jueves, 9 de abril de 2015

HISTORIAS INCONSCIENTES-LA PALABRA EN PSICOANÁLISIS

La palabra en
Psicoanálisis



Una de las características que tienen  las  palabras  es  que pueden  significar  muchas cosas  diferentes.  Por  eso  es tan  importante,  cuando  se quiere  exponer  una  teoría, aclarar a cuál de esos sentidos nos estamos refiriendo.


He  escuchado  muchas
veces  decir  que  la  palabra cura.  Pero  ¿esto  es  así? Ciertamente  no  y,  en  todo
caso,                es               indispensable
establecer  cuáles  son  las condiciones  necesarias  para que ese poder curativo pueda tener efecto.
Para el Psicoanálisis no se trata de cualquier palabra. No es,  por  ejemplo,  el  mismo


concepto  que  utiliza  la  teoría
de  la  comunicación,  la lingüística  o  incluso  las  otras
formas                      de                    terapias
psicológicas.  Y  me  permito remitirme  al  modelo  clásico de  la  teoría  de  la comunicación  con  el  único propósito  de  instalar  algunas diferencias.
Este  modelo  considera  la comunicación  como  un


proceso  que  le  permite  a
alguien  (emisor)  transmitir información  a  otro  (receptor) y  para  esto  utiliza  un  código común  que  ambos  entienden y comparten.
En                  este                  sentido,
convengamos                  que                 la
comunicación  no  es  sólo
humana.                 También          hay
comunicación  animal.  Las abejas,  por  ejemplo,  realizan


una  danza  que  les  permite
informar a sus compañeras de colmena  hacia  dónde  deben dirigirse para encontrar polen. La diferencia, y creo que esta ironía  pertenece  a  Lacan,  es que  nunca  una  de  ellas  las mandaría  hacia  una  dirección equivocada sólo para hacerles una  broma.  Esto  es  ya  un privilegio de la comunicación humana  que  implica  un


proceso  más  complejo,
porque  requiere  de  una elaboración,  tanto  por  parte del emisor como del receptor, para  transmitir  lo  que  se desea  comunicar.  Por  lo general,  este  proceso  se  lleva adelante  con  el  fin  de satisfacer alguna necesidad de las partes.
Tenemos,                        entonces,
cuatro elementos:


Emisor:  aquel  de  quien
procede el mensaje.
Receptor: el que recibe o interpreta el mensaje.
Mensaje:  la  información que se transmite.
Código:  el  idioma  que
usan                ambos                para
entenderse.


Desde  este  esquema conceptual,  queda  claro  que


la  palabra  forma  parte  del
código  que  un  ser  humano utiliza  voluntariamente  para comunicar  lo  que  quiere  a otro  que  lo  va  a  decodificar, entender y que a partir de esta comprensión  generará  una respuesta adecuada.
Como  podemos  ver,  este modelo  supone  que  la comunicación  es  un  hecho perfectamente posible.


Hay                  que                  decirlo
claramente:  al  Psicoanálisis no  le  interesa  esta  teoría.  No son los conceptos con los que trabajamos  ni  es  esta  la palabra que nos importa.


La lingüística, en cambio, planteó  un  modelo  diferente. Ferdinand de Saussure define la  lengua  como  un  conjunto de  convenciones  adoptadas


por  el  cuerpo  social  para  ser
utilizadas  por  los  individuos. La  lengua  es,  por  lo  tanto, exterior  a  quien  habla.  Algo impuesto por la cultura.
Desarrolla  el  concepto  de signo como algo arbitrario. Es decir  que  no  hay  relación directa  entre  una  cosa  y  el signo  que  la  denomina.  La existencia  de  diferentes idiomas  da  cuenta  de  esto.


Pero  no  se  trata  de  una
arbitrariedad  individual,  sino social.  En  español,  por ejemplo,  usamos  la  palabra perro  en  tanto  que  en  inglés usan  la  palabra  dog,  sin embargo cada individuo en su cultura  deberá  utilizar  la  que corresponda.  Por  eso,  repito, esa  arbitrariedad  es  social  y no singular.
Para  entender  bien  el


aporte  de  la  lingüística
deberíamos decir que el signo tiene dos caras (significado y significante),  que  no  es  lo mismo  que  la  palabra,  y desarrollar  con  mucha  más complejidad el tema, cosa que no  haremos  aquí.  Pero  sí, debo  aclarar  que  tampoco este  es  el  modo  de  pensar  el
lenguaje                        desde                      el
Psicoanálisis.  Si  bien  Lacan


partirá del signo saussureano,
sólo  lo  tomará  como  arcilla para  modificarlo  y  construir sus propios conceptos.


