miércoles, 1 de abril de 2015
LOS PADECIENTES-VII-VIII-IX
VII
Sentado en el sillón de su despacho, el abogado Alberto Míguez espera a ser atendido. La secretaria le pidió que aguardara un instante, pero ese
instante se le está haciendo eterno. Está nervioso y el teléfono le tiembla en las manos. Aún no entiende bien lo que está pasando, pero sabe que no
puede demorarse en comunicarlo.
A pesar de los nervios y de la catarata de pensamientos que lo invaden, percibe los ruidos que le llegan del otro lado de la línea: risas, pocillos de
café, impresoras y un murmullo constante y elevado. Por fin escucha el sonido de una puerta que se cierra y una voz grave lo atiende.
—Doctor Míguez, debo decir que su llamada no sólo me sorprende sino que además me parece muy poco prudente. Espero que tenga una muy
buena razón para haberla hecho.
Alberto Míguez duda antes de hablar.
—Tenemos un problema.
—Explíquese.
—Hace un momento recibí un llamado de Paula Vanussi.
—¿Y qué quería?
Míguez evalúa cada una de las palabras que va a usar. Sabe que no van a ser bien recibidas y teme a la reacción de su interlocutor.
—Me dijo que quería reunirse conmigo para modificar los términos de la presentación judicial del caso de su hermano.
—Doctor, ¿puede ser un poco más preciso?
Sí, puede, pero no sabe si quiere serlo. Por fin decide que lo mejor es ser franco.
—Le explico. Como usted sabe, la defensa de Javier Vanussi iba a centrarse en reconocer su culpabilidad en el asesinato de su padre e intentar
demostrar que, debido a su estado mental, no puede ser considerado imputable por ese delito. La idea era recluirlo en una clínica privada por el
tiempo que el juez lo dispusiera y asunto cerrado.
—Hasta ahora no me está diciendo nada nuevo.
Traga saliva.
—La hermana acaba de decirme que quiere que pidamos una prórroga al juzgado.
—¿Y puedo saber por qué? —pregunta con tono irritado.
—Porque dice que duda de que Javier haya sido el asesino de su padre.
Silencio. Míguez siente cómo unas gotas de transpiración le mojan la frente. Tiene taquicardia y no puede evitar que todo su cuerpo tiemble como si
estuviera con fiebre.
—Pero usted me dijo que tenía una nota escrita por el chico en la cual confesaba haberlo hecho.
—Sí, señor.
—Y me dijo también que el caso iba a ser muy sencillo, que ni siquiera iba a haber una gran investigación porque, según sus propias palabras: a
confesión de parte relevo de pruebas. ¿Me equivoco?
—No, señor.
—¿Y puedo saber qué mierda pasó para que ahora me está diciendo esto?
Sabía que no iba a ser fácil.
—Señor, ¿escuchó hablar de Pablo Rouviot?
—No. ¿Quién es?
—Es un psicólogo bastante conocido.
—¿Y qué carajo tiene que ver un psicólogo en todo esto?
—Paula lo contrató para que oficiara de perito de parte e hiciera un informe para el juez explicando el estado mental de su hermano y pidiendo
que fuera considerado inimputable del crimen.
—¿Y?
—Que Rouviot no está convencido de que Javier haya sido el autor del hecho y convenció a Paula para que le dé un poco más de tiempo para
investigar.
Del otro lado de la línea le llega un silencio pesado. Míguez no dice nada, simplemente espera ansioso la reacción del hombre de voz grave. Los
segundos pasan y su inquietud aumenta. Sabe bien con quién está hablando, por eso tiene miedo.
—Doctor, ¿puedo hacerle una pregunta?
—Sí, señor, por supuesto.
—Dígame una cosa, ¿usted es pelotudo o se hace?
—No entiendo.
—Ah, no entiende. Entonces voy a ser más claro. Usted me garantizó que el caso era sencillo y que nadie iba a remover nada, que había
convencido a la familia acerca de cuál era la mejor estrategia a seguir y que la confesión del pendejo daba por cerrada la investigación. Es más, por si
no lo recuerda, no sólo iba a cobrar una hermosa suma de dinero por representar a Javier Vanussi sino que en su cuenta se acreditó una cantidad nada
despreciable a modo de… digamos, agradecimiento por la celeridad con la que había resuelto el tema. ¿Lo recuerda?
—Sí, por supuesto que lo recuerdo.
—Bien. Entonces, ¿por qué ahora me viene con toda esta mierda? Yo no sé si es consciente de lo que me está diciendo, pero hemos sido muy
generosos con usted y esperábamos que estuviera a la altura de las circunstancias, debo confesarle que me encuentro ante un dilema.
