miércoles, 1 de abril de 2015
LOS PADECIENTES-TERCERA PARTE LA BUSQUEDA I-II-III
I
Hay senderos a los que nuestros propios miedos vuelven intransitables. La inseguridad y la angustia pueden llenar de abismos
hasta los actos más sencillos. Cada uno tiene su propio Everest.
Parado frente a la puerta de entrada observa esos cinco escalones que lo separan de la puerta de entrada de la Clínica Ferro.
¿Por qué duda? No ha llegado hasta acá para detenerse justo ahora. Pero lo cierto es que tiene miedo. Recuerda que una vez,
siendo chico, cuando vivía en el campo con su papá, había salido a cazar de tardecita. Entusiasmado por la aventura perdió noción
del tiempo y la noche llegó más rápido de lo que esperaba. De un momento a otro todo se oscureció y comprendió la enorme
negrura que se apodera de las noches sin luna.
Quienes viven en las grandes ciudades no conocen la oscuridad. Siempre viene de algún sitio un reflejo, una luminosidad que, aunque distante, la
vuelve accesible. Pero en el campo todo es diferente. Él lo entendió esa noche.
Su corazón de nueve años palpitaba desesperado. En vano intentaba buscar un punto de referencia que le indicara hacia dónde
dirigirse, pero cuando las sombras caen sobre la llanura inmensa y solitaria, los árboles, las tranqueras y los juncos, son todos los
mismos.
Sentía que debía caminar para no quedar paralizado, pero temía que cada uno de sus pasos lo alejara aún más de la seguridad de
la casa. Conocía los peligros de la noche. Sabía de la luz mala y de las criaturas de la oscuridad. Cazadores rapaces, rastreros, y
cada uno de ellos tomaba en su mente una forma aún más atroz.
Se asustó al verse tan desprotegido y buscó una tranquera. Allí se sentó, apoyando su espalda en ella. No debía desesperarse.
Por larga que fuera, toda noche termina. Sólo era cuestión de tranquilizarse. Nada malo podía pasarle.
Minutos después, como si se tratara de un faro milagroso, vio mecerse una luz a lo lejos. Era casi imperceptible pero bastaba para
indicar el camino. Se levantó y caminó hacia ella. Estaría a algo más de un kilómetro, aunque había aprendido que en esos parajes
las distancias suelen ser engañosas.
Se fue acercando, con cuidado, hasta que al fin pudo ver de dónde provenía aquella luz. Era su padre que mecía el sol de noche
de modo pendular para guiarlo.
Al llegar intentó esconder su miedo. A ningún hombre le gusta que se sepa que es cobarde. Su padre le sonrió.
—Vamos —le dijo.
Y eso fue todo. Pero la sensación de aquella noche le quedó grabada para siempre. Muchas veces se ha sentido de ese modo, y
hoy es una de ésas. Sabe, eso sí, que no vendrá ningún farol a rescatarlo, que sólo cuenta consigo mismo.
Mira hacia la esquina. Un hombre dentro de un viejo Peugeot 504 negro le llama la atención, pero lo desestima. No va a permitir que el suceso de
la noche anterior lo vuelva un paranoico.
Sin pensar más, sube los escalones y abre la puerta. Busca con la mirada el mostrador de “Informes”. Allí está. Y también está
Luciana. Ella lo ve entrar y le sonríe. Es apenas un guiño para que él y sólo él pueda decodificarlo. Agradece el gesto, lo necesita.
En la recepción hay seis personas, cuatro mujeres y dos hombres. Es evidente que están esperando para visitar a alguien que está
internado. Una de las mujeres tiene los ojos rojos de llorar. Ha de ser nueva en esto de tener a un ser querido en una situación así.
Los demás conversan animadamente. Ya no lloran. Se han acostumbrado a la locura.
Con un andar al que pretende darle un aire decidido se acerca a Luciana.
—Hola.
—Buen día, licenciado.
—¿Podría avisarle al doctor Rasseri que estoy acá?
—El doctor no puede atenderlo ahora, pero dejó instrucciones en caso de que usted viniera. —Lo mira. —Acompáñeme por favor.
Luciana camina delante de él y lo guía por los pasillos de la clínica. En otra circunstancia se hubiera deleitado con el movimiento de
su cuerpo. Hoy no puede.
—Cada ambiente en este lugar está monitoreado por una cámara —le dice sin dejar de andar—. Por eso no me doy vuelta ni me
detengo a hablarte. Pero no hay micrófonos, de modo que podemos conversar tranquilos. Estuve pensando mucho en vos.
Pablo intenta que sus gestos no delaten ninguna emoción. Sabe que está siendo filmado y no le gusta. La idea de ser uno más de
los personajes de George Orwell no le causa ninguna gracia.
—Yo también pensé en vos. En estos días, el momento que pasamos juntos fue el único en el que estuve relacionado con la vida.
Todo lo demás fue una mierda.
