miércoles, 1 de abril de 2015

LOS PADECIENTES-IV-V-VI

IV La habitación es en realidad un cuarto de estudio. Un delicado mueble de madera clara en forma de “L” hace las veces de escritorio. En él se distribuyen de forma ordenada algunos cuadernos, lápices, una goma de borrar, cuatro o cinco libros de música cuidadosamente apilados, seguramente en la disposición en la cual serán estudiados, y hojas pentagramadas sin usar. En el brazo más corto de la “L” hay una computadora que, en ese momento, está encendida. Un ventanal comunica directamente con el parque y la pared opuesta se encuentra ocupada en su totalidad por una biblioteca atestada de libros dispuestos en un desorden pensado y armónico. Pablo mira disimuladamente y comprueba la gran variedad literaria que contiene. Sólo el piso alfombrado rompe un poco la belleza del ambiente. Pero supone que es una necesidad acústica. El cuarto es hermoso, pero antes que nada, es un lugar de estudio. Sentada frente al atril con el violín sostenido entre el hombro izquierdo y el mentón, una niña lo mira con una mezcla de sorpresa y amabilidad. —Camila, quiero presentarte a Pablo, un amigo. Ella lo observa un instante, deja el violín sobre el escritorio y se levanta para saludarlo. Antes de hacerlo lo mira fijamente. Sus ojos son tan verdes y profundos como los de Paula y su belleza es extraordinariamente confusa. Es innegable que es todavía una nena, sin embargo hay algo en ella que le genera la sensación de estar frente a una mujer. Paula los presenta. —Pablo, Camila. Camila, Pablo. —Hola. Pablo sonríe. Hasta su voz es musical. —Hola. Te estuve escuchando. ¿Qué puedo decir? Simplemente maravilloso. —Gracias —responde con la amabilidad de quien está acostumbrado al halago. Él la mira sin poder salir de su asombro. No debe tener más de doce años, por eso le cuesta creer que fuera a ella a quien acaba de escuchar… —Pablo quedó muy impresionado. —Emocionado sería el término preciso. Camila asiente. —Es una pieza conmovedora. La toco cada mañana antes de empezar a estudiar. Es una manera de conectarme con la música por su lado más sublime. Me permite disfrutar un poco antes de meterme en las dificultades del estudio. Pablo la escucha incrédulo. El uso que Camila hace del lenguaje es tan perfecto que resulta asombroso para una niña de su edad. Llamativamente asombroso. —¿Puedo preguntar tu edad? Ríe de un modo travieso y algo de la inocencia infantil asoma en ese gesto. —Claro, todavía no tengo que preocuparme por mentir. Tengo 13 años. Paula se acerca y la acaricia. —Pero es la más madura de los tres. La única que ha sabido hacer las cosas bien y, además, el orgullo de la familia. —Basta. Sabés que no me gusta que hables así. —Pero es la verdad. Él mira a Paula y se da cuenta de que es la primera vez que la ve sonreír relajada. Es evidente que está orgullosa de su hermana y que su relación es muy estrecha. —Pensé que sólo eran dos hermanos. —Es que aún no tuvimos tiempo de conversar demasiado de nuestras vidas, ¿no? —Es cierto. Se hace un silencio que Camila quiebra con un comentario simple que es a la vez un pedido y una orden. —Tengo que estudiar. —Cierto, perdón —Paula le sonríe y camina hacia la puerta. Pablo la sigue sin dejar de mirar a la pequeña violinista. —Fue un gusto. —Gracias —le responde mientras se acomoda prontamente en su silla de estudio. Desandan el camino hasta el salón en el que habían estado conversando anteriormente. De fondo empiezan a escucharse unas escalas. —Es asombrosa. —Paula asiente. —¿Sos consciente del talento de tu hermana? —Por supuesto. Todos lo somos, incluso ella. Camila no es una chica a la que le gusta la música y por eso toma clases de violín. Es un músico