jueves, 9 de abril de 2015

HISTORIAS INCONSCIENTES-EN EL COMIENZO FUE EL SEXO

En el comienzo
fue el sexo



De  todos  los  conceptos teóricos  del  Psicoanálisis, quizás  el  complejo  de  Edipo sea  el  más  difundido  y,  por
consiguiente,                   el                 más
deformado en su esencia.
Nos  hemos  acostumbrado a  pensar  en  él  como  la


atracción  que  existe  entre  un
hijo  y  el  padre  del  género
opuesto.  Así,  se  dice  con liviandad  que  el  Edipo  hace referencia a la predilección de las nenas por el padre y de los varones  por  la  madre.  Lo mismo  se  daría  en  el  sentido opuesto:  en  relación  a  la debilidad  que  tendrían  las mamás  por  los  hijos  y  los papás  por  las  hijas.  Incluso


hay quienes se refieren a esto
último  con  el  nombre  de complejo de Electra.
Pues  bien,  esto  es  un error.  No  existe  tal  concepto en  Psicoanálisis,  ya  que  las diferencias  entre  un  mito  y otro  son  cruciales  y  no  se trata  de  describir  simples preferencias  aparentes,  sino de dar cuenta de una vivencia infantil  que  estructura  el


psiquismo  y  determina  por
qué  alguien  es  como  es,  los motivos de su elección sexual e  incluso  su  modo  particular de disfrutar o padecer.
Sexualidad                                         y
Psicoanálisis van de la mano, pero  es  indispensable  aclarar que  no  se  trata  de  cualquier sexualidad.  No  es  la  de  la biología,  ni  la  de  la  de  la sexología  y  mucho  menos  la


de  las  religiones.  El  analista
tampoco  se  postula  como alguien  que  tiene  un conocimiento  sobre  el  tema sino  que,  contrariamente, sostiene  la  imposibilidad  de un saber acerca del sexo. Para el  Psicoanálisis  la  sexualidad es,  antes  que  nada,  un enigma.
Pero, para acercarnos a un concepto  tan  complejo,


vayamos  al  origen  y  veamos
antes  qué  tiene  para  decir  la mitología de Tebas, la ciudad de las siete puertas.


Cuenta  Sófocles  en  su tragedia Edipo Rey, que antes de  que  Edipo  fuera concebido, sus padres, Layo y
Yocasta,                  estaban                 muy
afligidos  porque  no  lograban
descendencia.                 Decidieron,


entonces, consultar al oráculo
para saber cuál era la causa de su  infortunio.  Pero  la respuesta de este los llenó de estupor:  «Sobre  vosotros  se ceñirá  la  más  cruel  de  las desgracias si llegarais a tener un  hijo,  pues  está  escrito  que este  matará  a  su  padre  y  se casará con su propia madre».
Tiempo después, y a pesar de este consejo, la mujer dio a


luz un varón pero, al recordar
la  advertencia  oracular,  Layo mandó  a  uno  de  sus  más fieles vasallos a que llevara al recién  nacido  al  monte Citerón y lo asesinara.
El  sirviente,  abrumado por la orden recibida, llevó al niño hasta el lugar pero no se animó  a  matarlo.  Lo  ató  por los pies, lo colgó de un árbol y  lo  dejó  allí  abandonado  e


indefenso.  De  aquí  viene  el
nombre  de  Edipo,  que  en griego  significa  «el  de  los pies hinchados».
Al  quedar  solo,  el  niño comenzó  a  llorar  y  su  llanto llamó la atención de un pastor que, no lejos de allí, guardaba los  rebaños  del  rey  de Corinto. El hombre se acercó hasta el árbol y se sorprendió al  ver  la  escena  que  se


desplegaba  ante  sus  ojos.
Liberó  al  niño  de  su  atadura y,  sin  saber  qué  hacer,  lo llevó  hasta  la  corte  y  se presentó  ante  Polibio  y  su esposa,  Peribea,  quienes gobernaban  la  ciudad.  Como ellos  no  habían  podido  tener hijos, se alegraron mucho con la  llegada  del  bebé,  lo adoptaron  y  lo  criaron  con gran cariño. De hecho, fueron


los  que  lo  bautizaron  con  el
nombre de Edipo.
El  tiempo  pasó  y  el  niño se  convirtió  en  un  joven virtuoso  que  asombraba  a todos  con  su  fuerza,  su  valor y  su  destreza  en  los  juegos gimnásticos  que,  como  se sabe, eran algo muy valorado en aquella época. Pero en una ocasión tuvo una pelea con un muchacho  de  su  edad  y  este


