miércoles, 1 de abril de 2015

LOS PADECIENTES-IV-V-VI

IV Baja del subte en la estación Palermo, sale a la calle y toma un taxi. El lugar al que va está muy cerca de allí, en el barrio al que ahora llaman “Las Cañitas”. El taxi toma por Luis María Campos, cruza Dorrego y dobla a la derecha. Allí, Pablo pierde todo punto de referencia. La zona aún está tranquila. Después de las ocho de la noche será un infierno de gente congregada en los bares de la calle Báez, pero por ahora la locura postoficina no ha estallado. Luego de una vuelta que no termina de entender el auto se detiene. —Llegamos. Arce y Arguibel. Pablo paga y se baja. Comprueba nuevamente la dirección y se dirige hacia ella. Toca el portero eléctrico. Una luz se enciende y ve la cámara que lo enfoca. —Subí —le indica una voz ya conocida. Entra en el edificio y toma el ascensor. Baja en el piso indicado y mira hacia los costados intentando ubicar el departamento. Una puerta se abre a su izquierda y por ella se asoma Paula. Lleva puesto un quimono de seda color azul y tiene el pelo húmedo. Ella nota su incomodidad y sonríe divertida. —Dale, pasá que no voy a hacerte nada. Pablo la saluda con un beso y entra. El departamento le parece enorme. Está completamente pintado de blanco y amueblado con un gusto delicado. Percibe una música suave y un agradable aroma a limón en el ambiente. —Disculpá el atuendo, pero no sabía a qué hora exacta ibas a venir. Recién terminaba de bañarme —dice y se sienta en el sillón de tres cuerpos —. ¿Querés tomar algo? —Después. Andá a cambiarte primero, si querés. Paula lo mira y él siente que todo está armado para que no sea así, que ella preferiría quitarse la ropa antes que ir a vestirse. Pero él no fue para eso y, además, algo le dice que no estaría bien que pasara algo entre ellos. No puede explicarse el porqué, pero esa sensación es muy fuerte y no puede desoírla. Por fin, ella se levanta con un gesto de desagrado que intenta disimular. —Como quieras. Allí está la cocina, si querés podés ir preparando el café. Supongo que es lo único que querés tomar. Él mira su reloj. —No es una mala opción para las cuatro de la tarde, ¿no? Paula se va sin decir nada. Entra en su cuarto y deja la puerta entreabierta. Por un espejo que ocupa toda la pared, Pablo puede ver cómo ella se quita el quimono azul y queda completamente desnuda. No puede evitar mirarla. Sus pechos son grandes, pero delicados, su piel está bronceada y la marca blanca que dibuja la forma de la bikini atrae su atención hacia el pubis. Sus piernas son largas y firmes y la curva de sus caderas le gusta… demasiado. Ella sacude la cabeza y el pelo húmedo le cae sobre los hombros. —Suficiente —se dice, y se dirige a la cocina. Pone el agua a calentar y busca las tazas, los platos, el café, el azúcar y las cucharas. Necesita pensar en otra cosa. No entiende a Paula y no se entiende a sí mismo. —¿Lo tomás fuerte o suave? —le grita como si nada. —Me da lo mismo. Prepara dos cafés fuertes, los apoya sobre una bandeja y los lleva al living. Deja todo sobre una mesa baja y su mirada se detiene en el cuadro que se cuelga a la altura de sus ojos. Es un cuadro que pinta una situación campestre. En él se ve una cabaña de estilo alpino, muy alta. El día es brumoso y la niebla ha descendido hasta cubrir incluso la parte superior de la casa. Se intuye una chimenea detrás de la neblina. A la izquierda de la cabaña hay un pino de gran altura. A la derecha, a lo lejos, surge de entre la niebla la figura de un cazador. Trae en su mano una presa, parece ser una liebre. El animal tiene los ojos muy abiertos y algo en el hombre llama su atención, aunque no percibe bien qué. Todo está teñido de un color marrón y es armoniosamente bello. Los trazos le recuerdan al cuadro que vio en la casa de Camila y cuyo autor no pudo identificar. Se acerca para ver a quién pertenece. Por toda firma hay, solamente, dos iniciales: V. P. Pablo recuerda las palabras de Camila: “Mamá pintaba. Era muy talentosa”. También Javier había hecho referencia a esto. Obviamente esos cuadros fueron hechos por su madre. V. P.: Victoria Peña. Abstraído en la contemplación del cuadro no se da cuenta de que Paula ha vuelto hasta