miércoles, 1 de abril de 2015
LOS PADECIENTES-XII-XII-XIV
XII
Las cinco de la tarde. El taxi avanza como puede en medio del caos de la Avenida Santa Fe. Un grupo de manifestantes está cortando la calle y el
auto se detiene por unos minutos. Pablo, aún con gusto a Luciana en la boca, saca su celular y hace una llamada.
—Hola, Fernando, habla Pablo.
—¿Cómo estás? Me dijo Helena que me ibas a llamar…
—Sólo necesito hacerte unas preguntas y ver si me podés hacer un favor.
—Vos dirás.
—No, por teléfono no. Estoy cerca de tu oficina. Si tenés diez minutos para invitarme un café paso por allá.
Silencio.
—Pablo, sé que andás con los tiempos muy apretados, pero hoy me es imposible. Tengo programadas unas reuniones que no puedo suspender.
Silencio.
—Comprendo.
—Si te parece, mañana me hago un hueco y nos encontramos.
—No hace falta, no te molestes. Gracias, igual. Te dejo un abrazo.
Corta y se queda con el teléfono en la mano. Si los cálculos no le fallan el llamado que espera no puede tardar más de cinco minutos. Se reclina
sobre el asiento y respira. A pesar del congestionamiento, esa zona de Buenos Aires le gusta. Disfruta viendo a la gente que camina y mira vidrieras, o
mientras lee un libro en un café, o se queda observando un edificio. A la izquierda, el Jardín Botánico genera una sensación de paz que la ciudad no
tiene.
Deja que su mente juegue con esas impresiones y aprovecha para relajarse. A los pocos segundos, entra un llamado al celular. Mira el reloj. Tres
minutos. Sonríe y atiende de un modo descuidado.
—Hola.
—Pablo, soy yo, Fernando.
—Ah, qué sorpresa.
—¿Sabés qué? Si no son más de diez o quince minutos reales venite para la oficina y charlamos.
—¿De verdad no es molestia?
—No, no. Te espero. ¿En cuánto estás?
Mira por la ventana. Está a unas pocas cuadras.
—En diez estoy por ahí.
—Dale, te espero.
Pablo le pide al taxista que se detenga y paga. Sabe que va a recorrer más rápidamente la distancia en subte. Baja las escaleras e ingresa. Son
sólo dos estaciones, de modo que va a llegar puntualmente. Mientras espera, le envía un mensaje de texto a Helena.
—Gracias.
Al instante recibe la respuesta.
—Rubio, sos un turro. Igual te quiero.
Pablo odia manejar, en cambio adora viajar en subte. Tal vez porque lo remite a su época de estudiante, o aún más atrás. Cuando era
adolescente, una mudanza familiar lo alejó de sus amigos y nunca logró generar vínculos fuertes en su nuevo barrio. Por eso, durante mucho tiempo,
los domingos fueron días en los que la soledad se le hacía molesta, hasta que encontró una manera de volverla agradable.
El proceso era simple. Elegía un libro y se tomaba el tren que lo llevaba de la localidad de Florida, en la cual vivía, hasta Retiro. Le gustaba leer
arrullado por el movimiento leve y acompasado que producía el tren. Cuando llegaba a la terminal, sin salir a la calle siquiera, bajaba al subte y con
una sola ficha hacía todas las combinaciones posibles. Muy ocasionalmente bajaba en alguna estación y caminaba por las calles desoladas, pero la
mayoría de las veces se dedicaba solamente a leer mientras viajaba. El retorno era una inversión de los movimientos iniciales. El subte hasta Retiro y
el tren hasta su casa. Tal vez la rutina no fuera muy divertida, pero los libros sí lo eran. Y en esos viajes recuerda haber leído las obras más
importantes de su vida: Los Miserables, El Retrato de Dorian Gray, El Aleph, y el descubrimiento temprano de un autor que marcaría su vida para
siempre: Sigmund Freud.
De un modo casual Su Autobiografía había caído en sus manos, y desde entonces, las ideas del psicoanálisis lo invadieron de un modo prepotente
y fueron guiando cada uno de sus pasos.
El subte que se detiene lo saca de sus pensamientos. Baja en la estación Agüero. Camina unos metros e ingresa al edificio. Mira el letrero
buscando la oficina, aunque sabe perfectamente cuál es, pero no puede evitarlo. Allí está: Fernando Arana, piso 14.
Sube al ascensor en compañía de un hombre mayor y una mujer joven. El hombre está ansioso. Sus gestos son tensos y carraspea
permanentemente. Sus dedos no dejan de moverse sobre la manija del maletín y una gota de transpiración le baja por el costado del cuello. Pablo saca
una rápida conclusión: no es del edificio y viene a entrevistarse con alguien para pedir algo que no cree poder conseguir.
