miércoles, 1 de abril de 2015
LOS PADECIENTES-VII-VIII-IX
VII
—Paula siempre hizo lo que pudo y Javier nunca pudo nada… excepto esa noche.
Contundente. Sin desviar la mirada. Lo dice como una verdad dolorosa que tuvo que asumir. Quiere repreguntar acerca de esa frase final, pero
aún no es el momento.
—Y vos, ¿no te sentiste un poco desprotegida?
—Mucho, pero ¿qué podía hacer? Mamá había muerto, Javier a veces era un hermano cariñoso y compañero, otras veces era apenas un llanto o
un grito que recorría la casa durante la noche y otras, las más, una especie de vegetal totalmente desconectado de la realidad. Paula… Ella siempre
intentó cuidarnos y creo que toda la vida le voy a estar agradecida por lo que hizo o, al menos, por lo que intentó hacer.
—¿Te sentís en deuda con ella?
—No, ya no.
—¿Y tu papá?
—Ya te dije que no quiero hablar de él.
—No me interesa que me hables de él. Hablame de lo que a vos te pasaba y te pasa aún hoy con él.
Camila no responde. Gira su silla y se queda mirando a través de la ventana. Se toma su tiempo, un tiempo que Pablo respeta. Esta vez la que ha
improvisado la situación de diván es ella, porque comienza a hablar con la mirada perdida y dándole la espalda.
—Yo nunca entendí por qué mi mamá lo amaba tanto. Ella deseaba que yo también lo quisiera, pero nunca lo logró. Me hablaba mucho de él,
pero yo me daba cuenta de que lo que me decía no era verdad, de que en realidad no me hablaba de mi papá sino de un padre inexistente que
inventaba para mí. En sus historias de cómo se conocieron, se enamoraron y empezaron a vivir juntos, me pintaba a un hombre bueno, dulce y
comprensivo. Alguien enamorado al que le importaba su familia… Pero eso era mentira, una más de esas pinturas luminosas y soleadas que mamá
hacía para intentar disimular una existencia oscura.
Pablo ni se mueve. No quiere interrumpir el relato. Paula tenía razón. Iba a encontrarse con una adulta. Su modo de expresarse, su nivel de
análisis, no parecen los de una niña. Pero lo es, y no debe olvidarlo.
—¿Viste esa película italiana, La vida es bella?
—Sí.
—Algo parecido hacía mi mamá conmigo. Intentaba convencerme de que todo era un cuento de hadas.
—Pero el ogro, en este caso, era demasiado real, ¿no?
—Sí, y estaba demasiado cerca.
—El ogro era tu padre.
—Mientras ella vivió, el monstruo se mantuvo encadenado. Sólo se escapaba algunas noches. Yo no sabía bien qué pasaba, pero me daba cuenta
de que algo ocurría porque en esas noches mamá ponía la música fuerte, tiraba un mantel en mi cuarto y comíamos y jugábamos sin salir de allí. Y
¿sabés qué me llama la atención?
—No.
—Que a pesar de ser un momento soñado, yo no podía ser feliz. Algo me decía que eso era falso, que en esas noches, Mozart o Beethoven no eran
música, sino un ruido fuerte que intentaba tapar otros ruidos.
—Ruidos que tu mamá no quería que escucharas.
Asiente.
—¿Y tus hermanos, estaban con ustedes?
La pregunta tiene como única respuesta un silencio absoluto. Pablo puede sentir la respiración de Camila que se hace más profunda y más tensa.
Se está angustiando. Está intentando recordar. Seguramente no ha pensado en este detalle.
Suele pasar que, a la hora de conectarse con los momentos traumáticos, todo toma otro valor y hasta las cosas que parecen más obvias terminan
siendo una incógnita. En esos casos, la pregunta justa, a veces hecha sin saber bien qué se busca, abre una fisura en el muro levantado por la
represión.
