
LOCURA
(La historia de Julio)

consiste en nuestros honores, sino en
el reconocimiento de
merecer lo que
tenemos.
ARISTÓTELES

Larrañaga en el
cumpleaños de un amigo en común. Sabía de quién se trataba, ya que es
un profesional muy
reconocido en su
área: la psiquiatría. En un
momento de la noche
coincidimos buscando un espacio
algo menos
ruidoso. O al
menos, eso creía yo, que el encuentro había sido
fruto de la

comprendería que no fue así.
Julio es
un hombre brillante, de unos cincuenta y cinco
años, ojos oscuros y de contextura media.
Elegante, culto y de trato
agradable.
Nos pusimos a
dialogar acerca de una
de las últimas publicaciones que
había leído de él en
las que alentaba
el
trabajo conjunto de

pacientes límite. Su
mirada era
interesante y su
prosa clara y motivadora.
Estábamos
hablando de ese artículo cuando
nuestro común amigo, Santiago,
se sumó a la
conversación y pasamos a otros temas menos específicos.
Fui uno de
los primeros en retirarse de
la reunión ya

día debía levantarme
muy
temprano. Cuando nos
despedimos me dijo
que le gustaría continuar nuestra charla en
otro momento. Le agradecí y
le manifesté el mismo deseo.
—¿Cuándo? —me
preguntó sin disimular
su ansiedad.
—En la semana. Jueves o

supongo que también
usted debe de estar muy ocupado.
A pesar de que era apenas mayor que yo
y del lugar
en el cual nos
habíamos conocido,
la admiración y el respeto mutuo nos
llevó, sin pensarlo, a renunciar al tuteo.
—Me puedo acomodar cuando a usted le
venga bien.
Le dije que
el jueves

su respuesta me sorprendió.
—Si no le
molesta, preferiría
que fuera en su consultorio.
Acepté su propuesta, intuyendo que
no quería hablar de sus
escritos, y lo esperé el
jueves a la
hora convenida.

hice pasar y,
como aún no sabía de
qué se trataba
en realidad ese encuentro,
le ofrecí un café.
Fui entonces hasta la cocina y preparé uno para cada
uno. Al volver
al consultorio
lo encontré observando la biblioteca.
Me miró y señaló
uno de mis

—El lado B
del amor — sonrió—. Lindo
revuelo generó con lo
que expuso aquí.
—Doctor,
usted sabe que no he
desarrollado ninguna teoría nueva.
Sólo algunas observaciones clínicas.
—Sea como fuere
el trabajo es muy interesante. Lo felicito.

—No pensé que
alguien
como usted se
interesara en estos temas —bromeé.
—¿Y por
qué no? Mire que los
psiquiatras también podemos sentir por amor.
—Por supuesto
—dije
serio—. Y además,
angustiarse, ¿o
no?
Asiente y se
ubica en el escritorio frente
a mí. Me

pensando cuál es
la mejor manera de seguir.
Pero es evidente que quiere hablar de él y
que eligió el
consultorio porque es el ámbito adecuado para hacerlo. De
modo que decido olvidarme del
doctor Larrañaga y
permitir que aparezca Julio.
—¿Por qué no
me cuenta qué es lo que le está pasando?

fuerzas antes de empezar.
—Lo que me
está pasando es grave, o al menos lo es para
mí. Desde hace unos meses
me cuesta atender. No estoy como antes, no me
gusta escuchar a los
pacientes y me
broto si me contradicen o si no aceptan la medicación.
—Julio, usted sabe,
a

resisten, tienen miedo.
Es un
mecanismo de defensa
bastante esperable y
supongo que es algo
que debe de haberle
ocurrido muchas veces
en tantos años
de trabajo.
—Por
supuesto. Pero ¿qué quiere que
le haga? No puedo evitar
irritarme.
Se muerde el
labio

consigo mismo.
—¿Qué pasa?
—Me da un
poco de
vergüenza decirlo.
—No se preocupe.
Aquí
no tiene por qué
avergonzarse. No estoy
para juzgarlo.
Asiente.
—Es que —se interrumpe
—, hace una
semana me