—No entiendo.
—Claro, me pone usted en la situación de decirle a la gente que puso ese dinero que no ha sido complacida con sus servicios, y entenderá que eso
no será bien recibido.
A esta altura de la conversación Míguez tiembla tanto que le cuesta sostener el teléfono en la mano.
—Le juro que si esto no se soluciona voy a devolver hasta el último peso.
—A ver… Me parece que no está entendiendo. Por mí, puede meterse la plata en el culo, billete por billete. No es eso lo que nos interesa.
Quedamos en que la investigación se cerraba y eso es lo que usted se comprometió a darnos. Nosotros hemos cumplido. Espero que usted también lo
haga. Si no, comprenderá que me veré obligado a tomar decisiones que preferiría no tomar. Supongo que me está entendiendo.
—Sí.
Se hace un largo silencio después del cual el hombre le habla en un tono mucho más relajado y comprensivo.
—Mire, doctor, hagamos algo. Por ahora esta conversación queda entre nosotros. No me parece necesario preocupar a nadie todavía. La gente
para la que trabajo puede ponerse nerviosa y eso no sería conveniente para usted; y yo, se lo juro, no tengo ninguna intención de causarle problemas.
Nadie quiere que se remueva este asunto porque eso podría traer consecuencias desagradables para todos, de modo que me permito darle un consejo.
Encárguese de convencer a Paula Vanussi de lo equivocado de su pedido. Dígale que va a terminar exponiendo a su hermano innecesariamente, que
corre el riesgo de terminar en la cárcel o que debido a los tiempos judiciales ya es tarde para cambiar la presentación anterior… no sé, usted sabe más
que yo de esto. Lo dejo en sus manos. Yo voy a esperar su llamado confirmando que el tema está resuelto para que todos nos quedemos tranquilos, ¿le
parece?
—Bueno, le prometo que voy a intentarlo.
—No, doctor. —La voz vuelve a endurecerse. —No lo intente, simplemente hágalo… y pronto, porque si no me voy a ver en la obligación de
informar lo que está ocurriendo y le aseguro que las consecuencias no van a gustarle nada. Pero no tiene de qué preocuparse. Sólo haga bien su trabajo
y todos amigos como siempre. ¿Fui claro?
—Sí.
—Bueno, hasta pronto, entonces —se detiene antes de cortar—. Ah, perdón… ¿Cuál me dijo que era el nombre del psicólogo este?
—Rouviot, Pablo Rouviot.
—Perfecto. Muchas gracias.
VIII
Seis de la tarde. Su escritorio está cubierto de papeles con anotaciones caóticas y desordenadas. Casi un ejercicio de asociación libre. Lluvia de
ideas, como lo llamaba Alejandra. Frente a él, en una lista escrita en forma vertical, nombres de personas con las que ha hablado en estos dos días se
mezclan con otros de gente a la que ni siquiera conoce.
En un momento, un rayo de lucidez parece iluminarlo.
—¿Qué mierda hago metido en todo esto?
Pero sólo dura un instante. Sin darse cuenta siquiera, sus ojos vuelven al papel y la lapicera juega en su mano. Unos golpes en la puerta lo
sobresaltan.
—¿Puedo? —Helena entra trayendo el mate.
—Claro.
Ella se sienta frente a él, toma el primer mate y le ofrece el siguiente. Él acepta y, por un momento, la sensación vuelve a ser la de cada día.
—Ah… lo necesitaba. Gracias.
—Rubio, ¿querés hablar?
—La que quiere hablar sos vos, me parece.
—Tenés razón.
Pablo hace a un lado los papeles.
—Bueno, te escucho.
Lo mira.
—No voy a andar con vueltas. Estoy preocupada por vos. Hace dos días que casi no aparecés por acá, suspendiste los pacientes por toda una
semana, tuviste una charla con Fernando que, si me dejo guiar por la cara que trajo al volver a casa, no era para organizar una despedida de soltero, y
además te noto ansioso y tenso. ¿Por qué no me contás qué es lo que está pasando?
Toma un mate y piensa.
—¿Estás segura de querer escuchar la historia?
—Por supuesto.
Él comienza a relatarle a su amiga la sucesión de hechos acontecidos desde el momento en el que Paula Vanussi entró a su consultorio. Omite, por
supuesto, las horas compartidas con Luciana. No es que no pueda conversar con ella acerca de una aventura amorosa, pero le parece que no es el
momento de hablar de eso. Tampoco le da detalles de la charla que mantuvo con Fernando.
