jueves, 9 de abril de 2015

HISTORIAS INCONSCIENTES-PRÓLOGO


En el año 2007 Gabriel
Rolón publicaba Historias de diván, un verdadero fenómeno editorial en el que ponía en evidencia una manera inédita de transmitir algo tan íntimo como es el encuentro entre un analista y su
paciente,              una               forma
radicalmente distinta de

poner el Psicoanálisis al
alcance de cientos de miles de lectores.
Hoy, siete años después
de aquel primer trabajo, toma el riesgo de ir un poco más lejos, hacia una zona en la que quien padece llega a una situación límite. Por eso, por estas páginas transitan
las                  adicciones,                  la

discapacidad, el incesto, la
mentira, la culpa, una histeria grave y sufriente, y un amor desmesurado al
borde mismo de la locura.
Al final de cada relato, el
desarrollo de un concepto teórico y su articulación con el caso expuesto son una invitación a indagar,
ya            no            sólo            en           lo
acontecido durante las

sesiones, sino también en
el marco conceptual que sostiene la práctica clínica.

El inconsciente es
ante todo una
curiosa memoria
[¼] cuando se trata
de un recuerdo
inconsciente, su
lugar de aparición
no es
necesariamente la
mente. Puede manifestarse a través de actos

impulsivos, como
una serie de
torpezas o incluso
por una elección
amorosa.
Hablando con propiedad, esa
vuelta al pasado no
es mental sino en acto. En los asuntos
del corazón no
elegimos sino lo

impuesto y no
queremos sino lo
inevitable.


JUAN DAVID 
NASIO

Prólogo



El  universo  no  tiene  ningún sentido  porque  no  está  hecho con  ningún  plan,  es simplemente  caótico.  El
desafío,            entonces,                 es
encontrarle sentido a una vida que,  quizás,  no  lo  tenga dentro  de  los  planes  de  ese universo.

Con el descubrimiento del
inconsciente,  el  Psicoanálisis hizo  un  aporte  tan  cierto como doloroso: la libertad no existe.
Basta  observar  lo  que
llamamos                  lapsus                para
comprender  que  el  ser humano  ni  siquiera  es  libre respecto  del  lenguaje  que utiliza.  Por  el  contrario,  es  el lenguaje  el  que  hace  uso  de

él.
«Yo  soy  una  persona
intolerable»,  me  dijo  cierta vez  un  paciente  queriendo decir  que  era  intolerante.  Y en esa ruptura que se produce cuando  el  inconsciente  habla por  nosotros,  se  abre  una brecha  entre  la  libertad  de decir  y  lo  que  realmente  se dice.
El hombre no es más que

un  sujeto  sujetado  a  su
inconsciente  por  las  cadenas del lenguaje y, a partir de este hecho,  la  libertad  se  vuelve imposible.  Y  tal  vez  este  sea uno  de  los  más  grandes  retos de  la  condición  humana: soñar,  luchar  e  incluso  dar  la vida por una libertad que está, desde  el  vamos,  perdida  para siempre.
Es  allí  en  donde  el

Psicoanálisis  encuentra  un
espacio  posible.  No  para apostar  a  la  utopía  de convertir  a  un  sujeto  en alguien  libre,  sino  para propiciar  que,  al  menos, transite  por  los  caminos  que le marca su deseo.


Cuando  hace  tiempo escribí Historias de diván, me propuse  entreabrir  una  puerta

y transmitir al menos algo de
lo  que  ocurre  en  un tratamiento analítico.
¿Por qué?
Porque  asistía  absorto  a
una  desvalorización  masiva del  Psicoanálisis  y  tuve  el deseo  de  decir  lo  mío;  y  mal podía  un  analista  retroceder ante su deseo.
Lo  hice  con  mucho cuidado,  suavizando  algunos

hechos  para  que  incluso  los
que  nada  tienen  que  ver  con nuestro  ámbito  pudieran comprender  un  poco  de  lo que  se  juega  en  cada  sesión. Quise  mostrar  que  el Psicoanálisis  no  es  una excentricidad que ha resistido el paso del tiempo, ni un lujo esnobista,  sino  que  los analistas  estamos  aquí  y ahora,  llevando  adelante

nuestra  práctica  en  medio  de
los  avatares  de  nuestro tiempo y nuestra cultura.
La  recepción  que  tuvo  el libro  fue  asombrosa  y conmovedora  y  me  dio  el impulso  para  ir  un  poco  más allá.  En  Historias  de  diván había  escrito,  siguiendo  la técnica  del  cuento,  sólo algunos  recortes  de  los tratamientos  de  aquellos