—¿Tuvo una discusión
fuerte?
—Ojalá
hubiera sido eso, pero la verdad es
que casi me cago a trompadas
con un hombre que lleva
cinco años atendiéndose conmigo.
Ha aparecido un
episodio sintomático
reciente. Es cierto que no
ha de ser
más que la punta
del iceberg. Aun así, es

qué se dieron las condiciones para que esto
pasara.
—¿Y qué fue
lo que
motivó su enojo?
—Un informe que
tuve que hacerle para
la prepaga. Usted vio cómo es eso. Piden los numeritos del
DSM 4; una
boludez que no
sirve para
nada, pero si
no le pongo
un diagnóstico que figure allí no

Lo sé. Alguna
vez me ha tocado
hacerlo y tengo enormes diferencias
con las caprichosas clasificaciones sintomáticas del DSM[2]. Me parecen un intento
de uniformar y describir
rasgos en lugar de
pensar en la
individualidad de cada
paciente y su
estructura psíquica.
Pero ni Julio
ni yo

hacer algo para
cambiar eso. De todas maneras,
ninguna de nuestras
diferencias con este modo de
funcionamiento de las empresas de
salud justifica la reacción que tuvo. Así que continúo.
—¿Y qué hay con eso?
—Que el tipo
leyó:
«Trastorno de la
personalidad» y se puso loco.

trastornado. Al
principio intenté explicarle
cómo funcionaba esto,
pero él seguía y seguía; hasta que me saqué.
—¿Y qué hizo?
—Le rompí el
informe y
le dije que si no le gustaba mi opinión se
fuera a ver a otro psiquiatra y
me dejara de romper las
pelotas. Me paré,

empujé fuera de mi consultorio —me mira—. No sabe la gente que
estaba en la sala de espera¼ Habrán pensado, y con
razón, que yo estaba más loco
que mis pacientes. Pero no
pude controlarme.
Le juro que lo
hubiera matado.
Veo la furia
dibujada en su rostro. Intento
que mi tono

—Julio, usted
es un médico experimentado. Y, como
dijimos recién, no debe de ser esta
la primera vez que un paciente
le dice algo
así. ¿Por qué
cree que un
hecho como este lo desbordó
tanto?
—No tengo ni
idea. Pero ya le dije
que hace unos meses que estoy
susceptible.
—«Hace unos meses»
—

entonces no se
trata de algo que le
despertó este paciente en particular.
—No, claro que
no. Si ando con ganas de agarrarme a trompadas
con la vida. Todo me
saca y me descontrolo. Ya
sea un viejo que cruza
mal la calle,
un chofer que
me tira el colectivo
encima o un alumno

las consignas de la tesis.
Lo miro en silencio.
—Es así —se
excusa—,
me viene como una explosión de violencia
que no puedo controlar. Pero lo
que más me preocupa es que me pase con los pacientes. Lo
demás es horrible, pero puede esperar.
Pienso en lo que ha dicho e intento calmar
un poco el

—Julio,
cuando enumeró las situaciones ante
las que tenía estos excesos
de violencia
usted habló de un
paciente, de un
colectivero, de un viejo,
de un alumno. ¿Se dio
cuenta de que
todos
son hombres?
Se queda pensando
y asiente.
—La verdad es que no lo

todos hombres.
—Y
podríamos decir que esos hombres
tienen algo en común.
Me interroga con la
mirada.
—Cruzan mal la
calle, le tiran el colectivo encima o no respetan sus
lineamientos como tutor. Todos
rompen alguna regla. ¿Está
de

Piensa. —Sí.
—¿Y los pacientes?
—¿Qué pasa con ellos?
—Digo, aquellos
pacientes que lo
sacan, ¿qué
reglas rompen?
Mi pregunta lo
deja confundido.
—No sé, no se me ocurre nada.

—Sí. Sólo que
son
pacientes inestables,
perturbados.
—¿Perturbados por qué? —Distintas cosas.
—¿Alguna en común?
Se queda meditando.
—No lo sé¼
—Bueno, entonces, si no
se le ocurre
nada, dejemos acá.

acordamos un nuevo
encuentro para la
semana siguiente.
Cuando se fue
volví a mi escritorio y,
casi sin darme cuenta,
escribí una frase: «Hombres que
merecen maltrato porque
no cumplen con las
reglas».

