jueves, 9 de abril de 2015

HISTORIAS INCONSCIENTES-MASCARADAS DE LA HISTERIA

Mascaradas de
la histeria



Hablar de la histeria es poner el  acento  en  dos  cuestiones
fundamentales:                                        la
identificación  y  el  deseo.  El desarrollo  del  primero  de estos  conceptos  forma  parte del  capítulo  siguiente,  pero digamos  algo  acerca  del


deseo.
Para  pensar  en  cómo
surge  debemos  remitirnos  a algo  que  llamamos  vivencia primaria  de  satisfacción.  A esta  idea,  que  se  parece  un poco  a  un  cuento,  podríamos narrarla  diciendo  que  érase una  vez  un  bebé  que  llegó  al mundo  y  lo  encontró  extraño y hostil. Durante los meses de su  gestación  no  había


experimentado                        ninguna
necesidad ya que la simbiosis con  su  madre  lo  había provisto  de  todo  sin  que  se diera  cuenta  siquiera.  Pero una  vez  fuera  de  ella  y cortado  el  cordón  umbilical, percibió  que  algo  había cambiado para siempre.
A  las  horas  comenzó  a sentir  una  molestia,  algo
desconocido                    que                  lo


perturbaba  y  no  lo  dejaba  en
paz.  Su  ansiedad  crecía  y  no sabía  cómo  detener  esta sensación  que  ya  se  tornaba insoportable,  hasta  que  una puerta  se  abrió  y  le  permitió descargar,  en  parte,  tanta tensión.  Esa  puerta  fue  el llanto.
Pero  resulta  ser  que,  por haber  llegado  al  mundo  del deseo  y  de  la  palabra,  ese


llanto  fue  escuchado  y
codificado  por  su  madre  que, de  inmediato,  dictaminó  que ese  bebé  tenía  hambre. Entonces,  lo  tomó  en  brazos, lo  puso  en  su  pecho  y  calmó su  ansiedad  saciando  el apetito.
Pues  bien,  este  sería  el final  feliz  del  cuento.  Pero, como  en  casi  todas  las historias, el final suele no ser


tan  rosa.  En  este  caso,
digamos que el encuentro con el  cuerpo  de  la  madre  y  el alimento  no  sólo  colma  su necesidad  sino  que  le  agrega un  plus.  Porque  a  ese  niño que no sabía qué esperar, esta respuesta  que  le  llega  de afuera  lo  sorprende  y  le brinda,  además  de  la saciedad, el placer.
A  partir  de  ese  momento,


el  chico  ha  perdido  su
ingenuidad  y  cada  vez  que vuelva  a  experimentar  esa sensación  va  a  fantasear  con el objeto que la calma, la teta, y  va  a  esperar  de  ella  una satisfacción  total.  Pero  ese anhelo  que  no  tenía  en  la primera  experiencia,  será justamente  el  que  haga  que esa  satisfacción  plena  sea algo  imposible  de  alcanzar.


Porque  siempre  habrá  una
diferencia  entre  el  placer esperado y el placer obtenido; y  esa  diferencia  generará  un impulso que moverá al sujeto a  ir  por  más.  Pues  bien,  esa diferencia  es  lo  que  pone  en movimiento  el  motor  de  la vida: el deseo.
Diremos,  entonces,  que todo deseo es, antes que nada, un  deseo  condenado  a  la


insatisfacción. Y la estructura
histérica  es  la  que  denuncia claramente  esto;  y  lo  hace convirtiéndolo  en  un  enigma que  angustia  al  otro.  No  hay nada  más  frustrante  que intentar  hacer  todo  para satisfacer  a  una  histérica, pues  no  importa  lo  mucho que  se  haga,  siempre  será insuficiente.  Porque,  repito, ella  develará  algo  con  lo  que


todo  sujeto  humano  debe
aprender a vivir: que el deseo es siempre deseo de otra cosa.
Aclaro  que  me  refiero  a «la  histérica»  por  una comodidad  expositiva,  pero que  también  existen  hombres histéricos  en  los  que  la estructura  se  comporta  de  la misma manera.
Pero               tal               vez               la
característica  más  saliente  de


la histeria, y lo que la vuelve
tan interesante para el trabajo analítico,  es  el  modo particular  en  el  que enmascara su deseo. Lo vela, lo  cubre  y  lo  sostiene  en  ese lugar de enigma que angustia y frustra a los demás hasta el punto  tal  de  despertar  el reclamo:  «Pero  ¿qué  más querés?».  La  respuesta  a  esa pregunta será que jamás lo va