que su voz lo sobresalta. —¿Te gusta? Gira y la mira. Paula lleva puesta una camisa escocesa suelta en fondo azul, un pantalón de jean, unas zapatillas blancas y lleva el pelo atado en una sola cola de caballo tirante. —Mucho. No sé por qué, pero me recuerda al que hay en tu casa de General Rodríguez. —Buena observación. Pertenecen al mismo autor. Por aquí tengo dos más. ¿Querés verlos? —Me encantaría. —Vení. Paula sale del living y después de algunas vueltas entra en un ambiente grande y luminoso que parece ser un play room. Ve el cuadro ni bien entra. Es de gran tamaño y se impone en todo el ambiente. Pablo se detiene a un par de metros para poder observarlo mejor. A diferencia del otro, éste presenta una ausencia total de colores. Totalmente hecho en blanco y negro, logra sin embargo un fuerte impacto por la hábil utilización de las sombras. Hay una serie de figuras humanas que se distinguen claramente a pesar de estar desorganizadas y formadas totalmente por figuras geométricas, especialmente círculos y triángulos. Son tres personas en primer plano. Las figuras geométricas están simplemente dibujadas, sin sombras interiores. Una mujer tiene apoyada su cabeza en la mano y, a través de ella se ven sus ojos perfectamente circulares. Un corazón oscuro aparece a la derecha de su cuerpo. Su rostro mira hacia un hombre de ojos pequeños cuya boca, sugerida por un triángulo invertido, le da un gesto de tristeza. Un gran corazón aparece a la altura de la cintura. La tercera persona está pintada con trazos mucho más firmes y parece estar mirándolos. Por fuera de esta escena, las sombras aparecen en algunos sectores muy marcadas, llegando casi al negro y dificultando la percepción de algunos detalles, mientras que en otros el sombreado es apenas perceptible. Pablo tiene una lejana asociación y se queda un rato pensando frente al cuadro. Paula lo observa con gesto divertido. —¿En qué pensás? La voz lo saca de su breve ensoñación. —En que me recuerda algo. —¿Qué cosa? Él observa el cuadro con detenimiento, retrocede un paso y permanece en silencio unos segundos, luego de los cuales asiente con la cabeza. —Hace unos años estuve en Madrid. Era un día gris y no tenía mucho para hacer. Desayuné temprano en un café de La Gran Vía, después fui hasta el Prado y desde allí seguí caminando hasta el museo Reina Sofía. Te confieso que entré sin demasiado entusiasmo. Jamás me atrajo demasiado la pintura, pero viste cómo es esto. Cuando uno viaja se siente en la obligación de hacer todas las cosas que aquí no hace nunca. Así que subí unas escaleras y al llegar a un amplio salón lo vi. Allí estaba, majestuoso y soberbio: el Guernica. —Mira a Paula. —¿Lo viste? —Sí, además mamá tenía una reproducción en su estudio. Era su cuadro preferido. —¿Conocés su historia? —No mucho. —Fue uno de los sucesos más dramáticos de la Guerra Civil Española. Tuvo que ver con la ayuda que Hitler le brindó a Franco. Paula escucha atenta. —En abril de 1937, un grupo compuesto por los mejores aviadores alemanes, llamado la Legión Cóndor, bombardeó Guernica, una ciudad del norte de España, y al cabo de tres horas el setenta por ciento de la ciudad estaba destruida y unas mil quinientas personas habían muerto. En su mayoría niños, mujeres y ancianos. —Paula sigue el relato con atención. —Tres días después, Pablo Picasso comenzó a realizar el más fuerte testimonio de ese horror: el Guernica. —La mira antes de continuar. —No tiene color y el dramatismo está dado por el juego del blanco, el negro y los grises. Pablo sonríe y ella lo mira asombrada. —¿De qué te reís? —Acabo de recordar una anécdota. Durante la ocupación nazi en París, el embajador alemán visitó el atelier de Picasso. Allí había una reproducción del Guernica. El hombre lo miró admirado y le dijo: “Así que esto lo ha hecho usted”, a lo que Picasso le respondió: “No, esto lo hicieron ustedes”. Paula también sonríe. —Es una historia fascinante. —No. Lo que es fascinante es cómo el arte permite canalizar la angustia y crear, a partir del horror, algo tan maravilloso. Ella lo mira y su gesto se ensombrece. —Lo cierto es que este cuadro me recordó al Guernica. También es conmovedor y esconde, a la vez que