que, desde los cinco años, estudia entre seis y ocho horas diarias para llegar a ser uno de los mejores. De hecho, no creo que haya en el país alguien de su edad que la supere. Pero sabe que con eso no basta y siempre está buscando resolver algo más, mejorar, superarse cada día. —¿Y qué dice ella de la muerte de tu padre? Piensa unos segundos. Suspira antes de hablar. —No ha hablado mucho del tema. —¿Qué sabe acerca de lo sucedido? —Todo. Te habrás dado cuenta de que Camila no es una nena común. Su inteligencia y su madurez la hacen bastante diferente de la mayoría de las chicas de su edad. No hubiera sido fácil ocultarle los hechos. Además, también era su padre y, como decís en uno de tus libros, “por doloroso que fuere, todo sujeto tiene derecho a conocer su verdad”. Pablo asiente. —¿Y cómo tomó el hecho de que, en apariencia, Javier sea el asesino? Ella lo mira con asombro. —¿Cómo en apariencia? Silencio. —Sí, y de eso también quería hablar con vos. —Pausa. —Paula, vos sabés que tu papá se movía en un ambiente complicado y peligroso. —Por supuesto. —Yo no soy un especialista en esto, pero cuanto más me acerco al tema, más dudas tengo de que Javier haya sido el asesino. Paula lo mira incrédula y acusa el golpe de lo que acaba de escuchar. —Lo que me estás diciendo es muy fuerte. —Lo sé, pero es algo en lo que tenemos que pensar. Por lo poco que pude ver, potencialmente hay una larga lista de personas que se deben haber alegrado mucho con la muerte de tu padre. —Paula asiente. Él hace una pequeña pausa. —Dejame hacerte una pregunta. ¿Vos también estás en esa lista? Ella lo mira un largo rato antes de responder. —Pablo, mi padre no era un padre como todos. Era un hombre ausente con el que no teníamos demasiada relación. Alguien desaprensivo para el cual sus hijos nunca fuimos algo importante, al menos yo no tengo recuerdos alegres junto a él. No tuve vacaciones, ni paseos por la plaza, ni jugamos juntos a nada. Creo que jamás me quiso y la verdad es que yo tampoco lo quería demasiado. Y, si debo serte franca, no sentí el menor dolor al enterarme de su muerte. Puede sonar horrible, pero es así. No me duele, no lo extraño —baja la mirada—, creo, incluso, que es mejor para nosotros que esté muerto. —Toma aire y sigue. —Como verás mi relación con él era bastante mala, pero no sé si tanto como para decir que me alegro de su muerte. ¿Contesta eso tu pregunta? —Supongo que sí. Paula sonríe. —¿Me convierte en sospechosa de homicidio? —Al menos yo no te descartaría por el momento. —Ella menea la cabeza sin gesto alguno de enojo. —¿Qué estás pensando? —Que tal vez no debería haber ido a buscarte. —Es posible, pero lo hiciste. Y ya que estoy me gustaría hacerte algunas preguntas más. —Está bien. Pero, si no te molesta, podemos conversar mientras caminamos por el parque. Necesito tomar un poco de aire. —Como quieras. Paula se pone de pie y él hace lo propio. No puede evitar mirarla mientras camina delante de él. Efectivamente es una mujer sensual y atractiva. Salen y se alejan de la casa. Adentro, Camila sigue estudiando. Sus dedos se mueven por la tastiera con agilidad y precisión. En su mano derecha, el arco se desplaza diestramente por las cuerdas y, en este momento, ningún otro pensamiento cruza por su mente. V Dos horas después se despide de Paula en el salón. Ella debe ocuparse de otras cosas y él ya tiene unos cuantos datos en los que necesita pensar antes de tomar una decisión. Al salir de la casa mira el camino arbolado que conduce a la salida y se detiene. Intenta imaginar el recorrido que Roberto Vanussi realizó en el momento de su muerte. ¿Tropezando, arrastrándose, tal vez? No lo sabe, pero siente un escalofrío y su mente se llena