jueves, 9 de abril de 2015

HISTORIAS INCONSCIENTES-DESEAR AL LÍMITE (La historia de Cristian)

DESEAR AL
LÍMITE



(La historia de
Cristian)


El complejo de
Edipo no es una
historia de amor y odio entre padres e
hijos. Es una
historia de sexo.


JUAN DAVID 
NASIO


Durante  el  tiempo  en  el  que
fui  alumno  de  la  Facultad  de Psicología  de  la  Universidad de  Buenos  Aires,  tuve  la oportunidad  de  cursar  todas
las              materias                 que              la
licenciatura requería y así fue como me acerqué a diferentes corrientes.  Escuelas  con modos  distintos  o  incluso opuestos  de  pensar  el problema  del  origen  del


sufrimiento  psíquico  y  los
caminos  para  su  resolución. Cada  una  de  estas  vertientes proponía  una  serie  de conceptos  que  la  hacían diferente  de  las  demás.  Pero en  ninguna  de  ellas  encontré la  característica  fundamental que  debe  tener  un  concepto para ser considerado como tal para  el  Psicoanálisis.  Ese rasgo  distintivo  es  que  cada


uno  de  ellos  está  allí  porque
da  respuesta  a  una  dificultad generada  por  la  práctica clínica.
Por  eso,  mientras  que  en otras  teorías  puede  pensarse en  cosas  tales  como  las intervenciones  formales  o informales  del  terapeuta,  el modo de saludar al paciente y muchas otras cuestiones, para el Psicoanálisis esos temas no


alcanzan  la  estatura  de
conceptos  teóricos  ya  que  no surgen  de  la  necesidad imperiosa  de  encontrar  un sustento  a  un  problema clínico.
En  reiteradas  ocasiones escuché  decir  que  el Psicoanálisis  era  una  técnica antigua  porque  se  apoyaba todavía  en  los  conceptos originales  que  surgieron  de


los                               descubrimientos
freudianos  hace  más  de  un siglo.  Me  causa  gracia  esa crítica  ya  que,  con  el  mismo
argumento,                                     podría
cuestionarse  la  ley  de gravedad  y,  lamento  decir esto  a  los  amantes  de  las novedades, pero han de saber que las cosas que soltemos de nuestra mano y cuyo peso sea superior  al  del  aire,  seguirán


cayendo  al  piso,  aunque  no
puedan creerlo.
Pero  de  todos  modos, cabe  aclarar  que  algunos analistas  no  tenemos  una actitud  dogmática  y  cerrada. Por  el  contrario,  todo  el tiempo  estamos  poniendo  a prueba  nuestra  teoría  y buscando  nuevos  conceptos para  los  problemas  a  los  que nuestras herramientas teóricas


aún  no  nos  permiten
responder.  Melanie  Klein, Jacques  Lacan,  Jean  Allouch o  Silvia  Bleichmar  son pruebas  de  este  ejercicio permanente que no se detiene.
En  el  tiempo  que  llevo ejerciendo  la  práctica  clínica he  tenido  oportunidad  de comprobar  en  todos  mis pacientes  la  vigencia  de  los pilares  conceptuales  del


Psicoanálisis: el inconsciente,
la castración, la transferencia, los  avatares  pulsionales  o  el Edipo.
Pero  tal  vez  este  sea  el caso  en  el  que  ese  concepto se me presentó del modo más descarnado.




Conocí  a  Cristian  en  un evento  social.  Había  notado


que  a  lo  largo  de  la  reunión
me  estuvo  mirando  y  que incluso  más  de  una  vez  se paró  cerca  de  mí.  Pero  no  le di  demasiada  importancia  al asunto. Podía no ser más que una  impresión  errónea  de  mi parte.
Cuando                me               estaba
retirando  se  me  acercó  muy nervioso,  se  presentó  y  me preguntó  si  existía  la


posibilidad de que tuviéramos
una  entrevista.  Según  me adelantó,  no  se  sentía  bien, estaba  tenso  y  por  momentos angustiado.  Le  dejé  mi
teléfono y nos despedimos.
Esto fue un sábado. El día lunes,  a  las  diez  de  la
mañana,            tenía            cuatro
mensajes  suyos,  razón  por  la cual  comprendí  su  ansiedad por  que  coordináramos  una


entrevista.  Así  fue  que  lo
llamé  y  quedé  en  verlo  ese mismo  día  a  las  diez  de  la noche.
Llegó  puntual.  Vestía ropa  deportiva  y  llevaba  un raquetero.
—Cristian,  disculpe  el horario, pero era el único que tenía  disponible  y,  como  me llamó  varias  veces,  no  quise postergar el encuentro.


—Por  el  contrario,  le
agradezco  que  me  haya
respondido                 con                tanta
premura,  de  verdad;  y disculpe  la  insistencia,  pero hace un par de días que ando con una idea en la cabeza que me atormenta y no me deja en paz.
—¿Y cuál es esa idea?
Se  toma  unos  segundos  y
comienza a hablar.


—Mire,  mi  padre  murió
hace  unos  dos  meses  y  no puedo pensar en otra cosa.
—¿Y  qué  es  lo  que
piensa?
—Cuando  me  acuesto, por  ejemplo,  me  lo  imagino en el cajón, en la soledad del cementerio,  en  esa  oscuridad sin  fin  y  no  puedo  sacar  esas imágenes  de  mi  cabeza. ¿Sabe?,  mi  viejo  está  en  un


nicho,  y  el  día  en  el  que  lo
dejamos  allí  fui  el  último  en tocarlo. Apoyé mi mano unos minutos,  después  me  hice  a un  lado  para  que  pusieran  la tapa y me quedé un rato antes de  irme.  Me  daba  culpa dejarlo solo. Luego empecé a retirarme  y  al  llegar  al  final del  pabellón  me  di  vuelta  y
¿sabe qué?
—No.


