«El universo es una inmensa
perversidad hecha de ausencia. Uno no está casi en ningún lado. Sin embargo, en medio de las infinitas desolaciones hay una buena noticia:
el amor.»
ALEJANDRO DOLINA
¿Qué es la Pulsión de Muerte?
(o por qué elegimos sufrir)
Sería difícil desarrollar un concepto tan complejo en el
ámbito de un libro que,
como éste, no apunta al desarrollo de la teoría psicoanalítica. Para los
que sientan interés en el tema los remito al texto «Más allá del
Principio del Placer», de Sigmund Freud.
Pero digamos al menos que, así como desde lo biológico
nacemos con el germen de nuestra propia destrucción, es decir, que llevamos en
nosotros la información que le indica a nuestras células que debemos envejecer
y morir, también desde lo psicológico tenemos una fuerza que
apunta al aniquilamiento personal.
En capítulos anteriores lo llamamos Inconsciente
Estructural. Básicamente es una fuerza que nos impulsa a
elegir lo que va a hacernos mal y a repetir esa elección una y otra vez.
Por eso es que solemos relacionarnos de un modo enfermo y
es a partir de ese modo como aparecen los celos, la posesión, los amores
incondicionales o las relaciones violentas de las que hemos estado hablando.
Elegimos esos vínculos porque en algún punto nocivo
satisfacen a una parte de nosotros: a nuestra pulsión de
muerte. Pero el precio de esa satisfacción es nuestro sufrimiento.
Y este libro ha tratado de eso.
No ha sido mi intento el de volcar una mirada cínica sobre el amor, sino
intentar pensar un poco más acerca de una temática tan compleja e
importante sobre la que no hay un saber posible y en la que, sin
embargo, solemos comportarnos como si supiéramos perfectamente de qué se
trata.
Por eso, me pareció interesante que cuestionáramos esos
lugares comunes que atraviesan el decir cotidiano y que muchas veces nos hacen
tomar decisiones
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equivocadas.
No es cierto que el amor todo lo puede. No es cierto que
el que ama no puede engañar. No es cierto que a la relación amorosa no haya que
ponerle condiciones. No es cierto que el amor y el deseo vayan siempre de la
mano. Pero decir que todo esto no es cierto no implica
que sea imposible.
El arte de amar
Seguramente muchos hayan leído o al menos hayan escuchado
hablar del libro
de Erich Fromm llamado El arte de aviar. Les confieso que siempre me ha
gustado ese título. Porque pensar al amor como un arte es pensar al enamorado
como a un artista, como alguien que construye una obra, que la cuida, que
vuelve sobre sus pasos y se corrige, se mejora e intenta dar lo mejor de
sí para que el fruto de su trabajo sea algo noble y bello.
Ése y no otro es el desafío de toda persona que intenta
construir una relación sana, ya sea ésta una relación de pareja, de amistad o,
incluso, una relación tan primaria como la de padres e
hijos.
Este libro ha sido una invitación a reflexionar sobre el
amor, resistiendo la tentación de caer en los tópicos que lo idealizan y lo ven
como fuente de toda felicidad o como una fuerza que todo lo vence.
Lejos de eso, he tratado de pensar en el amor tal y cual
lo veo a diario atravesando la vida de los hombres, produciéndoles sueños
y desilusiones, placeres extremos y dolores insoportables.
En este breve recorrido hemos hablado de los celos y el
deseo, de la infidelidad y la violencia, de la pareja y la sexualidad, del
enamoramiento y la ilusión vana de hacer de dos uno.
No ha sido mi interés generar la idea de que el amor no
existe o de que es algo sin importancia. Pero ocurre que sólo una cosa es capaz
de producir tanta angustia y tanto dolor como la muerte, y
esa cosa es el amor.
Pero quisiera concluir este libro con el relato de un
suceso que recordé durante uno de aquellos encuentros, y que tiene que ver con
la historia de amor, de deseo y de sexo más fuerte
que conocí en mi vida.
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Me tocó presenciarla y, de algún modo, fui parte de esa
historia. Hoy quiero
compartirla con ustedes. Es mi manera de decirles que está perfecto
soñar con encontrar el amor. Siempre y cuando, el amor sea esto.
La vieja atorranta
Hace muchos años, cuando era un psicólogo muy joven,
trabajé en algunos
geriátricos. Era más o menos fácil conseguir trabajo en esos lugares,
porque no son muchos los profesionales que deseen trabajar con ancianos.