de imágenes e interrogantes. ¿Hasta dónde habría llegado? ¿En qué sitio preciso habría quedado el cuerpo? ¿Cuál sería el cantero en el que se encontró la cuchilla con la que fue asesinado? Se siente raro. Todo le resulta tan extraño. Porque si no conociera lo sucedido, el lugar le hubiera parecido un paraíso. El bosque, la casa, la belleza de Paula, la música de Camila. Todo tan perfecto. Pero él sabe que la perfección no existe y, mientras piensa en esto, una voz lo interrumpe. —Es un lugar hermoso ¿no? —dice como si le estuviera leyendo el pensamiento. Se sobresalta y gira la cabeza. Recostada en una mecedora, debajo del alero, unos ojos verdes lo miran. Él sonríe y se acerca. —Sí, realmente. Aunque su gesto es amistoso, se da cuenta de que Camila no está relajada y de que no deja de mirarlo ni un segundo. Pablo señala una silla que está frente a ella. —¿Puedo sentarme? Le parece notar un gesto de duda casi imperceptible en su mirada. —Sí, claro. Él agradece con una sonrisa. Camila se incorpora hasta quedar sentada, cruza sus piernas y apoya sus manos sobre las rodillas. —¿Terminaste de estudiar? —No, eso no termina nunca. Estoy descansando un rato antes de seguir. —Hace una pausa. —Yo sé quién sos vos. —¿Ah, sí? —Sí. Vos no sos un amigo… sos un psicólogo. Pablo sonríe. —Bueno, los psicólogos también tenemos amigos. —Sí, claro. Pero vos no sos amigo de mi hermana. Aunque tampoco sos su psicólogo. Él asiente. —¿Paula te contó quién soy? —No. Pero vi tu foto en varios de los libros que ella lee. Y alguna vez los hojeé un poco. Él sonríe. —¿De verdad? Ése sí es un halago. Por lo general no tengo lectores de tu edad. Son libros más bien teóricos. —Y un poco aburridos. Me di cuenta ni bien empecé a leerlos. —Deja escapar una risita. —No te entendí nada. Él también ríe. —Bueno, me alegro. —¿Por qué? Siente la necesidad de ser sincero con ella. —Porque ya me habría preocupado. Sabés que tenés una madurez algo excesiva para tu edad, pero haber entendido mis hipótesis acerca de la importancia del lugar de la madre en los trastornos esquizofrénicos me hubiera parecido demasiado. —Ella piensa un instante y pierde su mirada en dirección a la tranquera. —¿En qué te quedaste pensando? —En que yo no podría ser esquizofrénica, entonces. —¿Por qué? —Porque si la madre tiene que ver con eso, estoy a salvo. Mi mamá murió cuando yo tenía cuatro años. No tuvo siquiera tiempo de volverme loca. Camila se equivoca. Cuatro años es un tiempo más que suficiente para que eso ocurra, pero no se lo dice. Pablo siente algo familiar en la situación. Le lleva apenas un segundo comprender de qué se trata. Es la presencia de la angustia. Camila se ha angustiado. No hay gestos que la denoten, pero puede sentirla. Ella ha abierto una compuerta y él se pregunta qué debe hacer, aunque la incertidumbre dura sólo un instante. —¿La extrañás? Asiente. —Todos los días de mi vida. —Lo mira seriamente. —¿Puedo contarte un secreto? Sabe que ningún analista debe permitir que se movilicen cosas si no está dispuesto a quedarse a hacer algo con eso, que no puede generar con su escucha confesiones que dejen a alguien cara a cara ante la duda o el dolor e irse tranquilamente a su casa. Por eso lo piensa, pero se da cuenta de que esos ojos verdes, por un momento, han perdido su inteligencia y su agudeza. Ahora son los ojos de una nena que sufre. Lo miran de manera suplicante. Y no puede negarse a escuchar lo que tiene para decirle. —Claro, contame. Ella mueve los dedos nerviosamente jugando con los cordones de sus zapatillas. —En el estuche de mi violín tengo una foto de mi mamá. Mirá que esto no lo sabe ni mi hermana. Es como un secreto de confesión. —Quedate tranquila. Pablo hace