Pero  ¿cómo  funciona entonces  la  palabra  para  el Psicoanálisis?  ¿Cuáles  son
sus                                    características
diferenciales?
En  El  psicoanálisis ilustrado,  Jorge  Bekerman


propone una analogía. Remite
a  un  texto  de  Julio  Cortázar que  se  encuentra  en  su  libro Historia  de  Cronopios  y  de Famas  y  hace  una  perfecta conclusión.  Me  permito
compartirlo con ustedes.


Preámbulo a las instrucciones para
dar cuerda al reloj


Piensa esto:
Cuando te regalan
un reloj, te regalan un pequeño infierno florido, una cadena
de               rosas,              un
calabozo de aire.
No                   te                   dan
solamente el reloj, que los cumplas felices y esperemos


que te dure porque
es de buena marca, suizo con áncoras de rubíes; no te regalan solamente
ese                           menudo
picapedrero que te atarás en la muñeca y paseará contigo.
Te regalan, no lo saben, lo terrible es que no lo saben, te


regalan un nuevo
pedazo           frágil           yprecario          de      ti
mismo, algo que es tuyo pero no es tu cuerpo, que hay que atar a tu cuerpo con su correa como
un                                  bracito
desesperado
colgándose de tu muñeca.


Te              regalan             la
necesidad de darle cuerda todos los días, la obligación de darle cuerda
para             que              siga
siendo un reloj, te regalan la obsesión de atender a la hora
exacta             en             las vitrinas             de      las joyerías, en      el


anuncio por la radio,
en              el              servicio
telefónico.
Te regalan el miedo de perderlo, de que te lo roben, de que se caiga al suelo y se rompa.
Te             regalan            su
marca,                y                la
seguridad de que es una marca mejor


que las otras, te
regalan la tendencia a comparar tu reloj
con            los           demás
relojes.
No te regalan un reloj, tú eres el regalado, a ti te ofrecen para el
cumpleaños                 del
reloj.


Y  concluye  Bekerman
que el sujeto regalado al reloj es  la  versión  cortazariana  del
sujeto                 subordinado                 al
lenguaje.


Pero ¿cómo es esto de que no  somos  nosotros  quienes usamos  al  lenguaje  sino  que es  el  lenguaje  el  que  se  sirve
de nosotros?
Sostuvo  Coleridge  que


para  disfrutar  del  arte  «hay
que                      suspender                       la
incredulidad».  Y  esto  es  así. Si pensáramos que quien está sufriendo  sobre  un  escenario no es el príncipe Hamlet sino un  actor  que  luego  de  la función  irá  a  cenar  con  su
familia,                            difícilmente podríamos            conmovernos.
Algo  parecido  ocurre  con  lo que estamos planteando pues,


para  entenderlo,  hay  que
renunciar  por  un  momento  al sentido  común,  ya  que
muchas                  veces                 genera
conclusiones  engañosas.  La sensación,  por  ejemplo,  de que  el  sol  se  mueve  y  gira alrededor  de  la  tierra  fue  un error que costó muchas vidas.
Pues  bien,  el  lenguaje como  instrumento  del  sujeto es  como  el  movimiento  del


sol alrededor de la tierra: pura
apariencia.  En  realidad  no  es el  sujeto  el  que  se  sirve  del lenguaje,  sino  que  por  el contrario,  está  subordinado  a él. Y aquí empieza a aparecer la  dimensión  de  la  palabra que  nos  interesa  a  los analistas.  Esa  en  la  cual  un sujeto  no  habla,  sino  que  es hablado por el lenguaje.
El  mejor  ejemplo  de  esto