excelente profesional de la salud psíquica, reconocido
y renombrado,
eso nada decía de cómo
podría ser como analizante. Es
más, no pocas veces ocurre que
los médicos no son buenos pacientes. Una cosa es saber
sobre la
complejidad del

otra muy distinta
es tener el deseo y
el coraje de
recorrer esa
complejidad en uno mismo.
Por suerte, en la siguiente entrevista demostró haber estado trabajando
sobre lo que habíamos hablado
en nuestro primer encuentro.
—Estuve
pensando en la pregunta que
me hizo el
otro

—¿Cuál?
—Esa acerca de las cosas
que podrían tener
en común los pacientes con
los que me exaspero.
—¿Y?
—Y¼, no sé
si será
importante, pero creo
que algo encontré.
—¿Qué cosa?
—Problemas con sus

en común. Son
tipos con relaciones raras, tormentosas.
—¿Qué quiere decir
cuando dice tormentosas?
—Eso. Que viven
en un
clima agresivo, violento.
—Ah,
violento. Qué casualidad, ¿no? Igual
que usted desde hace
un tiempo —pausa—. Y dígame,
¿por qué estos pacientes
tienen

Levanta los hombros.
—Bueno, usted sabe.
Ya
lo dijo en su libro: la pareja es difícil.
Me cita intentando buscar una empatía,
casi una
complicidad en ese
pensamiento. Pero noto
este movimiento
inconsciente y me corro de ese lugar con una pregunta.

Me mira sorprendido.
—De mis pacientes,
obvio. ¿De quién
estamos
hablando?
Hago un gesto
como no dando por obvia la
respuesta.
—No lo sé.
¿De quién
está hablando ahora, Julio?
Se hace un
silencio. Le doy tiempo a
que se haga cargo de
sus palabras y se

valor que acaba
de hacer. Es evidente que está
hablando de sí mismo y
es demasiado inteligente como para
no asumirlo.
—Gabriel, la verdad
es que, desde hace
un tiempo, también mi pareja
se puso difícil.
—¿Ah, sí? ¿Y por qué?
Agacha la cabeza.
Noto

contar algo que
le cuesta decir.
—Es algo que
tiene que ver con la
infidelidad. Usted, en ese mismo
libro, dice
que¼
Lo interrumpo.
—Julio, lo que
yo haya
escrito en ese
libro no tiene ninguna importancia
en este momento. Aquí y
ahora lo

usted le pasa
con ese tema. Olvídese de mi
libro. Esta no es una discusión
teórica ni una charla de
amigos. Usted está aquí porque
sufre y si quiere que
yo lo ayude,
por favor, deje de
citarme y hábleme de por
qué la infidelidad le está
volviendo difícil
la pareja.
Se queda un momento

a hablar.
—Mire, yo siempre
tuve con mi mujer
una relación muy linda. Alguna
vez la engañé, no se lo voy a negar, pero siempre
fue algo
pasajero, nada de
importancia. Una
colega, alguna alumna
de tesis — piensa—,
también una vez en un congreso,
pero ya hace

—¿Por qué dice
por
suerte?
—Porque al principio
era divertido. ¿A
quién no le
gusta coger, sentirse
atractivo? Pero en un momento empecé a
pasarla mal y me invadió una enorme sensación de
culpa.
—¿Y por qué
cree que así, de
golpe, comenzó a

—No lo sé,
pero empecé a pensar que
mi pareja no soportaría un
engaño y me dio miedo.
Al decir esto
su rostro se ensombrece. Conozco
esa situación.
Sé que algo
debe de haber pasado
por su cabeza. Algo que no dice.
—Julio, ¿qué siente usted
por su mujer?

una, dos veces.
Cuando levanta la cabeza
lo veo conmovido.
—Yo no podría
vivir sin mi mujer. Tal
vez por eso paré con todo
aquello, porque intuí que si Carla se enteraba de mis engaños
se iba a querer
separar. Ella no
perdonaría una
infidelidad.
Baja la mirada
y una

—¿Y usted, Julio? ¿Usted
perdonaría una
infidelidad?
Me mira
confundido. Hasta el
final del encuentro ninguno de los dos dice nada.
En la siguiente
sesión Julio comenzó hablando
del tema que había
quedado
pendiente en nuestro

—El otro día,
de nuevo me fui pensando
en su pregunta.
—¿Qué
pregunta? —le dije, sabiendo bien
a qué se refería. Pero
me pareció importante que instalara
la cuestión con todas
las palabras necesarias.
—Acerca de si yo perdonaría una infidelidad
de

