miércoles, 1 de abril de 2015

LOS PADECIENTES-X-XI-XII

X —99 y 100. Pablo termina la cuenta y retira las manos de la cara. La “piedra” elegida por Camila es una de las paredes del alero, en el exterior de la casa. Él decide darle un minuto más para que pueda esconderse y se queda parado en silencio. A su izquierda, la mecedora de Victoria, ahora de Camila, permanece inmóvil. Se da vuelta y queda de frente al parque que rodea la casa principal. A unos trescientos metros, detrás de la tranquera, ve el auto que lo espera hace ya unas cuantas horas. Se toma un tiempo y comienza la búsqueda. Sabe que Camila entró en la casa, y sabe también que debe estar observándolo, pero aprovecha para dar un breve recorrido por la propiedad. A unos treinta metros del casco principal está la casa de Francisca, un chalet pequeño y muy prolijo. Las ventanas están abiertas y a través de los mosquiteros puede verse el interior. En apariencia no hay nadie. De pronto, de la nada, aparece un perro grande y se le acerca con desconfianza. Un poco más lejos, debajo de unos pinos, hay otra construcción. Pablo camina hacia ella y el perro lo sigue a una distancia prudencial. Al llegar comprueba que es mucho más lujosa que la de los caseros pero, a pesar del evidente cuidado, tiene toda la apariencia de estar deshabitada. Camina unos metros más y se acerca a la parrilla y a un horno de barro, dentro del cual mira. Camila se ríe al ver que Pablo la busca allí, tan lejos de donde ella está. Lo observa rodear el horno y caminar, ahora sí, hacia la casa. Está excitada por el juego. Hace mucho que nadie juega con ella. Su condición de niña prodigio genera en todos la idea de que es una adulta, pero Camila entiende muy bien que no es así. Sólo ella sabe de las noches en las que en la oscuridad de su cuarto se tapa la cabeza con la sábana, o del miedo irracional que experimenta algunas veces mientras desayuna a solas en la cocina de esa casa tan grande. Sus pensamientos están llenos de peligros y de horrores que le generan un miedo tal que a veces apenas puede controlar. Pero ahora está jugando. Después de tantos años. Ve a Pablo acercarse a la entrada y corre a esconderse. Se siente tranquila y divertida, hasta que algo interrumpe brutalmente su disfrute: el sonido de la puerta. Reconoce el ruido característico que ésta hace al abrirse, ese chirrido horroroso que tantas veces escuchó en su vida y que la llevaba a refugiarse en su estudio, o en su cama. El mosquitero golpea contra el marco y Camila siente una oleada de pánico. Basta, no quiere jugar más. Pero no puede ni siquiera hablar. Siente que su corazón late con fuerza. Necesita esconderse sí o sí, porque esto ya no es un juego. Es cuestión de supervivencia, de modo que abre una puerta y entra en uno de los cuartos intentando que ningún ruido la delate. De repente, La Voz la paraliza. —Camila… Ya estoy cerca… voy a encontrarte. Un escalofrío le recorre el cuerpo y algo se afloja en su interior. De pronto siente algo caliente que baja por sus piernas. Asustada se mira y comprueba que se ha hecho pis. Su mente privilegiada lucha por retomar el control, pero ya es tarde. Sólo atina a refugiarse deseando, como tantas veces lo hiciera en el pasado, que esto no estuviera ocurriendo. —Camila… Ya estoy cerca… voy a encontrarte —grita Pablo en tono jovial. Atraviesa el hall de entrada y se dirige a la cocina. —¿Dónde estás?… A ver… aquí —Pablo mueve adrede una silla haciendo ruido para darle una idea de su ubicación. —Ah, no… Pero de todos modos ya estoy cerca… muy cerca —bromea sin saber que, al escuchar esas palabras, Camila se tapa la cara con una almohada para ahogar un grito desesperado. La Voz la amenaza… “ya estoy cerca… muy cerca”… Ha conseguido escapar durante años, pero esta vez siente que no puede esconderse más. Sabe que está sola en la casa. Francisca debe haber ido a limpiar el quincho, Paula está en su departamento de Buenos Aires, Hipólito debe estar durmiendo su borrachera, como siempre, y Javier… Javier nunca pudo ayudarlas… excepto aquella noche. Pero ahora, La Voz ha vuelto, y ella está sola. Desesperada se esconde en un rincón, pero sabe que es en vano. Más tarde o más temprano, La Voz va a encontrarla. Pablo avanza hacia el estudio de Camila y entra esperando encontrarla, pero ella no está allí. Se sorprende. Pensó hallarla escondida en ése, su refugio