Esta vez sí, Pablo decide no dejar escapar la oportunidad.
—Camila, ¿tus hermanos compartían o no esos momentos con ustedes?
—No lo sé.
Conoce estos trances, los siente en la piel. Ante estas situaciones, siempre se ha sentido como si fuera el capitán de un barco que ve venir una ola
gigantesca, una inmensa pared de agua que está a punto de azotarlo y que, aun así, sabe que ya no puede retroceder. Respira, entonces, toma con
fuerza el timón y avanza.
—Sí, lo sabés.
Camila gira la silla violentamente y lo atraviesa con la mirada.
—¿Me estás diciendo que miento?
Intenta sonar calmo.
—No. Sólo que lo sabés. Aunque no puedas recordarlo, sé que lo sabés —repite y le sostiene la mirada—. Y creo que tenés ganas de compartirlo
conmigo. ¿Me equivoco?
Los ojos de Camila enrojecen con una mezcla de furia, sorpresa y angustia. Algunas lágrimas aparecen y le mojan la cara. Gira la silla nuevamente
hacia la ventana, esta vez muy lentamente. Pablo se queda mirándola. Un minuto… dos… hasta que en un momento, la fortaleza se derrumba.
El grito que escucha es como un aullido de dolor que le pega en el pecho. Ve cómo ella deja caer su cabeza hasta apoyarla en el escritorio y llora
de un modo desesperado. Su cuerpo se sacude y sus manos se cierran apretando el pelo.
Allí está. Ésa es la niña asustada e indefensa de trece años. Pablo tiene el impulso de abrazarla, pero aún no es el momento.
—Llorá, Camila —piensa—. Por fin… llorá.
VIII
Bermúdez no disimula su disgusto ante lo que acaba de escuchar.
—¿Está seguro de lo que me está diciendo?
El cabo Gerónimo López siente que su jefe está más alterado que de costumbre. No es habitual que pierda la compostura, por eso responde con
especial cuidado.
—Sí, señor.
—La puta madre. Este tipo es un boludo.
—Sí, señor.
—¿Cómo llegó hasta allí?
—Vino en un remís. El auto está estacionado en la puerta, supongo que esperándolo.
—¿Hace mucho que está adentro?
—Sí, señor.
—Sí, señor, ¡las pelotas! —explota—. ¿Cuánto tiempo?
—Aproximadamente tres horas, señor.
Piensa.
—Mire, López, vamos a hacer algo.
—Dígame, señor.
—Usted se queda allí hasta que el tipo salga y me lo sigue con discreción. No sea pelotudo, ¿quiere? No se deje ver.
—Quédese tranquilo.
—Bien. Si se va para la casa, estaciónese cerca y no se mueva de allí. Y no pierda de vista la puerta. ¿Me entendió?
—Sí, señor.
—Bien. Si, en cambio, arranca para otro lado, me llama de inmediato y me avisa.
—Muy bien, señor.
Corta. Sabe que tiene que actuar con rapidez si no quiere que sea demasiado tarde.
—¿Dónde mierda dejé el número de teléfono? —maldice mientras abre el cajón superior del escritorio—. Será de Dios, carajo. Esto es un
quilombo.
Revuelve con disgusto los papeles del cajón hasta dar con el que está buscando. Mira el número de teléfono que está escrito y marca mientras
sigue maldiciendo.
—Qué tipo boludo, Dios mío… qué boludo.
IX
Hace más de diez minutos que llora. Durante todo ese tiempo las imágenes de aquellas noches en su cuarto desfilaron por su mente sin parar. Se
vio a sí misma junto a su madre, jugando, comiendo o dibujando con el fondo de una de sus obras preferidas, la Sonata Kreutzer de Beethoven. Pero a
pesar de la apariencia festiva del recuerdo, la sensación que revive dista mucho de ser agradable. Por el contrario, es angustiosa.