La mujer, en cambio, va chequeando mensajes de texto en su celular con gesto despreocupado. Incluso ha apoyado su cartera en el piso, es decir
que está tranquila y familiarizada con el lugar. Ha de ser alguna profesional, probablemente abogada, que tiene su estudio allí.
A veces piensa que este registro permanente de lo que ocurre a su alrededor, que no puede evitar, no es más que una manera de distraer la
atención de lo que le pasa a él. Intenta evocar si antes, cuando Alejandra aún estaba en su vida, era igual. Pero ha pasado tanto tiempo, tanto dolor y
tanto llanto contenido que no puede recordar cómo eran las cosas entonces.
El ascensor se detiene en el séptimo piso y el hombre se apresura hacia la puerta. Se mira con disimulo en el espejo, se acomoda el pelo
nerviosamente y baja. La puerta se cierra y queda a solas con la mujer. A los pocos segundos el ambiente, hasta entonces indiferente, se torna
incómodo. Sabe que basta con una frase de ocasión para apaciguar la tensión que el silencio genera entre dos personas que no se conocen, pero hoy no
tiene ganas, por eso apenas si la mira de reojo.
Tendrá unos cuarenta años y, si no fuera porque aún no puede deshacerse de la imagen de Luciana, hubiera pensado que es una linda mujer.
Pero hoy su juicio estético ha quedado fatalmente condenado a la crueldad más absoluta.
La mujer baja en el piso doce y, antes de salir del ascensor le dedica una mirada. La puerta se cierra y Pablo se queda solo. Respira
profundamente. Una, dos, tres veces. Busca concentración y procura sacar las imágenes de Alejandra y de Luciana fuera de sus pensamientos. Lo que
tiene que hablar con Fernando es muy importante y la distracción es un lujo que no puede darse.
XIII
Fernando es un buen tipo. Un hombre inteligente que siente por él un cariño, más hijo de la gratitud que del conocimiento. Sabe que Pablo
rescató a Helena de un presente difícil y un destino oscuro y la ayudó cuando todo parecía darle la espalda. Cuidó de ella y de su hija y las fue
acompañando en la construcción de una vida mejor. Desde aquel primer departamento que les alquiló, hasta hacerse cargo del pago del colegio de
Juliana, todo había cambiado para ellas e incluso había sido el causante de que Helena y él se conocieran. Y Fernando ama a su mujer. Por eso, aunque
sabe que la amistad es entre ellos, de alguna manera se siente parte de esa comunión.
—Sentate, por favor.
—Gracias. Sé que tenías un día terrible.
—No te preocupes. Más terrible hubiera sido al llegar a mi casa si te hubiese dicho que no. —Ambos sonríen. —Pero dale, hacémela corta. ¿De
qué se trata?
—Ok, voy al grano: ¿Qué podés decirme de Roberto Vanussi?
Sus ojos apenas se mueven, pero lo suficiente como para que Pablo detecte que ese nombre no le es indiferente. Fernando se toma unos
segundos antes de hablar.
—¿Y vos qué tenés que ver con ese tipo?
—Por ahora nada —responde y se queda en silencio.
—Y lo mejor sería que continuara siendo así.
—¿Por qué lo decís?
—Mirá, Vanussi era una persona muy poderosa que hace unos días apareció muerta en una zanja. Debo haberlo visto no más de cuatro o cinco
veces en mi vida y siempre en alguna reunión social o de negocios, jamás a solas. No era de esos tipos con los que me gusta juntarme.
—¿Por qué?
—Básicamente porque era una basura. Un tipo sin códigos o, mejor dicho, con códigos de mierda.
—Códigos mafiosos querés decir.
—Exactamente. —Toma un trago de agua. Es claro que no le gusta hablar del tema. Está tenso y se le nota. —Vanussi tenía contactos con gente
importante. Diputados, senadores, gente de la policía y por supuesto empresarios como él. En apariencia se movía en los negocios inmobiliarios, pero
eso no era cierto o, al menos, no era toda la verdad.
—¿Qué querés decir con eso?
—Que esos negocios existían, pero de ningún modo eran la fuente de su fortuna.
—¿Ah, no? ¿Y cuál era, entonces?
Fernando lo mira y se queda callado. Frunce el ceño y un gesto de tensión le invade la cara. Empieza a no disfrutar de esta charla que va
tomando un giro desagradable, y da la impresión de estar sopesando cada palabra antes de hablar.
—Se decían muchas cosas acerca de sus negocios.
—¿Podés contarme?
—Mirá, a mí no me consta que así fuera, pero… —se detiene nuevamente.
—Fernando, mirame. Soy yo. El amigo de tu mujer, el tipo que va a tus cumpleaños. Ésta es una charla de amigos y todo lo que hablemos queda
acá. Nadie va a enterarse de nada de lo que me digas.