Prejuicios, o tal vez, una manera de protegerse. No es fácil ver morir a un
paciente y, por cuestiones obvias, en esas instituciones
es algo que suele ocurrir bastante seguido.
Recuerdo que en uno de los geriátricos en los que
trabajaba había una abuela de noventa y ocho años.
Yo hacía mi recorrida habitual, las visitaba en sus
habitaciones a todas, menos a ella. No quería incomodarla
porque era ya demasiado grande. Hasta que un día la
abuela me mandó a llamar y me dijo:
—Yo veo que usted viene siempre acá y que habla con
todas, menos conmigo, y me gustaría hacerle una pregunta. Dígame —me miró fijo—,
¿usted cree que porque
soy vieja yo no tengo nada importante que decir?
Me quedé callado unos segundos y me disculpé. Le dije que
no era eso lo que pensaba, sólo que no había querido molestarla.
—Escúcheme —me interrumpió—. Se habrá dado cuenta de que
ya no me
queda mucho tiempo, ¿no?
Asentí.
—Bueno, entonces ayúdeme. Tengo muchas cosas pendientes, y no quisiera
irme de este mundo sin haber al menos intentado hacer algo con eso.
A partir de ese día trabajamos durante casi un año
juntos. La abuela tenía mucho para hablar. Por suerte me lo pidió y espero haber
hecho lo suficiente por ella.
Pero no es ésa la historia que quiero contarles, sino
otra, ocurrida en otro geriátrico.
Muchos de ustedes trabajarán o habrán trabajado en alguna
institución, y
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sabrán que lo que tiene que hacer todo el que trabaja en un
establecimiento al
ingresar es ir a la cocina, porque la cocinera es la que está al tanto de
todo lo que pasa. Más que los médicos, incluso.
Llegué, entonces, una mañana, me dirigí a la cocina y,
como era habitual, le pregunté a la cocinera.
—¿Y, Betty,
alguna novedad?
—Sí, doctor —me llamó así aunque soy licenciado—. ¿Ya vio a la vieja
atorranta?
—No —le dije asombrado—. ¿Entró una abuela nueva? —Sí, una viejita
picarona.
Me quedé tomando unos mates con ella y no volví a tocar el tema hasta
que
entró la enfermera y me dijo:
—Gaby, ¿ya viste
a la atorranta? —No —le respondí.
—Tenés que
verla. Se llama Ana.
Lo primero que me llamó la atención fue que utilizara, para referirse a
ella, el
mismo término que había usado la cocinera: atorranta. Pero lo cierto es
que habían conseguido despertar mi interés por conocerla. De modo
que hice mi recorrida habitual por el geriátrico y dejé para el final la visita
a la habitación en la que estaba Ana.
En esa hora yo me había estado preguntando de dónde
vendría el mote de vieja atorranta. Supuse que, seguramente, debía ser una
mujer que cuando joven habría
trabajado en un cabaret, o que tendría alguna historia picaresca. Pero
no era así.
Cuando entré en su habitación me encontré con una abuela
que estaba muy deprimida y que casi no podía hablar a causa de la tristeza. Su
imagen no podía estar más lejos de la de una vieja atorranta. Me acerqué a
ella, me presenté y le
pregunté:
—Abuela, ¿qué le
pasa?
Pero ella no quiso hablar demasiado; apenas si me respondió algunas
preguntas por una cuestión de educación. Pero un analista sabe que esto
puede ser así, que a veces es necesario tiempo para establecer el
vínculo que el paciente necesita para poder hablar. Y me dispuse a darle ese
tiempo. De modo que la
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visitaba cada vez que iba y me quedaba en silencio a su lado. A veces le
canturreaba
algún tango. Y, allá como a la séptima u octava de mis visitas la abuela
habló:
—Doctor, yo le
voy a contar mi historia.
Y me contó que ella se había casado, como se acostumbraba en su época,
siendo
muy jovencita, a los 16 años con un hombre que le llevaba cinco.
Yo la escuchaba con profunda atención.
—¿Sabe? —me miró como avisándome que iba a hacerme una confesión—, yo
me casé con el único hombre que quise en mi vida, con el único hombre que
deseé en mi vida, con el único hombre que me tocó en mi vida y
es el hombre al que amo y con el que quiero estar.
