miércoles, 1 de abril de 2015

LOS PADECIENTES-XV-XVI-XVII

XV José mira su reloj por quinta vez en diez minutos. Hace casi una hora que están sentados en un banco de madera frente al mostrador de la comisaría. Detrás de éste, dos agentes conversan poco y sin demasiado entusiasmo. Cada tanto uno de ellos toma una hoja y tipea algo en una vieja máquina de escribir. Una vez terminado este proceso deja la hoja a su derecha, encima de la anterior. El otro mira de a ratos el televisor que se encuentra en uno de los rincones mientras los observa con disimulo. Hay algo en esa mirada que a Pablo no le gusta. A lo mejor sólo tenga que ver con que las comisarías lo ponen nervioso. Tal vez sea su imposibilidad de desarmar la asociación entre uniforme y represión, o quizá simplemente fuera el código lingüístico que se maneja en ellas, tan preciso y por eso mismo, tan extraño e inhumano. En lugar de decir sí, dicen afirmativo, un hombre es un masculino y quien se sienta frente a ellos pierde instantáneamente su identidad y pasa a convertirse en “El declarante”. José se mueve nervioso en el banco, se acomoda y mira una vez más su reloj. Pablo lo observa de reojo con la cabeza gacha. —¿Qué pasa? —Que hace una hora que nos tienen esperando sin darnos bola. —¿Y qué esperabas, que nos pusieran una alfombra roja? —José lo mira. —Gitano, este tipo no tiene ganas de recibirnos, lo hace forzado por un pedido de arriba y ésta es su manera de cobrarse la molestia, de hacernos sentir que acá manda él y que, a pesar de la recomendación que nos abrió su puerta, nos va a atender cuando quiera y como quiera. Es un gesto comprensible. Es un hombre acostumbrado a mandar, no a obedecer. De modo que armémonos de paciencia y mantengámonos lo más tranquilos que nos sea posible. El tipo intenta marcar territorio y desgastarnos con esta espera. Vos sabés, alguien a quien se hace esperar se pone ansioso, se siente ofendido, herido en su narcisismo y, bajo los efectos del enojo, es menos lúcido, y es allí donde el otro saca una pequeña ventaja. —¿Pero qué ventaja puede querer obtener sobre nosotros? No venimos a acusarlo de nada. —Pero él no lo sabe todavía. En realidad no tiene la menor idea de lo que queremos y qué lugar ocupamos en esta historia. —No me asombra, yo tampoco tengo respuesta a esa pregunta. —Pablo sonríe. —Decime, ¿vos me trajiste hasta aquí sólo para que te hiciera de chofer, porque soy el analista de Paula, porque sentís que yo te metí en todo esto y te estás vengando o por alguna otra causa que desconozco? —Por todas esas cosas al mismo tiempo. Necesitaba alguien que me trajera rápidamente hasta aquí, no podía perder tiempo. —José amaga a hablar, pero Pablo lo detiene. —Ya sé… no me mires así. No es el momento para que me recuerdes que yo podría tener mi propio coche. Pero sabés que odio manejar, de modo que te lo pedí a vos que sos mi amigo. Además, como bien decís, algún costo tenés que pagar por haberme metido en este quilombo. —No fue mi intención. —Sin justificaciones, licenciado, hágase cargo de las consecuencias de sus actos. —Sonríen. —Por otra parte, el hecho de que seas el analista de Paula hace que tengas algunos datos que podrían ser fundamentales para que yo tome una decisión final sobre si ser o no perito de parte en este caso de mierda. —Con respecto a eso… —No me hinches las pelotas con lo del secreto profesional otra vez. Sabés que el código de ética nos permite tener un margen de flexibilidad en ciertos casos en los que sea necesario. Y me parece que éste es uno de esos casos. —Voy a pensarlo. —Y por último, sos analista y sabés que confío plenamente en tu lucidez. Bueno, voy a necesitarla en esta entrevista. —¿Qué pasa —bromea—, el gran licenciado Rouviot no confía en su propia capacidad de escucha? Quién lo hubiera dicho. Después de todo no sos tan omnipotente como se dice por ahí… Pablo lo mira seriamente. —Gitano, ¿vos sabés por qué por lo general los interrogatorios los llevan adelante dos personas y no una? Piensa. —Supongo que por esto