Ella acusa recibo de la carga que llevan esas palabras.
—No parecés el mismo hombre que conocí hace dos días.
—No lo soy. Todo esto me tiene obsesionado.
—No sé qué decirte —acota sin detenerse—. Supongo que esta historia está llena de detalles que desconozco.
—Y es mejor que siga así, creéme.
Giran por un pasillo hacia la derecha y Luciana se detiene frente a la puerta que lleva el nombre de Javier Vanussi, una puerta que
Pablo ya conoce. Golpea y abre con cuidado.
—Esperá un minuto aquí, por favor.
Él asiente. Luciana cierra la puerta y lo deja solo.
Está a punto de hablar con Javier por primera vez. Tal vez por única vez, ya que no sabe cuántas veces Rasseri le otorgará este
permiso. Está nervioso, pero debe esforzarse en pensar. ¿Qué cosas no puede obviar? ¿Qué datos tiene que obtener sí o sí?
Todo esto le resulta raro. No está acostumbrado a proceder de esta manera. Como psicoanalista, jamás dirige la entrevista hacia
un lugar preestablecido. Por el contrario, trata de estar libre de prejuicios e intereses personales para escuchar lo que el paciente
tenga para decir. No importa de qué hable, sino simplemente que lo haga. La técnica de la entrevista dirigida no es su fuerte.
Intenta tomar una rápida decisión antes de entrar. Sólo tiene dos opciones: navegar en sus propias aguas a sabiendas de que es
probable que en tan poco tiempo no obtenga nada, o proponer un intercambio más activo, técnica que no le es familiar pero que
puede aportarle más datos.
Antes de que la puerta vuelva a abrirse ya lo ha decidido. Él es analista. Y es así y sólo así como puede servir de algo. No va a
desperdiciar su oportunidad intentando ser lo que no es.
Por fin, la puerta se abre. Pablo fuerza una sonrisa dedicada a Luciana, pero encuentra en cambio el rostro, también bello pero
mucho más inquietante, de Paula Vanussi. Ella capta su sorpresa.
—Te dije que antes de que hablaras con mi hermano iba a hacerlo yo primero.
—¿Cómo está?
Abre sus manos.
—Pasá y fijate.
Silencio. Luciana los mira sin entender muy bien qué pasa entre ellos, pero es inteligente y sabe cuál es su lugar. Por eso se
disculpa y se aleja. Paula y Pablo quedan solos. Aunque allí uno nunca está solo, piensa mientras mira una de las cámaras.
—¿Qué le dijiste a tu hermano acerca de mí?
—La versión oficial.
—¿O sea?
—Que sos un psicólogo que está para ayudarlo. Además, Rasseri pasó muy temprano y le dijo que consideraba importante que
hablara con vos. Javier confía mucho en él.
Pablo asiente. Ella lo mira.
—¿Y, qué esperás? Vos lo pediste. Allí lo tenés. Es todo tuyo.
No llega a discernir si es una invitación o un desafío. Fija sus ojos en ella y es incapaz de percibir qué pasa por su mente. Paula le
resulta indescifrable.
Él no cree en Dios, pero en situaciones como éstas, la frase de Jesús a Judas durante la última cena suele servirle de aliciente: “Lo
que hayas decidido hacer, hazlo pronto”. Por eso abre la puerta y la cierra tras de sí. Gira y se encuentra con la mirada de Javier. A
pesar de la situación, algo lo tranquiliza. ¿Qué?, se pregunta. Hasta que comprende.
Esos ojos ya no son los ojos sin vida que vio la última vez. Son ojos perturbados, llenos de dolor, de miedo y desconcierto. Son los
ojos de un paciente que está sufriendo. Y eso sí es algo con lo que está acostumbrado a lidiar.
No es un asesino. No es un desafío. Es sólo alguien que sufre, se dice a sí mismo y eso termina de relajarlo. Sonríe y se acerca.
Le estira la mano a modo de saludo. Javier la toma y él percibe su fragilidad. Las dudas desaparecen y siente correr por su cuerpo
nuevamente esa fuerza que lo impulsa hacia la angustia y la verdad. Otra vez es él. Se sienta al lado de Javier y todo lo demás
desaparece de su mente.
II
Javier Vanussi tiene una mirada dulce y un gesto de profunda inocencia. Una inocencia más hija de la enfermedad que de la pureza. Está delgado,
pálido y los signos de todo por lo que ha pasado son indisimulables, pero aun así resulta un joven atractivo. Se lo ve cansado, como si la vida lo
estuviera abandonando de a poco. Pablo recuerda la caricia que le hizo Rasseri y que tanto lo sorprendió. Ahora lo comprende. También él se siente
tentado de abrazarlo ante la inmensa desprotección que transmite.
—Hola, yo soy Pablo.
—Lo sé. Miguel Ángel me habló de vos.
—¿Miguel Ángel?
—Sí, el doctor Rasseri.