—¿Y qué puede
decir de
eso?
—Que la verdad
es que no lo sé.
No es que no me banque ser
cornudo, pero me pregunto qué clase
de hombre tendría uno que
ser para soportar eso —me
mira—. Digo, ¿usted toleraría
que su mujer se acostara
con otro
hombre?

imperturbable y no doy lugar a su
pregunta. Por el contrario, mi
pensamiento ha quedado en otro
de sus dichos: «no es
que no me banque ser
cornudo». Freud habló claramente
de esta manera particular de armar un discurso y
lo ligó al mecanismo de
negación. Según notó en su
experiencia

comienza una frase
diciendo: «no es que¼», lo
que está intentando es reprimir
la veracidad del juicio
que
expondrá luego. Él aconsejaba quitar esa
negación y
dar crédito al resto.
En este caso, Julio está confesando claramente
que no se banca «ser cornudo».
Tomo nota de
esto y lo

—Además, yo necesito
a Carla a mi lado.
—¿Ah, sí? ¿Y por qué?
—Por muchas cosas.
Ella
es la persona
más importante de mi vida. Me hizo feliz, me dio proyectos,
sueños. Antes de conocerla yo
era un hombre hosco, un
huraño. Ahora, en cambio,
soy otra persona. O al
menos me

Julio no puede
escuchar lo que dice,
pero yo sí.
Esa es, en gran
parte, la labor
de un analista.
Escuchar y devolverle
al paciente esas palabras que
pronuncia sin siquiera
saber lo que ha
dicho.
—Así que le
gustaría pensar que es
otra persona.
¿Quién?

pregunta asombrado.
—¿Qué otra
persona le
gustaría ser?
Duda. Pero está
visiblemente tocado por mi
intervención.
Creo que es momento de
poner a jugar
la frase que quiso
negar hace apenas unos segundos.
—Julio, usted recién
dijo que «no es
que no se
banque

general cuando alguien
arma así una frase
está queriendo decir lo contrario.
Dígame, ¿usted cree que
su mujer lo
engaña?
Me mira serio.
Con un gesto fatal.
—No, no lo creo —pausa —, lo sé.
Luego de que
dijera esto, ambos soportamos dos
o tres

en el cual
veo transfigurarse la cara de
Julio. Después
continúa:
—Carla me engaña
desde hace más de dos años. Con el mismo hombre.
—¿Y ese es
el hombre
que le gustaría ser?
Asiente.
—El hombre que
se coge
a mi mujer.

caminar por un
territorio difícil y sensible.
Julio está dolido y, de
algún modo,
avergonzado. Pero es
necesario que siga
hablando de esto y
sé que debo
andar con mucho cuidado.
—¿Y cuándo lo supo?
—Lo descubrí hace
un
par de meses.
—«Un par de
meses».

engañarla; cuando empezó
a
ponerse
violento, ¿no?
Silencio.
—¿Cómo fue que lo
descubrió?
Julio baja la mirada. —Me metí en su mail. —¿Y cómo hizo eso?
—Simple, le hackeé
la
cuenta. No es algo tan difícil.
No me gusta
lo que está

valoración extrema por el
respeto a la
privacidad y considero que nada
justifica actitudes como la que me está describiendo. Pero no
puedo permitirme
condenarlo. Es necesario que lo
siga escuchando
con respeto y atención.
—¿Y qué encontró?
Su mirada se endurece.

amante, su teléfono,
muchos de los arreglos
que hicieron para acordar sus
citas. Incluso¼ —se interrumpe.
—Incluso ¿qué?
—Los lugares a
los que
fueron, lo que
hicieron¼ y mucho más.
Comprendo
que Julio se ha metido
en un infierno
y que se ha
regodeado

—¿Y usted leyó todo eso? —Sí, hasta
la última
palabra.
—¿Y cómo se
sintió
después de
hacerlo?
Pausa.
—Humillado.
Me mira con
una mezcla
de bronca e
impotencia antes de continuar.
—¿Usted sabe lo
que se

que uno ama
le chupa la
pija a otro hombre?
¿Que le dice que nunca
gozó así con nadie? ¿Que se toca pensando en él todas
las noches, mientras yo duermo? ¿Que no ve la hora de que
se la vuelva
a coger?
—Julio, ¿por qué lo hizo? ¿Por qué
se lastimó leyendo todo eso?
¿No bastaba con