lo  insultó  echándole  en  cara
que él no era hijo legítimo de los reyes de Corinto.
En  cuanto  Edipo  oyó  tal aseveración  corrió  al  palacio y  les  preguntó  si  en  verdad eran  sus  padres.  El  rey, entonces,  le  confesó  todo  lo que  sabía.  Edipo  quedó  triste y  consternado  y  movido  por el  deseo  de  saber  cuál  era  su origen decidió partir a Delfos


para  consultar  al  oráculo.  La
respuesta  que  recibió  lo angustió  aún  más,  ya  que  no podía  ni  creer,  ni  descifrar aquellas  palabras:  «No retornes jamás a tu país natal si  no  quieres  ocasionar  la muerte  de  tu  padre  y  casarte luego con tu madre».
Al  escuchar  esto,  Edipo decidió  no  volver  más  a Corinto,  puesto  que  allí


estaban                 los               que               él
consideraba  sus  padres  y  su patria.
Pero  en  su  peregrinar,  la fatalidad quiso que se cruzara con  un  grupo  de  personas que,  de  mal  modo,  le ordenaron que se apartara del camino  para  que  pudiera pasar  el  carruaje  real.  El joven  no  soportó  la
arrogancia                de              aquellos


desconocidos  y  los  enfrentó.
En  la  pelea  perdió  la  vida  el más anciano de todos, que no era  otro  que  Layo.  De  este modo  se  cumplía  la  primera de las profecías oraculares. El joven  acababa  de  matar  a  su padre, aunque no lo supiera.
Luego  de  este  suceso, Edipo  siguió  su  camino buscando datos acerca de sus progenitores.


Por entonces, la ciudad de
Tebas, que había quedado sin rey por la muerte de Layo, era asolada  por  un  monstruo:  la Esfinge.  Este  horrendo animal esperaba en lo alto de una  colina  a  los  peregrinos que pasaban para proponerles un enigma, una adivinanza. Si el  caminante  no  era  capaz  de resolverlo,  lo  cual  ocurría siempre,  el  monstruo  lo


devoraba.
Los  tebanos,  asustados, decidieron  entonces  conceder el trono vacante y la mano de la reina viuda a quien liberara a Tebas de la Esfinge.
Cuando  Edipo  pasó  por allí se vio sorprendido por esa especie de ave de gigantescas alas que tenía la cabeza y las extremidades de una mujer, el cuerpo  de  un  león,  la  cola


cual  serpiente  y  las  garras  de
un  felino.  Al  verlo,  el monstruo  le  formuló  la adivinanza:  «¿Cuál  es  la criatura  que  tiene  cuatro  pies por  la  mañana,  dos  a mediodía  y  tres  al  anochecer y  que,  al  contrario  que  otros seres,  es  más  lento  cuantos más pies utiliza para andar?».
Ni  bien  pudo  salir  del susto,  Edipo  pensó  un


instante  y  respondió  seguro:
«El  hombre».  Porque  cuando es  bebé  gatea,  de  joven camina  en  dos  piernas  y  de anciano  requiere  la  ayuda  de un  bastón.  Como  analista  me
resulta                   una                 metáfora
significativa  que  justamente el enigma al que da respuesta (el)  Edipo  tenga  que  ver  con El Hombre (Sujeto).
Ante  la  exactitud  de  la


respuesta, la Esfinge se arrojó
desde  lo  alto  de  su  roca.  El pueblo  de  Tebas,  agradecido, dio  el  trono  de  la  ciudad  a Edipo quien, además, se casó con  Yocasta,  cumpliéndose de ese modo la segunda de las profecías  oraculares.  Por supuesto,  todos  ignoraban que  se  estaba  celebrando  un matrimonio  entre  una  madre y  su  hijo.  Sin  embargo  los


dioses,  que  todo  lo  ven,
pronto  mostraron  su  ira  ante el  incesto  que  se  acababa  de producir.
Pasó el tiempo y la pareja tuvo  cuatro  hijos:  Etéocles, Polinice, Antígona e Ismene.
Pero                   los                  dioses,
indignados,  mandaron  una terrible  enfermedad  que comenzó a azotar la ciudad y nada podían hacer contra ella


ni la ciencia ni los sacrificios.
Consultado  nuevamente,  el oráculo  dictaminó:  «La desolación  y  la  muerte  se alejarán  de  la  ciudad  cuando el  asesino  de  Layo  sea expulsado de Tebas».
Se  inició,  entonces,  una investigación  para  averiguar quién  había  dado  muerte  al antiguo rey y Edipo mandó a llamar  al  adivino  Tiresias


quien,  al  principio,  se  negó  a
responder                pero                luego,
amenazado  de  muerte,  no tuvo más remedio que develar todo  lo  que  sabía  y  de  ese modo Edipo se enteró de que él  mismo  había  matado  a  su padre  y,  además,  se  había casado con su madre.
Inmediatamente  se  sintió tan despreciable e indigno de ver  la  luz  que  se  automutiló