—Claro, perdón. A veces, en esta profesión, de tanto usar los títulos nos olvidamos de los nombres.
Sonríe.
—No tiene importancia. También Paula me habló de vos.
—Ajá. ¿Y qué te dijo?
—Que querías ayudarme, pero no entendí bien de qué manera.
No va a mentirle en nada, pero no sabe hasta dónde Javier es consciente de su situación ni hasta qué punto está emocionalmente preparado para
soportar hablar de su realidad presente. Decide averiguarlo.
—¿Sabés por qué estás acá?
Hace un gesto de contrariedad.
—He estado tantas veces acá que casi me cuesta imaginarme en otro sitio. Incluso me dan siempre el mismo cuarto —sonríe—, supongo que debe
ser para que me sienta más a gusto.
Se equivoca —piensa Pablo—, seguramente no es por eso, sino porque es el único cuarto con cámara Gesell.
—Pero esta vez, ¿sabés por qué volvieron a internarte?
—Sí. Porque maté a mi papá.
Lo dice con una seguridad absoluta. No hay ninguna señal de duda en sus palabras. Sí de angustia.
—¿Querés hablar de eso?
Asiente.
—Pero antes me gustaría decirte algo. —Su voz suena conmovida. —Yo amaba a mi papá.
La frase lo sorprende, lo toma desprevenido. No se la esperaba. Es la primera vez en todo este tiempo que alguien le habla de Roberto Vanussi
con amor.
Bueno —piensa Pablo—, entremos a esta parte de la historia, la de Javier, por el lado del amor y no el de la muerte. Después de todo, él lo sabe,
sólo se puede ingresar por la puerta que el paciente elige abrir.
—Contame.
—Yo sé que mi papá era un hombre extraño… pero yo también lo soy.
—¿Por qué lo decís?
—Porque es así. Yo sé que estoy enfermo. Mi cabeza no funciona como debería y suelo tener reacciones que no puedo contener y hacer cosas que
después ni siquiera soy capaz de recordar. —Se calla. —Pero ya estoy acostumbrado.
—¿Sí?
—Sí. Eso no quiere decir que no me duela ser así. Yo hubiera preferido ser una persona normal, pero hace tanto que convivo con esto que me
cuesta imaginar cómo sería ser igual a los demás.
—¿Y qué es de todo esto lo que más te duele?
—Varias cosas. En primer lugar el cuerpo.
Obviamente. Como decía Freud, el Yo es antes que nada un Yo corporal.
—Sentir que mi cuerpo no me obedece, mirarme a veces al espejo y no poder reconocerme o, como ahora, sentir que estoy lastimado, consumido
—se angustia—, te juro que duele.
Pablo lo escucha atentamente. Javier no dice que le molesta, ni que lo angustia, sino que le duele, y así debe tomarlo, no como un dolor emocional
sino como un dolor físico. A Javier su cuerpo le causa dolor.
—También me dolió saber desde siempre que, por ser así, mi papá jamás me aceptó y nunca pudo quererme.
Lo está justificando. No dice que el padre no lo quiso, sino que no pudo quererlo porque él es así, de modo que se hace responsable de ese
desamor. Se está angustiando y Pablo siente el impulso de sostener y aún profundizar esa angustia un poco más para ver adónde lo lleva. Pero Javier
está muy débil. Apenas acaba de salir de un coma inducido de mucho tiempo y, seguramente, no está en condiciones de resistir una gran tensión.
Desiste, entonces, de seguir por ese camino. Pero al menos le ha dicho ya dos cosas importantes: que quería a su padre y que siempre pensó que este
amor no era correspondido.
Es evidente que la relación con él ha sido traumática. ¿Y con su madre? —se pregunta—. ¿Cómo habrá sido con ella? Sólo hay una manera de
averiguarlo.
—¿Tenés memoria de tu mamá?
—Sí.
—¿Qué recordás de ella?
Lo mira extrañado. Piensa un rato antes de hablar.
—Mamá era hermosa. Era igual a mi hermana, Paula. Su mismo cuerpo, su misma voz. Si vieras una foto de mamá te costaría diferenciarlas. Era
una persona tan dulce y a la vez tan indefensa. Amaba el arte y tenía un gran talento para la pintura. Yo tenía quince años cuando murió. Fue raro
verla irse. Se fue apagando, su cuerpo se fue haciendo más y más chiquito, hasta que un día no estuvo más.
Lo dice como si su madre no hubiera muerto sino simplemente se hubiera evaporado.
—¿La viste muerta?
—No.
—¿Por qué?
—Paula no quiso.
—¿Y vos tampoco quisiste verla?
Lo mira con asombro.
—No lo sé. Hice lo que Paula me dijo. Desde que mamá murió ella ocupó su lugar y fue siempre la que tomó las decisiones.
—¿Y tu papá no tuvo nada para decir?
—Papá estaba de viaje. Volvió unas semanas después y nunca habló de su muerte… ni de ella.