¿Era necesario que se
denigrara de este modo? Pare con esto. No se entregue a ese placer masoquista
que le está envenenando
la vida —pausa —, porque
después se quiere agarrar a
trompadas con el mundo cuando en
realidad su enojo,
claramente, no es ni con sus alumnos,
ni con los viejos que
cruzan mal la

Hago una breve
pausa antes de continuar.
—Usted dijo en
otra sesión que
su pareja no soportaría
un engaño, pero parece ser
que el que
no lo está
pudiendo soportar es usted.
Lo miro. Sus
ojos están rojos a causa
del llanto y la rabia.

vine a verlo?
—pausa—. Porque
necesito decidir dos cosas.
—¿Cuáles?
—La primera —me
clava
la mirada— es
si la mato o
no.
Silencio.
Sé que no
cualquiera es
capaz de un
acto así y
Julio no da la impresión de ser uno

subestimar la situación. Después de
todo, no deja
de ser un hombre desesperado al que todo su mundo, su hogar e incluso
su propia dignidad se le han
derrumbado. Por eso intento que pueda
escucharse hablando de esto.
—Julio, ¿se da
cuenta de la gravedad de
lo que está diciendo? ¿Usted
se cree

mujer, por ejemplo?
—No, no es necesario ser tan cruel.
Claro que no podría pegarle un tiro.
Esa sola idea
ya me da escalofríos. Pero¼
—¿Pero qué?
Julio tiene la
mirada
perdida. Como si
estuviera viendo lo que relata.
—Disolver algunas
pastillas en un vaso sería algo

—¿Así que le
sería fácil? ¿Está seguro? Porque
usted mismo dijo que
no podría vivir sin ella.
Vuelve a mirarme
y se pone aún más serio.
—Exactamente.
Y ese es el segundo de los
temas.
Comprendo
lo que quiere decir. Está
hablando de suicidarse.

y, como todo
enigma, atrae, hipnotiza. Es esa
sensación que aparece, por
ejemplo, cuando
alguien mira hacia abajo desde
una gran altura. Suele ocurrir
en esas ocasiones que la
persona se sienta atraída por
el vacío. Incluso que se
cruce por su

arrojarse. Por suerte,
en la mayoría de los
casos es una sensación controlable,
que angustia un
poco porque, quien
la experimenta se pregunta luego
cómo fue capaz de pensar en eso.
Sin
embargo, no sería
la primera vez que
alguien que no desea realmente suicidarse termina matándose
de todos

la muerte en
el inconsciente puede generar la
idea de que se puede volver
atrás después del acto. Pero,
sea como fuere, Julio había
abierto una puerta que conducía
a sus deseos más siniestros
y autodestructivos.
Era un hombre
humillado al que ya
nada parecía importarle y, en
esta caída,

cosas extremas.
Llega a la próxima sesión con aspecto
descuidado y, de inmediato, el
clima se pone tenso.
—Anoche la seguí,
a
Carla, por supuesto¼
—¿Y qué pasó?
—Fue a un
hotel con su
amante. Un tipo
joven, buen mozo.

autómata.
—Yo me quedé
esperando en la
esquina, adentro del auto.
Desde allí podía ver
la puerta del
hotel —pausa—.
Fueron las dos horas más
largas de mi
vida. Me la pasé imaginando lo que estarían haciendo. Hasta
que por fin
salieron —sonríe dolorido—.
Carla estaba

nunca estuvo así
después de coger conmigo.
Comprendo que Julio está caminando
por el borde de un abismo. Que cada uno de sus actos lo acerca
más a la tragedia y
una sensación de
inquietud comienza a
ganarme.
—Pero allí no
termina todo —continúa.

hizo?
Me mira con
una mezcla de bronca, dolor y vergüenza.
—Cuando se despidieron, lo seguí.
—¿A él?
—Sí, a él.
Lo seguí hasta
su casa.
—¿Para qué?
—Porque necesitaba
saber dónde vivía,
poder