(se  castró,  diríamos  desde  el
Psicoanálisis)           clavándose
estiletes  de  bronce  en  los ojos. Luego fue expulsado de Tebas por sus propios hijos y sólo  Antígona,  la  menor  de ellos,  lo  acompañó  hasta Colona, lugar de su destierro. En  cuanto  a  Yocasta,  el remordimiento  por  haberse desposado con su propio hijo le  causó  tal  horror  que  se


ahorcó  con  un  cordón
amarrado  a  una  viga  de  la sala del palacio.
Esta es, a grandes rasgos, la tragedia de Edipo.


Freud  toma  este  mito porque  encuentra  que  existe un paralelismo entre el relato de  Sófocles  y  lo  que  ocurre durante  una  de  las  etapas  de la  constitución  psíquica  y


sexual.  De  allí  que  se  abocó
al desarrollo del concepto que conocemos como complejo de Edipo.
Pero  es  necesario  aclarar desde el vamos que este mito es mucho más que la historia de  un  hijo  que  mata  al  padre para  quedarse  con  la  madre. Por  eso  no  es  lícito  limitarse sólo  a  eso  y  hablar,  por ejemplo,  del  complejo  de


Electra cuando la que está en
primer  plano  es  una  mujer. Porque  no  existe  tal complejo.  Para  ambos, hombres y mujeres, se trabaja con el mito de Edipo.
Electra  sabe,  planifica,  es consciente  de  lo  que  va  a hacer. La suya es una historia de  rencor  y  venganza.  Por  el contrario,  Edipo  sufre  su
drama               de              un              modo


inconsciente y más allá de su
voluntad.


En  el  libro  que  dedica  a este  tema,  Juan  David  Nasio se  pregunta  a  qué  problemas de  la  clínica  da  solución  el concepto  de  Edipo.  Y  se
responde que a dos:


El  origen                   de             la
sexualidad.


El origen de la neurosis.




Según  Sigmund  Freud,  el Yo  es  antes  que  nada  un  yo corporal.  ¿Pero  de  qué hablamos  en  Psicoanálisis cuando  hablamos  de  cuerpo? Ciertamente  no  nos  estamos refiriendo sólo a lo biológico. Por el contrario, lo pensamos como  una  construcción  que


surge  del  atravesamiento  que
la  palabra  y  el  deseo  hacen sobre  lo  orgánico.  Aquello que  la  tinta  del  lenguaje escribe  sobre  el  papel  de  la carne.
Pensado  así,  el  cuerpo
surge                               partir                  de
identificaciones                                    y
acontecimientos  que  ocurren, generalmente, en los primeros cinco  o  seis  años  de  vida,


lapso  en  el  cual  se  juega  el
devenir psíquico de un sujeto.


Pero  antes  de  avanzar sobre  esta  cuestión  debo señalar una diferencia entre lo que se conoce como la teoría traumática  y  la  teoría  de  la fantasía.
Freud  no  descubre  estas cosas  por  su  trabajo  con niños.  Por  el  contrario,


postula  algo  que  en  su
momento  fue  revolucionario: la existencia de la sexualidad infantil, a partir de su práctica con adultos.
Se dio cuenta, al escuchar a  sus  pacientes,  que  siempre remitían  a  una  escena dolorosa  que  tenía  que  ver con  algún  acontecimiento sexual  y  desarrolló  la siguiente  hipótesis:  para  que


un  suceso  sea  reprimido  y
tenga  luego  la  capacidad  de
generar                    síntomas,            es
necesario  que  el  mismo  haya acontecido  en  el  marco  de una vivencia sexual, infantil y traumática.
En  una  primera  instancia cree  que  esos  sucesos acontecieron  efectivamente, que  en  todos  los  casos  esas personas  habían  sufrido  un


hecho real que fue la causa de
su  posterior  padecimiento. Esto  es,  a  grandes  rasgos,  lo que  sostiene  la  teoría  del trauma.
Pero  luego  comprueba que  no  es  así.  Que  hay  casos en  los  que  nada  de  esto  ha ocurrido  y  siente  una profunda desolación al pensar que sus neuróticos le mienten. Sin  embargo,  dada  la