Alguien golpea. La puerta se abre y una mucama entra con una bandeja en la que trae una vianda con comida. Una sopa de verduras, un plato
con algo que parece ser pollo picado con puré de zapallo y una gelatina de naranja. Pablo mira su reloj y ve que son las doce. La hora del almuerzo.
—¿Querés que me vaya para que puedas comer tranquilo?
—No, quedate. Me gusta hablar con vos. Además no tengo hambre. Me gusta hablar con vos.
Es una buena señal. Algo del orden de lo transferencial parece haberse activado, lo cual le indica que puede seguir avanzando. Ninguno de los dos
dice nada hasta que la mujer sale del cuarto. Una vez a solas retoman el diálogo, aunque a solas es sólo una manera de decir. En esa habitación nunca
se está a solas y no debe olvidarlo. Todo lo que digan será observado, grabado y repetido desde la habitación contigua. Al pensar en eso no puede
evitar mirar hacia el espejo y preguntarse quién estará del otro lado. ¿Rasseri, el técnico del guardapolvo blanco, algún otro médico? No puede
saberlo.
Le molesta la idea, pero son las reglas y no debe permitir que eso lo distraiga. La voz de Javier lo saca de sus pensamientos.
—¿Puedo hacerte una pregunta?
—Por supuesto.
—¿Cómo vas a ayudarme?
Piensa.
—Eso depende.
—¿De qué?
—De lo que haya pasado en realidad. —Siente como una electricidad que recorre su cuerpo. También conoce esa sensación. Es el momento de
hacer la pregunta. —Javier, ¿estás seguro de haber matado a tu papá?
Baja la vista y se queda en silencio. Su gesto se ensombrece y todo su cuerpo se tensa. Cuando vuelve a fijar los ojos en él, algo ha cambiado en su
mirada. Está más dura, más distante.
—Vos no me creés. Pensás que estoy inventando, o que estoy loco. Pero ni invento ni estoy loco. Sé muy bien lo que digo y lo que hice. Yo maté a
mi papá, me creas o no.
Pablo asiente.
—Te creo. Lo que me gustaría es saber por qué lo hiciste.
Javier respira profundamente. Sus ojos no pierden su dureza, sin embargo se llenan de lágrimas.
—Porque era la única manera de silenciar los gritos.
—¿Qué gritos?
Javier parece no haberlo oído.
—No es fácil matar a alguien que se ama. —Lo mira. —¿Alguna vez mataste a alguien?
Pablo le sostiene la mirada y responde con un tono que intenta ser neutro.
—No.
Javier asiente.
—Es una sensación extraña. Es como si en un momento comprendieras que nada en la vida tiene sentido y, por ende, lo que estás haciendo no es,
en definitiva, nada demasiado grave. —Vuelve a mirarlo. —¿Creés que la vida tiene algún sentido?
—La verdad es que no lo sé. Me gustaría pensar que sí. O, al menos, que alguien puede hacer algo para darle importancia a una vida que, a lo
mejor, a nadie más le importa demasiado.
Silencio.
—¿Sabías que yo intenté matarme alguna vez?
—Sí.
—En realidad fueron dos veces. —Piensa. —Ahora creo que no lo logré porque en realidad mi muerte no era la importante.
—¿Y cuál lo era? ¿La de tu padre?
Asiente.
—Sí. Él era el poderoso, el que generaba que ocurrieran cosas en el mundo. Mi muerte no podía cambiar nada, pero la suya sí.
El uso que Javier hace del lenguaje es claro y preciso, sin embargo su discurso se va tornando confuso y la significación se escapa en cada párrafo.
Pablo se esfuerza por escucharlo sin intentar cerrar un sentido. Necesita invitarlo a hablar para que pueda desplegar el contenido inconsciente que
subyace en sus palabras.
—¿Recordás el día en que mataste a tu padre?
Así debe decirlo. Con un paciente neurótico hubiera preguntado por el día en el que creía haber matado a su padre, pero está ante una estructura
que tiene otras leyes de funcionamiento y no quiere, ni debe, poner en duda sus dichos.
—Sí.
Pablo se pone de pie y, sin pensarlo, camina hacia la ventana. Ha retirado su mirada de Javier y se dispone a escucharlo. Es su manera
inconsciente de trasladar el diván a aquel cuarto, de olvidarse por un momento de que está en la Clínica Ferro siendo observado y grabado por vaya a
saber quién. No pensar en que cada una de sus intervenciones va a ser evaluada una y otra vez por profesionales a los que ni siquiera conoce. Necesita
sentir que lo hace a su manera. Por él y por Javier.
—Te escucho.
Javier se toma un tiempo antes de hablar. Tal vez esté buscando en su memoria, quizá sólo se permita un instante para conectarse con el hecho
más trascendente de su vida. Pablo lo respeta y permanece en silencio sin siquiera darse vuelta para mirarlo. Después de unos minutos, Javier
comienza su relato.