Helena lo escucha atentamente y sin interrumpirlo. Cada tanto frunce el seño y en su cara se dibuja un gesto de inquietud. Los minutos pasan y
Pablo sigue hablando. Y así, entre mate y mate, Paula, José, Rasseri, Javier, Camila, Bermúdez y sus fotos, van tomando identidad y ocupando un
lugar en su relato.
Cuando termina, ambos se quedan en silencio. Ella está un poco más preocupada que antes y él mucho más aliviado.
—Uff… Qué hermoso quilombo —exclama, al tiempo que señala la hoja que Pablo estaba escribiendo—: ¿Y eso?
—Es una lista de personas con las que me gustaría hablar.
—¿De dónde las sacaste?
—De mi charla con Paula.
—¿Quiénes son?
—Gente relacionada con su padre —gira la hoja para que pueda ver los nombres—. La última mujer con la que estuvo saliendo, su socio en la
empresa constructora, un par de amantes ocasionales, algunos supuestos deudores, un diputado con el que solía vérselo bastante seguido y…
Helena lo interrumpe.
—Rubio, te das cuenta de que todo esto es una locura, ¿no? —Él la mira. —Vos sos psicólogo. Tu vida pasa por los pacientes. ¿Te parece meterte
en este lío? Escuchame bien. —Pablo baja la vista. —Mirame. No estás obligado a hacer esto. No sos forense, pero si a pesar de eso querés jugar a
serlo, hacelo. Pero una cosa es dar una opinión psicológica sobre el estado de locura de un tipo y otra muy diferente es meterte a investigar toda esta
mugre. Rubio, no se puede caminar en medio de la mierda sin mancharse. Y si, como suponés, atrás de este crimen hay algo más que un hijo
desquiciado, me parece que te estás poniendo en el ojo de la tormenta.
—¿Qué querés decir?
—Que si alguien fue capaz de matar a un tipo tan pesado como Vanussi, ¿qué te hace pensar que no va a hacer lo mismo con vos?
Pablo hace silencio. Lo que Helena le está diciendo es perfectamente coherente. En medio del torbellino que estuvo viviendo no se detuvo a
pensar en algo tan simple y elemental, y una sensación de angustia le recorre el cuerpo.
—Borrate, Rubio. Volvé acá y hacé lo que sabés hacer. —Lo mira. —La verdad es que si antes estaba preocupada por lo que podía estar
pasándote, ahora estoy aterrada. Pero decime una cosa más. —Él conoce la pregunta antes de que Helena la formule y ya tiene la respuesta. —¿Qué
tiene que ver Fernando en todo esto?
—Nada.
—¿Estás seguro?
—Sí.
—¿Y por qué quisiste hablar con él, entonces?
—Porque tu marido es un hombre con muchísimos contactos y yo necesitaba un favor. —Helena lo mira interrogante. —Está bien. Te lo voy a
decir solamente para que no te preocupes sin motivo. Yo precisaba tener acceso a algunos datos que tienen que ver con el asesinato de Vanussi y para
eso alguien me tenía que abrir la puerta de un despacho policial. Bueno, Fernando habló con una persona que podía hacerlo y se lo pidió por mí. Sólo
eso. —Helena gira la cabeza y le desvía la mirada. —¿En qué te quedaste pensando?
—En cuántas cosas de Fernando desconozco. Sé que es un hombre de negocios que conoce a mucha gente importante, pero no pensé que podía
tener llegada a cosas como éstas —dice con gesto pensativo.
—Helena, no te persigas. Fernando es un buen tipo y agradezco el gesto que tuvo conmigo. Pero está afuera de ese mundo. Obviamente, no se
puede estar en ciertos niveles sin conocer a algunas personas desagradables, pero eso no te convierte en una de ellas. Y si hay partes de su mundo que
desconocés, es justamente porque te está cuidando y no quiere que te relaciones con gente de mierda con la cual él no puede evitar vincularse.
Ella asiente y le ceba otro mate. Él la mira.
—Cuanto más pienso en lo que me decís más me convenzo de que tenés razón.
—Me alegro.
—Pero surgió un problema.
—¿Cuál?
—Camila.
—¿La chiquita? ¿Qué pasa con ella?
—Creo que me está pidiendo ayuda.
—Es comprensible. Su madre murió cuando ella era apenas una nena, su padre aparece en una zanja cocido a cuchillazos y el asesino resulta ser
que es el hermano, que además está totalmente loco. Yo no soy psicóloga, pero no se me ocurre que alguien que a los trece años haya pasado por todo
eso pudiera no necesitar ayuda. Pero ¿vos qué tenés que ver con eso?
