miércoles, 1 de abril de 2015

LOS PADECIENTES-VII-VIII-IX

VII —Señor, lo perdí. —¿Cómo que lo perdió? —Sí, dobló por una calle que me quedaba en contramano y se fue hacia la avenida Cabildo. Tuve que pasarme una cuadra para retomar y cuando pude girar ya no estaba. —¿Se fijó bien? —Sabe que es una pregunta inútil, pero no puede evitar hacerla. —Sí, por supuesto. Intuyo que debe haberse metido en el subte. ¿Qué hago, voy para su casa? Piensa un instante. —Sí, vaya, y hágame un favor. —El que quiera, señor. —Esté más atento y no sea tan pelotudo. Duda si responder o no. Al final lo hace. —Sí, señor, se lo prometo. El hombre de ojos claros corta el teléfono enojado y con la sensación de que va a tener que encargarse personalmente de este tema. Mira su reloj, son las siete de la tarde. Con un poco de suerte, Rouviot estará ya en su casa y habrá dejado de jugar al detective por ese día. Al menos eso espera, por el bien de todos. VIII Helena deja las dos tazas de café sobre su escritorio. Del otro lado, José la mira preocupado. —Vamos a tener que pararlo. No pude seguir metiendo la cuchara en este asunto. Ella asiente. —Yo intenté hablar con él, pero no me escuchó. Parece obsesionado con este tema de Vanussi. Creo que no fue una buena idea involucrarlo. —Tenés razón, pero jamás pensé que iba a dispararse como lo hizo. Sólo tenía que llenar una carilla con datos y poner su firma para convencer al juez de que no enviara a Javier a una cárcel común. Sólo eso —se interrumpe—. ¿Por qué mierda tuvo que meterse a investigar cuál era la verdad de la historia? —Me extraña tu sorpresa. Vos lo conocés y sabés cómo es cuando algo se le mete en la cabeza. —Helena —le clava la mirada—, ahora, con el diario del lunes, es fácil echarme la culpa. Pero sabés muy bien que nadie accede a Pablo sin pasar antes por vos, y Paula no fue la excepción. De modo que en esta cagada estamos juntos. Por eso mismo, ¿por qué en vez de culparnos uno al otro no vemos cómo podemos terminar con esto cuánto antes? —¿Se te ocurre algo? —No. ¿Hablaste con Fernando? —No me pareció necesario. —A mí sí. Perdón por la obviedad, pero tres cabezas piensan más que dos. Además, él también tiene su parte en todo esto, ¿no? Helena no dice nada, pero sabe que José tiene razón. Algo van a tener que hacer. Y pronto, si no quieren que sea demasiado tarde. IX Abre la puerta y se encuentra con los ojos grises que lo miran detrás de los lentes. Él le sonríe y se hace a un costado. —Pasá. —No hace falta que te molestes —contesta a la vez que abre su cartera. Saca de ella el sobre y se lo ofrece. Pablo lo toma y vuelve a mirarla. —Está bien, señorita Vitali. Muchas gracias por haberse molestado hasta acá. Ahora bien, me gustaría hablar con Luciana. ¿Podemos dejarla pasar o tengo que esperar a que salgas del edificio, llamarte por teléfono y pedirte que vuelvas a entrar para separar las cosas? Ella sonríe a la vez que entra y cierra la puerta tras de sí. Se acerca, le acaricia el pelo y lo besa. Es un beso largo, interminable. Ambos estaban esperando este momento. Pablo deja caer el sobre y la abraza. La cercanía de su cuerpo le devuelve una sensación de vida que estaba necesitando. Luciana siente como la lengua de Pablo recorre su boca y sus dientes la muerden suavemente en tanto que las manos bajan por su espalda hasta acariciar sus caderas. Se está excitando. Él le levanta el vestido gris claro y mete la mano debajo de la ropa interior. El contacto de su piel le produce un leve estremecimiento. Lo deja hacer sin oponer la menor resistencia. ¿Para qué entrar en ese juego histérico? Ella no es así. Lo desea. Que él haga con ella lo que quiera. Pablo baja el cierre del vestido y lo desliza por los hombros. El vestido cae al piso, justo encima del sobre. Luciana no lleva corpiño, por lo cual sus pechos quedan a la vista. Ella está excitada. Mejor, porque él también. La besa y ella cierra los ojos, levanta una pierna para ayudarlo. A Pablo ese momento siempre lo estremece. Porque sabe que cuando una mujer colabora para que él la desnude, le está diciendo que lo desea. Recuesta a Luciana en el sillón y se arrodilla en el piso. Ella le envuelve la cabeza con sus piernas y se mueve con lentitud. Él la huele y, por primera vez en mucho tiempo, no siente el deseo de que ese olor sea el de Alejandra. Sus manos se estiran hasta apretar los pechos duros y suaves y el movimiento de Luciana comienza a acelerarse. Escucha sus gemidos. Pero ella lo detiene. Lo separa apenas y lo mira. —No, esperá. —¿Qué pasa? —Penetrame, por favor. Quiero sentirte adentro. Pablo escucha el pedido, la súplica y siente cómo la libido se dispara en cada una de las células de su cuerpo. La toma de la mano y la lleva hacia el cuarto. A los pocos segundos está dentro de ella, la toca, la muerde, la aprieta. Ella lo deja hacer todo lo que quiera. Siente que esto es algo diferente en su vida. No sabe cuánto va a durar, pero en este momento tampoco le importa demasiado. Lo único importante es que está allí, con él, en su cama, en su cuerpo. Siente venir el orgasmo y lo demora unos segundos hasta que se da cuenta de que ya no quiere retenerlo. —Acabá conmigo —le pide. Y él, obediente, la aprieta aún más contra sí. No es un momento muy largo, dura apenas unos segundos. Pero no otra cosa es la eternidad, apenas un segundo en el que el pasado, el presente y el futuro se cruzan de una manera maravillosa y fatal. El grito de Luciana retumba en el departamento. Después, todo es silencio. En el cuarto apenas se perciben sus respiraciones que, de a poco, se van haciendo más lentas y sus cuerpos húmedos que no pueden separarse todavía. En el piso del hall de entrada, el vestido descansa indiferente; debajo espera el sobre que, por el momento, ha perdido para él toda importancia

No hay comentarios:

Publicar un comentario