que me estás diciendo, porque dos cabezas perciben más que una. —Mmmm, esa respuesta no es del todo correcta. —Bueno, por ese juego de policía bueno-policía malo, entonces. —Sí, eso está bien. Pero hay algo más. —José lo interroga con la mirada. —La persona que pregunta acapara la atención del interrogado, y esto hace que deba cuidar mucho sus gestos, su tono de voz y que disminuyan sus posibilidades de mirar todo libremente sin ser observado y sin despertar una actitud de alerta, cuando no de paranoia, en el otro. Entonces, el segundo, desde un lugar de menor exposición puede dedicarse a obtener información que puede ser muy valiosa y que hace a lo gestual, a las características del lugar y a muchas otras cosas que suman a la hora de hacer una evaluación total de la entrevista. Bueno, eso quiero que hagas. Que estés atento y no te pierdas ningún detalle de lo que ocurra allí adentro. Se hace un breve silencio. —Bueno, al menos no soy sólo el remisero de esta historia. No dicen nada más. A los pocos minutos suena uno de los teléfonos del mostrador. El agente que escribe a máquina responde. Al parecer el otro ha sido capturado por un partido de fútbol de primera B. —Sí, señor… Por supuesto… Inmediatamente… El agente se pone de pie detrás de su máquina de escribir y les habla por primera vez. —Por aquí, por favor. El subcomisario Bermúdez los va a recibir ahora. —Muchas gracias —responde Pablo con cortesía. José siente que un calor le sube por el cuerpo. También él, como su amigo, odia estos lugares. El agente los conduce por un pasillo oscuro y húmedo hasta una oficina. Golpea la puerta y espera. Le responde una voz clara y firme. Pablo inspira profundamente e intenta relajarse. Sabe que no va a tener muchas oportunidades como ésta, y no quiere desaprovecharla. El agente abre la puerta y se les adelanta invitándolos a pasar. Del otro lado del escritorio los recibe una mirada fría, distante y enérgica. Pablo siente que esto no va a ser nada fácil. No se equivoca. XVI Bermúdez es un hombre de unos cincuenta y cinco años. Su gesto es seguro y aplacado, aunque revela una tensión que no llega a disimular. Esa tensión que muchas veces antecede a la acción. Ese estado al que suele denominarse estrés. Pablo ha pensado mucho sobre ese tema. Por lo general se habla del estrés como de algo negativo, pero él sabe que no siempre es así. Porque esta alteración psíquica y física genera un estado de alerta que prepara al cuerpo y a la mente para actuar con rapidez ante circunstancias límites. Por lo general, en situaciones de combate, atentados o accidentes masivos, los que sobreviven son aquellos que se estresan con mayor rapidez. Sus corazones se aceleran, sus músculos entran en tensión y su percepción se hace más aguda, y esto les permite actuar como si las cosas estuvieran sucediendo, para ellos, en un tiempo mucho más lento que para los demás. Obviamente que, debido al gran gasto de energía que supone, este estado de estrés no puede sostenerse durante mucho tiempo sin pagar un alto costo. Y es allí donde aparece ese otro costado negativo que lo vuelve una patología. Estresarse a tiempo puede salvar una vida, pero vivir estresado la vuelve insoportable. Pablo lo mira y se da cuenta de que Bermúdez está estresado, lo cual indica que está preparado y atento a lo que está por ocurrir. Pero no le extraña, él también lo está. Bermúdez tiene unos ojos claros que desentonan con el resto de su persona. No se trata sólo de que su gesto algo desagradable, su bigote ya en desuso o sus muchos kilos de más no concuerden con sus ojos, sino que toda su postura genera un cierto desagrado. No viste uniforme. Una camisa clara y un pantalón gris intentan darle un aire relajado y casual y, en el perchero, descansan un saco negro y una corbata de color rojo. Pablo estira su mano a modo de saludo. —Mucho gusto, subcomisario. Yo soy el licenciado Pablo Rouviot. Su amigo hace lo propio. —José Heredia, encantado. Bermúdez estrecha sus manos sin levantarse de su sillón y les