—No podía distinguir con
precisión cuál era su lugar — me  mira—.  Era  uno  más  en una  larga  colección  de cuadrados  de  mármol  que  ya no le importaban a nadie.
—Bueno,  al  parecer  a usted sí le importa.
Hace silencio.
—Cristian,                   cuénteme
cómo era su vínculo con él.
Sonríe.


—Durante  mi  niñez
tuvimos  una  relación  muy
linda,                     éramos               muy
compañeros.  Es  más,  yo  soy profesor  de  tenis  y  él  tuvo mucho que ver con eso.
—¿Ah, sí?
—Sí.  Me  alentó  desde
chico  con  esta  profesión,  me enseñó  los  primeros  pasos  y después  se  encargó  de ponerme  en  buenas  manos  y


acompañarme a mis clases.
—Bueno,  eso  se  escucha muy bien. Pero usted dijo que la  relación  fue  así  durante  su
niñez. ¿Qué pasó después?
Piensa.
—La verdad es que no sé.
Pero  de  a  poco  nos  fuimos alejando  y  empezamos  a llevarnos mal.
—¿Recuerda              cuándo
ocurrió eso o a partir de qué?


Se mueve incómodo.
—No, no me acuerdo.
—¿Nunca  habló  con  su
papá  acerca  del  motivo  de
este distanciamiento?
—No. Nunca me animé a hablar con él.
Hace  un  gesto  extraño. Alguna  idea  debe  de  haber pasado por su cabeza.
—Dígame,  Cristian,  ¿en
qué pensó?


Pausa.
—Nada, una tontería.
—Me  gustaría  que  me  lo
dijera igual.
—Como  quiera.  Pensé  en que,  de  adolescente,  siempre tuve la idea de que no era hijo de  mis  viejos.  Pero  bueno, supongo que todos los chicos fantasean  en  algún  momento con eso.
Sonríe.


—¿Qué pasa?
—Que  incluso  pensé  en
hacerme  un  ADN,  para  ver  si
no era hijo de desaparecidos.
—Ajá.  ¿Y  por  qué  no  lo
hizo?
—Porque  mi  duda  no
tiene ningún fundamento.
—¿Por qué no?
—Porque  yo  soy  igual  a
mi  viejo,  físicamente,  digo. Tengo  su  misma  cara,  sus


ojos,  su  voz.  Incluso  algunas
cosas  de  su  carácter.  No  hay duda  posible,  Gabriel,  él  es mi padre.
Asiento.
—Comprendo.  ¿Y  con  su
madre?
—¿Con mi madre, qué?
—¿Tampoco  habló  con
ella  acerca  de  esta  duda  que
tenía sobre su origen?
Me  mira  como  si  le


hubiera dicho una locura.
—No. Si con mi viejo era difícil,  con  mi  mamá  es imposible.  Usted  no  la conoce,  pero  no  se  puede hablar con ella.
—¿Ah, no? ¿Y por qué? —Porque está enferma.
—¿Qué             tipo                   de
enfermedad?
Siento  que  el  tema  lo
incomoda, o lo avergüenza.


—Mi  vieja  toma  mucho.
Se  la  pasa  alcoholizada  todo el  día.  No  sale  nunca  de  su cuarto,  está  siempre  con  las persianas  bajas,  acostada  en medio de la oscuridad.
—Casi  como  su  papá, ¿no? Con la diferencia de que en  lugar  de  estar  en  un
cementerio,                  ella                 vive
enterrada en una pieza.
Siento que acusa el golpe


de la intervención.
—¿Y usted, Cristian?
—¿Yo qué?
—¿Usted también vive en
un mundo oscuro?
Se queda pensando. —Puede ser.
—El  de  su  padre  es  el
cementerio, el de su madre su cuarto.  ¿Cuál  cree  que  es  el
suyo?
Suspira.


—Este  de  no  saber  quién
soy,  de  que  mi  viejo  ya  no esté  —se  detiene  y  me  mira —. Recién me preguntó si no había  hablado  con  él.  Y  no, no hablé a tiempo. Y hoy está muerto, y ya es tarde.
Se  ha  angustiado.  Se castiga  por  no  haber  podido hablar  con  su  padre  y  por
sentir                 que               todo               es
irremediable.  Sin  embargo,


algo puede hacer aún.
—Bueno,  es  cierto.  Para hablar  con  su  padre  ya  es tarde. Pero para hablar con su madre  todavía  tiene  tiempo,
¿o no?




Luego  de  tres  entrevistas decidí  aceptar  a  Cristian como paciente y comenzamos a trabajar en el diván. Era un


joven inteligente, deportista y
muy  agradable.  Sabía  que  le gustaba  mucho  a  las  mujeres y,  sin  embargo,  nunca  salía con  ninguna.  Por  momentos su  discurso  era  jovial  pero, cuando  el  tema  que  lo obsesionaba  volvía  a  su pensamiento,  él  también  era devorado  por  esa  oscuridad enorme  a  la  que  tanto  le temía.