—Ese día estaba intranquilo. Había escuchado una conversación entre mis hermanas en la que Paula le decía a Camila que papá había vuelto y yo
sentí miedo. No quería que volviera porque cuando lo hiciera todo iba a empezar de nuevo. Quise pensar que esta vez sería diferente, pero sabía que
eso era imposible. Me fui a mi cuarto y me metí en la cama. Intenté dormirme sin conseguirlo. No sé cuánto tiempo pasó hasta que escuché abrirse la
puerta de casa. No necesité asomarme para saber que era él. Quise tranquilizarme pero no podía. Lo escuchaba andar por la casa, mover las cosas,
abrir la heladera. En mi cabeza se iban anticipando las imágenes de lo que, tarde o temprano, iba a pasar. Y así fue. No se hizo esperar mucho. Apenas
si pasaron algunos minutos hasta que ocurrió lo de siempre, lo inevitable. Desde el cuarto de mi papá me empezaron a llegar los ruidos. Esos ruidos
espantosos. Siempre pasaba lo mismo y yo no quería escuchar más, pero no podía evitarlo. Puse la música fuerte pero sabía que era inútil porque
también por los auriculares salían los ruidos del cuarto de al lado. Yo escuchaba la voz de mi papá, sus órdenes, sus gritos. Estaba peleando con
alguien. Con una mujer. Siempre era una mujer. La insultaba, le pegaba. Ella lloraba y yo podía escuchar sus lamentos, sus gemidos. La arrastraba por
la habitación, le tiraba del pelo y ella gritaba cada vez más fuerte. Hasta que ese grito empezó a lastimarme. —Javier empieza a transpirar y su pulso
se acelera. —Yo quería que la dejara en paz para que se callara de una vez. Pero no. Él seguía agrediéndola sin parar. Y ella no dejaba de gritar. Me
tapé la cabeza con la almohada, pero era inútil. Siempre era inútil. No podía evitar que mi papá la lastimara y, sobre todo, no podía evitar los gritos…
esos gritos siniestros que me lastimaban acá —Javier comienza a golpearse la cabeza con la mano—. Hasta que comprendí por qué ese grito me hacía
tanto daño. Hace un silencio largo. —Era la voz de mi mamá. Era ella a quien mi papá maltrataba en esas noches. Pablo siente su pulso acelerado. —
Hasta que en un momento ella gritó.
Javier se detiene un momento en su relato y parece tranquilizarse.
—Ese grito suplicante me heló la sangre, pero de alguna manera me indicó lo que tenía que hacer. Escuché un golpe y el ruido de un cuerpo al
caer. Mi papá seguía insultándola y comprendí que si no intervenía, esto no iba a terminar más y que él iba a seguir matándola una y otra vez.
Pablo no se anima a interrumpirlo. La fuerza del relato, aunque delirante, es de una contundencia feroz.
—Entonces fui a la cocina, tomé una cuchilla del cajón y entré en su cuarto. Vi a mamá que lloraba desnuda, tirada sobre la cama. Papá me vio
entrar y se rio. Nunca me tomaba en serio. Pero esta vez era distinto. Yo sabía que tenía que matarlo porque si no, mi mamá jamás iba a dejar de
gritar en mi cabeza. Al verme entrar, él se quitó el cinto y empezó a pegarme. Pero yo no sentía nada, ni angustia, ni rabia, ni dolor. Me acurruqué en
el piso y dejé que me golpeara hasta que pareció estar satisfecho, o cansado. Entonces se fue a la cama y se acostó.
Hace un largo silencio antes de proseguir.
—En un momento levanté la vista y vi que estábamos solos. Mamá ya no estaba en el cuarto. Yo esperé unos minutos hasta que se durmió y me
acerqué con la cuchilla, que nunca había soltado, en la mano… y lo maté. Fue tan fácil. Yo había intentado matarme dos veces sin conseguirlo. En
cambio con él fue tan sencillo. Se fue durmiendo a medida que la sangre salía de su cuerpo. Y yo me quedé mirando fascinado sin poder apartar los
ojos de él. Hasta que me di cuenta de algo maravilloso. —Sonríe. —A mi alrededor todo era silencio, no había más gritos, y tuve la certeza de que ya no
iban a volver a molestarme nunca más. Entonces tomé una hoja de su mesa de luz y escribí sólo dos frases: Se terminó. Lo maté. Después me acosté a
su lado y lo abracé hasta que, sin darme cuenta, me quedé dormido.
Pablo permanece estático, esperando paciente por si Javier desea continuar con su relato. Está atento y a la vez conectado con la narración que
acaba de escuchar. Al cabo de algunos minutos, comprende que Javier no va a seguir hablando. Entonces se acerca a la cama y comprueba que se ha
quedado dormido. También ése es un fenómeno transferencial. El paciente no recuerda, sino que revive lo que está contando. Así, en esa actualización
de la escena del asesinato, Javier se ha dormido abrazado a su almohada como si se tratara de su padre. Su rostro transmite una profunda paz. No
sabe por qué lo hace, pero como lo hiciera Rasseri, se inclina sobre él y lo acaricia. Aunque muchos de sus colegas se enfurezcan ante la sola idea de un
acto como éste, hace mucho que entendió que no caerán las estructuras de Occidente porque un analista se permita tener con un paciente un gesto de
afecto.