Intento
apelar a algún resto de sanidad
que quede en él.
—¿Por qué se
hace esto?
¿Por qué disfruta
lastimándose?
Se encoge de hombros.
—Tal vez sea
mi manera
de hacer algo.
—Algo que lo
humilla y le duele. Julio,
lo que dijo
la

y este comportamiento sigue en
esa misma dirección.
¿No cree que si no frena a tiempo esto puede terminar
en una
tragedia?
—¿Y si así fuera, qué? — pregunta
desafiante—. ¿No se lo merece, acaso?
No, Gabriel, no voy
a parar. Ella sí que
no se va
a salvar después de lo que hizo.

parece abrir otra
cosa. Y hacia allí apunto
intentando sacarlo de esta
obsesión tan riesgosa.
—Acaba de decir: «ella sí que no
se va a
salvar». ¿De quién está
hablando, Julio? ¿Qué otra mujer sí se salvó a
pesar de lo que hizo?
Mi intervención lo
confunde. Está
shockeado.

—No, no —balbucea—,
yo quise decir¼
—No importa lo que
quiso
decir, importa lo que
dijo. ¿En quién
está
pensando?
Se queda en silencio unos segundos
hasta que algo en él empieza a ceder.
Su cara se transforma y
aparecen unas lágrimas.

—¿Qué pasó con su
padre?
Respira profundamente intentando recuperar el control.
—Él también fue un
cornudo,
como yo. Mi
mamá lo engañaba con
un vecino. Un tipo que
tenía un taller mecánico en la
esquina.
—Y usted, ¿cómo
sabe

—Porque un día,
estando en casa, escuché
gritos. Mi papá la estaba
insultando, le decía que era
una puta y que la iba a matar.
—Como usted quiere hacer con
Carla —pausa—. ¿Qué edad tenía
cuando
sucedió eso?
Duda.
—Seis o siete años, más o

Asiento.
—¿Y qué más
pasó ese
día?
De a poco
su postura cambia y ese
hombre humillado y dispuesto
a cualquier cosa deja paso a un chico asustado.
—Me acerqué hasta
el cuarto y los
vi. Mi mamá estaba arrodillada
y mi papá

la cabeza.
Su gesto devela su miedo, su desolación.
—Yo me quedé
parado
y¼
—¿Y qué?
—Por Dios, Gabriel.
Usted no sabe.
Tenía tanto miedo que me
hice pis encima. En eso
mi papá me vio y
se quedó tieso,
le

de que se había angustiado.
Julio habla de
la angustia de su padre, pero ahora el que está angustiado
es él. Se queda callado
y comprendo que es un
momento muy importante para
su análisis. Es un instante
crucial ya que algo del pasado
ha entrado en conexión con su
conflictivo presente.
Esta es la

ayudarlo a evitar que, movido por traumas
de su historia, haga algo
irreparable ahora.
—Siga, Julio, siga.
—Entonces, dejó el
revólver sobre la cama y vino hasta donde
yo estaba. Me abrazó y
se puso a
llorar como un chico —el recuerdo lo
conmueve—. Después armó
un bolso con
sus cosas

de mi abuela.
Pausa.
—¿Y qué pasó después?
—Nunca más volví
a
vivir con mi
mamá. Y mi padre jamás volvió a
ser feliz. Simplemente
se dejó estar
y se fue secando
como una rama hasta el
día de su muerte.
Silencio.

pensando —lo invito
a continuar.
—En que mi
papá nunca pudo vivir sin mi mamá.
—Como usted, que no
puede vivir sin Carla.
Me mira y su gesto vuelve a
endurecerse.
—Sí, pero yo
no soy él. Yo no
voy a repetir
la historia, se lo aseguro.

agrego y doy por concluida la sesión.
Por lo general,
los analistas
seguimos con nuestras cosas después
de terminar
cada jornada, pero en casos
como estos es muy
difícil no quedarnos pensando en los pacientes.
No podía

posibilidad de que
Julio cediera a esos
actos desesperados que
se le cruzaban por la
cabeza. Estaba convencido de
que no lo haría, pero la psicología
no es una
ciencia exacta y lo imprevisto
acecha en cada decisión.
Nos unía un
secreto profesional
pero aun así
tuve

permite romper ese
silencio en los casos en los que la vida de alguien está
en riesgo. Y en esta ocasión no
era una vida, sino dos las que pendían de un hilo.
Decidí darme una
o dos sesiones más
antes de tomar una resolución al
respecto.
A la próxima sesión llegó desolado. Se
sentó abatido,