muestra, mucho dolor. Silencio. —Pero me dijiste que tenías uno más del mismo autor. —Sí, pero para verlo vas a tener que enfrentar un desafío que me parece que te va a costar mucho superar. No sé si te animás. —No entiendo. Lo mira a los ojos. —Sí, porque está en mi cuarto y, si querés verlo, vas a tener que entrar. Él sonríe y le acaricia el pelo. Ella inclina la cabeza hacia su mano. —No hay problema. Creo que podré resistirlo. —Bueno. Hagamos la prueba. V El cuarto de Paula se le parece, es bello y delicado. Un enorme sommier ocupa gran parte de la habitación frente a una pared espejada. Unos almohadones andaluces de colores brillantes se esparcen encima de la cama de un modo armoniosamente casual. Sobre la única mesa de luz hay una lámpara de hierro con vidrios partidos de distintos colores que, al ser encendida, genera el mismo efecto de un vitraux. Pablo se detiene y la observa con detenimiento. Es de un extraño atractivo. —La traje de Marruecos. Debajo del ventanal un escritorio y una lámpara de pie de hierro negro generan un espacio de estudio. Seguramente —piensa—, Paula pasa aquí la mayor parte de su tiempo. En el cuarto no hay televisor pero sí un equipo de música y una biblioteca Thompson. Pablo reconoce sus libros a la izquierda del estante superior, un lugar de privilegio. Sobre el ángulo que forma la unión de la pared lateral con la del fondo, apoyado en el piso, está el cuadro. Paula enciende una luz suave, estratégicamente dirigida para iluminarlo. Lo primero que lo impacta al mirarlo es la sensación de estar ante una tela totalmente pintada de rojo, pero al observarlo con detenimiento ve que no es así. De a poco va percibiendo las figuras que van tomando forma a medida que le presta atención. Comprende que lo que le generó la impresión inicial, es en realidad un tapial de fondo que está pintado con gamas más fuertes y más suaves de color rojo. Un círculo plateado se destaca a media altura del centro hacia la izquierda entre unas líneas verticales. Una mujer está sentada en el suelo, apoyada en el tapial. Sus piernas están juntas y estiradas. Sus manos caen apoyadas sobre las piernas. A la derecha se ve la figura de una persona que dobla la esquina. Apenas se está asomando y de ella se perciben una pierna, una parte de su cuerpo y un brazo. El resto del cuerpo está oculto tras el tapial. Nada más. Es un cuadro que tiene muy pocos elementos, sin embargo resulta impactante y está trabajado con gran habilidad. Se queda unos minutos observándolo. Al cabo de un rato gira y mira a Paula. Está sentada sobre la cama, observándolo. —¿Y? —Sencillamente extraordinario. —Me alegro de que te gusten. Se quedan un rato en silencio como si, por unos minutos, ninguno de los dos tuviera nada que decir. Hasta que se escucha la voz de Paula. —Yo te debo una respuesta. Sorprendido la interroga con la mirada. —Anoche, antes de despedirnos, me preguntaste dónde estaba yo el día en el que mataron a mi padre y yo te dije que no podía responderte a esa pregunta. —¿Y bien? Lo mira. —Pablo, vos desconfiás de mí, ¿no? —¿Qué te hace pensar eso? —Que tu pregunta en realidad fue una trampa. La mira sin responder. Paula es, evidentemente, mucho más lúcida de lo que él piensa. —¿Por qué lo decís? —Porque si yo hubiera respondido a tu pregunta habría reconocido saber en qué momento exacto mataron a mi padre. Y, supuestamente, sólo podría tener ese dato si hubiera tenido que ver con el crimen. Porque para mí, él estaba en Europa y por eso no denuncié su desaparición y recién me enteré de su muerte cuando el cuerpo fue hallado en la laguna. Él la mira sin hacer un solo gesto. —Pero como yo no tuve nada que ver con su homicidio, no puedo responderte qué estaba haciendo el día en el que lo mataron por el simple hecho de que ignoro cuál fue ese día. —Pablo asiente. Ella hace un gesto de contrariedad. —¿Qué pasa? —Pasa que es muy difícil esto de ir recorriendo este camino juntos sabiendo que no confiás en mí. Pero bueno, supongo que no te queda otra opción. Esta afirmación es en realidad una pregunta encubierta. Y él no quiere mentirle. —Efectivamente, no me queda otra opción. En esta historia todo puede ser posible. De hecho, si pudo