El rostro de su madre está tenso y hay algo de fingido en cada uno de sus actos. Tampoco ella está feliz. Camila sabe que algo está pasando allá
afuera, pero no comprende qué.
—Esas noches eran interminables —dice con voz temblorosa—. Mamá se esforzaba por mantenerme distraída, y yo fingía pasarla bien.
—Pero no era así.
—No. Yo sabía que algo pasaba, aunque no puedo decir qué, pero era algo malo. Todo en la casa era diferente. Los sonidos, los olores… todo. De
pronto mamá me llevaba a mi cuarto. “Vamos a jugar”, me decía. Pero, en realidad, mi cuarto no se convertía en una sala de juegos, sino en una
fortaleza. Como esas habitaciones en las que la gente se encierra cuando se siente insegura. Lo vi en una película. Creo que les dicen…
—La habitación del pánico.
—Eso —asiente—. Mi cuarto era la habitación del pánico. Afuera estaba la amenaza.
—Y adentro la angustia.
Lo mira.
—Sí.
Camila ha hecho una gran catarsis, una descarga de tanto dolor contenido. Es el momento de volver al punto de partida de la crisis e intentar
ponerle palabras.
—¿Y tus hermanos, de qué lado de la puerta estaban?
Se toma un tiempo antes de responder. Sus ojos vuelven a llenarse de lágrimas y su voz suena entrecortada.
—Me viene la imagen borrosa de Javier bamboleándose en un rincón del cuarto, sin decir nada y con la mirada perdida, como si tuviera la mente
en blanco. Eso también me daba miedo.
—¿Ver a Javier en ese estado?
—Sí. Porque era como estar con un desconocido, como si no fuera mi hermano… en realidad…
—¿Qué?
—Ni siquiera parecía una persona.
Pablo sabe a lo que se refiere. Conoce esos momentos en los que algunos pacientes pierden contacto con la realidad. Los ha visto muchas veces y
ha tenido que enfrentar la angustia que, en esos casos, también impacta al analista.
Y si no es fácil, ni aun para los psicólogos, sostener la tensión que implica estar frente a alguien que perdió su contacto con la realidad y se refugió
en un universo propio e inexpugnable, imagina lo que debe haber sido para una nena tan chiquita estar encerrada en la habitación del pánico con una
madre desesperada y un hermano perdido en una existencia alucinada.
Pero, ¿qué podía ser tan malo afuera como para que Victoria hiciera pasar a sus hijos por ese horror? Lo sospecha. Pero eso importa poco. Lo
realmente importante es lo que Camila pueda decir.
—¿Y Paula?
Niega con la cabeza.
—No, Paula no estaba. Ella era más grande. Supongo que le era más cómodo ir a lo de una amiga o a la casa de Francisca que quedarse con
nosotros. Francisca la protegió mucho. Paula fue siempre su preferida.
—Es decir que entre tu mamá y Francisca se dividían el cuidado de ustedes.
—Sí.
—Y en este punto supongo que de quien había que cuidarlos era de tu papá.
—Sí.
—¿Por qué?
—Yo nunca hablé de esto. Ni siquiera conmigo misma. ¿Entendés lo que quiero decir?
—Sí.
La habitación del pánico va entreabriendo sus puertas y Camila empieza a recordar aquellas cosas que sabía pero en las que ni siquiera le había
sido posible pensar.
En algunas circunstancias, el olvido no es más que el resultado del intento por reprimir una situación tan dolorosa que su solo recuerdo generaría
una angustia capaz de desestructurar la psiquis. Por lo general, estas circunstancias tienen que ver con vivencias infantiles, traumáticas… y sexuales.
Cuando esto ocurre, el esfuerzo por expulsar de la conciencia el recuerdo de esas vivencias, deja capturada una angustia imposible de ser
simbolizada, un dolor que escapa a las palabras y que, al no poder ser dicho, busca alguna vía de canalización, por lo general patológica.