Alrededor  de  dos  meses
después  de  haber  comenzado con  el  tratamiento  me comentó  que  seguía  muy agobiado  por  esta  situación. Para  ese  entonces  ya  nos tuteábamos.
—Vivo                   atormentado,
Gabriel.  Te  lo  juro.  Desde que  me  voy  de  acá  hasta  que


vuelvo  no  dejo  de  pensar  en
lo  que  hablamos  y,  por momentos,  no  entiendo  para qué  vengo,  para  qué  sigo haciendo  todo  este  trabajo con  vos  si  estoy  parado siempre en el mismo lugar.
Las                                     urgencias
emocionales  de  los  pacientes no  siempre  se  condicen  con los  tiempos  que  demanda  el análisis  y  muchas  veces  he


escuchado este tipo de frases.
Pero  aprendí  que  lo  mejor  es contrastarlos  con  el  hecho  de que  este  es  un  espacio  que ellos  eligen  y  que  pueden dejar  de  venir  si  lo  desean. Excepto  cuando  el  paciente está  en  riesgo  de  vida,  en cuyo  caso  desaconsejo firmemente  el  abandono  del tratamiento, creo que lo mejor es  abrirles  las  puertas  para


que sólo se queden si sienten
que  el  análisis  es  importante para ellos.
—Bueno,  Cristian,  nada te obliga a seguir viniendo. Y sin  embargo  lo  hacés,  llegás puntualmente cada semana y, por  sobre  todas  las  cosas, hablás,  que  es  lo  importante. Algún  motivo  debe  haber para  que  esto  sea  así,  ¿no  te
parece?


Silencio.
—¿En  qué  te  quedaste
pensando?
—En mi vieja.
Desde  aquella  primera
charla  no  había  vuelto  a hablar  de  ella.  El  tema  de  la relación  con  su  padre,  de  su culpa  y  sus  pensamientos obsesivos  en  relación  a  él habían  monopolizado  las sesiones.  Por  eso  me  pareció


muy  interesante  que  abriera
esta puerta.
—¿Qué  pasa  con  tu
madre?
—Pasa que me exaspera.
—Bueno,  en  la  primera
entrevista  dijimos  que,  por suerte,  todavía  estaba  viva  y que  con  ella  aún  se  podía
hablar. ¿Te acordás?
—Sí.
—¿Lo intentaste?


—Varias  veces,  pero  es
en vano.
—¿Por qué decís eso?
—Porque  cuando  tomo
coraje  y  me  acerco,  empieza con sus boludeces de siempre y  ya  está,  se  me  van  las ganas.
—¿De  qué  se  te  van  las
ganas? ¿De saber?
Niega.
—No, eso no.


—¿Entonces?
—Es  que¼  Es  tan
depresiva  que  me  cansa.  Y encima  ahora  empezó  a demandarme  como  si  yo tuviera  que  ocupar  el  lugar que tenía mi papá.
—¿A qué te referís? Se queda pensando.
—El  otro  día,  por
ejemplo,  me  dijo  que  la acompañara  al  banco  para


poner las cosas a mi nombre.
¿Te  das  cuenta?  Quiere  que yo me encargue de todo.
—¿Y eso te molesta?
—Y  claro  que  me
molesta.  Yo  soy  tenista,  no administrador de bienes. Pero de todo esto, ¿sabés qué es lo
que más me jode?
—No.
—Que  sé  que  al  final  lo
voy a terminar haciendo.


—¿Y  por  qué  lo  vas  a
hacer si te molesta tanto?
Menea la cabeza.
—Porque  no  me  queda
otra.  Mi  mamá  siempre  fue una inútil.
—Ajá.  ¿Así  que  siempre fue  una  inútil?  ¿Te  referís  a este  tema  de  los  trámites  o
estás hablando de otra cosa?
Silencio.
—Gabriel, mi vieja nunca


sirvió  para  nada.  Me  acuerdo
de que, cuando era chico, ella ya  estaba  en  su  mundo  y  ni siquiera se ocupaba de mí — pausa—.  Por  suerte  estaba Delfina.
—¿Y quién es Delfina?
—La  chica  que  trabajaba
en  casa  —sonríe  por  el recuerdo—.  Era  una  piba divina,  que  siempre  resolvía todo,  porque  si  hubiese  sido


por  mi  madre,  yo  ni  siquiera
hubiera ido a la escuela.
Algo  que  aún  no  puedo identificar  aparece  en  mi pensamiento.
—Cristian,  ¿vos  nunca  te preguntaste por qué tu madre
actuaba de esa manera?
Duda.
—Supongo  que  porque
era débil.
—¿Estás  seguro?  ¿Sería


debilidad,  solamente?  ¿No
habría algo más detrás de ese
comportamiento?
—Puede  ser.  De  hecho¼ —se interrumpe.
—De hecho ¿qué?
Le cuesta hablar. Como si
algo  estuviera  reteniendo  sus palabras.
—Me  vino  un  recuerdo muy feo.
—Contámelo.


—Bueno,  un  día,  en  una
agarrada  que  tuvimos  cuando yo  era  adolescente,  me  dijo que  ella  estaba  así  por  culpa mía.
—¿Tuya?  ¿Eso  dijo  tu
mamá?
—Sí.
—Pero  ¿por  qué?  ¿Qué
culpa  podías  haber  tenido
vos?
—Algo  que  no  pude


evitar.
—¿De            qué             estás
hablando?
Pausa.
—Mi  culpa  fue  haber nacido.
No dije más nada y di por terminada la sesión.