Me contó que su esposo estaba vivo, que ella tenía
ochenta y seis años y él noventa y uno y que, como estaban muy grandes, a la
familia le pareció que era un riesgo que estuvieran solos y
entonces decidieron internarlos en un geriátrico. Pero, como no encontraron cupo en un hogar mixto, la internaron a ella en
el que yo trabajaba, y a él en otro. Ella en provincia y él en
Capital.
Es decir que, después de setenta años de estar juntos los
habían separado. Lo que no habían podido hacer ni los celos, ni la infidelidad,
ni la violencia, lo había hecho la familia.
Y ese viejito, con sus noventa y un años, todos los días
se hacía llevar por un pariente, un amigo o un remisse en el horario de visita,
para ver a su mujer.
Yo los veía agarraditos de la mano, en la sala de estar o
en el jardín, mientras él le acariciaba la cabeza y la
miraba. Y cuando se tenían que separar, la escena era desgarradora.
¿Y de dónde venía el apodo de vieja atorranta? Venía del
hecho de que, como el esposo iba todos los días a verla, ella les había pedido
autorización a las autoridades del geriátrico para ver si, al menos una o
dos veces por semana, los
dejaban dormir la siesta juntos. Y, entonces, ellos dijeron:
—Ah, bueno... mirá vos la vieja atorranta.
Cuando la abuela me contó esto, estaba muy angustiada y un poco
avergonzada. Pero lo que más me conmovió fue cuando me dijo, agachando
la
cabeza:
—Doctor, ¿qué vamos a hacer de malo a esta edad? Yo lo
único que quiero es
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volver a poner la cabeza en el hombro de mi viejito y que me acaricie el
pelo y la
espalda, como hizo siempre. ¿Qué miedo tienen? Si ya no podemos hacer
nada de malo.
Conteniendo la emoción, le apreté la mano y le pedí que
me mirara. Y entonces
le dije:
—Ana, lo que usted quiere es hacer el amor con su esposo.
Y no me venga con eso de que ¿qué van a hacer de malo? Porque es
maravilloso que usted, setenta años después, siga teniendo las
mismas ganas de besar a ese hombre, de tocarlo, de acostarse con él y que él
también la desee a usted de esa manera. Y esas caricias, y su cara sobre la piel de sus hombros, es el modo que encontraron de
seguir haciéndolo a esta edad. Pero, déjeme decirle algo, Ana:
ése es su derecho, hágalo valer. Pida, insista, moleste hasta
conseguirlo.
Y la abuela
molestó.
Recuerdo que el director del geriátrico me llamó a su oficina para
preguntarme:
—¿Qué le dijiste
a la vieja?
—Nada —le dije haciéndome el desentendido—. ¿Por qué?
La cuestión fue que con la asistente social del hogar en el que estaba
su esposo,
nos propusimos encontrar un geriátrico mixto para que estuvieran juntos.
Corríamos contra el reloj y lo sabíamos. Tardamos cuatro meses en
encontrar uno.
Sé que, dicho así, parece poco tiempo. Pero cuatro meses
cuando alguien tiene más de noventa años, podía ser la diferencia entre la
vida y la muerte. Además, ella estaba cada vez más deprimida y
yo tenía mucho miedo de que no llegara. Pero llegó.
Y el día en el que se iba de nuestro geriátrico fui muy
temprano para saludarla,
y en cuanto llegué, la cocinera me salió al cruce y me dijo:
—No sabés. Desde las seis de la mañana que la vieja está
con la valija lista al lado
de la puerta. —Yo me reí.
Entonces fui a
verla y le dije: —Anita, se me va.
Y ella me miró emocionada y me respondió:
—Sí, doctor... Me vuelvo a vivir con mi viejito. —Y se echó en mis
brazos
llorando.
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Yo la abracé muy
fuerte.
—Ana —le dije—.
Nunca me voy a olvidar de usted. Y, como
habrán visto, no le mentí.
Jamás me olvidé de ella, porque aprendí a quererla y respetarla por su
lucha,
por la valentía con la que defendió su deseo y porque, gracias a esa
vieja atorranta, pude comprobar que todo lo que había estudiado y en lo que
creía, era cierto; que es verdad que la sexualidad nos acompaña hasta el último
de nuestros días y que se puede pelear por lo que se quiere aunque se deje la
vida en el intento.
Y además, porque la abuela me dejó la sensación de que, a
pesar de todas las dificultades, cuando alguien quiere sanamente y sus
sentimientos son nobles, puede ser que enamorarse sea realmente algo maravilloso y
que el amor y el deseo puedan caminar juntos para siempre.
Gabriel
Rolón
Marzo
de 2012
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