—No estés tan seguro. No me preguntes cómo, pero estas cosas siempre se saben.
Lo nota nervioso y eso no le gusta, ni le sirve.
—Relajate, por favor, que no estás prestando declaración en un juzgado ni te voy a exigir pruebas. Simplemente quiero saber en qué me estoy
metiendo si es que acepto un encargo profesional que me hicieron. Así que calmate y hablá con toda confianza.
Fernando suspira.
—Vanussi no andaba en nada bueno, eso es seguro. En apariencia manejaba algunos negocios… de la noche.
—Explicate. ¿Putas, droga, juego… a qué te referís?
—A todo eso que estás diciendo. —Lo mira fijamente. —Vos te imaginás que esos negocios no pueden hacerse sin estar arreglado con gente
poderosa. Y en este caso en particular debe tratarse de gente muy poderosa, porque no te estoy hablando de un cabaret ubicado a la entrada de un
pueblito de mierda, sino de algo grande en lo que están metidos clientes que de ninguna manera son los camioneros que paran a tomarse un whisky
berreta en la ruta 3. Incluso…
—¿Incluso qué?
—Te repito que no tengo pruebas de nada de lo que te estoy diciendo, que son sólo comentarios.
—Sí, ya me lo dijiste.
Suspira y baja la mirada. Pablo ve que aprieta un puño en un gesto involuntario. Comprende que Fernando no está convencido de seguir
hablando e, incluso, que es probable que tenga miedo de hacerlo.
—Vos sabés que hay tipos a los que les gustan las pibas jovencitas —se detiene—, muy jovencitas.
—¿Me estás diciendo que Vanussi estaba metido en el tema de la prostitución infantil?
Fernando se pasa la mano por la frente y se seca la transpiración. Está alterado. Vuelve a llenar su vaso con agua y toma hasta la última gota.
—Rubio…
Jamás en la vida lo llamó de esa manera y comprende que está buscando sentirse resguardado por una cercanía amistosa.
—¿Qué?
—Entendé que esto es algo muy pesado.
—Lo entiendo perfectamente.
—Pero no te voy a explicar a vos acerca de estas perversiones.
La frase intenta sonar como una broma sin conseguirlo.
—No, claro. Y por supuesto, los clientes y encubridores de todas estas cosas…
—No —lo interrumpe—, no me pidas nombres.
—¿Los tenés, acaso?
Sus ojos se cruzan un instante, pero Fernando desvía la mirada.
—Está bien. Pero al menos decime, ¿esos nombres hasta dónde llegan?
Silencio.
—Alto, Pablo. Más alto de lo que podés imaginar.
Asiente. Fernando está siendo sincero y es claro que no quiere seguir hablando. Lo está incomodando y no es ésa su intención. Se da cuenta de
que quiere que se vaya, que su presencia le molesta y que no desea prolongar más este encuentro.
—Una sola cosa más.
Suspira.
—Decime.
—Te quería pedir un favor.
—Dale.
Pablo formula un solo y simple pedido, pero la cara de Fernando se transforma. Sabe que en este momento preferiría no haberlo recibido nunca
en su oficina. Pero es él. El amigo que salvó la vida de su esposa. Piensa si, de todas maneras, esto no excede los límites de la gratitud, pero quiere que
se vaya ya mismo y, con tal de que lo haga, es capaz de darle cualquier cosa.
Da vuelta las hojas de su agenda hasta encontrar lo que está buscando. Toma un papel y escribe algo. Lo dobla y se lo entrega. Pablo no pregunta
nada más. Sólo agradece y se retira dejando tras de sí a un hombre inquieto y preocupado. Mientras se dirige al ascensor empieza a intuir que se está metiendo en algo demasiado grande para él. Cuando llega a la vereda mira el papel
que aún lleva en la mano. Justo en la puerta hay un cesto de basura. Sólo tiene que tirarlo y olvidarse del asunto. En cambio lo guarda en su bolsillo,
saca su teléfono celular y hace una llamada.
XIV
El hombre alto que está parado en la esquina mira su reloj y enciende un cigarrillo. Está inquieto y con un presentimiento desagradable que se le
ha instalado desde el momento en el que recibió esa llamada.
La ciudad sigue su vida a su alrededor sin que se dé cuenta. Los ruidos, el tránsito, la gente, todo parece desfilar ante sus ojos con indiferencia. El
tono de voz con el cual le habló su amigo le disparó una señal de alarma. Sabe que algo anda mal. De pronto lo ve venir y lo que ve lo pone aún más
tenso. Lo conoce muy bien y no le gusta la actitud con la cual se le acerca. Se saludan seriamente.
—¿Dónde tenés el coche?
—Aquí a la vuelta.
—Vamos.
—Está bien, pero ¿por qué me pediste que lo trajera?
—Porque tenemos que ir hasta General Rodríguez.