Ser  un  hijo  deseado  es  la
primera                 condición         que


presagia                        una                    vida
psicológicamente  sana.  Por supuesto  que  no  la  garantiza, ya  que  pueden  ocurrir
muchos                episodios               que
generen  traumas  o  dolores. Pero  cuando  alguien  no  ha sido  deseado  por  sus  padres, necesariamente  eso  hace  que llegue  a  este  mundo  con  una carga  muy  pesada,  con  un conflicto  interno  que  tendrá


que resolver.
Y  aclaro  que  no  es  lo mismo  decir  de  un  hijo  que ha sido deseado que decir que ha  sido  buscado.  Muchas veces  un  embarazo  se produce  sin  que  haya  estado en  la  intención  de  la  pareja que  esto  suceda  y,  sin embargo,  desde  el  momento en  el  que  deciden  que  ese embarazo  continúe,  sus


emociones,  sus  sueños  y  sus
proyectos  se  ponen  en movimiento.  He  allí  un  hijo deseado.
En  otras  ocasiones,  en cambio,  la  búsqueda  del embarazo  se  da  de  un  modo tan  obsesivo  que  suele perderse de vista el deseo por el hijo y lo que ocupa el lugar privilegiado  es  el  hecho mismo  de  conseguir  la


descendencia.                                  Estas
situaciones  suelen  traer consecuencias  a  veces  muy duras  para  las  parejas:  las desgasta,  e  incluso,  hasta puede  llegar  a  destruirlas.  En esos  casos,  el  hijo  producto de  estos  embarazos,  a  pesar de  haber  sido  muy  buscado, no  es  necesariamente  un  hijo deseado,  porque  la  obsesión pasó por encima del deseo.


Decía  Françoise  Dolto
que  un  hijo  deseado  es  el fruto  de  dos  personas  que  se desean  la  una  a  la  otra, independientemente de que el embarazo  haya  sido  buscado o  no.  Y  en  este  caso,  por  lo que  Cristian  contaba  de  sus padres,  esto  no  parecía  haber sido  así,  y  los  dichos  de  su madre le agregaban una cuota de dramatismo a su situación.


El  conflicto  con  ella
volvió  a  surgir  algunas sesiones después.




—Esta  sí  que  fue  una semana dura. Casi te pido una sesión  extra.  No  sabés,  tuve unos días tremendos.
—Contame, ¿qué pasó? —Mi vieja.
—¿Qué  hay  con  tu


mamá?
—Está loca. Ahora quiere
que vuelva a vivir con ella.
—A lo mejor te extraña. Se sonríe con ironía.
—Qué  me  va  a  extrañar.
No,  Gabriel,  no  me  lo  pide desde  el  amor,  sino  desde  la bronca.
—¿Cómo,  desde  la
bronca?
—Sí.  Está  mal,  sola,


hecha mierda y quiere que yo
la  banque  en  este  momento como ella me tuvo que bancar a  mí  toda  la  vida.  La  puta madre —se queja.
—Ah, tiene que ver con la puta madre, entonces.
Silencio.
—Y¼,  algo  de  eso  hay
—pausa—.  Lindo  regalo  me dejó  mi  viejo  al  morirse.  Un cachetazo más.


Escucho  lo  que  dice  y  le
pregunto.
—Cristian,  acabás  de decir  que  tu  padre,  dejándola a  tu  cargo,  te  dio  «un cachetazo  más».  Decime,
¿cuáles fueron los otros?
Se  paraliza.  Es  como  si mi  pregunta  lo  hubiera remontado  a  una  situación traumática  o  al  menos angustiante. Le doy el tiempo


que necesita y espero.
—En  realidad,  que  yo recuerde,  mi  viejo  me  pegó una sola vez en la vida.
—Ajá. ¿Y por qué fue?
Nuevamente  se  queda
callado.  Pero  puedo  percibir cómo el recuerdo va ganando un  lugar  en  él  hasta  invadir toda su emoción.
—Contame,  ¿qué  fue  lo que  generó  que  tu  padre  te


pegara?
—Yo  tendría  quince  o dieciséis  años,  más  o  menos. ¿Te  acordás  de  que  te  hablé de  Delfina,  la  chica  que
trabajaba en casa?
—Sí, claro.
—Bueno,  serían  las  seis
de  la  tarde.  Ella  había terminado de planchar la ropa y  se  había  ido  a  duchar.  Y yo¼  —se  detiene—.  Me  da


mucha vergüenza.
—Pero  de  todos  modos deberías  hablar  de  eso,  me parece.  Decime,  ¿vos  qué
hiciste?
—La  espié.  La  espié durante  un  largo  rato.  Hasta que  en  un  momento  ella  se dio cuenta de que yo la estaba mirando  y  se  quedó paralizada.
Se  va  angustiando  cada


vez  más.  Su  respiración  se
acelera  y  su  voz  toma  un temblor nervioso.
—¿Y  vos  qué  hiciste  al comprobar  que  te  había
descubierto?
—Entré.
Le  cuesta  muchísimo
hablar,  pero  sé  que  debo incitarlo a seguir contando lo que pasó.
—Seguí,  Cristian.  Es


importante que lo hagas.
—Bueno,  eso.  Que aproveché que estaba desnuda y me metí en su baño.
—¿Y no tuviste miedo de que  ella  gritara,  de  que  te
delatara?
—No, eso no iba a pasar.
—¿Cómo  estabas  tan
seguro?
—Gabriel,  Delfina  era muy  pobre  y  necesitaba  el


trabajo. Además sabía que mi
mamá  la  odiaba,  que  la  tenía entre ceja y ceja y que estaba esperando  la  menor  excusa para echarla a la calle. No, no iba a delatarme.
—Cristian,  ¿vos  querés decir que porque era pobre no tenía derecho a decir que no? ¿Que  por  ser  rico  podías aprovecharte  de  ella  porque
no tenía salida?