Pero hay, sin embargo, un mecanismo que permite viabilizar de un modo constructivo esa energía contenida: la sublimación.
En los chicos, el juego suele cumplir ese rol sublimatorio, por eso la técnica del psicoanálisis con niños se basa en el juego, porque en él ponen a
trabajar todo su mundo interno e, interpretando y operando sobre esos juegos, se puede intentar solucionar los conflictos que los angustian. En la
adultez, el estudio, el trabajo o el arte cumplen esa función.
En el caso de Camila, es evidente que la música ha sido el escenario de su mecanismo sublimatorio. Y lo ha hecho muy bien pese a todo, aunque
obviamente ha tenido un costo.
Esa madurez anticipada, la perfección de su lenguaje y el excesivo ejercicio de la voluntad, son los síntomas observables de su intento obsesivo
por mantener todo bajo control. Y no es extraño.
Su madre no había logrado poner orden en el caos y apenas si se limitaba a encerrarlos e intentar tapar los gritos del horror. Pero el horror,
cuando se instala, resulta inevitable.
Hay un concepto teórico que utiliza el psicoanálisis: Lo Siniestro.
Este término alude a situaciones muy particulares en las que aquello que es familiar se vuelve amenazante. Sucede, por ejemplo, cuando las
personas encargadas de cuidar y velar por la seguridad de alguien se convierten en la causa misma del peligro que los acecha.
Hay un juego del que los chicos disfrutan mucho. Es ése que consiste en que la madre, el padre o alguna figura amistosa esconde su cara detrás
de una toalla o una almohada para aparecer luego de manera sonriente. El chico manifiesta un sentimiento gratificante y pide que se repita una y otra
vez el mismo juego. Ahora bien, si en el momento en el que el rostro querido debe aparecer, el adulto lo hiciera, por ejemplo, con una máscara, en
lugar de la risa y la diversión generaría una angustia traumática, porque allí donde el chico esperaba encontrar un rostro protector encuentra, en
cambio, algo desconocido y amenazante.
A esta altura ya no tiene dudas de que Roberto Vanussi ha sometido a sus hijos a sucesivas experiencias siniestras. Él, el padre, el que debía dar
seguridad a su familia ha sido la mayor amenaza que han debido enfrentar.
En lo referente a Camila, también Victoria hizo lo que pudo, cuando pudo, igual que Paula. La angustia de Camila demuestra que no fue mucho.
—Hoy creo que en aquel momento yo sabía lo que pasaba aunque no pudiera explicarlo.
—¿Y qué era lo que pasaba? A lo mejor ahora que sos más grande tenés las palabras necesarias para contarlo.
Suspira.
—Mi papá era una mala persona. —Se interrumpe. —Es horrible escucharme decir esto.
—No fue tu culpa que así fuera.
Respira hondo.
—Yo sé que hacía muchas cosas malas.
—¿Qué cosas?
Piensa y toma fuerzas para seguir con su relato.
—Sé que le pegaba a mi familia.
—¿A quiénes?
—A Paula y a Javier, sobre todo. Creo que también a mamá, pero ésa es más una sensación que un recuerdo. Yo era muy chica cuando mamá
murió.
—¿Y a vos?
Camila levanta la vista. Su mirada se pone seria y adquiere un gesto de firmeza y determinación.
—A mí no iba a tocarme nunca.
—Aunque para eso tu mamá tuviera que encerrarte cuando él se ponía violento.
—Sí.
—¿Y cuando tu mamá murió?
Piensa.
—Cuando mi mamá murió yo transformé su cuarto de pintura en mi estudio de música.
La mira asombrado.
—¿Éste era el cuarto en el que tu mamá pintaba?
—Sí. Por supuesto que sólo quedan las paredes de aquella época. Los muebles, la alfombra, las luces, todo fue cambiado para que yo pudiera
estudiar aquí.
Pablo evalúa el momento para hacer la pregunta.
