EL ENIGMA DE LA SEXUALIDAD
"El realismo en el amor no vale más que en
el arte. En el aspecto erótico, la imitación de la naturaleza se convierte en la
imitación del animal."
JOSÉPHIN PÉLADAN
Instintos básicos
Vamos a adentrarnos en una temática compleja y
conflictiva, la de la
sexualidad, y para hacerlo me gustaría recordar el comienzo de otra
película, que aquí su título se tradujo como Bajos instintos,
pero su traducción original es Instintos básicos. Tal vez haya sido una decisión de marketing, o una elección del traductor, no lo sé, pero lo cierto es que no significan lo mismo.
Es muy distinto decir que un instinto sexual es bajo a
decir que es básico; porque bajo sugiere algo degradado, en tanto que básico
implica que está en la base, en el origen mismo de la sexualidad humana. Entonces
eso ya abre otra dimensión para pensar el tema.
Pero vayamos a
la película.
En la primera escena, de no más de dos minutos, se ve a una mujer muy
hermosa teniendo relaciones sexuales con un hombre. La vemos moverse
sobre él, la escuchamos gemir y la escena es ciertamente muy erótica
hasta que, en el momento del clímax, ella saca un elemento punzante que
estaba escondido debajo del colchón y lo asesina apuñalándolo una y otra vez
mientras que, con este acto de agresión final, alcanza la máxima excitación y
llega al orgasmo.
Cito esta escena para plantear, desde un comienzo, que la
sexualidad no siempre está ligada al amor, que no es algo natural ni
sencillo de manejar ni de constituir y que en el sujeto
humano, y por eso la elección de un ejemplo tan extremo,
muchas veces para que el disfrute sea total, para que el placer se vuelva goce es necesario algo del orden del dolor o, incluso, de la
destrucción.
Piensen si no, en las amenazas que se hacen los amantes
anunciando lo que se harán uno al otro, o en el comentario de una mujer a sus
amigas después de una relación muy intensa: "¿Y... qué tal estuvo?",
le preguntan; y ella, para transmitir la potencia erótica de
su compañero y la medida de su disfrute les responde: "Mortal... Es un animal... me mató".
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Por lo general, se tiene la idea de que la sexualidad
busca como resultado la
consecución del orgasmo, y que ese momento es una comunión de dos cuerpos
que se entrelazan íntimamente conectados. Pues bien, no es
así.
En mi novela Los padecientes hay una escena
erótica que juega el protagonista, Pablo, con una joven
de nombre Luciana, y en ella se describe el acto sexual hasta sus últimas
consecuencias, físicas y psicológicas, entrando en la mente de lo que ese hombre está sintiendo.
Lo que quise transmitir en esa descripción, y espero
haberlo logrado, es que en el instante del orgasmo el sujeto siempre está solo.
Que el orgasmo es del uno, no es de la pareja, que en ese
momento final lo que se espera del otro es que no moleste. El orgasmo es un acto que se disfruta en la más profunda
soledad. Algunas personas incluso pueden decirlo: "quedate quieto... no te
muevas..., dejame a mí... no me digas nada", u otras frases por el estilo.
Es decir que lo que lo que el amante pide en ese momento
es que se lo deje solo con su cuerpo, con sus sensaciones, en la posición que más le gusta y con el movimiento rítmico que desea, con
sus fantasías incluso, porque allí aparece toda una cuestión
que no es de dos sino de uno. Y conocer y respetar ese momento es parte de la
construcción de una pareja.
Esto se sabe y suele expresarse de muchas maneras
diferentes. Una paciente, hablando de la buena sexualidad
que tenían con su pareja, me lo dijo así: "Es genial. Porque nosotros nos conocemos, ya tenemos el ritmo del otro
incorporado, y él sabe exactamente cómo me gusta a mí".
Es decir que, a veces, se desarrolla un cierto
conocimiento acerca de cómo no molestar al otro en un momento
tan intenso y tan íntimo; en qué posición le es más fácil alcanzar el orgasmo,
qué lo incentiva o qué le molesta.
Pero a pesar de lo que esta paciente decía, lo cierto es
que no hay un saber universal acerca de la sexualidad, porque cada quien
encuentra su máximo disfrute en la manera única y particular en la que su mente
y su cuerpo lo demandan. Y el mejor de los amantes es aquel
que acepta que, en ese instante, no es el protagonista de la historia.
El buen partenaire sexual no es el que tiene todo
preparado, todo bajo control y utiliza la misma técnica con todas las personas,
porque la sexualidad humana es un territorio de incertidumbres y no de
certezas.
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Aclaro esto porque hoy abundan los gurúes que se postulan
como los
poseedores de las respuestas a todas las preguntas posibles, incluso hay
quienes hablan como si conocieran el secreto del amor y pudieran
enseñar cómo se goza y cómo se hace gozar al otro, cuando de lo único de lo que
se trata, como dijimos, es de molestar lo menos posible y
tener la sensibilidad para ir descubriendo qué es lo que el otro encuentra placentero.