Silencio.
—No me juzgues.
—No  te  juzgo,  Cristian.
Sólo  te  devuelvo  lo  que  vos mismo dijiste.
—¿Y vos, qué pensás?
Tenía  una  opinión  sobre
lo  que  Cristian  había  hecho. Pero  no  es  mi  lugar  como analista volcar mis ideales en el marco del análisis. Por eso no  respondo  a  su  pregunta.


Permanezco  en  el  silencio
más absoluto.
—Yo  sé  que  estuve  mal. Pero  es  que  Delfina¼  —se interrumpe.
—¿Delfina qué?
—Me calentaba tanto. Era
tan joven, tan linda y yo vivía alzado  con  ella.  Me  volvía loco.  No  sé  si  era  la  edad  o qué.  Pero  la  cuestión  es  que me  mandé.  Y  cuando  estaba


por tocarla¼
—¿Qué pasó?
—Entró  mi  viejo,  de
golpe,  hecho  una  furia.  Me agarró  del  cuello,  me  apretó contra  la  pared  y  me  sacó  a trompadas del baño. Él nunca me  había  pegado  antes,  pero ese  día  estaba  descontrolado.
Casi me mata¼
Se  hace  un  silencio pesado.  Cristian  está  muy


angustiado.
—Cristian,                  no                 te
detengas.
—Delfina  salió  corriendo de  la  ducha  y  se  metió  en  el medio  para  defenderme.  Le gritó que no me pegara más, y me  parece  que  incluso  ligó algún golpe de mi viejo.
—¿Y vos?
—Estaba  muy  asustado.
Lloraba  y  no  escuchaba  bien


la  discusión  que  estaban
teniendo,  pero  sé  que  ella  lo enfrentaba.
—¿Y después qué paso?
—Todo  mal.  Ese  mismo
día  ella  dejó  de  trabajar  en casa.  Se  ve  que  mi  padre  la echó.
—¿Lo  sabés  o  lo
sospechás?
—Bueno,  yo  no  estuve presente  en  la  charla,  pero  lo


cierto es que ella se fue y no
volvió nunca más.
—Tal  vez  se  fue  por  su cuenta.
—Pero  ella  necesitaba  el
trabajo. ¿Por qué se iba a ir?
—No  lo  sé.  ¿Vos  qué
creés?
Cristian  no  dice  nada. Espero unos minutos para que busque  una  respuesta  posible y  se  haga  cargo  de  lo  que


hizo.  No  es  mi  intención  que
se flagele con esto, pero sabía que  si  no  se  responsabilizaba de  sus  actos  y  las consecuencias que generaron, este  tema  lo  iba  a  perseguir siempre.




Aquella sesión, a pesar de ser  muy  difícil  para  Cristian,
demostró              que                  había


establecido  un  vínculo  de
confianza  conmigo.  No  fue nada fácil para él contar algo que  lo  avergonzaba  tanto  y que generó consecuencias tan graves.
La  relación  con  su  padre se  había  deteriorado  y  no pudo  ser  recompuesta  jamás. La culpa por haber ofendido e incluso  dejado  sin  trabajo  a Delfina,  por  quien  sentía  un


profundo  cariño,  era  muy
grande  y,  además,  yo  intuía que  la  dificultad  que  tenía para  relacionarse  con  las mujeres  estaba  íntimamente ligada a esta vivencia.
Pero ocurre que cuando la transferencia se instala de ese modo,  el  camino  del  análisis toma un rumbo diferente. Por eso  la  siguiente  sesión  fue determinante.


—Anoche tuve un sueño.
—Me  gustaría  que  me  lo
contaras.
—Bueno. Yo estaba en el zoológico frente a la jaula de los  leones.  Veía  cómo algunos  dormían  tirados  al sol,  otros  dos  caminaban pacíficamente. Era una escena tranquila.  De  pronto  un  león


enorme se levantó y comenzó
a rugir como enloquecido, fue directo  hacia  uno  de  los  que venían  caminando  y  se trenzaron. El otro desapareció dentro  de  la  cueva  esa  que tienen  y  no  lo  vi  más.  Pero aquella  escena,  que  parecía tan  tranquila,  se  empezó  a volver  trágica,  porque  los leones se lastimaban y uno de ellos  empezó  a  sangrar.  Me


desperté angustiado.
—A ver, Cristian, ¿qué se te  ocurre  con  respecto  a  este
sueño?
—Nada —se resiste.
—Decime  lo  primero  que
se  te  venga  a  la  mente.  ¿Por qué  creés  que  ese  león  se
puso tan loco?
—No  sé.  Creo  que  se enojó  con  el  otro,  tal  vez  se puso celoso.