silencio. No fue una decisión consciente, pero ha actuado como lo hubiera hecho con un paciente. Le da tiempo a conectarse con su afecto y sus recuerdos. —Es raro. —¿Qué cosa es rara? —Que a pesar de que murió hace nueve años aún tengo grabada su voz. Como si no hubiera pasado el tiempo. Cierra los ojos. Seguramente un sinfín de imágenes están cruzando por su cabecita. De pronto algunas lágrimas le mojan la cara. —Tengo recuerdos muy fuertes con ella. Era una mujer tan linda y tan cariñosa. Y además tenía un gran talento. Mamá pintaba, ¿sabías? —No. —Sí, era muy buena. Y amaba la música. Ella me contagió esa pasión. A veces, todavía siento el calor de su mano apretándome emocionada mientras escuchábamos juntas algún concierto. —¿Te llevaba a los conciertos a los cuatro años? —Sí, y aún antes. Fue nuestro mundo compartido. Un mundo que hoy vivo sola. Se calla pero vuelve a abrirse. —Claro que la extraño… más que eso… la necesito. Para una chica como ella no debe ser fácil mostrarse débil. En apenas unas horas, Pablo ha comprendido el rol que ocupa en la familia. Camila es “la especial”, “la diferente”, la que va a tener que poder llegar hasta la cima y, como dijo su hermana, la única que hace las cosas bien. Demasiado peso para alguien que, más allá de sus potencialidades, no deja de estar apenas saliendo de la niñez. —¿Sabés? A veces es bueno permitirse la angustia. —Yo me la permito. Sólo que lo hago cuando nadie me ve. —¿Por qué? —Porque desde que mamá murió ya no hay quién me abrace cuando lloro. Pablo acusa el golpe. Conoce muy bien esa sensación de desamparo. Lo que Camila acaba de decir lo remite directamente a su relación con su padre. Pero debe correrse rápidamente. No es su dolor el que está en juego en esta charla. —¿Y Paula? —Paula… —piensa—. Ella tenía dieciocho años cuando mamá murió. Ahora me doy cuenta de lo chica que era. Sin embargo yo siempre la vi como si fuera una persona mayor. Y sí… muchas veces me refugié y me sentí protegida por ella. Pero eso era cuando yo era una nena. Ahora ya soy grande. —Él sonríe. —Bueno… más grande, quiero decir, y me doy cuenta de que no pudo con todo. Conmigo todo andaba bien, en cambio Javier siempre tuvo problemas y por eso ella tuvo que dedicarle la mayor parte de su tiempo. —¿Es un reproche? —No. Me parece justo. Él estaba enfermo. Yo podía arreglármelas sola. La mira. —Camila, tenías cuatro años. ¿Cómo se te ocurre que ibas a poder arreglarte sola? Niega con la cabeza. —No lo sé… pero siempre lo sentí así. Se hace un silencio. Pablo advierte que ella ha vuelto a reclinarse en la reposera y que, a pesar de la angustia, está más relajada. Con la cabeza apoyada en sus manos y las piernas estiradas le trae una imagen conocida. Camila parece estar recostada en el diván. Cuidado —se dice a sí mismo—, pero no puede evitar seguir adelante. —Bueno, no siempre lo que sentimos es cierto. —Puede ser. —¿Y Francisca? —Francisca fue un poco la mamá de mis hermanos, y yo la quiero mucho, pero nunca pude relacionarme de la misma forma que ellos. Lo piensa bien antes de preguntarlo. —¿Y tu papá? Ella lo mira y su mirada vuelve a endurecerse. Él puede sentir cómo sus defensas se levantan en un segundo y esa niña que había empezado a hablar queda oculta tras la máscara de la joven prodigio, la adolescente madura e inteligente. Se incorpora y lo mira. —No tengo ganas de hablar de él en este momento. No te enojes. —No, para nada. Silencio. —Está haciendo un poco de frío, así que mejor me voy adentro. Además, se acabó el recreo y debo seguir estudiando. —Bueno, me encantó hablar con vos. —Gracias, a mí también. Se acerca y le da un beso. Se da vuelta y comienza a caminar hacia la salida. Siente la