Lo mira detenidamente y comprueba que está totalmente relajado, y en ese momento comprende que Javier lo ha logrado. Los gritos que tanto
lo atormentaron durante toda su vida se han callado para siempre.
III
Al salir de la habitación, en el pasillo, apoyado contra la pared y con las manos metidas en los bolsillos de su guardapolvo desabrochado lo está
esperando Rasseri.
Ése es un código que aprendió en los años en los que trabajó en el hospital. Los médicos usan siempre el guardapolvo desabrochado. Abrochado lo
usan los maestros de escuela. Es así y, de un modo inconsciente, cada generación repite esta costumbre sin siquiera cuestionarse el porqué.
Ni bien cierra la puerta, el médico lo aborda seriamente.
—Acompáñeme a mi despacho, por favor.
Pablo asiente y en silencio lo sigue por el pasillo que lleva hasta la oficina que ya conoce. Entra y toma asiento sin esperar invitación alguna.
Rasseri hace lo propio.
—¿Café?
—Sí, por favor.
Lo necesita. Rasseri levanta el teléfono y pulsa una tecla del conmutador.
—Luciana, ¿podría traerme dos cafés si es tan amable? Gracias. —Cuelga el teléfono y lo interroga. —¿Y bien?
—Si debo serle franco, ha sido un encuentro muy fuerte para mí.
—Lo sé.
Pablo lo mira.
—¿Estuvo observando la conversación?
—Así es.
Pablo vuelve a sentir esa sensación de incomodidad.
—¿Usted y quién más?
—Nadie más. Ordené a todos que salieran en el momento en el que usted entró. No me pareció pertinente que los secretos de Javier cayeran en
conocimiento de otras personas. Paula, yo y él mismo aceptamos que mantuvieran esta charla y nadie más tenía derecho a estar presente.
—Pero Paula no estuvo.
—No quiso. Fue su decisión. Debo confesarle que, de todos modos, es una pena que esto haya sido sólo entre usted, Javier y yo.
—No entiendo.
Rasseri lo mira con un inconfundible gesto de admiración.
—Es usted un gran profesional, Pablo. Jamás había hablado con Javier y apenas si lo había visto una vez y dormido. Hasta hace una semana, o
menos incluso, ignoraba siquiera su existencia. Sabía que tenía una oportunidad de hablar con él que quizá no iba a repetirse y, sin embargo, manejó la
entrevista sin apuro, con una gran destreza e, incluso, logró una conexión emocional tan profunda que le permitió a Javier contar lo que nunca le había
contado a nadie. Ni siquiera a mí.
Pablo sonríe.
—Supongo que no estará celoso.
Rasseri le devuelve la sonrisa.
—Sólo un poco. Pero, como le decía, habría sido de gran importancia para nuestro personal que hubieran podido ver cómo manejó la entrevista.
—Bueno, supongo que todo está grabado, de modo que no tiene más que sentarlos en el auditorio que seguramente tendrán y mostrarlo.
Rasseri le dedica una mirada cómplice y saca del bolsillo derecho de su guardapolvo un CD. Se lo muestra y lo pone sobre la mesa.
—Lo borré del disco rígido de la computadora. Sólo ha quedado guardado acá.
Pablo lo mira extrañado.
—¿Y por qué hizo eso?
Se encoge de hombros.
—Porque una cosa es registrar los movimientos que el paciente realiza durante el sueño, sus impulsos neuronales, cuidarlo para entrar en caso
de que hiciera falta para evitar que se lastime, y otra muy distinta es violar su privacidad, invadir un secreto tan profundo de su vida que sólo él y
quien él disponga tienen derecho a conocer. —Suspira. —Javier tiene una estructura psíquica endeble y enfermiza, pero aun así me niego a quitarle su
derecho a ser persona.
Pablo lo mira y, por un momento, siente una oleada de respeto por el hombre que tiene enfrente. Ése es el lugar desde el cual puede ayudarse a
un paciente. Respetarlo hasta las últimas consecuencias. Muchos se asustan y se detienen antes, pero también Rasseri es un hombre de una gran
experiencia que sabe hasta dónde puede llegar.
Unos golpes interrumpen su pensamiento.
—Adelante.
Luciana entra trayendo los cafés. Pablo la observa disimuladamente. Está aún más linda que la última vez que la vio, pero está demasiado
conmovido por lo que acaba de ocurrir como para pensar en otra cosa. Le agradece con una sonrisa que ella le devuelve. Sus ojos grises se entornan
apenas detrás de los lentes. Él entiende. Cuando se retira toma un sorbo. El aroma y el gusto lo reconfortan.