Recuerdo que una paciente me dijo en una sesión que si en
el momento en el que estaba teniendo un orgasmo su pareja no estaba, mejor.
Claro que era un chiste, pero ya hablamos acerca del chiste y su relación con
el inconsciente. Además, no estaba mal lo que decía. A su manera, lo que
reclamaba era el derecho a que se le permitiera experimentar su modo personal de
llegar y disfrutar del orgasmo. Si en ese momento el compañero sexual hace algún
movimiento inconveniente, ya sea verbal o físico, la magia se
interrumpe y algo del disfrute se pierde. Es ese
famoso: "estaba allí y se me fue" o, como decía la misma paciente:
"Fue un orgasmito, no fue de esos fuertes, de esos que te dejan
temblando".
¿Y eso por qué? Porque no pudo quedarse sola en ese
momento en el que se funde lo físico con lo psíquico, el placer con el dolor.
Por eso no debe sorprender que a muchas personas les sea
más sencillo alcanzar el orgasmo cuando se mas- turban que
cuando tienen relaciones sexuales.
El orgasmo femenino y la mentira
Si bien el del orgasmo es un tema difícil de abordar,
suele referirse a él como el
momento de descarga de una gran tensión que se ha ido acumulando a partir
de los juegos preliminares y luego durante el acto sexual
propiamente dicho.
Pero para poder pensar sobre esta cuestión, es necesario
antes introducir un concepto psicoanalítico que es el de Principio de Placer.
Les pido que me acompañen en el desarrollo de esta idea para poder
entender mejor el tema del que estamos hablando.
Los analistas, cuando hablamos de placer-displacer, no
hacemos referencia a lo
que a una persona le gusta o le disgusta, sino a una cuestión de tensión
psíquica,
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porque la psiquis funciona sobre la base de diferentes grados de tensión
que
pueden aumentar o disminuir.
Ahora bien, hay un límite por encima del cual esa tensión
empieza a ser vivida como displacentera y necesitamos, entonces, disminuir ese
exceso de tensión porque genera un aumento de la ansiedad. ¿Cómo? De muchas
maneras.
Pienso en las veces que alguien le dice a un amigo:
"llorá que te va a hacer bien, descargate".
Allí, en esa invitación a la catarsis, le está proponiendo un modo posible de descarga de la tensión psíquica excesiva.
A ese funcionamiento que hace que la psiquis tienda a
mantener constante un nivel de tensión, que nunca será cero, porque no
tendríamos deseo de nada, y a disminuir cualquier exceso por
registrarlo como displacentero, lo llamamos Prin- cipio de Placer.
Sin embargo, en la sexualidad ocurre algo que parece
contrariar esto, porque dado este esquema podemos entender que el placer estaría
en la descarga de la tensión acumulada y que el fin de la relación sexual es
entonces el orgasmo. Pero si esto es así, ¿por qué, entonces,
muchos lo alejan, lo posponen en el tiempo lo más que pueden, por qué si el placer está en la disminución de la tensión se
disfruta tanto de una tensión extrema que psíquicamente debería
ser vivida como
displacentera?
Podríamos decir que esto se da, tal vez, porque en la
sexualidad se juega un más allá del Principio del Placer, lo cual explicaría por
qué el orgasmo tiene algo de doloroso. Basta con ver el
descontrol, el pulso que se acelera, los gemidos, los gestos del rostro, para entender que algo de esto hay. De hecho, los
niños en sus fantasías imaginan que el acto sexual es algo agresivo. Y no debe
de extrañarnos, sobre todo si pensamos en las manifestaciones físicas y
verbales que lo acompañan.
Ahora bien, si hablar del orgasmo es hablar también de
algo enigmático, en los hombres esto parece zanjarse un poco porque se confunde el
orgasmo con la eyaculación. ¿Pero esto es así? Me pregunto cuántas veces
alguien eyacula y sin embargo el placer obtenido no ha sido demasiado grande,
sino que se trató solamente de una descarga seminal provocada por ciertos
estímulos corporales, pero sin la aparición de la sensación fuerte, casi
descontrolada que produce el orgasmo, mientras que otras
veces esas sensaciones sí aparecen aun en ausencia de
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eyaculación.
Esto no siempre se entiende, por eso hay veces que luego
de una relación maravillosa, pero en la que el hombre no eyaculó, la
pareja suele preguntarle: "¿Y,
vos, no vas a
terminar hoy?"
Y aunque él le jure que está en el cielo y que pasó un
momento increíble, puede que ella no se conforme con esto e insista: "Sí,
claro. Pero ¿no vas a terminar... no
te gustó?"
En esos casos, lo que se exige es una prueba, casi diría
una garantía de que el hombre lo ha pasado bien.