mirada de Camila clavada sobre él, pero no piensa darse vuelta a menos que… —Pablo —lo llama. Se detiene y la mira. —¿Si? —Vi que te gusta mucho la música. Si querés, otro día, puedo hacerte escuchar el concierto que estoy preparando. Él comprende. Nadie puede abrirse totalmente en la primera charla. Le está pidiendo que vuelva, que no la abandone, y lo hace a su manera, como puede. Pero él necesita que dé un paso más. —¿A vos te gustaría que volviera? Duda. Baja su cabeza. Cuando vuelve a mirarlo, allí están, nuevamente, los ojos de la niña asustada. No puede hablar, pero mueve la cabeza en un gesto de aprobación. —Me encantaría, entonces. —Ella le devuelve una sonrisa agradecida. —Pero antes debo pedirle permiso a Paula. —¿Por qué? No entiendo. —Me alegro una vez más. Pero no te preocupes que yo lo hablo con ella. Se encoge de hombros. —Como vos digas. Cruza la tranquera y se detiene. Está movilizado. Camina hacia el remís y sube. El auto se pone en movimiento y él se queda mirando por la ventana mientras se aleja de la casa. En ese mismo instante, Camila entra en su cuarto con una sonrisa. Paula, confundida, toma el teléfono y hace una llamada. VI Rasseri entra en la habitación. Está ansioso y no puede ocultar su preocupación. Después del pedido de Pablo no había podido pensar en otra cosa y, si bien casi de inmediato tomó la decisión de quitar las medicaciones que mantenían dormido a Javier, no pegó un ojo en toda la noche. No está del todo convencido de haber hecho lo correcto. ¿Cuál será la reacción de Javier al volver a tomar contacto con la realidad? Además, mientras estuviera en ese estado podía mantenerlo dentro de la clínica y protegerlo. Es cierto que no puede dejarlo dormido toda la vida, pero, ¿qué pasará cuando despierte? Le preocupa pensar que el fiscal pueda pedir su reclusión en una cárcel común hasta que el juicio termine. No puede permitir que eso ocurra. Y no va a hacerlo. Por eso habló con Pablo y le hizo prometer que nadie va a enterarse del cambio en el estado de su paciente. Sería un secreto entre ellos, de otra manera, no le permitirá hablar con él. Guardaba cierta esperanza en que Paula se negara a dar su autorización. Eso le habría ahorrado tener que ser el que tomara la decisión final. Pero la joven, después de haberlo pensado apenas unos minutos, había dado su consentimiento. Es evidente que confía mucho en Pablo y, le guste o no, es la tutora de Javier. De todos modos, ella le había dejado bien en claro que no haría nada que él considerara perjudicial para su hermano. Por eso, lo que más lo atormentó durante sus horas de insomnio fue buscar el motivo por el cual aceptó la propuesta. “El licenciado Rouviot quiere llegar a la verdad. Los analistas y su puta costumbre de ir detrás de la verdad”, piensa el psiquiatra. Como si eso fuera posible. Como si hubiera una única verdad. Pero lo cierto es que Pablo le cae bien. Cualquier otro podría haberse aprovechado de la situación de estos chicos millonarios en problemas, demostrar fácilmente que Javier no podía estar en una prisión común y haberse llevado una buena cantidad de dinero al bolsillo. Pero Pablo actuó de manera muy distinta, y eso a él no le resulta indiferente. Rasseri conoce a la familia hace muchísimo tiempo y sabe que no han sido muchas las personas que se acercaron a ellos con la intención sincera de ayudarlos. El rechazo, cuando no el miedo que generaba Roberto Vanussi, había expulsado a todo aquel que hubiera querido entrar en contacto con Victoria, su esposa, o con sus hijos. Victoria Peña. Jamás entendió cómo alguien como ella se había involucrado con un tipo como Vanussi. Era una mujer dulce y hermosa. De hecho, todo lo bueno que sus hijos