—¿Y  por  qué  habría  de
ponerse celoso?
—Porque  el  otro  venía caminando con la leona.
—Ah, era una leona. Silencio.
—La               que               después
desapareció, ¿no?
—Sí.
—Desapareció,            como
Delfina  —pausa—.  Decime, Cristian,  ¿creés  que  este


sueño  puede  tener  que  ver
con la escena que me contaste el  otro  día?  ¿Que  tu  padre  y vos  podrían  ser  esos  dos
leones que están peleando?
—Puede ser.
Le cuesta seguir.
—Pero  en  tu  sueño,  esos
machos pelean por un hembra que  los  dos  querían  para  sí. ¿Eso  fue  lo  que  pasó  en realidad?  ¿También  vos  y  tu


padre se pelearon aquella vez
por  una  hembra  que  ambos
deseaban?
Cristian está confundido.
—No  entiendo.  ¿Qué  es
lo que querés decir?
Está  cerrado.  Debo cambiar la manera de abordar el tema.
—Voy  a  hacerte  otra pregunta. ¿Creés que entre tu padre  y  Delfina  había  algo


más que una relación laboral?
Quiero decir, si pensás que tu padre se acostaba con ella.
La  reacción  de  Cristian me sorprende. Se incorpora y se sienta en el diván. Me mira de frente casi ofendido.
—¡De  ninguna  manera! Esa  chica  estuvo  en  mi  casa desde  que  yo  nací.  Era  como de la familia.
—Sí, claro. Era «como de


la familia», pero no era de la
familia. De hecho, vos mismo me  dijiste  la  sesión  pasada que  tu  madre  la  tenía  entre
ceja y ceja, ¿te acordás?
—Sí.
—Y  en  otra  ocasión,
dijiste también que te culpaba a  vos  de  su  depresión. Aquello que vos llamaste: «tu culpa  de  haber  nacido»  — silencio—.  Y  siendo  que


acabás  de  decir  que  Delfina
llegó  en  el  mismo  momento en  el  que  vos  naciste,  es probable que eso haya tenido algo que ver con la depresión
de tu madre, ¿no creés?
Lo                     miro.                      Está
desencajado.
—¿Qué querés decir?
—Que  a  lo  mejor  no  fue
tu nacimiento, sino la llegada de  una  mujer  deseada  por  tu


padre  lo  que  generó  la
depresión de tu mamá.
Se resiste aún más. Cubre su rostro con las manos. Está nervioso y se pone de pie.
—No te entiendo.
—Cristian, sentate.
—Lo que pasa es que¼
—Sentate.  La  sesión  aún
no ha terminado.
Me  mira  casi  con  bronca. Pero,  como  dije,  la  relación


transferencial  era  fuerte  y
podía           permitirme                 una
intervención  así.  Volvió  a sentarse  en  el  diván  con  un gesto de contrariedad.
—Perdoname,  pero  me estás  confundiendo.  Además, si  hubiera  sido  la  amante  de mi papá, ¿por qué él la habría
echado, entonces?
—Bueno,  no  estamos seguros  de  si  él  la  echó  o  si


ella  se  fue  sola,  humillada,
avergonzada  —lo  miro—,  o por algo más.
—¿Algo  más?  ¿Por  qué sos  tan  retorcido?  ¿No  está todo  claro?  El  hijo  de  los patrones  la  había  querido coger  de  prepo.  ¿Ese  no  te
parece un motivo suficiente?
—Puede  ser.  O  puede
haber otro más grande aún.
—¿Y cómo saberlo?


Mido  cada  una  de  mis
palabras.  Va  a  ser  una intervención compleja.
—Cristian, vos dijiste que ya  no  podías  hablar  con  tu padre,  porque  estaba  muerto; y  tampoco  con  tu  madre, porque  está  loca  y  encerrada en  su  cuarto  —pausa—.  ¿Y Delfina,  Cristian?  ¿No  se  te ocurrió  hablar  con  ella  para
saber qué fue lo que pasó?


Baja  la  cabeza.  Se  queda
callado. Uno, dos minutos.
—Bueno, ahora sí. Andá. Se pone de pie y se va en
silencio.
Cuando  una  sesión  es  tan movilizante, por lo general es de  esperar  que  puedan
producirse                            reacciones
diferentes  en  el  paciente.  La
primera                 es              que              sus
mecanismos  de  defensa  se


pongan  en  movimiento  de
inmediato  e  intente  hacer  de cuenta que nada de lo visto en esa  sesión  ha  ocurrido.  En esos  casos  se  levanta  una fuerte  resistencia  y  lo  mismo que  antes  generó  tanta emoción  es  ahora  percibido como  poco  importante.  La potencia  afectiva  del  tema trabajado  se  desplaza  y  el paciente  viene  como  si  nada


de eso hubiera ocurrido. Pero
si  el  análisis  avanza,  el  tema suele  retornar,  lo  cual  nos permite elaborarlo.
La segunda posibilidad es que  falte  a  la  próxima  sesión o,  incluso,  que  no  vuelva más,  que  abandone  el tratamiento.
En  otros  casos,  en cambio,  lo  que  ese  paciente pudo  percibir  ha  sido  tan


fuerte  que  no  lo  deja  en  paz.
Le  muerde  el  cuerpo,  no  lo suelta,  lo  angustia,  lo cuestiona  y  no  le  queda  otra alternativa  más  que  hacer algo  con  eso  que  se  le impone.
Fue  lo  que  pasó  con Cristian.
A  la  semana  siguiente, cuando  llegó  al  consultorio, estaba nervioso y confundido.


Esta  vez  el  león  enjaulado
parecía ser él.
—La  sesión  pasada  me fui  muy  movilizado.  Lo  que me dijiste me daba vueltas en la cabeza y sentí la necesidad de  ver  si  podía  averiguar  la verdad  de  lo  que  había ocurrido.
—¿Y qué hiciste?
—Me  contacté  con  la
hermana de mi papá.