Del mismo modo, también algunos hombres, por supuesto
hablo de aquellos cuya elección es la heterosexualidad, necesitan constatar
que su pareja ha disfrutado del encuentro sexual pero, como ni siquiera
tienen esa prueba engañosa de la eyaculación, es que suelen ser más inseguros y
les cuesta eludir la pregunta: "¿Y, llegaste? Pero no me
mientas, decime la verdad".
Y muchas veces, aunque se le diga la verdad, ésta no
alcanza para convencerlo. Por eso, esta idea estereotipada
que circula sobre el fingimiento del orgasmo femenino
tiene en realidad dos posibles motivos: el primero de ellos es tranquilizar al otro demandante que quiere escuchar que ha estado a la altura de las circunstancias. Como si con los gritos exagerados se le estuviera
diciendo: "¿Así
está bien? ¿Estás tranquilo? Vos decime cuántas veces lo necesitás y yo
te lo doy".
El otro motivo posible, el de la mentira, suele ser que
muchas mujeres se avergüenzan de no llegar al orgasmo. Como si hubiera algo
que está mal en eso, como si fueran menos mujeres. Entonces el fingimiento
viene a cubrir lo que ellas viven como una falencia personal. Pero, tanto en
ambos casos, la problemática que se pone en juego es
la de la inseguridad, ya sea de uno o del otro.
La respuesta ante la demanda de la comprobación del
orgasmo del partenaire sexual aparece entonces como un modo de encontrar
tranquilidad ante la ausencia de un saber posible sobre la
sexualidad. Y esto se liga a lo que ya expusimos acerca de la falta del
instinto en el hombre.
¿Ustedes imaginan a un perro preocupado por saber cómo la
pasó la perra? Seguramente, no; porque allí sí, hay un saber sobre el
cómo, el cuándo y el porqué del encuentro sexual. En cambio, como en la
naturaleza de la sexualidad humana
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no hay un saber natural, el partenaire intenta averiguar hasta dónde ha
llegado a
satisfacer al otro, cómo ha estado, qué clase de amante es; en otras
palabras, cuál es, sexualmente hablando, su lugar de importancia para el
otro.
La satisfacción
Ya hicimos referencia en un capítulo anterior a la
diferencia existente entre el
Instinto y la Pulsión y dijimos que el instinto sexual permite llegar a
la satisfacción total. Por eso, cuando dos perros culminan el acto sexual,
a ninguno de los dos se les ocurre cuestionarse por qué lo hicieron, si valió
la pena o si están arrepentidos de haberlo hecho,
como muchas veces les sucede a algunas personas.
Por el contrario, se dan vuelta y se quedan unos minutos
pegados mirando para lados opuestos, abotonados es el término común con
el que se designa ese momento. Es un comportamiento natural para dar por
terminado el acto sexual y garantizar que hasta la última gota de la simiente
entre en el cuerpo de la hembra en busca de la
procreación. Porque el fin del instinto sexual, recordemos, es la reproducción. Algo que los sujetos humanos solemos evitar, excepto en las
con- tadas ocasiones en las que estemos buscando un embarazo.
Pero, en cambio, ponemos en juego otros mecanismos que
pasan por la palabra, por las caricias. El perro no se preocupa por
acompañar a la perra hasta su cucha luego del acto sexual, ni se queda
haciéndole mimos. Ellos no necesitan de eso, nosotros sí,
porque en el hombre las cosas son diferentes, porque la pulsión no es instinto. No hay un saber posible ni mucho menos una satisfacción
total al respecto.
Tratar de comunicar algo del orden de la pulsión en un
libro que no pretende ser utilizado como material de estudio es muy complicado,
porque se trata de un concepto teórico que, como todo concepto proveniente del
psicoanálisis, da cuenta de cosas que ocurren en la clínica. Por eso es algo tan
difícil de transmitir.
Pero al menos quedémonos con las diferencias con el
instinto que marcamos en capítulos anteriores y sepamos que la pulsión tiene cuatro
elementos: la fuente u origen, que es alguna zona del cuerpo, lo que llamamos
zonas erógenas, el objeto, que como vimos no es fijo como
el del instinto sino que varía de sujeto en sujeto, la
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finalidad, que es la satisfacción, la cual jamás se alcanza del todo y
que en su
insatisfacción sostiene la existencia del deseo y, por último, que le
impone permanentemente a nuestra psiquis un trabajo, un esfuerzo
para que haga algo con ella.
Y no ahondaremos más sobre esto porque sería algo que
excede la intención de este libro. A todo aquel que le interese profundizar lo
remito al texto freudiano Pulsión y destinos de la
pulsión.
Pero retomemos una de las cosas que tienen que ver con el
fin de la sexualidad humana que, como dijimos, ya no es la procreación sino el
placer. Con esto quiero decir que el sujeto humano tiene relaciones sexuales,
no porque su naturaleza lo lleva a procrear, sino porque le gusta. Es más, los
padres se encargan de terminar con todo el atisbo natural de
sus hijos no bien se desarrollan.