indica que se sienten. —Antes que nada quiero agradecerle la gentileza de habernos recibido. Imagino que sus ocupaciones no son pocas, ya es tarde y sé que no es una hora agradable para hablar de estas cosas. —Ninguna hora es agradable para hablar de estas cosas. —Lo mira. —Licenciado, yo no sé cuál es la relación que ha tenido usted con la muerte. Pablo se asombra. Siente que Bermúdez pegó primero y eso no le gusta. —Bueno, he trabajado en una clínica en el área de terapia intensiva infantil durante algún tiempo, acompañando a los pacientes y sobre todo, conteniendo a los familiares y vi morir a muchos chicos en ese lapso. No fue una experiencia agradable. —Lo que cuenta es muy conmovedor —dice apático—, pero no tiene mucho que ver con este otro lado de la muerte. —Pablo lo interroga con la mirada. —La muerte no es siempre la misma cosa, aunque lo parezca. Donde usted trabajó, los pacientes se mueren rodeados de enfermeras que los cuidan, médicos y familiares que, seguramente, rezan en la capilla del sanatorio. En cambio, la muerte con la que yo convivo es muy diferente. Mis muertos se mueren solos, aterrorizados, y lo último que ven no es la cara de un familiar o de su médico, sino la de su asesino. Se van al otro mundo con la imagen de la persona que decidió poner fin a su vida grabada acá —se golpea repetidamente la frente con el dedo índice de su mano derecha—. Yo no sé si hay otra vida después de ésta, pero si la hubiera, supongo que no deben llegar allá con la misma cara que sus muertos. ¿Quieren saber de lo que hablo, les gustaría ver cómo es esa cara? En un rápido movimiento saca una carpeta del cajón de su escritorio y extrae de ella una serie de fotos que despliega frente a ellos. —Miren. Ambos sienten el impacto. Son fotos de cadáveres. Algunos están desnudos, seguramente sacadas en la morgue, otros en el estado en el que fueron encontrados en el lugar mismo del crimen. A un hombre le falta un ojo y su mandíbula está partida. Algunos muestran gestos de dolor, otros se ven angustiados, los más apenas si muestran la degradación a la que nos somete la muerte después de algunos días. Pablo siente que lo que tiene delante de sus ojos se parece mucho a los rostros que imagina debe haber en el infierno. Bermúdez separa una de las fotos y la coloca encima de las demás. —¿Ve este cadáver? —una masa desfigurada y sanguinolenta impide reconocer todo gesto humano—. Pertenece a una mujer. Una joven de veintiséis años que fue violada y luego asesinada a palos por un hijo de puta que no tuvo con ella ni el menor gesto de piedad. —Mira a Pablo con sus ojos claros y un gesto triunfal. —Yo no sé cuánto sufrirían sus chiquitos, licenciado, pero le juro que la muerte tiene aristas que usted ni siquiera ha sospechado en sus peores pesadillas. ¿Está seguro de querer adentrarse en ese mundo? Porque le aseguro que una vez que uno lo hace, ya no puede volver atrás y olvidar lo que ha visto. Y la vida, se lo juro, jamás vuelve a ser como era antes. “Bermúdez y la puta que te parió…”, piensa Pablo. No sólo pegó primero sino que siguió pegando y lo tiene casi de rodillas. Algo debe hacer para salir de ese lugar de chico asustado al que el subcomisario lo condujo. Toma aire, levanta la última foto y la acerca a sus ojos intentando contener la repulsión que siente. La mira detenidamente, como si estuviera analizando cada uno de los detalles que se presentan ante sus ojos. —Por las palabras que eligió y el tono de su voz deduzco que todavía no pudo encontrar al asesino, y la tensión que manifiesta en su mirada indica que está enojado consigo mismo por no haber podido atraparlo aún. Lo atormenta pensar que el hombre que hizo esto anda todavía libre, caminando entre la gente, tal vez eligiendo pacientemente cuál será su próxima víctima mientras usted está aquí, en su oficina, capturado por una foto y un crimen que no puede resolver. —Hace un silencio. —Si me permite una opinión, me parece que está equivocando su búsqueda. —Lo mira a los ojos. —Creo que no debería