pacientes.  Por  eso  en
Palabras  cruzadas  tomé  la decisión  de  narrarlos  en  toda su  extensión,  desde  el  inicio hasta el final, lo cual requirió que  la  técnica  para  llevar adelante cada relato virara del cuento a la  nouvelle,  algo  así como una novela corta.
En  ambos  libros,  cada paciente  fue  consultado,  dio su  autorización  y  todos

leyeron  el  material  antes  de
que  fuera  entregado  a  la editorial  para  su  mayor
tranquilidad.                 La               única
excepción,  por  razones obvias,  fue  Majo,  tal  vez  la historia  más  fuerte  que  haya escrito en mi vida. Sus padres sólo  me  dijeron:  «Vos  la conociste  más  que  nadie. Escribilo  de  un  modo  tal  que sientas  que  a  ella  le  hubiera

gustado».  Guardo  para  mí  la
emoción de tanta confianza.
Después  de  estos  dos trabajos  me  pareció  oportuno cambiar  el  rumbo,  y  así  vino primero una novela, luego un ensayo  sobre  el  amor  y, finalmente, un relato musical.
Pero el interés que surgió en  ámbitos  televisivos  por llevar  las  historias  a  la pantalla me impuso el desafío

de volver a escribir acerca de
casos clínicos, ya que la serie requería  trece  capítulos  más de los que había en los libros. Y  así  fue  que,  después  de mucho  pensar,  elegí  algunos que  consideré  interesantes para  el  público  y  cuya
inspiración           estaba                  en
pacientes  que  no  se  verían
perjudicados                  por                esta
escritura.  Por  supuesto,

también  en  este  caso  fueron
debidamente consultados.
La editorial me autorizó a adaptarlos  aun  antes  de  su publicación  y  así  fue  que formaron  parte  de  esa aventura  televisiva.  Por  fin hoy,  como  correspondía, encuentran  su  tono  definitivo bajo  la  forma  de  relatos literarios.
Pero  lo  cierto  es  que  no

deseaba  limitarme  a  escribir
un  nuevo  libro  de  casos clínicos  siguiendo  alguna  de las  fórmulas  anteriores. Necesitaba  encontrar  algo más  que  quisiera  decir.  Y  la idea  de  poder  desarrollar algún  concepto  teórico  y articularlo  con  lo  ocurrido durante  las  sesiones  me brindó  el  marco  necesario para  darle  a  este  libro  su

estructura definitiva.
Les  aseguro  que  ha  sido un enorme desafío.
La  teoría  no  está  por encima  de  la  gente  (y,  en nuestro caso en particular, no hay  concepto  que  sea  más importante que el dolor de un paciente).
Esa  idea  recorre  este libro,  y  el  esfuerzo  no  fue  el de  bajar  al  lector,  en  un

idioma cotidiano, el complejo
discurso  del  Psicoanálisis, sino  el  de  subir  esos conceptos  formulados  en  el lenguaje  propio  de  los analistas,  hasta  el  habla  de  la gente;  de  esos  sujetos  que
viven,                  se                cuestionan,
disfrutan o sufren en una vida que es, a veces, complicada e injusta.
Espero haberlo logrado.

Historias  inconscientes
transita la decisión de algunos hombres  y  mujeres  que  se atrevieron  a  emprender  el camino  del  análisis.  Un camino duro y doloroso, pero que  se  sustenta  en  la búsqueda  de  esa  verdad
singular de cada paciente.
A  lo  largo  de  estas páginas  el  lector  encontrará palabras  que  se  repiten:

pausa,  silencio,  angustia,
deseo, entre otras. Y no podía ser  de  otra  manera  si  aquello que  pretendo  es  transmitir  de modo  fiel  el  devenir  de  las sesiones  y  los  afectos  que  se pusieron  en  juego.  En  los pacientes, en mí.
Una  mala  o  insuficiente lectura  de  los  textos  de estudio  ha  dejado,  incluso  en algunos  colegas,  la  idea  de

que el analista no es humano;
que  no  siente,  que  no  se emociona,  que  no  duda  o  no se enoja. Nada más lejos de la realidad.
Lacan  sostuvo  que  el analista  debía  de  ser  alguien muy  bien  analizado  y  que, por eso mismo, era de esperar que  hubiera  adquirido  la capacidad  de  vivir  sus emociones  de  un  modo

mucho  más  potente.  Alguien
que ha navegado tanto por las aguas  del  inconsciente  y  de sus  deseos  desarrolla  a  veces una  pasión  tal  que  es  difícil de  entender.  De  allí  que pueda  querer  o  incluso enojarse  con  un  paciente  con mayor intensidad.
Pero  el  análisis  también debe  de  haberle  permitido encontrar algo que es aún más

fuerte: la ética necesaria para
respetar  a  sus  pacientes  y anteponer  sus  deseos  a cualquier  emoción  o  anhelo personal.
El  analista  no  se  propone a  sí  mismo  como  ideal  ni plantea  que  sabe  lo  que  es bueno o malo para ese sujeto que  habla  en  su  diván.  Ni siquiera  pretende  curarlo  o ayudarlo  a  conseguir  un

estado  de  bienestar,  y  esto  es
lo  que  hace  del  Psicoanálisis «una  terapia  que  no  es  como las demás».