haberlo matado su hijo, ¿por qué no su hija? No puedo descartar a nadie. En mi cabeza todos son potencialmente culpables, y eso no me gusta. Estoy pensando como un paranoico. Mucho más después de lo de ayer. Paula lo mira extrañada. —¿Qué pasó ayer? —Dos tipos vinieron a apretarme. La mira con atención. Su sorpresa parece auténtica. —¿Te lastimaron? —No, no venían a eso. Simplemente querían asustarme. Y lo consiguieron. Con mucha educación me dieron a entender que si me sigo metiendo en esta historia mi vida no vale nada. Y hay algo que no puedo dejar de preguntarme desde que esto ocurrió. —¿Qué cosa? —¿Quién está al tanto de que yo estoy haciendo averiguaciones acerca de la muerte de tu padre? Porque es evidente que alguien avisó a no sé quién de esto. —¿Desconfiás de alguien? —Ya te lo dije, de todos y de ninguno. Repasé todas las personas que pudieran haberlo hecho y sólo logro confundirme aún más. Rasseri, vos, alguien de la Clínica Ferro, Bermúdez… —¿Bermúdez? —Sí. Es un subcomisario que… —Sé perfectamente quién es. Estuvo al frente de la investigación y hablé con él en varias ocasiones. Pero vos, ¿cómo llegaste a él? —Eso no importa. —Sí que importa. —¿Por qué lo decís? —Porque la persona que te hizo el enlace con Bermúdez también está al tanto de tus averiguaciones y, por ende, eso la convierte en un potencial informante de la gente que te fue a apretar, ¿no te parece? Pablo palidece. Esa idea ni siquiera se le había cruzado por la cabeza. ¿Acaso debe sumar a su lista de sospechosos a Fernando, Helena o José? De sólo pensarlo se estremece. Intenta sacar esta idea de su cabeza, pero la verdad es que Paula tiene razón. Por eso se queda en silencio y se sienta a su lado en la cama. Ella comprende que está conmovido y lo abraza. Lo mira muy de cerca y quedan a la distancia de un beso. Ella lo desea, pero él la aparta con suavidad. —El café se debe haber enfriado, y la verdad es que necesito tomar uno. —Como quieras. Lo dice sin enojo. —Gracias. Paula se retira y él se queda en el cuarto. Vuelve a mirar el cuadro y siente que el muro rojo lo atrapa. Cree percibir algo, pero no puede discernir qué. Después de unos segundos se pone de pie, va hacia el living y se sienta en el sillón. Al rato ella aparece trayéndole el café y lo mira antes de hablar. —Pablo, en el mensaje que te dejé te decía que necesitaba hablar con vos. —Supongo que tiene que ver con mi charla con Javier. —No. Tiene que ver con Camila. —¿Qué pasa con ella? —Me preguntó por vos. —¿Qué te preguntó exactamente? —Quería saber cuándo ibas a volver a la casa. Es obvio que quiere hablar con vos. Tenías razón. Me parece que ella va a lograr uno de mis sueños. —Él la mira interrogante. —Va a ser tu paciente. Sonríe. —No lo sé, los niños no son mi especialidad. —Camila no es una niña. Técnicamente hablando es una una preadolescente y, por lo que he leído de vos, tenés experiencia en este tipo de tratamientos. Además, si juzgamos su coeficiente intelectual, vas a vértelas con una de las personas más inteligentes con la que hayas trabajado en tu vida. Silencio. Pablo está intentando salir del estado anterior para poder hablar este tema con Paula. Ella continúa totalmente ajena a su confusión interna. —Vos me pediste autorización para hablar con ella y ahora ella me pregunta cuándo vas a ir a la casa, léase, cuándo vas a ir a hablar con ella. No puedo no escuchar su pedido, de modo que dejo la decisión en tus manos. ¿Qué vas a hacer? ¿Qué le digo? ¿Vas a ir a verla o no? Él le responde sin pensarlo siquiera. —Mañana. ¿Al mediodía te parece bien? —Perfecto. A esa hora ella descansa de su primer turno de estudio. Pablo se pone de pie. —Quedamos así, entonces. —Falta arreglar algo. —Lo mira. —Tus honorarios. Supongo que deben de ser elevados, pero lo único que nos dejó mi padre es dinero, así que no va a haber problemas con eso. —Correcto. Pero antes me gustaría tener algunas charlas con ella. Después vemos, ¿te parece? Paula sonríe. —Cierto. Tus famosas entrevistas preliminares antes de tomar un paciente. —Así es. —Sólo una cosa más. —Su mirada cambia. —Tené mucho cuidado con ella, por favor. Camila es una chica de una enorme inteligencia, pero aunque no lo