rastrear a un hombre como el causante de este crimen, mientras le señala la foto con el dedo. Bermúdez se pone inesperadamente serio. Las palabras de Pablo lo sorprenden. Se siente como un boxeador descuidado que viendo a su contrincante ya vencido se acerca displicentemente a rematar su faena con la guardia baja y recibe un último y desesperado manotazo que le da en pleno rostro y lo manda a la lona. —Pero… ¿qué está diciendo? Le dije que la víctima fue violada. Hay pruebas que muestran que hubo penetración y encontramos restos de semen. No creo que eso sea algo que pueda hacer una mujer, ¿no le parece? —No, seguramente. Pero, por lo que veo, aquí no se ha cometido un delito sino dos. El primero, como usted bien dice, es la violación de la víctima, en el cual es evidente participó al menos un hombre. Pero hay un segundo delito que es el posterior asesinato de la mujer. Y permítame decirle que la saña con la que éste fue llevado a cabo muestra un odio pasional y descontrolado que, psicológicamente, es más esperable que provenga de una mujer que de un hombre. —Pablo da vuelta la foto y la coloca delante de los ojos de Bermúdez, casi en sus narices. —Mire bien ese rostro, o lo que de él ha quedado. Mire esos ojos. ¿Ve el horror y el espanto que traslucen? —Se detiene. —Eso nos dice que la víctima no fue desfigurada después de muerta para intentar dificultar su reconocimiento. No. Fue golpeada en vida. La persona que lo hizo quería que sufriera hasta el último segundo. —Se detiene nuevamente. —Es cierto que en este delito ha participado un hombre, pero creo que para llegar a él deberá primero encontrar a la mujer. Alguien de personalidad inestable y contradictoria. —Vuelve a mirar la foto de manera casi profesional. —No hubo un plan en esto que hizo, fue una descarga emocional desmedida e incontrolada. Pero no permita que eso lo engañe. No busque a una mujer de carácter fuerte y prepotente. Por el contrario, tal vez se trate de alguien tímido y reservado, pacífico incluso. Una de esas personas que despiertan lástima más que odio… hasta que uno ve qué cosas son capaces de hacer… Pablo deja la foto en el escritorio justo frente a los ojos claros de Bermúdez que, en silencio absoluto, no deja de mirarla. El clima se ha vuelto pesado y sombrío. Pablo mira a José, que se muestra tan incrédulo como el policía por lo que acaba de presenciar, y le hace un gesto con los ojos invitándolo a registrar todo lo que los rodea. Luego de una larga pausa retoma la palabra. —Pero no quiero retenerlo más de lo debido, subcomisario. Solamente quiero saber qué puede decirme del asesinato de Roberto Vanussi. Bermúdez se acomoda en su sillón y por un momento sus ojos se detienen en los de Pablo. Ninguno de los dos pestañea, y por primera vez siente que mira con respeto al hombre que tiene sentado frente a él. —¿Qué es lo que quiere saber? —Lo dejo librado a su criterio. Usted sabrá qué decirme. —El cuerpo de Vanussi fue encontrado hace un par de semanas. Había sido envuelto en una bolsa de arpillera y arrojado en una pequeña laguna al costado de la ruta. El hallazgo lo hizo un chico que andaba paseando por la zona. No hubo intento de disimular la identidad de la víctima y bastó una pequeña sequía para dejar el cuerpo al descubierto, lo cual hace suponer que el asesino no es alguien experimentado. Es probable, incluso, que éste sea su primer crimen. La manera de deshacerse del cuerpo fue tan torpe que fue un milagro que no lo descubriéramos antes. ¿Quieren ver las fotos? —No, no se moleste. Me basta con lo que usted pueda decirme. —La autopsia determinó que la muerte ocurrió a causa de heridas originadas por un elemento cortante, una cuchilla más específicamente. Tenía cortes en el cuerpo, torpemente infligidos —José lo interroga con la mirada. —Verá, un asesino con experiencia no lastima tanto a su víctima. Sabe dónde tiene que herir y no pierde tiempo. Sabe que el tiempo juega en su contra e intenta resolver todo con la mayor rapidez posible. En este caso, el occiso