José se detiene y lo toma del brazo.
—Pará un poquito. ¿Me podés explicar de qué se trata todo esto?
—Ahora, no. Durante el viaje te cuento.
—No, Pablo, basta. No soy un chico y me gusta tomar mis propias decisiones. Si no me decís al menos algo, no pienso moverme de acá. O mejor
dicho, sí. Pienso volver a mi casa, o sentarme a comer tranquilamente en una parrilla o hacer lo que se me cante el culo. Así que elegí. O me contás
para qué mierda tenemos que ir hasta General Rodríguez o te tomás un colectivo y te vas solo.
Pablo niega con la cabeza.
—Tiene que ver con Paula.
—¿Qué pasa ahora con ella?
—Estuve haciendo algunas averiguaciones acerca de su hermano y de su padre. Este caso quema, Gitano.
—No te entiendo.
—No te hagas el boludo que te queda mal. Vos mismo me dijiste que la piba sospechaba que el padre andaba en cosas jodidas con gente muy
pesada. “Peces gordos”, los llamaste.
—Sí, pero también te dije que podían no ser más que fantasías. Vos sabés cómo pueden ser de jodidos los hijos cuando tienen temas sin resolver
con los padres.
—Olvidate. Por lo que estuve averiguando, el tipo andaba en cosas que superan en mucho las peores fantasías que el Edipo no resuelto de Paula
le pudiera generar.
José lo mira y frunce el ceño.
—¿Hablás en serio?
—Por supuesto.
Se queda pensando con la mirada perdida. Luego de unos segundos hace la pregunta temiendo a cualquier respuesta posible.
—¿Y qué se supone que vamos a hacer a General Rodríguez?
—Vamos a hablar con la persona que estuvo a cargo de la investigación del caso.
—¿Qué… un cana?
Asiente.
—Un subcomisario.
José menea la cabeza y abre los brazos en un gesto de incredulidad.
—Ah, no… vos te volviste loco. Pensás que vamos a entrar así nomás a una comisaría y decirle a ese tipo que nos tiene que recibir, mostrarnos lo
que tenga sobre el caso, violar el secreto de sumario y exponer todo lo que sabe sólo porque yo soy el analista de la hija del muerto y vos un psicólogo
al que se le dio por jugar al detective. Es más, se me acaba de ocurrir una idea. ¿Por qué no le llevamos uno de tus libros y se lo dedicás “con todo
cariño” a ver si con eso accede de una? Pablo, pensá un poquito, nos van a correr a patadas en el culo.
—No, eso no va a pasar.
—¿Y cómo estás tan seguro?
—Porque el tipo nos está esperando. —José lo mira con gesto confuso y sorprendido.
—¿Y cómo lo conseguiste?
—Alguien lo llamó para pedirle que nos recibiera.
—Está bien —objeta luego de pensar un momento—. Supongamos que nos reciba. De allí a que nos dé alguna información hay un abismo, porque
eso sólo podría hacerlo jugándose el puesto, cosa que dudo que haga a no ser que fuera por pedido directo del juez.
—Exactamente —sonríe.
Silencio.
—Pablo, ¿me estás diciendo que conseguiste que el juez de la causa nos habilitara la información de un caso de asesinato?
—Sí. Por supuesto que si alguien se lo pregunta lo va a negar.
—¿Y cómo lograste eso?
—Con un llamado.
—¿Y de dónde sacaste vos…?
—Basta, Gitano. Tenemos que irnos. Hacé todas las preguntas que quieras durante el viaje. Yo tengo mis contactos, pero dudo de que al subco le
haya hecho mucha gracia que le pidieran que nos atienda y colabore con nosotros. Por eso, no tiremos demasiado de la cuerda, porque no nos va a
esperar toda la vida.
—Está bien. Dame un segundo para hacer un llamado. —Lo mira. —Tenía un compromiso arreglado con una mina y no quiero dejarla esperando
en la puerta de mi casa como una boluda. ¿Puede ser?
—Obviamente.
—Gracias, sos muy amable —dice irónicamente y se aleja unos metros. Regresa al cabo de unos segundos. —Ya está, todo arreglado. Vamos.
Empiezan a caminar.
“Tenemos que irnos”, “no nos va a esperar toda la vida”.
El uso que Pablo hizo del plural lo involucra y José se pregunta en qué momento pasó a formar parte activa de la historia. Recorren el trayecto
que lleva al auto en silencio. Se suben y José lo pone en marcha. Sus manos quedan aferradas al volante y su respiración se acelera. Luego de unos
segundos en los que permanece inmóvil gira la cabeza y lo mira.
—Pablo, no me preguntes por qué, pero tengo miedo.
Rouviot asiente y traga saliva. Por primera vez en muchas horas se permite una mirada introspectiva.
—Yo también, Gitano. Yo también.
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