a  saber,  y  que  no  se  trata  de
que  quiera  más,  sino  de  que quiere otra cosa¼ siempre.
La  palabra  mascarada remite a la idea de fraude, de farsa o engaño. Y esto es así. La histeria engaña. Pero no se trata  de  que  la  persona histérica sea mentirosa o poco confiable.  No  es  ella  quien engaña, sino su deseo. Porque se  enmascara  y  requiere  ser


develado  para  entender  de
qué se trata en realidad.
Sin  embargo,  ese  deseo enmascarado  no  sólo  oculta, sino  que  a  la  vez  muestra: dice algo de lo que le ocurre a ese sujeto e incluso da cuenta de su lucha interior por hacer algo  con  eso,  ya  que  muchas de esas máscaras le producen un profundo sufrimiento.
¿Qué  nombres  les  damos


a estas máscaras del deseo en
la histeria?
Intriga,                         conversión,
provocación y reivindicación.
Veamos  de  qué  se  trata cada una de ellas.



La  intriga  histérica tiene  la  estructura  de una escena casi teatral en  la  que  el  sujeto
aparece                              como


inocente,  alguien  que
no  tiene  nada  que  ver con  esto  que  le  está pasando. Ya sea en las relaciones  de  trabajo, en la pareja o con sus
amigos,                      vivirá episodios             se
encontrará  diciendo: «pero  si  yo  no  hice nada».
Esta  manera  de


enmascarar  el  deseo
hace  que  le  cueste hacerse  cargo  de  sus actos.  Cierta  vez,  mi
maestro,                      Horacio Manfredi,          bromeó
diciendo que el Cristo evidentemente  era  un obsesivo  y  que  por eso  cargó  con  la  cruz y  dijo  que  había venido  a  llevar  sobre


sus  hombros  los
pecados del mundo. Si hubiera  sido  una histérica  —agregó— hubiera  protestado: «Yo  no  tengo  nada que  ver.  Pasaba  por acá  y  la  cruz  se  me cayó encima».
En  la  intriga  histérica el  sujeto  se  propone como  espectador  o,  a


veces,  actúa  como  un
actor  de  reparto cuando  en  realidad  es
protagonista,
productor  y  director de la obra.
¿Por  qué  hace  esto? Generalmente  para sostener  un  deseo  que no  es  el  suyo,  que  es el de algún otro.
Piensen                   en                 la


siguiente  situación:
una  mujer  le  habla todo  el  tiempo  a  su pareja  de  una  amiga. Le  dice  que  es hermosa, que ya la va a  conocer,  que  es inteligente  y  sensual. A su vez, a ella le dice maravillas  de  su
hombre,                  de               su
sexualidad,  de  su


comprensión  y  su
inteligencia. Luego de haber  alimentado  esta tensión  entre  ellos, que  aún  no  se  han visto  siquiera,  los presenta,  quizás  hasta haga  una  cena  en  su casa  e  incluso  es posible  que  en  algún momento  los  deje  a solas  con  alguna


excusa.
Por supuesto, luego le preguntará  a  uno  y
otro                  con                 qué
impresión  se  han quedado  después  del
encuentro                                y,
probablemente,
seguirá alimentando el interés de ambos.
He aquí el ejemplo de un  armado  de  intriga


histérica.  Ella  ha
generado  un  deseo,  lo sostiene,  lo  alimenta, pero  exige  a  cambio
una                           condición
fundamental:  que  no se satisfaga.
De  ningún  modo quiere  que  eso  se concrete,  porque  no busca  la  traición,  sino que  haya  un  deseo


fuerte  y  permanente
que  no  deje  de circular.




En la conversión, es el cuerpo  el  que  se
transforma                   en escenario.         Según
palabras  de  Freud:
«Los                     síntomas
histéricos son efecto y


resto  de  excitaciones
que  han  actuado  en calidad de traumas por el  sistema  nervioso¼ en  la  histeria  estamos
acostumbrados                      a
comprobar  que  una parte  importante  de  la
magnitud                 de               la
excitación  del  trauma se  transforma  en síntomas  puramente


somáticos».
Aclaremos  un  poco esto.  Cuando  se  da este fenómeno, ocurre que  una  cantidad  de energía  psíquica  se desplaza  sobre  alguna parte  del  cuerpo transformándola  en una  zona  erógena,  en un  espacio  capaz  de generar  un  monto