parezca, es extremadamente sensible. Mientras baja se queda pensando en las palabras de Paula. Al salir del edificio se da cuenta de que ella no le preguntó nada acerca de su entrevista con Javier. Seguramente no lo necesita. Supone que Rasseri debe haberle contado todo, quizás hasta le permitió ver el video. Tampoco lo sabe, pero no está en condiciones de pensar ahora en eso. VI Luciana mira el sobre que tiene sobre su escritorio. Siente la tentación de abrirlo, pero sabe que no va a hacerlo. El doctor Rasseri fue muy claro. —Esto es para el licenciado Rouviot, pero no se lo envíe. Quiero que usted se lo entregue en mano. Es evidente que el material que contiene el sobre debe ser de gran importancia teniendo en cuenta que Rasseri no quiso arriesgarse a que se perdiera ni a que nadie más que ella, su persona de extrema confianza, mediara entre el sobre y Rouviot. No hace falta tener demasiadas luces para deducir que lo que fuere que contenga el sobre tiene que ver con Javier Vanussi. Levanta el teléfono y marca el número que Rasseri le dio sin saber que ella ya lo tiene agendado en su celular. Después de tres timbres, Pablo atiende. —Hola. —¿Licenciado Rouviot? —Sí. —Buenas tardes, soy Luciana Vitali, la asistente del doctor Rasseri. Él sonríe. —Bueno… ¿Es necesaria tanta formalidad? —Lo que ocurre es que lo llamo cumpliendo una orden del doctor. Me pidió que le entregara un sobre en mano. No sé si usted querrá pasar por la clínica o prefiere que yo se lo acerque a algún lado. —Luciana, supongo que esto es una broma. —No, de hecho tengo el sobre en mi escritorio en este preciso momento. —No me refiero a eso, sino al modo en el que me estás hablando. Se queda unos segundos el silencio. —Pablo, convengamos algo. Cuando yo te llame por mí, no voy a tener en cuenta toda esta etiqueta absurda, pero quiero que te quede muy claro cuando la que te llama no soy yo sino la asistente de Rasseri. Yo no entiendo nada de lo que está pasando acá y no es asunto mío, pero me parece que las cosas están demasiado mezcladas como para sumarme a esa confusión. Las cosas están demasiado mezcladas. ¿A qué se refiere Luciana? ¿Al caso Vanussi o a sus propias emociones? —Te informo, además, que hoy mientras estabas con Javier te dejó un mensaje su hermana, Paula. Como te fuiste sin que te viera no pude avisarte. De todos modos supongo que también ella tiene tu celular, de modo que no me preocupé porque te llegara el recado. Supongo que también ella —léase, como yo— tiene tu celular. Ahora comprende. Luciana está enojada, o al menos celosa. —Está bien. Ya hablaremos de eso. Pero decime, ¿qué tiene el sobre que te dio Rasseri para mí? —Lo ignoro, no suelo abrir la correspondencia ajena. En ese momento, él acepta entrar en el código que Luciana propone. La entiende, pero sus celos, o su enojo, dejan de interesarle y toma conciencia de lo importante que puede ser encontrarse cuanto antes con ese sobre. —¿Sería mucho pedir que me lo acercaras a mi casa? —No. De hecho tengo la indicación de entregártelo cuándo y dónde me digas. —Entonces me gustaría que vinieras cuanto antes. —Bueno, si me das la dirección, en diez minutos salgo para allá. Luciana toma nota y corta. Mira la dirección y se da cuenta de que no están muy lejos y que en media hora puede llegar hasta la casa de Pablo. Le pide autorización a Rasseri para retirarse y empieza a guardar sus cosas en la cartera. Antes de irse se toma unos minutos para entrar en el baño y mirarse en el espejo. Está bien, le agrada lo que ve. Ha pasado la prueba. Hasta ahora jamás mezcló lo profesional con lo personal, pero en esta ocasión no puede evitarlo. Pablo le gusta. Pasa nuevamente por su escritorio y toma el sobre. Se dirige al estacionamiento privado de la clínica y sube a su auto, un regalo de sus padres cuando decidió venir a vivir a Buenos Aires. Es un coche ideal para una mujer sola, le habían dicho. Chico, maniobrable, confiable y, sobre todo, fácil de estacionar. Arranca y toma por la avenida Lacroze. De allí a Libertador y en pocos minutos a la casa de Pablo. —No me gusta mezclar las cosas —vuelve a pensar. Pero a veces no es tan fácil.

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