Hoy,  cinco  años  después de  publicado  Palabras cruzadas, vuelvo a encarar la escritura  basándome  en  mi práctica  clínica.  No  ha  sido fácil.  Transmitir  algo  tan íntimo  —tan  único—  es

siempre  como  desprenderme
de  una  parte  muy  honda  de mí.
En  esta  ocasión,  y  más aún  tratándose  del  que supongo  será  mi  último  libro inspirado en casos clínicos, la apuesta fue transmitir algunas historias  que  llevaron  a  sus protagonistas  a  situaciones límite.
Por estas páginas transitan

las                     adicciones,                       la
discapacidad,  el  incesto,  la mentira que pone en riesgo la identidad,  una  culpa  tan grande que no permite ningún logro,  una  histeria  grave  y sufriente  y  un  amor desmesurado  que  lleva  a quien  lo  padece  hasta  las puertas mismas de la locura.
Al  final  de  cada  historia, el  desarrollo  de  un  concepto

teórico  y  su  articulación  con
el  caso  invitan  al  lector  a husmear,  ya  no  sólo  en  lo
acontecido                durante                 las
sesiones,  sino  en  el  marco conceptual  que  sostiene nuestra  práctica  clínica  y justifica  cada  una  de  mis intervenciones.
Es  claro  que  esos conceptos  están  apenas bosquejados, ya que no es mi

pretensión  que  Historias
inconscientes sea considerado como  un  texto  de  estudio sobre  Psicoanálisis.  Lejos  de eso  y,  como  el  resto  de  mis libros,  está  escrito  desde  la pasión  del  Psicoanálisis  con el anhelo de compartir lo que han  sido  vivencias  únicas  e irrepetibles.


Como                analista,                he

aprendido  a  moverme  en  un
mundo difícil y a veces cruel; no  podía  ser  de  otra  manera: el  paciente,  cuando  llega, suele  estar  ante  una encrucijada  en  la  que  lo  que se  juega  es  ni  más  ni  menos que su destino.
Muchas veces, al terminar la  jornada,  me  he  preguntado por  qué  sigo  escuchando, desde  hace  más  de  veinte

años,  tanta  angustia.  Y  la
respuesta  es  siempre  la misma:  porque  no  puedo evitarlo.  Porque  ser  analista implica  saberse  convocado, por deseo propio, a hacer algo por  ese  sufrimiento  que atraviesa  el  cuerpo  y  las emociones  de  los  pacientes  y ayudarlos  a  modificar  al menos  algunas  de  las actitudes  que  los  sostienen

aferrados  a  un  padecimiento
que no cesa.
En  esta  labor  que  llevo adelante,  los  fracasos  son ruidosos  mientras  que  los éxitos se transitan en silencio. Cuando  un  paciente  hace  un intento  de  suicidio,  por ejemplo,  llaman  sus  padres, su  esposa  o  comienzan  los
cuestionamientos
profesionales.  En  cambio,  si

alguien  que  elegía  siempre
mal  logra  modificar  sus decisiones,  o  quien  no  podía recibirse aparece con el título en la mano, sólo me queda la satisfacción  íntima  y  silente de  saber  que  el  análisis  ha valido la pena.
Pero debo confesar algo.
He  asumido  hace  tiempo
que  jamás  lograré  «extirpar» el  dolor  de  mis  pacientes,

porque  el  dolor  es  parte
constitutiva  de  la  vida.  No importa  cuánto  alguien  se analice,  de  todos  modos sufrirá si pierde un amor, o si muere  un  ser  querido.  El dolor es inevitable, pero no el
padecimiento.                                  esa
diferencia  es  la  que  hace  que
cada               día           vuelva                al
consultorio.
Sé  que  tampoco  lograré

que  desaparezca  en  ellos  la
sensación,  aunque  a  veces leve  y  susurrada,  de  soledad. Pero es así, pues, como decía
aquella                  vieja                canción,
estamos todos solos.
Y  en  medio  de  estas reflexiones que a lo mejor no sean  agradables,  pero  sí sinceras, ¿qué es, entonces, lo que  puedo  anhelar  como
analista?

Quizás no mucho.
Apenas  que  el  paciente
modifique en algo su destino. En  definitiva,  como  esbozó Lacan,  tal  vez  el  último  y esperado  logro  de  un  análisis sea  ayudar  a  un  sujeto  a  que pueda  vivir  su  soledad  sin tristeza.


GABRIEL ROLÓN
Abril de 2014 

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