tenía más de diez heridas y sólo una de ellas fue la causante de la muerte. Del resto se podría haber recuperado luego de un par de días de cama y algunos antibióticos. Pero hubo una herida, fruto más de la casualidad que de la precisión, que tocó un punto vital y le causó la muerte. Se calcula que el asesinato fue cometido hace unos cuarenta o cincuenta días, fecha que coincide con la última vez que la víctima fue vista con vida. Es más, creo que podría precisar la fecha exacta del crimen. —¿Por qué? —Verá, Roberto Vanussi tenía un pasaje para viajar a Francia. El día anterior a esa fecha realizó sus actividades normales y después nadie volvió a verlo. En apariencia todos creyeron que había partido y por eso nadie denunció su desaparición. Pero lo cierto es que nunca tomó ese vuelo, lo cual hace suponer que ésa fue la fecha del asesinato. —¿Y cómo se llega a la conclusión de que el asesino fue su hijo? —pregunta José. —Como les decía, el crimen estuvo muy mal encubierto. El cuerpo estaba a poca distancia de la casaquinta de Vanussi. Se ve que al asesino el cuerpo le quemaba. Es posible que el miedo lo llevara a deshacerse de él lo antes posible. La torpeza con la cual fue envuelto y algunos rastros sugieren que fue arrastrado por una sola persona. Incluso detectamos un golpe en la cabeza, posterior a la muerte, que indica que el cuerpo no podía ser manipulado con comodidad. Cuando registramos la propiedad, encontramos restos casi imperceptibles de sangre que iban desde la casa hasta unos árboles cercanos. Sangre que, por supuesto, coincidía con la de Vanussi. Al parecer la víctima no murió al instante sino que intentó escapar arrastrándose hacia la salida sin conseguirlo. Encontramos también sangre de la víctima en el baúl de un automóvil propiedad de la familia. —¿Cómo lograron reconstruir estas cosas siendo que la investigación se llevó a cabo tanto tiempo después de la muerte? —pregunta José. Bermúdez sonríe. —Denos algún crédito, no sólo los psicólogos son capaces de ver más allá de lo evidente. También nuestra gente es muy idónea a la hora de hacer su trabajo. Pablo asiente. —Hasta ahora, me ha convencido de que Vanussi fue asesinado en su propia casa, pero nada de lo que dijo indica que Javier fuera el autor del crimen. —Encontramos el arma homicida enterrada en un cantero de la casa. Obviamente tenía sus huellas digitales y restos de sangre de su padre. Piensa unos segundos. —Pero tratándose de un elemento perteneciente al hogar, ¿qué tiene de extraño que sus huellas estuvieran en la cuchilla? Bermúdez sonríe y lo mira de un modo casi ingenuo. —Licenciado, me parece que hay un detalle fundamental que usted desconoce. —No entiendo a qué se refiere. —Cuando se enteró de la aparición del cadáver, Javier Vanussi, antes de intentar suicidarse, dejó una nota en la que confesó haber sido el asesino de su padre. Esta vez sí Pablo siente el golpe de nocaut. ¿Cómo nadie lo había puesto al tanto de esto? Se siente un estúpido por desconocer un detalle tan obvio e importante. Sin embargo, como quien mira entre la niebla, algo que cree percibir en esos ojos claros que desentonan con el resto lo lleva a hacer una pregunta. —Subcomisario, usted es un hombre que ha visto cientos de crímenes en su vida, ha mirado el rostro de las víctimas y también el de los asesinos. Sin dudas confía, y con razón, en su propio instinto y sabe, además, que esta conversación que estamos teniendo en realidad nunca ha sucedido. — Bermúdez asiente. —Quiero saber su opinión, por favor. Más allá de esa confesión, ¿usted cree que Javier Vanussi asesinó a su padre? Bermúdez lo mira fijamente. Ni una sola palabra sale de su boca. No hace falta. Pablo entiende perfectamente cuál es la respuesta a su pregunta. XVII Son casi las once de la noche. Hace mucho que nadie lo llama a esa hora. Atiende el teléfono con más intriga que fastidio. —Hola. —¿Doctor Rasseri? Disculpe la molestia, le habla Pablo… Pablo Rouviot. —Silencio. —Espero no haberlo despertado. —No, no lo hizo. Pero