—Que soy el que escuchó ese pedido.
—Y bueno, derivala a algún especialista de tu confianza. Conocés a cientos que podrían hacerse cargo del caso. —Lo mira. —No —exclama—, no
puedo creerlo. ¿Me parece a mí o estás considerando la posibilidad de atenderla vos?
Pablo sonríe por toda respuesta.
—Ah, no. Vos estás más loco de lo que yo pensaba. A ver, decime, ¿desde cuándo sos también especialista en chicos?
—Helena, entendeme. Hay un pobre pibe que puede llegar a ser condenado de por vida por un asesinato que probablemente no cometió y una
chiquita desesperada que está pidiendo ayuda a los gritos. ¿Qué querés que haga?
—Que te dejes de joder, eso quiero. No sos forense ni especialista en chicos. Hacete cargo de eso. No podés con todo, Rubio. No sos Dios.
Helena se levanta y camina por el consultorio.
—No te entiendo. Esto es un quilombo gigantesco y vos, por propia voluntad, te estás metiendo en él hasta el cuello. Rubio, haceme caso y abrite
de esto.
El teléfono los interrumpe. Helena atiende y su rostro se transfigura en un gesto de disgusto.
—Un momento, voy a ver si está —baja el tubo y tapa el micrófono. —Es Paula Vanussi. —Lo mira con un gesto entre enérgico y suplicante al
mismo tiempo. —Pedime que le diga que no estás.
Él también la mira y duda. Después estira su mano. Ella niega con la cabeza y le da el teléfono.
—Ojalá me equivoque, pero tengo el presentimiento de que de todo esto no va a salir nada bueno.
Sin decir más se retira y cierra la puerta tras de sí. Pablo se toma unos segundos antes de contestar.
—Hola.
—Hola. Ya arreglé lo que me pediste. Hoy a las ocho. Si querés te paso a buscar. Mira su reloj. Apenas si tiene tiempo. Sabe que debería decir que no y sacarse esta historia de encima para siempre. Y sabe también que éste es
el momento de hacerlo.
Está convencido de que lo mejor es seguir el consejo de Helena, pero no se puede quitar de su cabeza algunas imágenes: el gesto dormido de
Javier Vanussi, la cara de Camila, el rostro desfigurado de la foto de Bermúdez. Y, sin haberlo decidido, escucha su propia voz.
—Está bien. Te espero.
IX
Verónica Chiezza fue siempre una chica humilde a la que la muerte temprana de su padre dejó totalmente desprotegida. Su mamá jamás pudo
recuperarse de esa pérdida y de a poco se fue recluyendo en un mundo de soledad y depresión. Así, Verónica debió tomar las riendas de su vida a los
catorce años y hacerse cargo, no sólo de sí misma, sino también de su madre. Y no lo ha hecho tan mal. Terminó el colegio secundario y después de
algunos cursos de capacitación que logró pagar trabajosamente, ayudada por su encanto personal, consiguió un buen trabajo en una empresa
multinacional. Allí conoció a Roberto Vanussi. Hace de eso muchos años.
Al principio, no quiso involucrarse con él. Algo había en ese hombre que, a pesar de resultarle tan atractivo, no dejaba de inquietarla. Tal vez
fueran las caras de sus jefes cada vez que él los visitaba o, a lo mejor, esa actitud impune que parecía tener ante cada uno de sus dichos y sus actos. No
lo sabía bien, pero lo cierto es que la asustaba tanto como le gustaba.
Verónica, con su metro setenta y cinco, sus rasgos finos y atractivos y sus grandes ojos marrones llamó inmediatamente la atención de Vanussi.
Era además una mujer joven e inteligente y él no tardó en evidenciar sus intenciones.
Ella se las arregló para rechazarlo con respeto, cosa que no le resultó nada fácil. Roberto Vanussi no era un hombre acostumbrado al rechazo. Sin
embargo, después de un tiempo pareció aceptarlo y dejó de perseguirla. De ese modo logró que ella se fuera relajando y ésta fue, tal vez, la mejor de
las estrategias. Con la guardia baja, Verónica se encontró, casi sin darse cuenta, cautivada por Vanussi.
Recuerda perfectamente aquella reunión de trabajo a la que fue inesperadamente convocada y después de la cual él la invitó a cenar. Hace casi
tres años. Esa noche durmieron juntos por primera vez. Muchas veces, al repasar los hechos, le parece innegable que sus jefes la entregaron. No puede saberlo con exactitud, pero tiene la certeza de que
fue así. Sea como fuere, lo cierto es que se enamoró de él y se le entregó absolutamente. Se cuidó, eso sí, de no aceptar jamás ninguno de los
ofrecimientos económicos que él le hizo: comprarle un departamento, un auto o abrir una cuenta bancaria a su nombre. No quiso. En algún punto
sintió que eso la prostituía y era algo que no iba a permitirse. No otra vez.