desmoronó en el sillón.
—Ayer pasó algo.
—¿Qué?
—Fui a hablar con Rubén.
—¿Rubén?
—Sí. Así se
llama el tipo
que se coge
a mi mujer.
Lo esperé a la salida de su casa y le dije que subiera al auto.
—¿Y él qué dijo?
—Al principio se
asustó,

calmo, me presenté,
le aseguré que sólo
quería hablar y entonces subió.
—¿Qué sucedió después? —Le dije que yo no podía
vivir sin Carla
y¼ —se interrumpe—, me puse a
llorar como un
boludo. Le supliqué que la
dejara y que por favor
no se la
llevara de mi lado —pausa—.
El tipo

paraba de llorar y él no sabía si consolarme
o mandarme a la mierda. Al final,
sólo dijo: «Perdón»,
se bajó del
auto y se fue.
Dicho esto, Julio
agachó la cabeza. Se
produjo un silencio enorme. Lo que tenía enfrente ya
no parecía un hombre. Su
dignidad había desaparecido y nada
quedaba

había conocido.
—¿Qué hizo usted
después de eso?
—Volví a mi
casa. Carla se estaba vistiendo.
Me dijo que iba a salir con una amiga —me mira—,
mentía. Yo sabía que iba
a encontrarse con Rubén. Supuse
que él le habría comentado
acerca de nuestro encuentro. Entonces

—¿Qué quiere decir
con eso? —le pregunté
muy preocupado.
Se toma unos segundos.
—Fui hasta la
cocina,
serví dos copas
de vino y disolví una
cantidad de barbitúricos como para
matar a un caballo.
Mi corazón se aceleró. De todos modos
debía mantener

—¿En una de las copas o
en las dos? —le pregunté.
—En las dos —me
respondió abúlico—. Luego
fui hasta el cuarto y¼
—¿Y qué, Julio?
Levanta lentamente la
mirada y hace
un gesto de dolor.
—Y no pude.
—¿Qué no pudo?

contestó derrumbado.
—¿Y por qué cree que no
pudo hacerlo?
—Porque yo no
puedo lastimarla. Porque la amo con toda mi alma.
Ahora sí, llora
desconsolado. Y yo
lo dejo llorar.
—¿Qué pasó después?
—Sentí que sólo había un

Entonces junté fuerzas
y la encaré.
—¿Y qué le dijo?
—Que lo sabía
todo. Le
conté que había
hablado con Rubén y que estaba dispuesto a perdonarla
porque la quiero y porque no
puedo vivir sin ella.
—¿Y Carla?
Suspiró profundamente.

cuando terminé de hablar, me miró con
lástima y me
dijo que le sacaba un gran peso de encima porque hacía
tiempo que no sabía
qué hacer con todo esto que le
está pasando.
—¿Y qué es lo que le está
pasando?
Su voz se quiebra.
—Le pasa que
está
enamorada de ese
hombre.

dicho nada para
no lastimarme,
pero que ya no me amaba. Ella ama a Rubén.
Es muy duro ver a alguien tan quebrado.
Pero sé que lo
mejor que puedo hacer por él es invitarlo a seguir poniendo palabras a tanto
dolor.
—¿Cómo reaccionó usted
al escuchar eso?
—Me desesperé y le pedí

dije que¼
—¿Qué le dijo, Julio?
Desvía la mirada,
avergonzado.
—Que si
quería podía seguir
con esa relación,
que yo no iba decir nada,
pero que por favor
no se fuera
de mi vida.
Efectivamente
se había desesperado. Sólo
en ese

hacer esa propuesta
y yo debía confrontarlo con eso.
—Julio, ¿usted está seguro de
que puede aceptar
algo así?
—Tengo que poder, Gabriel. Porque
yo la quiero,
como sea,
incondicionalmente.
No puede razonar,
de modo que decido
ser el que

una situación tan extrema.
—Sí, es cierto.
Usted la quiere sin ponerle
ninguna condición. La quiere
aunque lo engañe, aunque lo humille, aunque vuelva a
su casa y se
meta en la cama con el olor al sexo de
otro hombre. Pero
¿eso le parece sano?
Acusa el golpe
y se quiebra aún más.