—Pablo, no tiene obligación de hacerlo, pero me gustaría mucho saber qué opina después de haber hablado con Javier.
—Doctor, en otra situación preferiría no compartir mis impresiones con nadie. Son demasiado prematuras. Pero en este caso voy a hacer una
excepción. Creo que se lo debo.
—Gracias.
—Lo primero que tengo para decirle es que no comparto el diagnóstico inicial que usted me dio.
Rasseri lo mira con verdadero interés.
—Dígame, por favor.
—Usted me había hablado de un trastorno límite de la personalidad. Pues bien, después de haber hablado con Javier, creo que ése no es su
cuadro. Le reitero que es apenas una primera impresión de alguien a quien he visto sólo unos minutos y que puede estar errada. Le ruego que no lo
tome como un cuestionamiento profesional.
—No se excuse, tiene autoridad como para darme su opinión libremente. Y voy a escucharlo con mucha atención.
—Gracias. Verá, en los trastornos de la personalidad los pacientes tienen ciertas áreas muy limitadas, sobre todo aquellas que intervienen en el
funcionamiento del pensamiento abstracto. Les cuesta utilizar el lenguaje con precisión, no encuentran las palabras para expresarse y lo hacen de un
modo torpe e ineficaz. Nada de esto ocurre con Javier. Por el contrario, su discurso es preciso, incluso exquisito diría yo, y se hace entender con una
facilidad asombrosa. Es decir que no manifiesta ningún trastorno de sus funciones superiores. —Rasseri lo escucha con atención y asiente. —Sin
embargo hay algo que no termina de encajar en su relato. Como si no estuviera ubicado en relación al tiempo y al espacio… pero es sólo una impresión.
—¿Puedo preguntar por qué lo dice?
—Puede, pero no tengo la respuesta. Es simplemente algo que me parece escuchar más allá de lo que dice. Lo siento, doctor, pero los analistas no
tenemos electrodos ni tomografías para dar un sustento real a nuestras impresiones o quitarnos las dudas. Debemos confiar en nuestra escucha.
—La eterna discusión.
—Exacto. La clínica de la mirada, la de ustedes los médicos, versus la nuestra, la clínica de la palabra. Pero le pido que me conceda esta opinión.
—Por supuesto.
—Se lo agradezco. —Termina su café antes de continuar. —Es más que obvio que Javier no se relaciona bien con el mundo exterior, oscila todo el
tiempo. Por momentos está perfectamente ubicado y en otros tiene una profunda ruptura con la realidad, pero no con toda la realidad, sino solamente
con una parte de ella. Justamente la que involucra la relación con sus padres. Con una mamá que aparece viva y muerta al mismo tiempo, que lo
atormenta desde su inconsciente incitándolo a hacer algo para acallar su voz o, mejor dicho, sus gritos, y con un padre con quien tiene una relación
ambivalente de amor y odio. Un odio tal que puede haberlo llevado a matarlo y un amor del que no puede despegarse todavía.
—¿Y cuál sería su diagnóstico presuntivo?
Pablo lo mira y su voz suena más segura de lo que hubiera querido parecer.
—Creo que es una psicosis mixta.
—¿Puede explayarse un poco más?
—Sí. La relación que tiene con su cuerpo muestra que el proceso de construcción del mismo no se realizó satisfactoriamente. —Lo mira. —Usted
sabrá, doctor, que para nosotros los analistas, en el ser humano todo se construye. La personalidad, la sexualidad e incluso el propio cuerpo. Hay una
distancia muy grande entre el cuerpo biológico y el cuerpo subjetivo. No basta con tener un organismo biológico para tener un cuerpo. Los padres lo
saben de un modo intuitivo y por eso han inventado juegos para ayudar a sus hijos a construir su cuerpo. —Rasseri lo mira sonriente. Pablo le
devuelve la sonrisa. —No me diga que nunca jugó a: “Qué linda manito que tengo yo…” o no le preguntó a un chiquito: “¿Dónde está la boca?” y se
puso muy contento cuando él logró llevarse el dedo a los labios dando por sentado que había entendido que ésa era su boca. —Rasseri asiente. —Es
más, un chico tarda mucho tiempo en poder hablar en primera persona. Por el contrario, durante los primeros años de su vida se refiere a sí mismo en
tercera persona, como si fuera otro. Hable con cualquier maestra jardinera y se lo confirmará. “¿De quién es este juguete?”, pregunta la maestra. “Del
nene”, responde el chico. No dice: “mío”. ¿Por qué? Porque aún no se ha construido en él nada parecido a una unidad.
Rasseri se ríe.
—¿Puedo saber de qué se ríe?
—Es que tantas veces se negó a venir a hablarnos de estas cosas. Hubiera ganado mucho dinero por explicarnos esto que ahora me está diciendo
gratis.
Sonríe.