Eran los años más difíciles de su vida y la desesperación la llevó a una decisión equivocada. Tenía apenas diecisiete años y aún recuerda el aliento
repugnante sobre la cara, el peso molesto de ese cuerpo.
El asco.
Esa única experiencia le sirvió para entender que no servía para “puta”, aunque desde aquella vez, por demás traumática, le costaba mucho no
juzgarse de ese modo. Por eso no iba a tolerar ni siquiera la sospecha de una actitud como ésa.
Disfrutó, es cierto, de muchas salidas y algunos viajes al lado de Roberto, pero siempre en su condición de pareja, aunque él no dejaba pasar
ocasión de enrostrarle que ésa no era más que su estúpida ilusión.
Amparado en una supuesta sinceridad, no ahorró ninguna crueldad para con ella, hasta que su obsesión por que aceptara compartir la cama con
otra mujer terminó por quebrar el equilibrio emocional de Verónica. Ella se negó sistemáticamente a complacer esa fantasía, pero a Vanussi no pareció
importarle demasiado su opinión. Para él todas las personas, y ella no era la excepción, no eran más que objetos sin ningún poder de decisión. Y así fue
que un día apareció en su casa con una chica que no tendría más de dieciocho o diecinueve años y entre ambos la obligaron a ceder.
Tampoco olvida eso, aunque si debe ser sincera, fue mucho más difícil con aquel único cliente de su adolescencia que con esa chica. Al menos,
piensa, no era una maldita hija de puta. En todo caso era, como ella, una víctima más.
Este hecho, sumado a algunas cosas que no podía dejar de percibir aunque quisiera, la llevó a tomar la decisión de no viajar a París con él como
estaba programado. Y ése fue el momento de la ruptura.
Harto de sus negativas, Roberto le dijo que era una mediocre, una perdedora que estaba dejando escapar la oportunidad de salir de la mierda en
la que siempre había vivido. ¿No quería ser su puta? Que se jodiera, entonces. Podía conseguir mejores. Le dio una semana para pensarlo bajo la
amenaza de no verla nunca más y suspendió el viaje por ese lapso. Pero ella estaba ya emocionalmente quebrada y no sólo no lo contactó nunca más,
sino que se negó a contestar ni una sola de sus llamadas. No volvió a saber nada de él hasta que se enteró por los diarios de su muerte.
En todo ese tiempo lo había extrañado mucho y no fueron pocas las veces que amaneció llorando. Lo amaba. Pero el precio de estar a su lado era
vivir arrodillada y ella había decidido no humillarse ante nadie más. Si el precio de la dignidad era el desamor estaba dispuesta a pagarlo.
Casi empezaba a acostumbrarse a estar sin él cuando la noticia del asesinato lo trajo de un modo omnipresente a su vida. Los primeros días no
pudo dejar de comprar cada publicación en la que se hablara del tema y se devoraba los programas televisivos de información. Sentía algo así como un
impulso morboso al que no podía resistirse.
“Misterioso asesinato de poderoso empresario.”
Ése fue el título con el cual los medios difundieron la noticia.
Como no podía ser de otra manera, la policía la citó para declarar en más de una ocasión. Pero todo cesó cuando, a los pocos días, se confirmó que
el propio hijo había sido el asesino.
No volvieron a molestarla y ella también dijo basta. Ya no quería saber más y se dedicó a duelar de una vez su viudez no reconocida por nadie y
sacarlo de su mente. No fue fácil. Sobre todo cuando empezaron los llamados y las amenazas.
El portero eléctrico la rescata de estos pensamientos.
—Sí, adelante, podés subir.
Verónica sonríe. Por fin va a conocer a la hija de Roberto, algo que él siempre le había negado. La vida a veces se ríe de los hombres, piensa. Mientras se dirige hacia la puerta se mira en el espejo del pasillo y, sin darse cuenta, se acomoda el pelo. Es aún joven y bonita, aunque el dolor
ya le ha dejado sus marcas.
Pablo Rouviot y Paula Vanussi suben al ascensor y marcan el piso séptimo. En una de las habitaciones del departamento, la madre de Verónica,
rescatada de la depresión para siempre por la gracia del Alzheimer, se orina encima totalmente ajena al drama de su hija.
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