es  ese  fenómeno  al  que
llamamos  lapsus  linguae. Cito una frase de un paciente que  fue  dejado  por  su  mujer: «No voy a poder resistirlo. Sé que sin ella yo no voy a poder morir».
Es  claro  que  quiso  decir lo contrario, que sin ella no le sería  posible  vivir,  pero  el lenguaje  lo  tomó  y  el inconsciente  habló  por  él.  Y


eso  nos  permitió  ahondar  en
cuestiones  muy  profundas. ¿Qué  lo  mantenía  unido  a ella?  ¿Por  qué  necesitaba  de esa  relación  tan  conflictiva  y
sufriente?
Esto  es  lo  que  a  los analistas  nos  interesa.  El lugar  en  el  que  la comunicación falla. En el que el  significado  se  desplaza  de la  convención  hacia  una


significación  distinta  que
nada  tiene  que  ver  con  lo social,  que  es  única  y particular  de  ese  sujeto. Porque  es  claro  que  personas diferentes  pueden  usar  las mismas  palabras  y  estar diciendo,  sin  embargo,  cosas muy distintas.
Y  aquí  recuerdo  «Pierre Menard,  autor  del  Quijote», ese  maravilloso  texto  de


Borges.


El  cuento  empieza  con una  protesta  de  un  crítico  a causa  de  la  omisión  del nombre  del  novelista  Pierre Menard en un catálogo. Pierre Menard era un oscuro escritor francés,  que  en  el  siglo XIX
había  vuelto  a  escribir  los
capítulos  noveno  y  trigésimo octavo de la primera parte del


Quijote,  y  un  fragmento  del
capítulo  veintidós.  Pero  lo maravilloso  es  que  los escribió  exactamente  igual que  Cervantes.  No  cambió  ni una palabra, ni una coma.
Sin  embargo,  el  crítico sostiene  que  no  se  trata  de una  copia  y  que,  incluso,  la obra  de  Menard  es  muy superior  al  original:  «más sutil e infinitamente más rico,


que el de Cervantes».
En  una  parte  del  libro, Don  Quijote  propone  una disputa  entre  las  armas  y  las letras  y  falla  en  favor  de  las armas.  Según  el  crítico,  esto era  inevitable  y  esperable  de un  viejo  militar  como Cervantes,  en  cambio  era  un acto  sublime  y  sorprendente viniendo  de  un  hombre  dado a la filosofía como Menard.


Borges hace de este relato
algo irónico y genial, pero no está lejos de la postura con la que escucha un psicoanalista. Esto  de  entender,  repito,  que dos  sujetos  que  utilizan exactamente  las  mismas palabras  pueden  decir  cosas muy diferentes.
Por  eso  la  comunicación, para  el  Psicoanálisis,  es siempre fallida. No es posible


comunicar  porque  no  es
cierto  que  utilicemos  el mismo  código  y  que  las palabras  puedan  transmitir todo  lo  que  se  quiera  decir. Siempre  algo  escapa  a  la voluntad del hablante y es ese lugar  de  malentendido  el  que nos  importa.  Ese  instante  en el  que  el  lenguaje  no  sólo sorprende  y  deja  perplejo  al otro, sino al propio sujeto que


se detiene, asombrado y dice:
«No sé por qué dije eso»¼ o «Mirá  lo  que  dije»¼  Y pretende  desecharlo  diciendo que  no  es  lo  que  quiso  decir, pero  justamente  eso  que quiere  tirar  será  lo  que nosotros  tomaremos.  En  este sentido,  podemos  decir  que los  analistas  trabajamos  con el basurero del lenguaje.
Sólo dos comentarios más


antes  de  pensar  esto  en
relación con Alejandro.
El  primero  tiene  que  ver con  una  doble  vertiente  de  la palabra: por un lado pacifica, por otro genera malentendido.
Supongamos  que  estamos esperando  el  colectivo  a  la madrugada  en  una  esquina oscura. Si llegara alguien y se parara  cerca  de  nosotros,  de inmediato  sentiríamos  cierta


incomodidad.  Seguramente,
miraríamos  con  disimulo  y nos  pondríamos  tensos.  Pero si  alguno  de  los  dos  dijera, por  ejemplo,  «¿Cuánto  más va  a  tardar  este  colectivo? Hace  una  hora  que  no  pasa ninguno¼»,  veríamos  cómo el  clima  se  distiende  y  esa
tensión                             disminuye.
Podríamos, incluso, conversar amigablemente  y  protestar