—¿Por  qué?  ¿Qué  tiene
que ver ella en esta historia?
—Porque  Luisa,  la  mujer que  trabaja  en  su  casa  desde siempre, había sido quien nos había recomendado a Delfina. Creo  que  eran  medio parientes o algo así. De modo que  fui  a  lo  de  mi  tía, obviamente  sin  decirle  para qué,  fingiendo  una  visita  de cortesía  que  no  le  hago


nunca,  y  aproveché  para
hablar con Luisa.
—¿Y qué te dijo?
—Que  hacía  mucho
tiempo  que  no  la  veía,  años. Pero tenía una dirección en la que  no  sabía  si  seguía viviendo o no.
—¿Entonces?
—Entonces  me  armé  de
coraje  y  fui  hasta  allí  — suspira—.  No  tenés  una  idea


de  lo  que  me  costó.  Cuando
llegué,  estacioné  el  coche  en la  esquina  y  me  quedé adentro  como  una  hora,  sin saber  bien  si  bajarme  y  tocar timbre o irme a la mierda.
—¿Y qué hiciste?
—Bajé.  Caminé  hasta  su
casa y llamé.
—¿Qué pasó?
Mueve la cabeza.
—Pasó  que  otra  vez


llegué tarde, y que otra vez no
tengo nada.
—¿Ya no vive allí? —Sí y no.
—¿Cómo          es                 eso,
Cristian?
—Me  atendió  su  hija,  y me contó que hace poco tuvo un  ACV  y  que  la  tuvo  que
internar.
—¿Vos  le  dijiste  quién
eras?


—Sí,  le  di  mi  nombre.  Y
ella  me  abrazó  y  me  hizo pasar.
—¿Te abrazó? Asiente.
—Después  me  invitó  un
mate  y  conversamos  un  rato. Me dijo que su mamá siempre le  hablaba  de  mí.  Incluso  me mostró  una  foto  que conservaba  de  cuando  yo  era un  bebé.  Delfina  me  tenía  en


brazos.
—Contame  cómo  te sentías.
—Abrumado.  Miraba  a esa  chica  que  me  trataba  tan bien.  Claro,  ella  no  sabía  lo que  yo  le  había  hecho  a  su mamá. Pero ¿sabés qué fue lo que  más  me  llamó  la
atención?
—No.
—Que  su  rostro  me


resultaba  tan  familiar.  Se  ve
que  en  mi  memoria  todavía guardo  los  rasgos  de  Delfina cuando  tenía  su  edad.  Deben
parecerse, ¿no?
Pausa.
—Y  después,  ¿cómo
continuó todo?
—Me  dijo  que  el domingo iba a ir a visitarla y me  invitó  a  que  la acompañara.


—Y vos, ¿qué dijiste?
—Primero  me  quedé
callado.  No  sabía  qué responder.  Pero  luego  sentí que  al  menos  eso  le  debía. Una  disculpa  que  quizás  ya no iba a poder entender.
Se detiene.
—¿Qué pasa, Cristian?
—Qué horror. No sabes lo
espantoso  que  es  el  lugar  en el que está internada.


Cristian  desconoce  los
sitios  a  los  que  mi  profesión me ha llevado. Pero no es eso lo  que  importa  en  este momento.
—¿Y? ¿La pudiste ver? Asiente.
—¿Y               cómo                la
encontraste?
Comienza                               llorar suavemente,       con    una
profunda tristeza.


—Mal.  Pobrecita.  La
recordaba  joven,  alegre, linda.  Y  ahora,  en  cambio,  la vi  tan  arruinada.  Parecía  una anciana  a  pesar  de  que  debe tener  apenas  cincuenta  años.
Pero vos sabés¼
—¿Qué cosa sé?
—Que  la  vida  es  cruel
con los pobres.
—¿La  vida  es  cruel  con los  pobres,  Cristian?  ¿Como


vos sentís que fuiste cruel con
Delfina?
Acusa el impacto, pero sé que  es  lo  que  está  pensando. Se  queda  mudo  durante  un rato y al final asiente.
—¿Y  cómo  fue  el
encuentro?
—Silvina,  la  hija,  me  dio la  mano  y  nos  acercamos. Nos sentamos en la cama y le dijo: «Mami, mirá quién vino


a verte».
—¿Y ella qué hizo?
—Me  miró  un  largo  rato
sin gesto alguno. Hasta que se
puso a llorar y¼
—¿Y qué?
—Y balbuceó mi nombre.
—¿Y vos qué hiciste?
—Te  juro  que  no  sabía
qué  hacer.  Hasta  que  al  final la abracé y, sin darme cuenta, me puse a llorar con ella.


Espero  unos  segundos
para que se recupere un poco de la emoción.
—Te  reconoció,  Cristian. Entonces,  no  es  cierto  lo  que dijiste,  que  no  tenías  nada. Por el contrario, tenés mucho.
Asiente,  aunque  no  creo que  comprenda  lo  que  estoy queriendo decirle.
—No  entiendo  cómo pudo  reconocerme  en  ese


estado  y  después  de  tanto
tiempo.
Está muy vulnerable, pero es  el  momento  de  poner sentido a algunas de las cosas que todavía no puede unir. De modo que le hablo en un tono neutro,  tratando  de  que  me escuche  más  allá  de  su emoción.
—Cristian,  cuando  me contaste la escena en la que tu


padre  te  pegó,  dijiste  que
Delfina  y  él  discutieron.  Y allí  hay  un  borrón  en  tu memoria.  ¿Por  qué  creés  que recordás  lo  que  hiciste,  la paliza que te dio tu padre y no la  discusión  que  él  tuvo  con
Delfina?
—No lo sé. Pausa breve.
—Intentalo. Decime, ¿qué
se  dijeron  tu  padre  y  ella


durante esa pelea?
Cristian  empieza  a  llorar. El recuerdo reprimido durante tanto  tiempo  comienza  a aflorar.
—Ella  le  decía  que  no  se le  ocurriera  ponerme  una mano  encima  y  él  le  gritaba:
«¿¿¿Estás         loca¼              estás
loca???»¼
Le cuesta seguir.
—¿Y qué más, Cristian?