desde hace tanto tiempo, pero se equivocó. A lo mejor está leyendo mal las señales. Él no es analista de niños, de modo que debe permitirse algún error, pero hubiera jurado que Camila iría a esconderse en ese cuarto. Tenía incluso pensada la interpretación que iba a hacerle. Al pensar en esto se maldice. Sabe que eso no es el psicoanálisis, que no sirven las intervenciones que se traen preparadas en el bolsillo. Debe relajarse… Atención flotante… ésa es la clave, dejar que su mente capte por sí sola, sin intención de su parte, lo que ocurre con Camila. Pero para eso, debe encontrarla. Pensó que ella querría ser encontrada fácilmente, después de todo es una adolescente y el juego no podía seducirla tanto como para estirarlo mucho tiempo. En cambio… De pronto se detiene y un pensamiento lo ilumina como un faro en una noche oscura. Allí está su error. Ha estado rastreando a la adolescente, por eso la buscó en su refugio actual. Pero no está jugando con la Camila de trece años… Tiene que encontrar a la otra, a la nena, a la de aquellas noches siniestras. De inmediato comprende, con ese saber que sólo la transferencia puede dar, en dónde está escondida Camila. Se pone serio. Si está en lo cierto, el juego ha llegado a un punto mucho más profundo del que había sospechado al empezarlo. Pablo se da cuenta de que esa casa se le ha vuelto insoportable y, por un momento, como si una repentina empatía lo invadiera, siente la angustia de vivir en ese infierno. Conoce estas sensaciones y comprende que, si él se ha puesto de este modo, Camila debe estar desesperada. No puede perder más tiempo. Tiene que encontrarla y ayudarla. —Camila —grita—, ya voy. Y sale disparado hacia la habitación del pánico. —Camila, ya voy —grita La Voz y, desde su precario refugio, ella comprende que todo terminó. XI Su mirada no se ha despegado de la puerta, por eso no la asombra ver que el picaporte se mueve y la misma se abre suavemente. Acurrucada en su escondite, ve los zapatos del hombre que entra en su cuarto. Camina sin apuro, con la seguridad del que sabe que tiene la situación bajo control. Camila siempre supo que este momento iba a llegar, sin embargo, no puede soportarlo. Comienza a gemir y aprieta aún más la almohada contra su cara. Encoje su cuerpo hasta hacerse lo más pequeña que puede y llora con la angustia de saber que ya no hay forma de seguir escapando. Su tiempo ha llegado. Después de tanto huir, de tanto esfuerzo, de tanta angustia, La Voz la ha encontrado. Y ahora el horror está frente a ella. Ése fue su error. Creer que estaba buscando a la chica de trece años. Pero no. Seguramente, el juego ha llevado a Camila de regreso a la niñez, a aquellas noches en los que el peligro llegaba de la mano de su padre y se instalaba en su casa con una potencia demoníaca. En aquellas noches, su madre ponía en movimiento un mecanismo torpe para protegerla. Elegía alguna música, subía el volumen, fingía divertirse, armaba un picnic casero y bullicioso para tapar los gritos del horror y la encerraba en su cuarto. Y es allí donde debe ir a buscarla. Está seguro. Convencido, avanza hacia la fortaleza que, de niña, Camila compartió con su madre. Se detiene y toma el picaporte. No sabe con qué va a encontrarse, pero debe estar preparado. Lentamente abre la puerta e ingresa. En el medio de la habitación un charco amarillento le anticipa la angustia que ha invadido el cuarto. Mira alrededor y no la ve, pero sabe que está allí. —Camila —dice con voz muy suave—. Tranquila, Camila. Aquí estoy. Soy yo, Pablo. Un gemido ahogado le llega desde la puerta entreabierta del placard. Se acerca intentando no ser invasivo. —Camila, soy Pablo —Repite. Necesita que ella sepa que se trata de él. Está seguro de que en su regresión angustiosa, todo se ha confundido en su cabeza. —No te asustes. Voy a abrir la puerta del placard. El llanto ahogado se transforma en un grito que la almohada no llega a contener. Pablo abre apenas la puerta y la ve, sobre el piso, debajo del primer estante, hecha un ovillo contra la pared del fondo. Siente el impulso de sacarla y abrazarla, pero se detiene. No es así como puede ayudarla. Por el contrario, se sienta en el piso a un metro de distancia y la mira. Su pantalón se moja con el líquido amarillento, pero no le importa. En este momento nada le interesa en el mundo más que ayudar Camila. La puerta se abre y