profesional exitoso que yo
había conocido.
—¿Qué         hizo               usted
después de eso?
—Volví  a  mi  casa.  Carla se  estaba  vistiendo.  Me  dijo que iba a salir con una amiga —me  mira—,  mentía.  Yo sabía  que  iba  a  encontrarse con  Rubén.  Supuse  que  él  le habría  comentado  acerca  de nuestro  encuentro.  Entonces


no di más.
—¿Qué  quiere  decir  con eso?  —le  pregunté  muy preocupado.
Se toma unos segundos.
—Fui  hasta  la  cocina,
serví  dos  copas  de  vino  y disolví  una  cantidad  de barbitúricos  como  para  matar a un caballo.
Mi corazón se aceleró. De todos  modos  debía  mantener


la calma.
—¿En una de las copas o
en las dos? —le pregunté.
—En  las  dos  —me respondió  abúlico—.  Luego
fui hasta el cuarto y¼
—¿Y qué, Julio?
Levanta  lentamente  la
mirada  y  hace  un  gesto  de dolor.
—Y no pude.
—¿Qué no pudo?


—No  pude  matarla  —
contestó derrumbado.
—¿Y por qué cree que no
pudo hacerlo?
—Porque  yo  no  puedo lastimarla. Porque la amo con toda mi alma.
Ahora                     sí,                llora
desconsolado.  Y  yo  lo  dejo llorar.
—¿Qué pasó después?
—Sentí que sólo había un


modo  de  resolver  esto.
Entonces  junté  fuerzas  y  la encaré.
—¿Y qué le dijo?
—Que  lo  sabía  todo.  Le
conté  que  había  hablado  con Rubén y que estaba dispuesto a perdonarla porque la quiero y  porque  no  puedo  vivir  sin ella.
—¿Y Carla?
Suspiró profundamente.


—Ella  me  escuchó  y,
cuando terminé de hablar, me miró  con  lástima  y  me  dijo que le sacaba un gran peso de encima  porque  hacía  tiempo que  no  sabía  qué  hacer  con todo esto que le está pasando.
—¿Y qué es lo que le está
pasando?
Su voz se quiebra.
—Le  pasa  que  está
enamorada  de  ese  hombre.


Me  dijo  que  no  me  había
dicho  nada  para  no lastimarme,  pero  que  ya  no me amaba. Ella ama a Rubén.
Es muy duro ver a alguien tan  quebrado.  Pero  sé  que  lo mejor que puedo hacer por él es invitarlo a seguir poniendo palabras a tanto dolor.
—¿Cómo reaccionó usted
al escuchar eso?
—Me desesperé y le pedí


que  no  me  dejara.  Es  más,  le
dije que¼
—¿Qué le dijo, Julio?
Desvía           la                mirada,
avergonzado.
—Que  si  quería  podía seguir  con  esa  relación,  que yo no iba decir nada, pero que por  favor  no  se  fuera  de  mi vida.
Efectivamente  se  había desesperado.  Sólo  en  ese


estado  alguien  es  capaz  de
hacer  esa  propuesta  y  yo debía confrontarlo con eso.
—Julio,  ¿usted  está seguro  de  que  puede  aceptar
algo así?
—Tengo  que  poder, Gabriel.  Porque  yo  la  quiero,
como                                                          sea,
incondicionalmente.
No  puede  razonar,  de modo  que  decido  ser  el  que


ponga  un  poco  de  sentido  en
una situación tan extrema.
—Sí,  es  cierto.  Usted  la quiere  sin  ponerle  ninguna condición.  La  quiere  aunque lo engañe, aunque lo humille, aunque  vuelva  a  su  casa  y  se meta en la cama con el olor al sexo  de  otro  hombre.  Pero
¿eso le parece sano?
Acusa  el  golpe  y  se quiebra aún más.


—Me  está  haciendo
mierda.
—¿Yo? ¿No será usted el que  se  está  haciendo  mierda actuando de este modo? Julio, yo  sé  que  ama  a  su  mujer, pero  déjeme  decirle  algo:  no todos  los  amores  valen  la pena.
—¿Y  este,  Gabriel? ¿Usted  cree  que  este  vale  la
pena?


Esa  es  la  pregunta  que
debe  llevarse  de  esta  sesión. Por eso la doy por terminada.
—Eso                sólo           puede
decidirlo usted.