desmedido                            de
excitación,          aunque
dicha  excitación  sea experimentada  como
algo displacentero.
Esas partes del cuerpo afectadas  por  el síntoma  representan una escena vivida con
anterioridad,                      una
situación  de  deseo  o
una                             situación


traumática.
En  un  artículo  de 1894  llamado  «Las
neuropsicosis             de defensa»,    Freud
introduce  la  idea  de
que                 el                 afecto
(angustia,  ansiedad) que  generó  una situación  traumática cuyo  recuerdo  fue reprimido,  puede  ser


derivada  al  cuerpo  y
generar dolor en él. Es decir  que  lo  que  era tensión  psíquica  se convierte  en  tensión somática.  De  allí  el
nombre                                      de
conversión.




En  la  provocación,  la histérica  se  propone  a


sí  misma  como  La
Mujer,  esa  capaz  de generar  el  deseo  del otro.  No  necesita  de una  amiga,  porque  es ella el objeto causa de deseo.
Observemos                  cuán
diferente  es  aquí  la posición  del  sujeto con  respecto  a  la  que tenía  en  la  intriga.  En


esta  mascarada  se
hace  cargo  de  ser quien suscita el deseo, la  que  encarna  el
misterio del placer.
Se  presenta  como teniendo  algo  que promete  al  otro,  algo que  supone  que  lo excita  y,  por  ende, capaz  de  despertar  su deseo.


Cierta  vez  vino  a
sesión  una  paciente. Se  acostó  en  el  diván y  dijo:  «Disculpe  que haya  venido  con  un vestido  tan  corto¼  se me  ve  todo¼  pero  es que  después  de  acá voy  a  una  fiesta. Igual,  usted  no  va  a mirar, ¿no?».
Observemos  cómo  se


proponía  ante  mí
como  alguien  que tenía  algo  que  yo podía  querer  mirar, que  podía  desear.  Y en  ese  mismo  acto,  a la  vez  que  lo  muestra e intenta incentivar mi deseo,  se  encarga  de sostenerlo insatisfecho al  recordarme  que  no es  algo  que  yo  pueda


hacer.




La última forma en la que  se  enmascara  el deseo en la histeria es la reivindicación.
Junto                   con                  la
conversión,  es  la mascarada  en  la  cual es  más  común  que lleguen  a  la  consulta.


Porque se trata de una
circunstancia                    que
genera
incomprensión, odio y dolor.
Básicamente  es  un
reclamo,
generalmente enojado, que hace el sujeto por haber sido excluido de
la situación de deseo.
Volvamos  a  la  escena


que  utilizamos  para
ejemplificar la intriga. Si  aquella  mujer  que alimentó  el  interés  de su pareja por su amiga y  de  ella  por  él,  los hubiera dejado a solas para ir a comprar algo
              terminar                    de
arreglarse  y  al  volver
los                           encontrara
besándose,  estallaría


de rabia, de angustia y
se                                      sentiría
descolocada.  Incluso podría  preguntarse:
«¿Cómo            pudieron
hacerme  esto?»  —sin registrar  su  necesaria participación  en  el armado  de  la  escena —,  y  vendría  a análisis  destrozada  en un  estado  al  que


llamamos
reivindicación.
Pero  ¿de  qué  se quejaría  en  verdad? De  que  la  hayan dejado  fuera  de  la situación de deseo. Su amiga  y  su  novio  la excluyeron,  como  si ella  no  importara, como  si  no  fuera nadie.  Diría  Débora:


«Si te he visto, no me
acuerdo».  Y  además, como  si  esto  fuera
poco,                concretaron.
Intentaron  satisfacer un  deseo  que  ella necesitaba  que  se
sostuviera
insatisfecho.
En  el  marco  del
análisis                 también
puede  darse  que  un


paciente  reaccione  de
este  modo.  Esto  suele ocurrir  cuando  el
analista                                        es
excesivamente
neutral;                          cuando
pareciera  ser  que  no desea  nada.  Entonces puede  ocurrir  que  se enoje,  que  nos  diga que no nos importa lo que tiene para decir, o


que  no  lo  tenemos  en
cuenta.
Por  eso,  en  casos como  estos,  y  con
muchísima
precaución, a veces es necesario  perder  un
poco                   de                   esa
neutralidad                         que
caracteriza  al  analista. ¿Qué  quiero  decir? Que en ocasiones, con


pacientes  histéricos,
no                   está               mal
mostrarnos  un  poco deseantes,  poner  en duda  nuestro  saber, aparecer  humanos  y falibles,  es  decir: como  alguien  capaz de desear.


