Somos
carne y palabra
silencio
y angustia
hambre
y caos
oscuridad
y tiempo.
El
amor nos toma una mano
la
muerte nos toma la otra,
danzando
con los ojos cerrados
nos
dirigimos hacia el misterio.
TERESA
CASTILLO
Prólogo
Un paciente no es una
persona. Un paciente no es un
individuo. Un paciente es un sujeto.
Sabemos que los
griegos, responsables de algunas de las manifestaciones más bellas e
importantes del arte y de la cultura de Occidente, tenían mucha estima por el
teatro. Son famosas sus tragedias y
comedias, y Sófocles y Aristófanes son nombres que todavía hoy resuenan con
total pertinencia. También sabemos que
por aquellos tiempos no existían los teatros tal cual hoy los conocemos. Las obras se representaban al aire libre, en
grandes predios a los que concurrían muchísimos espectadores, y todos los
actores llevaban puesta una máscara que amplificaba y distorsionaba sus voces a
la vez que disimulaba sus identidades.
Esa máscara, ese disfraz, llevaba un nombre que venía del latín y que
etimológicamente significaba retumbar.
Ese nombre era ‹‹persona››.
Es decir, que hay en el
origen mismo de la palabra persona algo que remite al ocultamiento, a lo que no
es, a la actuación y al engaño. Un
paciente, por el contrario, es alguien que llega al consultorio dispuesto a
quitarse todas las caretas y a mostrar incluso hasta las más profundas de sus
heridas. Para eso trabaja y se
expone. Con generosidad y a un alto
costo se adentra en un camino que tiene como punto de partida su dolor y que
busca, como destino final, el develamiento de su verdad.
Y el analista se compromete a acompañarlo en esa travesía
porque es, antes que nada, un enamorado de la verdad. Pero no de una verdad
universal y trascendente: no hay que confundir al analista con un filósofo, un
sociólogo o un místico. No nos desvela
Dios, tampoco El Hombre, sino única y exclusivamente ese hombre en particular que ha venido a pedir nuestra ayuda. Y esa verdad que nos interesa es única,
pertenece a cada sujeto. Encuentra sus
orígenes en la historia individual de cada paciente y recorre su sangre y su
vida aunque él mismo se resista a reconocerla y aceptarla como propia.
La palabra individuo
también proviene del latín y significa ‹‹imposible de ser dividido››. Nada más alejado de un paciente que eso. Por el contrario, el paciente está escindido,
partido al medio por su sufrimiento, ama y odia al mismo, quiere pero no
quiere, anhela pero no puede, tiene miedo de algo pero no por eso deja de
desearlo. Un individuo es alguien sin
contradicciones, sin ambivalencias, sin culpa.
Y no son así los pacientes que llegan a mi consultorio. Por el contrario, envueltos en una nube de
confusión y angustia, hacen cosas que no quieren y traen síntomas que los hacen
sufrir y de los que parecen no saber nada.
Y en parte esto es cierto. Porque
al momento de comenzar el análisis, el paciente no sabe que sabe. ¿Cómo
puede ser esto posible?
Para responder a esta
pregunta hay que aceptar que existe un saber no sabido, un saber
inconsciente. Sin embargo –y esto es decisivo
para mí a la hora de aceptar el inicio de un tratamiento con alguien-, a pesar
de esa sensación de extrañeza y desconocimiento, el sujeto debe sospechar que
algo tiene que ver con eso que le pasa.
El hecho de habitar en
un cuerpo puede generar la idea errónea de que un hombre es un individuo. Es cierto que el cuerpo es el escenario
fundamental a partir del cual se desarrollará la construcción de un sujeto: el
Yo es antes que nada un Yo corporal, decía Sigmund Freíd. No hay sujeto sin cuerpo, pero no basta con
que exista un cuerpo para que haya un sujeto.
Es necesario que las miradas y el contacto de otros caigan sobre ese
cuerpo.
Las caricias de los
padres, el reconocimiento de ciertos rasgos y las palabras van atravesando el
cuerpo del bebé y construyendo lo que de a poco será su personalidad. Y van, además, redefiniendo algo en ese
cuerpo que nada tiene que ver con la biología, sino con las palabras.
Prueba irrefutable de
esto son, por ejemplo, los síntomas histéricos, en los cuales el cuerpo ve
afectada alguna de sus funciones sin que haya justificación orgánica alguna
para que esto sea así, o los trastornos de la alimentación que demuestran que,
como en el caso de la anorexia, una persona de una delgadez casi mortal puede
verse obesa. Evidentemente, hay algo en
el cuerpo subjetivo que va más allá de lo biológico.
Es decir que el cuerpo
físico, atravesado por las marcas del discurso, se independiza de la biología y
toma un lugar propio ligado a lo simbólico de manera indisoluble. De allí que cada sufrimiento emocional se va
a ver reflejado en el cuerpo y que, recíprocamente, cada acto que se ejerza
sobre éste, ha de marcar –para bien o para mal-, el modo de desear, de gozar o
de sufrir de un sujeto.
Un paciente no es un
ser libre. Por el contrario: es alguien
que se encuentra sujetado. Sujetado a su historia, a su inconsciente, a
deseos de otros, pero sobre todo, sujetado al lenguaje, a la palabra. A diferencia de la persona
o del individuo, el sujeto existe con anterioridad a su propia gestación, desde
el momento en que sus padres comienzan a desearlo y a poner en juego sus
propios ideales sobre el futuro hijo.