dígame a qué debo el sorpresivo honor de su llamada. Pablo mide el alcance de cada una de las palabras que va a usar. Sabe que lo que va a solicitarle a Rasseri es algo a lo que puede oponerse con justa razón y debe ser especialmente cuidadoso. —Verá, realmente nuestra charla de hoy ha sido muy importante para mí y agradezco la generosidad con la que me ha tratado. —Aprecio su comentario, pero algo me dice que no me está llamando a esta hora sólo para darme las gracias. —Es cierto, doctor, necesito pedirle un favor y no quisiera que lo tomara como un abuso de confianza de mi parte. “Basta”, se dice a sí mismo. Él vio el afecto y el cuidado con el que Rasseri trató a Javier y sabe que el chico le importa. En un segundo decide dejar de lado los manejos para conseguir lo que quiere y hablar con la verdad. —Doctor, necesito poder hablar con Javier Vanussi. Se hace un silencio molesto que a Pablo le resulta eterno. —Licenciado, usted habrá notado que el paciente no está en condiciones de hablar con nadie. —Sí, por eso mismo lo molesto. Quiero solicitarle que lo saque de ese estado de coma inducido. Necesito hablar con él al menos una vez. —Pablo, ¿se da cuenta de lo que me está pidiendo? —Por supuesto, y sé también lo difícil que debe ser para usted tomar esa decisión. Pero es el único que puede hacerlo. Rasseri no responde y Pablo percibe en este silencio la ambivalencia que se está jugando en él. Es el momento de presionar. —Doctor, voy a hablarle con toda la confianza del mundo. Dada la situación, cualquier perito psicólogo, por inexperto que fuera, podría demostrar sin demasiado esfuerzo que Javier no está en condiciones de ir a una cárcel común y conseguir que fuera encerrado en una clínica psiquiátrica por el tiempo que dure la condena. Pero, ¿sabe qué? Hay algo que no me deja en paz. —¿De qué se trata? —Tengo miedo de que tras la apariencia sencilla del caso se esconda algo más y se termine cometiendo una injusticia. —¿Me está diciendo que usted cree que Javier debería ir a una prisión ordinaria? —No, le estoy diciendo que tengo serias dudas de que haya sido el asesino de su padre y merezca cumplir una condena, cualquiera fuera el lugar de ésta. Y sólo tengo una manera de averiguarlo. Necesito hablar con él. —Pablo, lo que me dice es muy grave. —Lo sé. —Además debería hacerse un trabajo paulatino para sacar a Javier de ese estado. Sé que no es psiquiatra, pero no se le escapa que no es algo que pueda hacerse de un segundo para otro. —¿Y cuánto tiempo llevaría este proceso? —Entre veinticuatro y cuarenta y ocho horas. Menos del que Pablo tenía en mente. Evidentemente desconoce muchas cosas acerca de los tratamientos psiquiátricos. —Me parece bien. ¿Cuento con eso? Silencio. —Déjeme evaluar su pedido. Ha logrado quitarme el sueño por esta noche y dudo de poder pensar en otra cosa, por lo que calculo que mañana podré darle una respuesta. —Lo comprendo. —Mi asistente, Luciana, va a llamarlo. Imagino que la recuerda. Intenta que su voz suene neutra. —Sí, por supuesto. —Bueno. Mañana entonces tendrá una contestación. —Muchas gracias por considerar, al menos, mi pedido. —Pero antes, dígame algo. Culpable o inocente, lo más probable es que Javier pase muchos años internado, si es que no es ése su destino para toda la vida. Entonces… ¿qué busca obtener con todo esto? Pablo responde con toda sinceridad. —La verdad, doctor. Sólo eso. —¿No importa a quién perjudique con ella? —No. —Comprendo… Bueno, Luciana lo va a llamar mañana y le va a comunicar mi decisión. —Gracias. Espero el llamado, entonces. Corta y calla. Rasseri es, efectivamente, una buena persona, independientemente de que acceda o no a su pedido. La voz que viene del otro lado de la mesa lo vuelve a la realidad. —¿Y, qué va a hacer? —Lo que le dicte su conciencia. —¿Y mientras tanto qué hacemos nosotros? Sonríe y se recuesta en la silla. —Cenar, tomarnos un vino, intentar relajarnos… y pensar. José asiente aliviado y llama al mozo.

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