Hace  un  esfuerzo  por
continuar,  por  vencer  sus resistencias.
—Y  después  me  miró  y me  dijo:  «Vos  no  te  podés acostar con esta mujer».
Lo  ha  dicho.  Con  toda claridad.  Por  eso  le  doy  unos segundos para que lo procese.
—Cristian,  ¿qué  sentiste el  domingo  cuando  la
abrazaste?


Duda, conmovido.
—Fue  muy  raro.  Tan
intenso que, como te dije, me hizo  llorar.  Sentí  algo familiar.  Fue  un  abrazo  tan
fuerte¼
—¿Qué?
—Fue como el abrazo que
siempre  necesité  y  que  mi madre nunca me dio.
Decía  Freud  que  una
interpretación              realmente


fuerte  sólo  debía  ser  dicha
cuando el paciente ya la tiene por sí mismo en la punta de la lengua.  Y  así  es  en  esta ocasión.
—Bueno.  Tal  vez  porque sea  la  primera  vez  que  tu madre te abraza de verdad.
Silencio.
—¿Qué me querés decir? —Que  si  todavía  querés
saber  cuál  es  tu  origen,  a  lo


mejor  llegó  el  momento  de
hacer ese estudio de ADN que
deseabas  realizar  en  tu
adolescencia.
—No entiendo. Pausa.
—Cristian,  tu  madre
siempre  maltrató  a  Delfina. Te  maltrató  a  vos.  Tu  padre mantenía  con  ella  una relación  distante,  pero  sabía que te cuidaba muy bien, que


estabas en las mejores manos.
En  una  sesión,  al  comienzo, dijiste que sabías que no eras adoptado,  que  no  había  duda posible,  porque  te  parecías mucho  a  tu  padre,  ¿lo
recordás?
—Sí.
—¿Y  a  tu  madre,
Cristian? ¿También te parecés a  ella?  ¿Tampoco  allí  hay duda  posible?  —pausa—.  Y


me  dijiste  también  que  el
rostro  de  Silvina  te  resultó familiar.  ¿Será  como  dijiste que  es  porque  te  recuerda  a Delfina  cuando  era  joven,  o
será porque se parece a vos?
Cristian  enmudece.  Pero debo seguir.
—Habías  reprimido  el recuerdo de la discusión entre tu padre y Delfina, y siempre que  se  reprime  algo  es  por


algún  motivo,  ¿sabés?  —
pausa—.  Pero  ahora  pudiste recordar y me contaste que tu padre  te  gritó  que  no  podías acostarte  con  esa  mujer.  A ver,  ¿por  qué  creés  que  vos no  podías  acostarte  justo  con
ella?
Llora  desconsolado.  Pero sé que puede escuchar lo que le digo, por eso continúo.
—Y  Delfina,  a  pesar  de


los años que pasaron y desde
las  sombras  del  ACV  logra
reconocerte,  nombrarte  y
abrazarte,  como  vos  mismo sentiste,  con  ese  abrazo  tan familiar  —pausa—.  Decime qué estás pensando.
Le  cuesta  mucho  hablar.
Apenas si puedo entenderlo.
—Gabriel, ¿vos creés que
ella es mi mamá?
—No  lo  sé.  Pero  si


querés,  estás  a  tiempo  de
averiguarlo.  No  es  tarde  para
eso, ¿no?
Está           confundido                y
angustiado.  Se  sienta  en  el diván  y  me  mira  con  enorme desolación.  Sus  ojos  están rojos y llenos de lágrimas.
—No lo sé. Te lo juro. No sé si quiero saberlo.
—¿Por qué?
—Porque  no  sé  si  quiero


enterarme de que, a lo mejor,
estuve a punto de violar a mi mamá.
Esa  frase  tremenda  y potente  queda  sonando  en  el aire.  Creo  que  no  hay  una pregunta  más  fuerte  que Cristian  pueda  llevarse.  Por eso  me  pongo  de  pie adelantando  el  final  de  la sesión.
—Cristian,  vos  decidís.


Saber  es  tu  derecho,  no  tu
obligación.  Pero  dejame decirte  que  cuando  pasó aquello vos eras un chico, un chico  avasallado  por  su pulsión sexual y que no tenía idea  de  que,  quizás,  la  mujer que  estaba  deseando  era  su madre.  Además,  una  vez dijiste que te sentías muy solo —asiente—.  ¿Quién  te  dice? A  lo  mejor  no  estás  tan  solo


como  vos  te  creés.  Quizás
hay  una  hermana  y  alguien que siempre, lo sea o no, te ha querido como una madre, ¿no
te parece?
Se                      me                      arrima
desconsolado.  Tengo  la tentación  de  abrazarlo.  Pero no.  Esta  vez  tiene  que llevarse esa angustia.


Me gustaría narrar el final

de esta historia, pero sólo esta parte es la que Cristian me ha autorizado  a  contar.  El  resto le pertenece. A él, y a nuestro análisis. 

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