Más tarde, durante el embarazo, se va generando una realidad que aguarda
la llegada del bebé y, cuando por fin se produce el nacimiento, ya hay un mundo
que lo está esperando, un nombre y un deseo puestos sobre él.
Cuando un recién
nacido, que en su vida intrauterina no había sentido jamás hambre o sed debido
a su simbiosis con su madre, experimenta alguna de esas sensaciones por primera
vez, entiende que no puede satisfacer por sí mismo esas necesidades y solo
atina a llorar como acto reflejo de descarga de la tensión. Y es allí cuando aparece
otro (otro tan importante que habitualmente los analistas los escribimos en
mayúsculas: Otro), generalmente alguno de los padres, y le da un sentido a ese
llanto. ‹‹Ah, -dice la madre- tiene
hambre››, lo abraza, le da el pecho y lo satisface. Desde ese momento, el bebé comprenderá algo
fundamental para su existencia: que todo lo que quiera a partir de ahora deberá
pedirlo a otros, y que las palabras no solo comunican con los demás, sino que
también lo atan a ellos.
A todo esto y más debe
responder alguien que ni siquiera es capaz de mantenerse en pie y alimentarse
por sí mismo. Por eso, no es de extrañar
que para muchos vivir sea una tarea difícil y que, con el tiempo, comiencen a
llevar cargas pesadas.
No es nada fácil
acarrear esa mochila y hay quienes solo pueden hacerlo al precio de su
salud. Y así comienzan a aparecer los
síntomas que son, antes que nada, una forma equivocada y patológica de
responder a algunas exigencias internas o externas que se le presentan al
sujeto. Éste, imposibilitado de hallar
la respuesta adecuada, encuentra en la enfermedad una manera costosísima de
resolver sus conflictos.
¿Qué lugar podría
encontrar la palabra en la superación de esos síntomas?
He escuchado muchas
veces decir que hablar hace bien, que la palabra cura. Esta afirmación ha llevado a muchos al
equívoco de pensar que una conversación con un amigo, con un padre o, por qué
no, con uno mismo, puede reemplazar a un tratamiento y es suficiente para
producir un proceso de curación. Y no es
así.
Para que esto suceda,
es necesario que haya alguien que escuche de manera diferente aquello que el
sujeto dice. Alguien a quien este le
suponga un ‹‹saber hacer›› con sus dichos, en quien confíe que va a escuchar lo
que ni él ni los demás son capaces de escuchar.
Y ése es, precisamente, el lugar del analista.
Este libro está
atravesado por palabras que se cruzan y se repiten: silencio, angustia, llanto,
deseo o miedo. No podría ser de otro
modo si pretendo ser veraz con lo que ocurre en el transcurso de un análisis.
Un análisis es un
proceso que tiene su origen cuando acordamos juntos, paciente y analista,
comenzar un tratamiento. A partir de
allí se inicia un devenir de acontecimientos que tienen un protagonista
fundamental: el lenguaje. Pero no
cualquier lenguaje; para nosotros se trata de un lenguaje a descifrar.
Una vez hubo un niño
que, parado frente a unos símbolos raros e incomprensibles, tomado de la mano
de su padre, lo miró fascinado y le dijo: cuando sea grande yo los voy a
descifrar. El hombre se rió. Pero años después, ese chico cumplió con su
promesa. Esos símbolos eran los
jeroglíficos escritos en la piedra de Roseta, y ese joven era Jean François
Champollion.
Con esa misma pasión
vamos los analistas tras el discurso encriptado de nuestros pacientes. Con esa misma convicción escuchamos el relato
de los hechos de su pasado y de sus sueños.
Entonces. Palabras Cruzadas.
Eso es lo que todo el
tiempo percibo cuando dirijo un proceso analítico. Palabras que se cruzan en la mente del
paciente y que vienen de su pasado: ‹‹Vos nunca vas a llegar a nada››, ‹‹Esta
empresa va a ser tuya››, ‹‹No naciste para ser feliz››, ‹‹La homosexualidad es
una enfermedad››, ‹‹Ni se te ocurra dejar de estudiar››.
Palabras que se cruzan
aquí y ahora y generan esa aparición del inconsciente a la que llamamos lapsus:
soy una persona intolerable – me dijo cierta vez una paciente queriendo decir
que era ‹‹intolerante››. Y esa palabra
que se cruzó en su discurso, ‹‹intolerable››, generó un sentido totalmente
diferente del esperado y nos abrió puertas que hasta entonces estaban
cerradas. Palabras que se cruzan entre
el paciente y el analista, y que toman la forma de la pregunta, el señalamiento
o la interpretación.
Y por qué no, palabras
que se cruzan en mi propio pensamiento durante las sesiones y que me empujan a
la duda o la reflexión.
Palabras Cruzadas. Esa es, en definitiva, otra manera de
describir un proceso analítico: como una sucesión de palabras que se cruzan a
partir del dolor de un paciente y que, con el deseo, la claridad y el valor
necesarios, pueden conducir al develamiento de una verdad capaz de cambiar para
siempre la vida de un sujeto.
GABRIEL ROLÓN
Febrero de 2009
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