Cuando el adolescente tiene sus primeras poluciones
nocturnas, en el caso de los hombres, o la primera menstruación (menarca) en el
caso de las mujeres, lo cual indica que ya podría procrear, viene el momento,
si es que no lo hicieron antes, de explicarle cómo vivir la sexualidad sin
inconvenientes, cómo cuidarse para no contraer enfermedades de
transmisión sexual, pero, también, para no correr el riesgo de
que se produzca un embarazo no deseado.
No hay nada más antinatural que la sexualidad
responsable. Allí se ve
claramente cómo el ser humano es, antes que nada, un producto de la
cultura.
¿Por qué? Porque si sigue la vía natural, el joven va a
andar embarazando, o embarazándose todo el tiempo. Entonces ¿qué hacemos? Le
tiramos la cultura encima y le decimos: "vení para acá. Mirá es muy
lindo tener relaciones, pero hacelo con responsabilidad". Les enseñamos lo
que es un preservativo, por ejemplo, o llevamos a la joven al ginecólogo para
que le explique cómo debe cuidarse para vivir una sexualidad responsable. ¿Y
qué es lo que le estamos
diciendo cuando le explicamos todo eso?
Que su meta no es la meta instintiva, que no es un
animal, que lo tiene que hacer por placer y para disfrutarlo, que debe evitar
los problemas que conlleva, vivirlo según las leyes de la
naturaleza. Es decir, empezamos a acotar el tema este de cuál es la meta de la
sexualidad humana y le transmitimos que el fin es que lo pase bien sin correr riesgos de salud, que lo disfrute sin cometer
descuidos.
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Después, con el tiempo, a lo mejor llegará el momento en
el que esa persona
desee y decida tener un hijo, pero es preferible que no sea a los catorce
años. Es más, todos sabemos que el embarazo adolescente se estudia
y se reconoce como un problema social. Y esto pasa porque en la especie humana
se da una paradoja, que es que, para cumplir con la función de padres, no siempre
coinciden la aptitud física
con la psíquica.
Por ejemplo, y aunque la naturaleza diga lo contrario,
está mucho más capacitada para ser madre una mujer de cuarenta y cinco
años que una chica de quince. Y por eso hemos desarrollado las técnicas para
evitarlo en la adolescencia y para propiciarlo, incluso por métodos asistidos,
cuando se es adulto.
Pensemos que no es poco el trabajo que se nos impone al
tener que manejar esta falta de sincronía entre lo natural y lo humano con
respecto a lo sexual. El hecho de que un joven esté físicamente apto para
procrear quince o veinte años antes de alcanzar la aptitud
psíquica, no es un detalle menor. Y también con eso tenemos que lidiar a la hora de vivir la sexualidad.
Sexo, moral y religión
A lo largo de las conferencias que he dado por todo el
país, muchas veces recibí
comentarios o preguntas referidas al rol que los condicionamientos
sociales y religiosos podrían jugar con respecto al tema de la
sexualidad. Recuerdo que alguien me preguntó directamente: "¿Y qué pasa con
la prohibición de fornicar? ¿Cómo hacemos para no vivir con
culpa el disfrute sexual con semejante
mandato?"
Lo cierto es que la cultura siempre ha intentado mantener
al hombre bajo control, y esa prohibición del acto sexual se basa en dos
premisas.
La primera, que hay en el sexo algo que no está bien, algo
malo, y la segunda, que es necesario acotar la sexualidad a lo biológico, a
lo natural, olvidando el hecho de que el ser humano no es un ser natural sino
un ser cultural.
Hay religiones que, incluso, prescriben cómo deben tener
relaciones sexuales los esposos para evitar que sus cuerpos se rocen, para
que no haya besos ni caricias, para que no se miren ni se
hablen y que sólo el pene y la vagina se contacten
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teniendo como único fin la procreación. Justamente lo contrario a lo que
hemos
planteado en un pasaje anterior de este libro, aquello de no reducir la
sexualidad a la
genitalidad.
Con esas prohibiciones y mandatos culpabilizantes, lo que
se intenta es producir un borramiento de lo más importante de la
sexualidad humana: el placer. Porque la idea madre es que hay
algo de malo en el placer, una especie de miedo al hedonismo. Pero hay que decir que entre alguien que se permite
experimentar el placer de la sexualidad y un hedonista, es decir aquel que
hace del placer su máxima de vida, hay un abismo.
No estoy diciendo que la búsqueda del embarazo no pueda
ser, en algunos casos, lo que incita el encuentro sexual. Es obvio que el deseo
de tener un hijo puede ser también un deseo auténtico y fuerte. Pero
obsérvese que ese anhelo es de un orden diferente del de la
búsqueda del placer, y esto es así hasta el punto tal de que, cuando una pareja decide tener un hijo, puede hacer pública esta
decisión. Como si no estuvieran hablando de su sexualidad. Pueden
decir, por ejemplo, "que han empezado a buscar". Y
los demás le desearán suerte, hablarán de nombres, padrinos o regalos. En cambio, cuando lo que se está buscando es un mayor
placer o la concreción de alguna fantasía, eso queda en el marco íntimo y
privado de la pareja.
Entonces, cuando el deseo de paternidad o de maternidad
aparece como un deseo genuino del sujeto, se convierte en un maravilloso
proyecto de vida, pero cuando el embarazo no es el fruto de ese deseo,
sobreviene la angustia.
El paciente viene conmovido, desorientado y dice que no
sabe qué hacer, si tenerlo o no, si utilizar la pastilla del día después o
esperar unas semanas, y esta situación puede impactar sobre
la pareja de un modo tal que, aquellos que hasta hace unos
días fantaseaban con vivir juntos, a veces llegan a preguntarse para qué se
involucraron con esa persona. ¿Y por qué tanta angustia, tanto nerviosismo si
lo
que ha ocurrido es un hecho totalmente natural?
Justamente por eso, porque las cuestiones del ser humano
y la naturaleza no siempre, es más, sería mejor decir que casi nunca, van de
la mano.
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Matrimonio igualitario
Adentrados en esta temática, es válido recordar que hace
poco tiempo, la
sociedad argentina se vio conmovida por un fuerte debate de ideas que
tuvo como desenlace la promulgación por parte del Senado de la Nación de la ley
de matri- monio igualitario que permite casarse a dos personas del
mismo género y les otorga, incluso, el derecho a la adopción.
Con profunda emoción recibí la invitación del Senado para
ser uno de los expositores ante la comisión encargada de tratar este
tema. Y así fue como, en una fría mañana porteña, me encontré formando parte de
la historia argentina en una más de las luchas por los derechos de igualdad
ante la ley, de un modo mínimo y modesto, intentando simplemente acercar algún
pensamiento que pudiera ayudar a
reflexionar a quienes debían decidir sobre un tema tan sensible a la
comunidad.
Lo primero que hay que decir es que esta discusión puso
sobre el tapete dos ejes sobre los que es necesario reflexionar: la sexualidad
y el amor. Y, como en aquellos teoremas matemáticos cuya demostración se hace
por "el absurdo", es decir por la negativa, me pareció importante
detenerme en los motivos de aquellos que sostenían una
oposición a la aceptación de esta ley.
Así encontré que las objeciones se levantaban básicamente
a partir de cuatro pilares: la sexualidad natural, algunas cuestiones sociales,
una idea de salud y, por supuesto, por motivos religiosos.
Acerca de la oposición a la idea de la naturalidad de la
sexualidad humana, acabamos de hacer ya un extenso desarrollo.
En cuanto a las objeciones sociales, es cierto que la
homosexualidad implica una elección diferente de la heterosexualidad, pero ser
diferente en la elección sexual no implica que deban ser diferentes ante la ley.
También una persona alta es diferente de una baja, un
hombre a una mujer, y un blanco a un negro, y la sociedad, apoyada en estas
diferencias, durante mucho tiempo las proyectó al territorio de los derechos
civiles. Así, hasta hace muy poco las mujeres, por
ser distintas de los hombres, no eran consideradas capacitadas para votar y, en los Estados Unidos de Norteamérica, por ejemplo, estaba
prohibido el matrimonio interracial. Hoy, un hijo fruto
de la posibilidad de esa
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unión es el presidente de esa nación.
Acotar los derechos de una persona basándose en la
diferencia sólo es concebible cuando esa diferencia hace a una condición de
edad, de enfermedad o de conducta ante la ley. Porque en esos casos la ley
protege al sujeto de sí mismo (ya sea porque se trata de un niño o alguien que
por alguna enfermedad no está en condiciones de hacerse cargo de sus
decisiones) o protege a la sociedad, en el caso de personas
que sean peligrosas para los demás, acotando sus derechos.
Objeciones basadas en la salud
La homosexualidad ha debido enfrentar diferentes y
tremendos juicios por
parte de la cultura según los momentos de la historia. Así fue
considerada primero un delito, luego un pecado o una enfermedad producida por
alguna degeneración congénita. De allí el término "degenerados" con
el que se los estigmatizaba hace algunos años y, por qué negarlo, con el que
muchos los siguen estigmatizando aún hoy.
Pero, por suerte, en la mayoría de los países la ley ya no
pena la homosexualidad y la Organización Mundial de la Salud (OMS)
a su vez ha dejado
de considerarla una enfermedad para verla como una elección de amor
diferente.
A pesar de esto, sin embargo, en el transcurso de este
apasionante debate pude escuchar muchas cosas, algunas muy inteligentes y otras
basadas en el puro prejuicio.
Algunos legisladores e incluso médicos y psicólogos
sostuvieron, fracasando en la ironía y mostrando en cambio
un desconocimiento que asusta, que si la decisión es dar igualdad ante la ley a
las diferencias sexuales, ¿por qué no permitir también la zoofilia (sexo con animales) la necrofilia (sexo con muertos) o la
pedofilia (sexo con niños), ya que también son elecciones diferentes que una
persona puede hacer?
Pues bien, hay algo que quienes sostienen ese argumento
parecen no poder comprender, y es el hecho irrefutable de que un animal y un
muerto no pueden elegir tener esa relación sexual y que un niño no está en
condiciones madurativas de hacerlo, mientras que vivir en pareja con alguien del
mismo género es una elección de dos adultos que voluntariamente deciden
compartir sus vidas a partir
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del deseo y del
amor.
La homosexualidad no es el acto perverso de alguien que
somete a otro a padecer algo aberrante, sino la elección consciente de dos
personas en la cual uno no es el objeto de goce del otro, sino que ambos se
constituyen en sujetos del amor.
Objeciones religiosas
Éstas son, sin ninguna duda, las más difíciles de rebatir
porque la fe es algo
incuestionable y toda persona tiene derecho a vivir en la creencia que
elige y bajo las normas religiosas que quiera siempre y cuando esto no se
oponga a la ley de la Nación
en la que vive.
Pero es necesario marcar la diferencia entre la religión
y la ley, lo cual no es tan fácil como parece, ya que en
algún momento de la historia la religión fue la encargada,
también, de impartir la ley. Así el faraón en Egipto era el dios mismo encarnado y desde allí conducía la vida política de su nación. Algo
parecido ocurrió con Europa y el avance de las religiones judeocristianas.
Pero poco a poco fue marcándose una diferencia entre una institución y la
otra.
Toda religión tiene su dogma y desde allí imparte lo que
está bien visto a los ojos de Dios y lo que es pecado, y tiene derecho a
hacerlo. Porque pertenecer o no a una religión es, en
definitiva, una elección más de un sujeto que, en caso de decidirlo, deberá aceptar ciertas normas.
Por eso la Iglesia puede, desde sus creencias, sostener
la decisión de casar solamente a parejas heterosexuales. Es el derecho de esta
institución.
Pero una nación no legisla solamente para los que pertenecen
a tal o cual religión sino para todos los habitantes de un país, para
los que creen en Dios y también para los que no creen. Y lo que en este debate se
dirimía era la igualdad ante la ley de los ciudadanos, no de los feligreses.
Me sorprendió, sin embargo, que algunos se hayan apoyado
en citas bíblicas textuales para oponerse a la sanción de esta ley, porque a
esta altura ya casi nadie sostiene la literalidad de las
escrituras.
Vaya como simple ejemplo esta cita que, por supuesto, fue
seleccionada por mí:
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"No
dispone la mujer de su cuerpo, sino el marido."
O
esta otra:
"Las mujeres guarden silencio en la asamblea, no les
está permitido
hablar; en vez de eso, que se muestren sumisas. Si quieren alguna
explicación, que pregunten a sus maridos en casa, porque está feo que
hablen mujeres en las
asambleas" (1a Corintios, capítulos 11 y 14).
Y esto para no hablar de lapidaciones u otros comentarios acerca de
influencias
demoníacas que sólo mentes fundamentalistas serían capaces de tomar literalmente.
Las perversiones
Pero lo que en realidad les costaba aceptar a quienes se
oponían a esa ley era
que la homosexualidad no es una perversión, que no es una enfermedad,
sino un modo particular de elección amorosa. La perversión es
otra cosa; es un tipo de relación en la cual no hay dos sujetos, sino que uno de
los dos es degradado a la condición de objeto para el
goce del otro.
Hay una frase que circula comúnmente y que dice que
siempre un sádico busca un masoquista, o un masoquista busca a un sádico como
complemento. Nada más falaz. Porque al sádico lo que lo excita no es el dolor,
sino la angustia del otro, y el masoquista en su
dolor obtiene placer. Entonces ¿para qué un sádico va a buscar a un masoquista,
si el masoquista no le va a dar lo que él quiere? Porque lo que él quiere no es pegarle, sino que el otro se angustie cuando le pega.
Viene a mi memoria un chiste que escuché en los pasillos
de la facultad en la época en la que estaba cursando psicopatología, que era el
del masoquista que se arrodillaba y le decía al sádico: por favor, pégame, a lo
que el sádico le respondía: no, no, de ninguna manera.
Ahí sí aparecía la obtención del placer para el sádico.
¿Cómo le iba a pegar si era lo que el otro deseaba, si era de lo que
disfrutaba? De ningún modo, porque lo que él necesita
para excitarse es que se angustie.
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Pero la cultura que, como dijimos, se apropia de los
términos clínicos, ha hecho
de la palabra perversión un sinónimo de maldad. Así se dice de alguien
en las noticias, como si fuera lo mismo, que es un sádico, un
psicópata, un perverso o un psicótico. Todas estas, cosas
bien diferentes.
Y lo cierto es que la perversión es un cuadro clínico con
características propias que pueden no tener nada que ver con la maldad ni con
infligir dolor a otro. Y estoy pensando en la que sea tal vez la más clara de
todas, una a la que, por algo, Freud le dedica un artículo especial, que es el
fetichismo.
Ustedes saben, el fetichista es alguien que establece una
relación con un objeto que actúa como causa y sostén de su deseo. Pero antes de
avanzar me permito una pequeña digresión: casi todos los hombres tienen algo de
fetichistas, aunque no lleguen a serlo. Las mujeres, en cambio, no. El fetichismo
es una perversión exclusivamente de hombres, porque el fetiche viene a
remplazar un objeto que la mujer no tiene, algo que le
falta.
Por supuesto que hablo de una falta imaginaria y no real,
porque en la realidad a la mujer no le falta nada, sino que tiene otra cosa.
Pero en el inconsciente de algunos hombres la ausencia de
pene en la mujer actúa como algo que angustia e inhibe la excitación; entonces,
el fetiche se ubica cubriendo esa falta y le permite acceder al disfrute sexual sin problemas.
Por eso es una perversión de hombres, porque el hombre
intenta tapar con el
fetiche eso que el fetichista cree, inconscientemente repito, que a la
mujer le falta.
Cuando Lacan dijo que "la mujer no existe", o
Freud que "no hay un representante psíquico del
órgano sexual femenino", lo que decían en realidad es que lo que hay en el inconsciente es presencia o ausencia del pene. A
esto lo llama- mos la premisa universal del falo. Y todos sabemos que
esto es así. De hecho, cuando los chicos empiezan a preguntar e interesarse por
la diferencia anatómica entre hombres y mujeres, se les explica diciéndole que
"los nenes tienen pito y las nenas no", es decir que aparece esto del
que tiene y el que no tiene.
A veces algunos padres intentan ser explícitos y aclaran
con todas las letras que los varones tienen pito y las nenas vagina, pero aun
así, la hija les pregunta: "¿Y por qué yo no tengo
pito?". No va a escuchar que tiene vagina, va a escuchar que no tiene pito. Porque en el inconsciente esto funciona de este modo.
115

Lo antedicho sólo intenta dilucidar lo enigmática que es
la sexualidad, y ya no
sólo para los niños, sino también para los adultos.
Pero, retomando, el fetiche es un objeto que aparece como
condición del deseo y la excitación del fetichista. Casi todos los hombres,
decíamos, son un poco fetichistas. Basta con ver los famosos almanaques de las
gomerías.
¿Qué vemos allí?
Una mujer que pareciera estar totalmente desnuda, pero que seguramente
no
lo está. Porque puede que esté sin ropa, pero sentada sobre una moto, o
con un par botas, o con lentes, no importa el detalle, pero seguramente habrá
alguno. Porque una mujer totalmente desnuda sirve más para una clase de
biología que para despertar el erotismo. Algo debe de tener, aunque más no
sea una lapicera en la boca. ¿Por qué? Porque aparece el fetiche tapando una
cierta falta y produciendo un estímulo erótico en el
hombre que mira sin saber muy bien qué ve.
Como dijo Marcial, Marco Valerio: "Para mí...
ninguna mujer se acuesta lo suficientemente desnuda".
Y esto es algo que las mujeres saben muy bien. Por eso,
cuando han decidido concretar con alguien, se preparan, eligen atentamente su
ropa interior y despliegan una serie de actos dedicados a producir el
impacto erótico.
En cambio los hombres carecen de esas conductas
fetichizantes porque saben, con ese saber no sabido, que
las mujeres no lo necesitan. Y si no pregúntense cuántos
hombres conocen que antes de salir con una mujer vayan a comprarse ropa íntima.
Pero entonces, si todos los hombres disfrutan de una
cierta fetichización de la mujer, ¿cuál es la diferencia entre el fetichista,
en tanto que perverso, y ese deleite
que de todos modos produce la mujer producida para el encuentro sexual?
La diferencia es el valor de condición erótica del
fetiche. Es decir, que un hombre puede disfrutar de que su
amante lleve puesto, por ejemplo, un portaligas. Pero si el
objeto no está, lo mismo da. En cambio el fetichista, en ausencia del portaligas no podría concretar la relación sexual. En un caso es un
elemento más del juego erótico y en el otro una necesidad que sostiene
el deseo y evita la angustia.
Y hasta tal punto el fetichista necesita de ese objeto
que, para evitar que falte, suele llevarlo él.
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Entonces le pedirá a su amante que se ponga tal o cual prenda.
Recuerdo Casanova, la película de Fellini, en la cual había un
pájaro metálico
montado sobre un pene erecto, a cuerda, que subía y bajaba con una música
horrorosa, y que Giacomo ponía en funcionamiento al empezar su encuentro sexual, el cual concluía justamente cuando la cuerda se terminaba y el
movimiento del pájaro se detenía. He ahí un buen ejemplo de
fetichismo.