contra  la  línea  de  colectivos.
He  aquí  el  poder  pacificador de la palabra.
Sin  embargo,  de  todo  lo
antedicho,                          concluimos
también  que  no  hay  manera de comunicar con precisión y que  el  malentendido  es  algo inevitable.
El  segundo  comentario retoma  la  pregunta  inicial: ¿La palabra cura? Y diré que


no toda palabra es igual. Hay
palabras                      vacías,              sin
contenido,  que  nada  dicen acerca de la verdad del sujeto y  su  deseo  y  si  trabajamos con  ella,  difícilmente  se produzca  la  cura.  Pero  si,  en cambio,  aparece  la  otra,  la palabra  plena,  la  que sorprende  al  paciente  y,  por qué  no,  al  analista,  se  abrirá un  espacio  en  el  cual  pueda


surgir  alguien  distinto;  un
hombre  más  cercano  a  su deseo  y  alejado  de  su padecimiento.
No  es  otra  la  tarea  del analista  que  la  de  propiciar las  condiciones  para  la aparición, en algún momento, de esa palabra plena.


Vayamos  al  caso  de Alejandro.


Lo  primero  que  me
inquieta  es  su  llamado, porque  me  obliga  a discriminar si ha roto o no la relación  con  el  lenguaje.  De haber  sido  así,  nada  podría haber  hecho  por  ayudarlo. Entonces  puse  en  juego  un chiste,  que  no  es  cualquier modo  de  utilizar  la  palabra. Supone  del  otro  lado  alguien que puede entender una ironía


o  una  metáfora.  Y  la
respuesta  de  Alejandro  me tranquilizó.
Cuando comenzó a hablar se  definió  rápidamente:  «sé cumplir  reglas,  fui  soldado. Estuve  en  Malvinas».  Allí, sus  palabras  dijeron  una verdad  a  pesar  de  que  él mismo  pensaba  que  estaba mintiendo.  Porque  Malvinas, para  él  tenía  un  significado


inconsciente  muy  distinto,
algo  que  se  devela  mucho después: el frío, el hambre, la soledad  y  el  maltrato.  Eso  es lo  que  la  palabra,  sería  más preciso  decir  el  significante, Malvinas  representa  para  él. Y en ese sentido, ciertamente Alejandro había estado allí.
Dijimos  que  es  el lenguaje  el  que  se  sirve  del sujeto y aquí se ve que esto es


así:  Alejandro  dijo  una
verdad  más  allá  de  su voluntad.  Por  eso  en  una sesión  intervine  diciéndole que  podía  mentir  si  quería. Porque  sé  que  aunque  así  lo hiciera, si logro establecer las condiciones  necesarias,  la palabra  plena  surgirá,  como lo hizo en esta oportunidad.
La               distinción         entre
«matarse»  y  «morirse»


también  fue  importante  a  lo
largo de su tratamiento. Todo el tiempo trabajamos para que no  se  instalara  la  posibilidad del  suicidio,  cosa  que  estaba latente  en  su  pensamiento, pero  en  cambio  propicié  que se  hiciera  cargo  de  sus  ganas de  morir.  ¿Qué  era  para  él morir?  Dejar  de  ser  quien
decía            que               era:                un
sobreviviente.  Y  en  ese


sentido, su deseo de morir era
un  deseo  sano.  Porque apuntaba  a  un  nuevo nacimiento,  pero  en  otro lugar.
Las  palabras  tenían  un significado  fuerte  y  singular para  él:  noche,  sombras, infierno,  muerte,  soledad.  Y por cada una de ellas me dejé guiar  para  ver  adónde  nos conducían. Si nos hubiéramos


manejado  por  el  sentido
común, por la idea de que me estaba  comunicando  lo  que quería decir conscientemente, ningún  cambio  hubiera  sido posible.


En  Psicoanálisis,  para quien  se  compromete  en  la búsqueda  de  la  verdad,  no  se trata  de  cualquier  palabra, sino  de  aquella  que  puede


abrirse  paso  en  la  maleza  de
la  resistencia  e  indicar  un
sendero                    difícil,             pero
inevitable.

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