La Voz apenas le susurra. —Camila… soy yo. Se siente mareada y con ganas de vomitar. Espera que esas manos la tiren y la arrastren hacia afuera para golpearla y humillarla. Sabe que La Voz es capaz de eso y mucho más. Sin embargo, pasan los segundos y La Voz sigue hablándole con calma, con suavidad, casi con ternura. —Tranquila, Camila. Aquí estoy. Soy yo, Pablo. Pablo… Pablo… El nombre viene a su mente desde muy lejos y esa voz, que no es La Voz, le resulta protectora. Pero a pesar de eso, Camila no se anima aún a mirar. En tanto, Pablo le sigue susurrando. —Mirame, Camila. Ya está. Ya te encontré y estás a salvo. No va a pasarte nada, te lo juro. A pesar del miedo, se quita la almohada de la cara y entreabre apenas los ojos temiendo ver el rostro de La Voz. Una cara que siempre ha intentado reprimir, que nunca quiso conocer, aunque ahora comprende a quién pertenece ese rostro tan temido. Hace un esfuerzo por enfocar su mirada y lo que ve le arranca un llanto, pero esta vez de alivio. ¿Será cierto? ¿De verdad está viendo lo que cree ver o es otra de las máscaras de La Voz para sacarla de su refugio? Por un momento duda, pero ya es tarde para dudar. La ve luchar contra sus miedos. Puede percibir esa batalla interna que Camila está librando, pero sabe que es ahora o nunca. Compartir con alguien momentos como éste ha sido siempre su mayor desafío como analista, el de mantenerse en esa distancia justa entre la presencia y la ausencia como para poder contener sin interferir en el trabajo del paciente. Sabe que Camila lo mira pero no lo ve. Y sólo cuenta con dos herramientas: la palabra y el silencio, e intenta utilizarlas con inteligencia. Controla el impulso protector que lo incita a ir hacia ella y abrazarla porque sabe que eso no serviría de nada. Ella tiene que salir sola, porque él no va a estar siempre y en todo momento. Rápidamente repasa todo lo que ella le estuvo contando acerca de aquellas noches. Pablo sabe que la transferencia ha producido una doble transformación. Por un lado, lo pasado se ha vuelto presente. Camila no está recordando sino que está reviviendo aquí y ahora esos momentos de su infancia porque, como bien lo sabe, lo que no se supera se repite. Y por otro lado, comprende que en su persona se han condensado dos imágenes: en este momento, para Camila, él es el padre y también la madre. De allí su angustia. No sabe si al salir será recibida por la protección que le brindaba su mamá o por el sadismo de su padre. Por eso, Pablo necesita correrse de ese sitio y ubicarse en el único lugar desde el cual puede ayudarla: el lugar del analista. —Camila, ya podés salir. Soy yo, Pablo. Estoy aquí porque vos me pediste que viniera a ayudarte, y es lo que voy a hacer si vos lo querés. Si me lo pedís, también puedo irme. Todo depende de vos, ahora. No voy a hacer nada que no quieras. Podés confiar en mí. Algo en Camila se estremece. Puede sentirlo. La adolescente le muestra su mirada y hace el esfuerzo, pero la niña aún está asustada y eso le impide decidirse a salir. Pablo piensa y de pronto comprende cuál es la intervención que está necesitando. La mamá ha hecho lo que pudo, poco y mal. Siempre intentó contenerla sin lograrlo, porque creyó que la mejor manera de protegerla era mentir, inventarle una realidad inexistente tapando el horror y distrayéndola de la realidad. Camila lo intuía antes y lo sabe ahora, por eso está esperando una protección sincera, basada en la verdad. Y al decir esto, sentado en el piso abre sus brazos ofreciéndole un lugar para albergar tanta angustia contenida. Camila, la chiquita, la que siempre ha estado sola, sale corriendo de su escondite y se echa a sus brazos. Pablo la abraza suavemente, pero con firmeza. Ella llora de un modo desconsolado. Allí está otra vez la niña atravesada por el espanto. Él, simplemente, la abraza. No intenta calmarla. Demasiado tiempo estuvo callando su angustia. Por eso decide hacer silencio y acompañarla en su dolor. Tiene derecho a sufrir. Una hora más tarde Paula atiende el teléfono de su casa. —Hola. —Hola, soy Pablo. Estoy en tu casa de Rodríguez. Creo que deberías venir para acá. —¿Pasó algo? —pregunta asustada. —Sí. Ha sido un día duro para Camila y te necesita. Yo tengo que irme, pero puedo esperar a que llegues. No quiero dejarla sola. —Podés decirle a Francisca que… —No —la interrumpe—. Cuando llegues te explico. Ahora