Las mascaradas en
Débora


La provocación quizás sea la  que  más  fácilmente podamos  ubicar  en  ella. Todos  sus  rituales  al  llegar  a sesión,  el  modo  en  el  que humedece  sus  labios,  como juega  con  su  pelo,  el  acto  de mirarse  en  el  espejo,  como


diciéndome que hay algo para
observar en ella.
Al  citar  a  Nelson Rodrigues dice que hasta para pronunciar  su  nombre  hay que  estar  dispuesto  a  mover muchos músculos de la boca, o  en  el  momento  en  el  que manifiesta  saber  que  le  gusta a  los  hombres,  que  los
«calienta»,              se                   pone
claramente  en  el  lugar  de  ser


quien  tiene  algo  que  los
demás desean.
Cuando  esto  ocurre,  se muestra  completa,  una  mujer a  la  que  no  le  falta  nada. Teóricamente  diríamos  que, en esos momentos, Débora se
presentifica                   como                 la
poseedora  del  falo.  Y  aclaro que  llamamos  falo  a  todo aquello  que  es  capaz  de suscitar el deseo en otro.


En  la  sesión  en  la  que
refiere  a  su  debut  sexual  con el profesor, vemos interactuar la provocación, la intriga y la reivindicación.
La  primera  aparece cuando  habla  de  sí  misma: «yo  era  una  yegua.  Tenía  el culo  acá  —se  señala  la  nuca —,  las  tetas  perfectas,  la  piel joven  y  divina.  Era  la princesa  de  la  escuela,  la


mina  que  todos  querían
cogerse».
Es  claro  que,  a  pesar  de tener  diecisiete  años,  ya  se consideraba  una  mujer  capaz de excitar a un hombre.
La  intriga  entra  en  juego cuando narra cómo fueron los sucesos  durante  el  viaje  de egresados.  Fue  ella  quien  se emborrachó,  quien  quiso  irse del  boliche  antes  que  sus


compañeras,  quien  se  hizo
acompañar por su profesor, lo sedujo y finalmente se acostó con  él.  Sin  embargo  se presenta  como  si  no  hubiera tenido  nada  que  ver.  El responsable  fue  él,  que  quiso acompañarla,  se  le  insinuó  y la «desvirgó». Llega, incluso, a  responsabilizar  a  la  noche, que  era  tan  «linda  y romántica». Todos tienen que


ver,  menos  ella  que,  como
dice, fue «una pobre boluda».
Al  volver  del  viaje  y encontrarse con que la actitud del hombre no fue la que ella
esperaba,                   aparece                    la
reivindicación.                   Estalla
enfurecida  y  arremete  contra él.  Arma  una  nueva  intriga para  lograr  que  el  padre  de una  compañera  se  entere  y conseguir así que lo echen del


colegio y de su casa.
Obviamente,                 tampoco
tuvo  nada  que  ver,  sino  que toda la culpa fue de él que no se  cuidó  de  generar  falsas expectativas.
No era así.
La  histérica  nunca  es
inocente,  pues  su  estructura participa  activamente  de  lo que provoca y lo sostiene aun en ausencia.


La  conversión  es  una
constante  en  ella,  aunque  no me  haya  explayado  mucho acerca  de  esto.  Pero  casi
siempre                      está               tensa,
contracturada  y  con  dolores de cabeza.


Débora intentó repetir con su  jefe  lo  mismo  que  venía haciendo  desde  muy  chica, pero  en  esta  ocasión  fue


desenmascarada.                                  La
intervención  del  hombre expuso  su  juego  de  un  modo descarnado, pero esta vez, en lugar de ir contra él en busca de  una  nueva  reivindicación, sintió  vergüenza  y  se cuestionó  su  actitud.  Cambió de  empleo  y  buscó  un  modo diferente de proceder.
Al  fin  de  cuentas,  de  eso se trata en un análisis. De que


el  paciente  cambie  sus
reacciones  patológicas,  de que  se  haga  cargo  de  la responsabilidad  que  le  cabe en  las  cosas  de  las  que  se queja.  (O  dicho  de  otra manera: de que allí donde Eso —el síntoma— era, un Sujeto nuevo pueda advenir).

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