tienen, desde la belleza y los talentos a los valores, provienen de ella. No tiene ninguna duda de eso. Victoria era dueña de una gran sensibilidad artística y una enorme firmeza para ocuparse de sus hijos, educarlos y protegerlos lo más que pudo del entorno siniestro de su padre. Hasta que las fuerzas la abandonaron. Él recuerda aquella época. Su mirada fue perdiendo poco a poco el brillo que tenía y su belleza, aunque nunca la abandonó por completo, empezó a marchitarse ante la aparición de los signos de un cáncer que la consumiría en pocos meses. Debido al contacto profesional permanente, había llegado a convertirse en su amigo o, al menos, en una persona en la cual confiaba plenamente. Por eso, la última vez que se vieron, Victoria le pidió que no abandonara a sus hijos. Sabía que le quedaba poco tiempo y la aterraba pensar que Paula, Javier y Camila, que era apenas una nena, quedaran al cuidado absoluto de Roberto. Él tomó ese pedido como un compromiso y siempre intentó cuidar de esos chicos en la medida en la que le fue posible. No ha sido una tarea fácil. Y no porque Vanussi se hubiera opuesto, ya que él ni siquiera se enteraba demasiado de lo que ocurría con sus hijos, sino porque cada uno se refugió en un mundo. Las mujeres en la pasión por el arte y el estudio que heredaron de su madre, y Javier… Javier no había tenido tanta suerte y, en cambio, había inventado una realidad alternativa en la cual se escondía cada tanto. Una realidad construida con delirios y alucinaciones. Y ha pagado un precio enorme por esta manera enferma de protegerse. Pero, para algunas personas, la locura resulta ser el único refugio posible. Inmerso en estos pensamientos se acerca a la cama y se dirige al médico de guardia. —¿Cómo ha pasado la noche? —Bastante bien, doctor. Por momentos, incluso, pareció recobrar un poco la conciencia. Pero sólo fueron ráfagas. Enseguida volvió a dormirse — Rasseri asiente. —Doctor, ¿puedo preguntar por qué decidió esta variación en el tratamiento? —No, no puede. —Disculpe, no quise parecer insolente. —Tranquilícese, no lo fue. Déjeme solo con él, por favor. —Como usted diga, doctor. Con permiso. El médico se retira maldiciendo el momento en el que se le ocurrió hacer esa pregunta. Rasseri acerca una silla y se sienta al lado de Javier. Intenta actuar de manera profesional, pero advierte que está conmocionado. Sabe que a Javier la realidad va a caerle encima en cualquier momento. No va a ser algo agradable y quiere estar cerca. Después de todo ha sido su decisión. Siente el impulso de darle un abrazo, de protegerlo, pero todo lo que ocurre en esa habitación está siendo filmado y no le interesa en lo más mínimo que sus emociones privadas se vuelvan algo público. Toma la carpeta en la que se registran con intervalos de una hora los cambios que los aparatos van registrando en el paciente. Por lo que ve, no falta mucho para que abra los ojos y deba enfrentar la realidad. Al pensar en eso lo invade una oleada de angustia. ¿Habrá tomado la decisión correcta? No está seguro. Pero ya hace tiempo que ha aprendido a convivir con el hecho de que no puede estar seguro de todo. Lo mira una vez más y le toma la mano a modo de íntimo saludo y un escalofrío lo recorre. No puede haber error. Los dedos de Javier se han cerrado en torno a los suyos. Mira sus ojos y comprueba el movimiento reflejo que da cuenta de que las drogas han dejado de actuar. Ya falta muy poco para que despierte. —¿Qué hice? —se pregunta con pesar. Como respuesta a esa pregunta, Javier presiona un poco más su mano. —Bienvenido, Javier —susurra casi para sí mismo—. Bienvenido otra vez a este mundo de mierda.

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