Dos  días  después  me llamó  para  verme.  Por
supuesto,                   dadas                    las
circunstancias, accedí.
Llegó  y  se  sentó  frente  a


mí.  Me  preguntó  si  podía
darle  un  vaso  de  agua.  Se  lo di  y  me  senté  esperando  que empezara a hablar.
—Ayer Carla quiso hablar conmigo.  Me  dijo  que  no podía  aceptar  lo  que  yo  le había  propuesto  y  que  quería separarse de mí.
Me mira suplicante.
—Y  yo  no  sé  qué  voy  a
hacer ahora.


Julio  llora  en  silencio  su
tristeza y su vergüenza.
—Bueno,  usted  me  dijo que  había  venido  por  dos temas, ¿recuerda? El primero, por lo que veo, ya lo resolvió, ya  que  la  sesión  pasada  dijo que  no  puede  lastimar  a Carla.  Pero  en  cuanto  al segundo  tema,  ¿qué  piensa
hacer?
Sonríe  dolorido  y  niega


con la cabeza.
—No  lo  sé,  Gabriel.  No sé  si  quiero  y  si  puedo  vivir sin ella.
Está  abatido  y  le  cuesta razonar,  pero  sé  que  debo intentar  evitar  que  tome  una
decisión               drástica               y
equivocada.
—Julio, usted dijo más de una  vez  que  no  podría  «vivir sin  ella».  Pero  ¿sabe  qué?


Aunque  no  le  guste,  ya  no  le
queda  otra  opción.  Y  tal  vez llegó  el  momento  de intentarlo,  ¿no  le  parece?  — hago  una  breve  pausa—. Carla ya no lo ama, es cierto. Pero  toda  esta  locura,  al menos, puso fin a una mentira de  varios  años  y,  aunque  le cueste  aceptarlo,  le  aseguro que  eso  ya  es  algo  sano.  Y ahora  usted  tiene  por  delante


dos  caminos.  Uno:  matarse  o
repetir la historia de su padre y  convertirse,  como  usted mismo  dijo,  en  una  rama seca.  Y  si  esa  es  su  decisión, no  cuente  conmigo.  Yo  no voy  a  ser  el  testigo  mudo  de su  destrucción.  Pero  tiene también  otra  alternativa: intentar salir de esta obsesión, volver  a  conectarse  con  su deseo y hallar una razón para


vivir. Y si opta por esto, sepa
que  cuenta  con  este  espacio todo el tiempo que haga falta.
Julio  se  ha  arrastrado  y necesita sentir que no es sólo ese  hombre  desesperado  que ya no le importa a su mujer.
—¿Sabe?,  yo  sé  lo  que siente  por  su  esposa.  Pero Carla no es lo único que tiene en esta vida. Sus pacientes lo necesitan,  sus  alumnos  lo


admiran,  sus  colegas  lo
valoramos.  Ahora  le  toca  a usted  tomar  la  decisión  de respetarse.
Hace  un  gesto  de desamparo.
—No sé si podré.
—Pero  ¿tiene  al  menos
ganas de intentarlo?
Asiente.
—Bueno,  entonces  le
prometo  hacer  todo  lo  que


esté  a  mi  alcance  por
ayudarlo.
—Gracias.
—No  tiene  nada  que
agradecer.  Usted  también  ha ayudado a mucha gente. Se lo merece.




No fue fácil el devenir de este análisis.
Carla le ofreció irse de la


casa,  pero  Julio  no  aceptó.
Por  el  contrario,  fue  él  quien dejó el hogar y se mudó a un departamento  que  alquiló cerca de la facultad en la que trabajaba.  Ese  fue,  tal  vez,  el primer  gesto  de  su  dignidad recuperada.
Lloró  mucho  y  trabajó intensamente para salir de ese pozo  oscuro  en  el  que  había caído.  Su  esposa  lo  llamó


algunas  veces  para  saber
cómo  estaba,  pero  él  llegó  a la  conclusión  de  que  esos encuentros  no  iban  a  hacerle bien.
Al  año,  Carla  le  dijo  que había  terminado  su  relación con  Rubén.  Era  evidente  que estaba  tendiendo  un  puente con  la  intención  de  ver  si  el reencuentro era posible y esto generó  un  desequilibrio


momentáneo en Julio.
Dudó,  pasó  de  la  euforia al llanto y finalmente decidió que,  después  de  todo  lo ocurrido,  ya  no  podrían
construir un vínculo sano.
Está  triste  y  no  ha  vuelto a  formar  pareja.  Pero  se demostró  a  sí  mismo  que podía vivir sin Carla.
Sigue siendo consultor de los  alumnos  de  la  facultad  y


un  brillante  psiquiatra.  Pero

lo  más  importante,  al  menos para mí, es que efectivamente no  repitió  la  historia  de  su padre.  No  es  una  rama  seca. Es un hombre que lucha. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario