miércoles, 1 de abril de 2015

LOS PADECIENTES-X-XI-XII

X Es un día frío, pero soleado, de esos que le gustan. La noche ha sido intensa y siente como si llevara aún algo de Luciana en su piel. Ella se despertó primero, se vistió sin hacer ruido y lo besó antes de irse. Cuando Pablo abrió los ojos ya no estaba. Sintió una oleada de angustia, un déjà vu. Pero esta vez es distinto. Luciana no lo abandonó, simplemente ha ido a su trabajo. Y él debía hacer lo mismo, por eso está en su consultorio, para poner algunas cosas en orden antes de ir a ver a Camila. Hay pacientes que lo esperan y él tiene que organizar las cosas de modo tal de no perjudicarlos. Helena entra trayendo el mate y lo ve con las historias clínicas en la mano. —Bueno, veo que te acordaste de que hay otras personas que te necesitan. Pacientes con los que asumiste un compromiso. Hasta ahora eso siempre había sido algo importante para vos. —¿Sabés? Estaba tomando el tiempo para ver cuánto tardabas en venir a criticarme. Pero bueno, al menos es algo, porque desde que entré casi no me dirigiste la palabra. —¿Y qué querés, Rubio? Si desde que Paula Vanussi cruzó por esa puerta te olvidaste del mundo. No sabe cómo tomar lo que Helena le dice. Por las dudas, se defiende. —Paula Vanussi es muy hermosa, pero no me gusta, si es que a eso te referís. —No sé si te gusta o no te gusta, y eso no es problema mío. Jamás me metí en tu cama. No es eso lo que me preocupa. —¿Ah, no? ¿Y qué es exactamente lo que te preocupa? Helena se sirve un mate y lo toma sin apuro. —Ayer estuve hablando con Fernando. Pablo deja las historias clínicas sobre el escritorio y se reclina en su sillón. La mira expectante. —Le pregunté qué sabía de Roberto Vanussi y de su entorno. —¿Y? —Rubio, yo no sé cómo se te ocurrió meterte en esto. Ese tipo era capaz de hacer cualquier cosa por plata, o por poder. A ver si me entendés de una buena vez. Vanussi era un jodido que se rodeaba con gente tan jodida como él. Y, sin importar quién lo haya matado, todos le debemos un favor. —¿Y qué más te dijo Fernando? —Que si te metés con esa gente tu vida no vale nada. —Lo mira seriamente. —Pero eso no es todo. Porque si vos te querés suicidar es tu problema, pero quiero que sepas que con tu comportamiento nos estás poniendo en peligro a todos los que te rodeamos. La mira asombrado. —No entiendo a qué te referís. Helena toma un sobre negro que estaba apoyado en la bandeja y lo pone delante de Pablo. —A esto. —¿Qué es? —Miralo. —¿Cómo llegó hasta acá? —Se lo dieron al portero. —Pero… —Abrilo. Pablo toma el sobre. Su corazón empieza a latir con rapidez y una sensación de angustia lo invade preparándolo para algo desagradable. Como analista sabe que hay dos tipos de angustia. La angustia automática, que es efecto de la pura descarga de una tensión acumulada, producto del advenimiento de una fuerza incontrolable que, al modo de una erupción se impone arrasando con todo. Esa angustia paraliza y deja a la persona indefensa y sin palabras. La otra forma de la angustia, la angustia señal, es más moderada, más manejable, no explota pero genera una sensación de temor y congoja, y su función es alertar a la psiquis ante la posibilidad de la aparición de un acontecimiento doloroso. De esta manera provoca que, de un modo inconsciente, los mecanismos de defensa se pongan en movimiento para proteger a la persona de un dolor que, de otro modo, le resultaría insoportable. Pues bien, este mecanismo se ha activado en Pablo. Intenta aparentar una tranquilidad que no tiene y abre el sobre. Saca cinco fotos que fueron tomadas con teleobjetivo y que muestran a Pablo al entrar en la Clínica Ferro, a Helena en la puerta del consultorio, a Fernando en su automóvil, a José en un bar y, ésta es la que más lo golpea, a Alejandra sentada sobre el pasto a la orilla de un río. No reconoce el lugar, pero no tiene dudas de que fue tomada en el pueblo en el que vive. Todos están tachados por una enorme cruz pintada en color rojo. Le cuesta reaccionar. Mira una vez más el sobre anónimo y ve una hoja de papel que no había notado. La saca y lee un breve mensaje: “¿Quiere seguir?”. Se hace un silencio pesado y prolongado que Helena interrumpe. —¿Y… qué pensás? —Que Javier Vanussi no puede ser el autor de esto, ¿no te parece? Helena no dice nada, sólo lo mira con un gesto de contrariedad. Pablo no puede sostenerle la mirada. Ella se levanta y se retira a su escritorio sin decir nada. Al quedar solo, baja la cabeza y aprieta la cara contra sus manos. No tiene dudas. Esto no es un juego y deber terminar cuanto antes. Se levanta, toma el sobre con las fotos y se dirige hacia la puerta. Pasa por al lado de Helena y se inclina a darle un beso. La mira y ve el miedo en sus ojos. Intenta una sonrisa y le acaricia la cabeza con ternura. —Perdoname. No recibe ninguna respuesta. Sin decir palabra atraviesa el pasillo y sale del consultorio. —Esto tiene que terminar —vuelve a decirse. Sin embargo, mira su reloj. Seguramente el remís ya está en la puerta y Camila debe estar esperándolo. XI Le cuesta estudiar esta mañana. Se levantó temprano, como siempre. Francisca ya le tenía preparado el desayuno, pero, antes de tomarlo, se bañó y se puso su uniforme de estudio: joggins, zapatillas y una remera amplia. Hacía frío, por lo que se enfundó en una campera de gimnasia color verde. Le gusta vestirse de manera informal. La ropa amplia la hace sentir cómoda. Apuró el desayuno y fue hasta su estudio. Una vez allí comenzó con su ritual de cada día: abrir el estuche, sacar el arco y tensar sus cerdas, pasarlas un poco por la pasta de resina y dejarlo cuidadosamente sobre el escritorio. Después tomar el violín y mirar con temor por entre las efes. No sabe por qué, pero siempre ha tenido miedo de que, durante la noche, por esos orificios hubiera entrado alguna cucaracha. Sabe que es una idea ridícula, pero no puede evitarla. Alguna vez ha intentado luchar contra ella y ponerse a tocar sin realizar esta inspección previa, pero en todos los casos la angustia le había impedido concentrarse. Por eso desistió del desafío y lo incorporó a la ceremonia que precedía al estudio. Hecho este repaso, absurdo pero necesario, se dedica a afinar el instrumento cuidadosamente. Como siempre, cuando cree que la afinación es la correcta, la comprueba tocando dobles cuerdas. Una vez satisfecha y antes de ponerse a estudiar, toca algo que le guste. Porque sí, por placer. Es una violinista talentosa, pero hoy no quiere complicaciones, de modo que se contenta con tocar el Bach para cuarta cuerda. Una pieza bellísima pero que no le presenta ninguna dificultad. Recuerda haberla escuchado por primera vez un domingo de mañana, siendo muy chica, durante la celebración de una misa transmitida por televisión. Cuando termina de tocar, gira su silla y se concentra en la partitura que está en el atril, la que viene estudiando desde hace unas semanas. Es una obra difícil y espera poder encararla con toda su concentración, aunque hoy está algo dispersa. Lo percibe, lo siente. Y sabe a qué se debe. Su hermana le dijo que hoy al mediodía Pablo iría a hablar con ella. Mira de reojo su reloj de pared, el que usa para controlar su tiempo de estudio. Faltan aún dos horas y van a ser muy largas si no ocupa su mente en otra cosa. Por eso, como lo hace desde siempre, respira profundamente con los ojos cerrados, una, dos, tres veces, los abre y enfoca su mente en la obra que tiene frente a sí. Esto siempre le ha dado resultado, tal vez por eso decidió ser violinista. Porque en ese universo abstracto y personal hecho de figuras y silencios siente que no corre ningún riesgo. En ese mismo instante, cada uno está en su propio mundo, ignorantes todos de la verdad que espera agazapada. Bermúdez habla por teléfono, José atiende a un paciente al que no consigue prestarle demasiada atención, Alejandra camina por una calle arbolada que no conduce a ningún lado, Míguez maldice en su despacho. Pablo sube al auto que lo llevará hasta la casa de Camila. XII A veces su mente le juega esas malas pasadas: se va por un rato y al volver es incapaz de recordar nada. Como si el tiempo no hubiera pasado. Pero esta vez no puede permitir que eso le ocurra. Mira el bulto desprolijo a sus pies y decide que ya es suficiente. Busca el coche y lo acerca lo más que puede, casi hasta el lugar en el que comienza el pequeño bosque de pinos. El muy turro se fue arrastrando hasta ahí, y esto complica aún más las cosas. Pero bueno… es la última molestia que le causa en la vida. Mira una vez más alrededor para asegurarse de que nadie esté husmeando, lo arrastra y lo deja caer con dificultad en el baúl. Cierra la tapa y se sube al auto. Ya está. Ahora necesita tirarlo en alguna de las lagunas que hay entre los juncos, al costado de la ruta. Para cuando puedan encontrarlo —si es que lo hacen—, los bichos habrán borrado cualquier prueba. Maldice tener que ser la persona encargada de hacer esto, pero sabe que en cuanto termine va a sentir alivio. No soportaba más lo que pasaba. Roberto siempre había sido un perverso, un hombre violento al que nadie jamás le había importado nada. Toda su vida la había dedicado a hacer plata y a joder a los demás y era más que seguro que algún día alguien iba a hacer justicia. Pero nadie había venido en su auxilio y por eso le toca estar acá. Si pudiera suprimiría también toda huella de su paso por la tierra, de todas maneras nadie va a soltar una sola lágrima por su muerte. Y es justo que así sea. No siente ninguna culpa por lo que está haciendo, sin embargo, no puede dejar de temblar. Las imágenes y las emociones se mezclan nublando aún más su mente de por sí inestable. Cuando Roberto dijo que había decidido suspender el viaje, algo se había quebrado en su interior. El equilibrio que había venido sosteniendo con tanta dificultad se desmoronó de golpe. Pensaba que le esperaban seis meses de paz y de distancia. Pero no. Él decidió cambiar de idea a último momento y no viajar. Ojalá no lo hubiese hecho. Hubiera bastado con que tomara ese avión de mierda y se hubiera ido. De haber sido así, ahora estaría disfrutando en París de una cena de bienvenida, saliendo con sus amigos o revolcándose con alguna puta. Era una lástima, piensa mientras detiene el auto. Con esfuerzo, pero ya sin tanto cuidado, saca como puede el cuerpo del baúl, se acerca a la banquina y lo empuja haciéndolo rodar hacia la laguna. Por un momento su mente queda en blanco mientras observa cómo el agua va cubriendo el cuerpo hasta hacerlo desaparecer.

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