mierda.
—¿Yo? ¿No será usted el que se
está haciendo mierda actuando de este
modo? Julio, yo sé que
ama a su mujer,
pero déjeme decirle
algo: no todos los amores
valen la pena.
—¿Y este, Gabriel? ¿Usted cree
que este vale
la
pena?

debe llevarse de
esta sesión. Por eso la doy por terminada.
—Eso sólo puede
decidirlo usted.
Dos días después
me llamó para verme.
Por
supuesto, dadas las
circunstancias, accedí.
Llegó y se
sentó frente a

darle un vaso
de agua. Se lo di y me
senté esperando que empezara a
hablar.
—Ayer Carla quiso hablar conmigo. Me
dijo que no podía aceptar
lo que yo le había propuesto y
que quería separarse de mí.
Me mira suplicante.
—Y yo no
sé qué voy a
hacer ahora.

tristeza y su vergüenza.
—Bueno,
usted me dijo que había
venido por dos temas, ¿recuerda?
El primero, por lo que veo, ya lo resolvió, ya que la
sesión pasada dijo que no
puede lastimar a Carla. Pero
en cuanto al segundo tema,
¿qué piensa
hacer?
Sonríe
dolorido y niega

—No lo sé,
Gabriel. No sé si quiero
y si puedo
vivir sin ella.
Está
abatido y le
cuesta razonar,
pero sé que
debo intentar
evitar que tome
una
decisión drástica y
equivocada.
—Julio, usted dijo más de una vez
que no podría
«vivir sin ella». Pero
¿sabe qué?

queda otra opción.
Y tal vez llegó el
momento de intentarlo, ¿no le
parece? — hago una breve
pausa—. Carla ya no lo ama, es cierto. Pero toda esta
locura, al menos, puso fin a una mentira de varios
años y, aunque
le cueste
aceptarlo, le aseguro que eso
ya es algo
sano. Y ahora usted tiene
por delante

repetir la historia de su padre y convertirse,
como usted mismo dijo, en
una rama seca. Y si
esa es su
decisión, no cuente conmigo.
Yo no voy a ser
el testigo mudo
de su
destrucción. Pero tiene también otra
alternativa: intentar salir de esta obsesión, volver a conectarse
con su deseo y hallar una razón para

que cuenta con
este espacio todo el tiempo que haga falta.
Julio se ha
arrastrado y necesita sentir que no es sólo ese hombre
desesperado que ya no le importa a su mujer.
—¿Sabe?, yo
sé lo que siente por
su esposa. Pero Carla
no es lo único que tiene en esta
vida. Sus pacientes lo necesitan, sus
alumnos lo

valoramos. Ahora le
toca a usted tomar la
decisión de respetarse.
Hace un gesto
de desamparo.
—No sé si podré.
—Pero ¿tiene al
menos
ganas de intentarlo?
Asiente.
—Bueno, entonces
le
prometo hacer todo
lo que

ayudarlo.
—Gracias.
—No tiene nada
que
agradecer. Usted también
ha ayudado a mucha gente. Se lo merece.
No fue fácil el devenir de este
análisis.
Carla le ofreció irse de la

Por el contrario,
fue él quien dejó el hogar y se
mudó a un departamento
que alquiló cerca de la facultad en la que trabajaba. Ese
fue, tal vez,
el primer gesto de
su dignidad recuperada.
Lloró mucho y
trabajó intensamente para salir de ese pozo oscuro en
el que había caído. Su
esposa lo llamó

cómo estaba, pero
él llegó a la conclusión
de que esos encuentros no
iban a hacerle bien.
Al año, Carla
le dijo que había terminado
su relación con Rubén. Era
evidente que estaba tendiendo un
puente con la intención
de ver si el reencuentro era posible y esto generó un
desequilibrio

Dudó, pasó de
la euforia al llanto y finalmente decidió que, después
de todo lo ocurrido,
ya no podrían
construir un vínculo sano.
Está triste y
no ha vuelto a formar
pareja. Pero se demostró
a sí mismo
que podía vivir sin Carla.
Sigue siendo consultor de los alumnos de
la facultad y

lo más importante,
al menos para mí, es que efectivamente no repitió
la historia de su padre. No es
una rama seca. Es un hombre que
lucha.
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