duerme, pero cuando despierte,habrá que ayudarla a que se bañe y se cambie. Yo no voy a tocarla y tampoco voy a dejar que lo haga Francisca. Camila te necesita a vos. Paula no entiende, pero muchas veces ha debido actuar sin comprender. —Salgo para allá. —Te espero. Corta. Está sentado en la cama y Camila aún descansa en sus brazos. Está durmiendo. Parece en paz. XII Hace casi una hora que está debajo de la ducha. Lo necesitaba. El agua que cae por su cuerpo se va llevando la tensión del día. Ha sido todo tan fuerte y tan cruel que le cuesta sacarse de la cabeza la carita aterrorizada de Camila. Sabe que no va a ser fácil trabajar con ella, porque esa niña prodigio no es más que la sobreviviente de una historia siniestra. Una más de las muchas víctimas de Roberto Vanussi. Sólo con pensar en él se estremece. Cierra la canilla y se seca. El espejo del baño está empañado y distorsiona las imágenes. Muchas veces los espejos son traicioneros. Borges imaginó un mundo de habitantes de los espejos rebeldes que se negaban sutilmente a obedecer los mandatos de los seres reales, y planeaban invertir algún día el orden establecido y obligarnos a nosotros a imitar sus movimientos. Sea como fuere y más allá de todo sueño literario, lo cierto es que hoy su rostro le resulta desconocido. En un gesto infantil abre la puerta del baño y limpia el espejo con la toalla. Suspira aliviado al reconocerse en la imagen que le devuelve el espejo. Está alterado. Debería tomar un ansiolítico y dormir hasta mañana. Seguramente eso es lo que hará. Pero… Contiene la respiración e intenta prestar atención. ¿Es su imaginación o escuchó algo en la cocina? Su corazón se acelera al comprobar que, efectivamente, hay alguien en la casa. Trata de no hacer ruido y se pone el pantalón. La desnudez siempre le generó una sensación de desprotección. Sale sigilosamente del baño y, de un modo temeroso, mira a su alrededor en busca de algo que le sirva para defenderse. No tiene armas, no le gustan, pero su mirada se detiene en una Torre Eiffel de hierro que trajo de uno de sus viajes a París. La toma y piensa un momento. No sabe si va a servirle de mucho, pero peor es nada. Mira hacia la puerta y comprende que no tiene ninguna oportunidad de salir del departamento sin ser visto, de modo que lo único que le queda es jugar con el factor sorpresa. Toma aire y se dirige a la cocina con menos decisión de la que hubiera querido. Al acercarse escucha los ruidos con mayor claridad. El intruso, piensa deseando que se trate sólo de uno, está abriendo el cajón de los cubiertos. Debe estar buscando un cuchillo. Éste es el momento. Junta coraje y entra en la cocina con un alarido de batalla. El intruso se sorprende y grita también. El cajón de cubiertos cae el piso. Pablo se detiene con la Torre Eiffel a un centímetro de la cabeza de José. —La concha de tu hermana, pelotudo. ¿Me querés matar del susto? —¿Yo? Peor vos que casi me partís la cabeza con ese adorno de mierda. Pablo deja la torre en la mesada, coloca las manos sobre las rodillas y se inclina hacia adelante buscando aire. Si no estuviera tan asustado se reiría de la situación, pero hoy no tiene mucho de qué reírse. —¿Qué hacés acá? —Necesitaba hablar con vos. Te toqué el timbre y, como no atendías, supuse que no había nadie y entré a esperarte. —No escuché el timbre, me estaba bañando. ¿Qué buscabas en la cocina? —Un cuchillo. La respuesta lo estremece. Sabe que es una tontería, pero le cuesta poner en orden sus pensamientos. —¿Puedo saber para qué? José señala una caja de cartón humeante que ha dejado en la mesada. —¿Pizza? —Sí, pizza. ¿Qué esperabas que trajera, la sopa de tu mamá? Sonríe. —Sos un pelotudo. La sonrisa se convierte en risa, la risa en carcajada y la carcajada en angustia. En un instante las defensas ceden y el psicoanalista adusto y controlado desaparece. José lo abraza y Pablo se desarma en los brazos de su amigo. José no dice nada. También él sabe guardar silencio y contener la angustia. Unos minutos después, Pablo lo invita a pasar al living. —Vení, sentémonos allá. —Andá, sentate vos que yo llevo la pizza. Traje un vino, también. Pero primero vestite, que sabés que soy un sensible y no quiero ponerme mimoso. A ver si amanezco borracho y durmiendo sobre tu pecho. Pablo se ríe. —Lo dicho. Sos un pelotudo.

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