—Nada es gratis en la vida, doctor. Todo tiene un precio. Yo, simplemente, estoy pagando una deuda que tengo con usted.
—Comprendo. Pero siga, por favor.
—Bueno, me animo a decir por los trastornos que manifiesta con su cuerpo, ese cuerpo que “le duele”, que se le lastima, que a veces no reconoce
en el espejo, que Javier tiene una estructura con rasgos esquizoides.
Rasseri se pone serio.
—Diría usted, entonces, que es un esquizofrénico.
—No.
El médico lo mira extrañado.
—Pero lo que acaba de exponer…
—Lo sé, pero hay un detalle importante. Javier presenta un delirio muy bien definido, claro y firmemente estructurado. Y esto, usted lo sabe, no
se da generalmente en un cuadro esquizofrénico. Por el contrario, en la esquizofrenia suele haber incluso ausencia de delirio. Javier, en cambio,
presenta un delirio inconmovible y resistente. En este delirio, su padre maltrata y mata a su madre cada noche y ella le grita en su cabeza de un modo
que lo atormenta. Y aparece además una hipótesis de solución para esto que lo perturba: matar a su padre, no por algo personal, ni siquiera para
matarlo a él, sino como el único modo posible de acallar los gritos de su madre. Es decir, que matándolo a él, en realidad, la mata a ella. Y todo esto, en
su mente, tiene una lógica extraordinaria. Entonces…
—Paranoia.
—Exacto. Por eso le hablé de una psicosis mixta. Pero no podría decirle más con sólo una entrevista. Es más, creo que me he arriesgado
demasiado.
—Y yo se lo agradezco. Me ha dado elementos importantes para tener en cuenta a la hora de evaluar la estrategia terapéutica. Ahora, me
pregunto, ¿por qué ninguno de nuestros psicólogos advirtió esto que me está diciendo?
—A lo mejor porque ninguno tuvo la oportunidad de escuchar su relato. Usted mismo me dijo que era la primera vez que hablaba del asesinato
de su padre. Tal vez si lo hubiera hecho antes…
—Puede ser. Pero, si me lo permite, quisiera hacerle una pregunta más.
—Por supuesto.
—Después de haber escuchado cómo Javier le contó con lujo de detalles la escena del crimen, ¿sigue pensando que tal vez él no sea el asesino?
Medita unos segundos antes de responder.
—Aún no lo sé.
—Pablo, usted vio la aparatología que tenemos en ese cuarto. Registramos cada tensión muscular, cada modificación del ritmo cardíaco, el
aumento de la sudoración y el menor incremento en la actividad eléctrica del cerebro.
—¿Qué está tratando de decirme?
—Que esa habitación cuenta con los mismos elementos que lo que vulgarmente se conoce como “detector de mentiras”. No es nuestra intención
descubrir si los pacientes mienten o no, pero tenemos la técnica como para sacar conclusiones al respecto.
—¿Y?
—Que Javier no tuvo durante su relato ninguna manifestación física de estar mintiendo.
Pablo lo mira directo a los ojos.
—De eso estoy seguro.
—Entonces, no entiendo.
—Doctor, no tengo dudas de que Javier me contó la verdad. Lo que no sé es si esa verdad es real o es algo que solamente ha ocurrido en su
mente.
—Eso quiere decir que estamos como antes.
—No. Usted tiene ahora una segunda opinión acerca del cuadro clínico de Javier para intentar ayudarlo en su tratamiento, y yo sé que no es
hablando nuevamente con él como voy a descubrir la verdad de esta historia.
Rasseri lo mira.
—¿Y qué hará entonces?
—Reconstruir cada frase de mi entrevista con él. Y pensar. Alguien asesinó a Vanussi y eso es un hecho. Si no fue Javier fue otra persona, y la
verdad no deja de existir por el hecho de que no se la conozca. Doctor, yo he aprendido que estas cosas se confiesan. —Rasseri lo interroga con la
mirada. —Es muy común que los asesinos necesiten sacarse la sensación inconsciente de culpa por lo que han hecho y eso puede llevarlos a delatarse.
Y generalmente lo hacen. A veces sin querer, a veces de un modo velado, pero lo dicen aun sin decirlo. Sólo es cuestión de estar dispuesto a escuchar.
Lo mira.
—¿Y usted está dispuesto a escuchar?
Pablo levanta la vista y Rasseri percibe su mirada cansada y con un dejo de resignación.
—No se trata de una decisión voluntaria. Simplemente, no lo puedo evitar.
Se levanta y le agradece su colaboración. Pasa por la recepción y se dirige a la salida. Luciana no está en su escritorio.
—Mejor así —piensa.
Al llegar a la calle mira sin querer hacia la izquierda. El Peugeot negro sigue allí. Camina hacia la otra esquina sin darse vuelta y decide que le
conviene irse en subte, así será más difícil de seguir. Al doblar en la esquina enciende el celular. Un nuevo mensaje lo está esperando.
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