Pero como vemos, y separando el concepto clínico de
Perversión con la idea de maldad, el fetichista no lastima
a su partenaire. Si ella quiere usa el portaligas, si no, él no podrá concretar, pero eso no la lastima más que en su
autoestima.
Y esa inseguridad ya no es culpa del fetichista.
A todos nos falta algo
Es cierto que también las mujeres exigen ciertas cosas de
un hombre para
erotizarse, pero esas cosas no son del mismo orden que el fetiche, sino
que son elementos que le dan a su amante un brillo que lo vuelve
atractivo. En ese sentido tienen que ver con eso que los
analistas llamamos valor fálico, y también ellas deben encontrarlo en alguien
para erotizarse, ya que nadie está completo y no debemos creer
que el hombre no está en falta. Por el contrario, lo está tanto como la mujer y de allí que también requiera de ciertos elementos que lo
vuelvan atractivo. Pero esos elementos no tienen, como el
fetiche, el lugar del sostenimiento de la posibilidad erótica.
En ese sentido, puede ser que el poder o la inteligencia
sean algo que a alguna mujer la seduzca, pero seguramente su falta no va a
producirle angustia y no va a inmovilizar su deseo.
Ahora, si damos por válida esta idea de que a todos nos
falta algo, debemos
preguntarnos entonces ¿qué es lo que nos falta?
Pues bien, ya hemos respondido a esa pregunta, nos falta
el instinto. Somos seres sociales, sujetos fruto ya no de lo natural sino de
la palabra y el deseo. Y eso que nos falta nos pone en un
lugar de desconocimiento.
Por eso, ante una desgracia, por ejemplo, nos preguntamos:
"¿Y ahora qué hago? Me enteré de que mi padre tiene cáncer, ¿cómo se
hace? ¿Se lo tengo que
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decir o no? ¿Cómo debo comportarme para que no se dé cuenta? ¿Cómo hago
para
sobrellevarlo? ¿Se va a morir?". Nos preguntamos cómo y por qué,
porque no tenemos un instinto que nos dé respuestas.
Entonces, y volviendo a la primacía universal del falo,
el tener o no tener siempre es un "como si". De allí que las
distintas personas puedan proyectar este valor fálico, este tener o no tener,
en distintas cosas; y habrá personas a las que les atraerán los deportistas, o los intelectuales, a otras la belleza, la
inteligencia, alguien con una actitud más tierna, o más erótica.
Pero este desplazamiento hacia uno u otro lugar ¿es
voluntario? No. ¿Es casual? Tampoco. Lo que quiero decir es que hay muchas cosas
que se ponen en juego detrás de lo que parece una libre elección. Cosas que
tienen que ver con la historia, los miedos y la estructura de cada persona en
particular.
Por eso es importante analizarse, para poder asumir los
propios deseos y respetarlos, para poder diferenciar incluso cuando se
trata de un deseo verdadero o se mezcla algo de ese impulso destructivo que
todos llevamos dentro (Goce). Para eso también sirve el análisis, para poder
reconocer si en esa elección que un sujeto hace no está implícita
la aparición del dolor, para que no entre en juego la seducción del padecimiento, porque en ese caso, esa elección es enferma.
La sexualidad es, entonces, un enigma que cuestiona
permanentemente y cuyos comportamientos presentes han tenido como origen el inicio
mismo de la historia emocional de cada sujeto; eso de lo que todos hemos oído
hablar y que llamamos Complejo de Edipo. Que no es, como creen algunas revistas
semanales, que la mamá tiene preferencia por el varón y el papá por la nena.
No. Entonces ¿qué es el
Edipo?
Pues bien, cito nuevamente a Juan David Nasio y digo que:
"el complejo de Edipo no es una historia de amor y odio entre padres e
hijos, es una historia de sexo, no involucra sentimientos
tiernos u hostiles, sino que es un asunto de cuer- pos, de deseos, de fantasías
y de placer. El Edipo es una inmensa desmesura, es un deseo sexual propio de un adulto vivido en la cabecita y el cuerpo de un
niño o una niña de cuatro años que no tiene la maduración ni
psíquica, ni física para asumirlo y cuyo objeto son los padres".
Es decir que el Edipo es una historia de sexo entre padres
e hijos, donde tanto
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unos como otros se ven involucrados de un modo fuerte, y que esa
historia
condicionará nuestras elecciones futuras y nuestro modo de desear. Y ése
es uno de los grandes inconvenientes de la sexualidad: que se
inicia, justamente, con las personas con las que después no
se podrá tener sexo.
Porque los primeros en tocar y erogenizar el cuerpo de un
chico son sus padres. Lo hacen cuando lo bañan, cuando lo miman, cuando lo
cuidan. Y el gran desafío es, entonces, poder constituirnos en sujetos
deseantes a pesar de que no haya un saber posible sobre
este tema y que el punto de partida haya estado cargado de deseos prohibidos.
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