—¿Y transformaste este cuarto en tu propia habitación del pánico?
Ella sonríe.
—No lo había pensado, pero creo que sí. A lo mejor por eso casi no salgo de este estudio, pero me angustio mucho menos que cuando mamá me
encerraba en mi habitación.
Sublimación. La música ha hecho lo suyo, por suerte.
—De todos modos, aunque por lo que me decís pareciera que no te sirvió de mucho, tu mamá hizo lo que pudo por cuidarte.
Lo mira.
—¿Vos creés?
La pregunta lo sorprende. Buscó convocar a alguna figura protectora y, como respuesta, ha obtenido otra cosa. No sabe bien qué, pero siente que
una brecha se abre en ese sentimiento de adoración que Camila ha demostrado hasta ahora con respecto a su mamá. Tampoco sabe por qué, pero sólo
hay una manera de averiguarlo.
—No lo sé. Contame qué creés vos.
Nuevamente la angustia. Hace horas que están conversando y Pablo siente que ya es demasiado, pero no puede detenerse justo en este
momento y dejarla así. No a una nena que, por lo que ve, no tiene más contención que la que ella misma pueda darse.
Camila no habla. De pronto se ha quedado sin palabras. Pablo puede ver la lucha que se desata en su interior.
Hasta ahora el recuerdo de la madre buena ha sido su único refugio y se niega a abandonarlo. Seguramente teme lo que pueda encontrar sin esa
fortaleza imaginaria que ha creado y en la cual esa mamá la ha protegido de la voluntad caprichosa del padre omnipotente.
Pablo la mira y comprende que no va a hablar, por eso decide intentar otra cosa. Es cierto que hablar con Camila es como hablar con un adulto,
pero es eso, un como si. Sigue siendo una niña. Entonces… ¿por qué no?
La mira, le sonríe y le pregunta.
—¿Querés jugar?
Ahora la sorprendida es ella.
—¿Qué?
—Que si querés jugar.
—No entiendo.
—No es tan difícil. Hace mucho que estamos hablando y me parece que necesito un descanso, una distracción. ¿Querés?
Es un estilo que suele usarse mucho en el trabajo con niños. Hacerse cargo de poner en palabras y en la persona del analista lo que el paciente
está sintiendo y no puede decir. Él no es especialista en chicos, pero este caso requiere de todos los recursos de los que pueda echar mano.
—¿No estás grande para eso?
—Nunca se es tan grande que no se pueda jugar. Sólo hay que vencer la vergüenza, y creo que con vos me siento a resguardo del ridículo.
Se ríe.
—Bueno. ¿Y a qué querés jugar?
—Eso te lo dejo elegir a vos.
Pablo la mira con gesto relajado y aparenta estar divertido, pero por dentro siente la calma tensa del que espera un dictamen importante.
—¿A la escondida?
Lo sabía. De esa manera misteriosa en la que a veces se le anticipa al analista la respuesta de un paciente.
La palabra funciona en análisis de un modo raro. En algunos momentos ya no es la palabra del paciente ni la del analista sino una palabra que
surca un espacio compartido, una intersección que incluye a ambos y los aloja en un espacio único en el que, por momentos, pueden decirse y
comprenderse cosas que de otro modo serían imposibles de entender.
La psicología ha invadido la cultura de un modo tal que sus términos teóricos son de uso permanente y palabras tales como lapsus, acto fallido,
histeria o inconsciente circulan en el discurso cotidiano. Pero lo que sólo los analistas y pacientes saben es que el inconsciente no es algo que viva ni en
uno ni en otro, sino en ese territorio mixto que comparten. El inconsciente no es del paciente ni es del analista. Es algo que se produce en un momento
y que le pertenece a ambos. Alguien dijo alguna vez que “es un nudo entre paciente y analista”. Y en ese nudo, Pablo ha intuido la respuesta.
Las cartas ya están echadas. Hay que ponerse a jugar.
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