brillantez  de  su  pensamiento,
intuye                que              si              estas
sensaciones,  estos  recuerdos de  cosas  que  quizás  nunca pasaron  se  encuentran  en todos sus pacientes, es porque esas  fantasías  deben  cumplir alguna  función  en  la
estructuración                psíquica.
Modifica,  entonces,  su  teoría y plantea que no es necesario que el hecho traumático haya


acontecido  efectivamente,  ya
que  su  sola  existencia  como fantasía tiene valor de verdad en  la  realidad  psíquica  del sujeto.
Dicho  esto,  y  con  una pregunta,  nos  adentramos  en el  tema  de  la  sexualidad humana:  ¿Por  qué  no  es necesario  que  haya  existido una violación real o un abuso para  que  alguien  tenga  la


sensación  de  que  esto  le  ha
ocurrido?
La respuesta es tan directa como  compleja:  porque  hay algo  de  traumático  en  la sexualidad  misma.  Y  el primero  de  los  aspectos  a remarcar es que la sexualidad humana  nace  apoyada, justamente,  en  un  lugar  en  el que  le  será  imposible  la concreción.  Con  esto  quiero


indicar  que,  en  general,  son
los padres los que erotizan el cuerpo del niño.
El  placer  sexual  surge apoyado en algunas funciones biológicas  y  en  las  partes  del cuerpo  comprometidas  con esos  actos.  Utilizo  adrede  la palabra  «partes»,  ya  que  se
trata                de               un               cuerpo
fragmentado y de una psiquis en  la  que  aún  no  hay  una


noción  de  totalidad.  Todavía
el chico no puede decir «Yo», sino  que  es  una  suma  de partes que lo contactan con el mundo  y  a  las  que  llamamos zonas  erógenas.  Y  son  la mamá  o  el  papá  quienes,  al bañar  al  niño,  al  secarlo  o simplemente  al  acariciarlo durante  los  juegos,  le  van dando  significado  a  ese cuerpo  y  producen  un


desprendimiento  de  placer
que  se  independiza  de  la función biológica inicial.
El ejemplo más claro es la boca.  Esta  parte  del  cuerpo que  se  contacta  inicialmente con  el  pecho  de  la  madre  en busca de alimento, despertará en el bebé un placer que nada tiene que ver con eso. Porque «la  teta»  no  es  sólo  comida, es también amor y, agregaría,


placer erótico.
Si  sólo  se  tratara  de alimentarse,  al  estar  saciado el  chico  dejaría  de  mamar hasta  que  la  necesidad volviera  a  surgir.  Pero,  muy por  el  contrario,  el  bebé  se duerme  con  el  pezón  en  la boca,  succiona  en  el  aire  al ser separado del mismo y más tarde,  por  ejemplo,  lo reemplazará  por  el  chupete.


¿Qué  clase  de  alimento  da  el
chupete? Uno fundamental: el placer.
He  aquí  una  de  las razones  que  vuelven  tan conflictiva  la  sexualidad: surge a partir del contacto con aquellos con quienes luego no se  podrá  satisfacer  porque sería un acto incestuoso. Esta experiencia  es  vivida  por  el chico de un modo traumático,


ya  que  el  recuerdo  de
aquellos  contactos  físicos  de la  infancia,  aunque  ligados  a estos  cuidados  amorosos,  en ocasiones  quedan  en  el inconsciente  como  algo abusivo. De hecho, no deja de tratarse  del  sometimiento  de un  niño  a  las  caricias  de  un adulto.
Recuerdo  a  una  paciente que  luego  de  un  tiempo


prolongado               de              análisis
confesó  haber  sido  abusada por su padre. Según dijo, cada noche  sentía  cómo  él,  antes de  acostarse  y  creyéndola dormida, levantaba la sábana, metía su mano y le acariciaba la vagina.
El  retorno  de  esta vivencia  le  generó  una enorme angustia y después de un tiempo increpó a su padre


por  aquella  actitud.  El
hombre                      le                    solicitó autorización             para
acompañarla a mi consultorio y  hablar  de  lo  sucedido. Accedí  al  pedido  de  la paciente  y,  ni  bien  entraron, estalló  en  un  llanto prolongado.  Miró  a  su  hija  y le  preguntó  cómo  ella  podía imaginar siquiera que él había sido capaz de semejante cosa.


Y  a  continuación  contó  que,
hasta muy avanzada su niñez, ella había sufrido de enuresis y  que,  por  tal  razón,  cada noche  antes  de  acostarse  él iba  a  constatar  si  se  había hecho  pis  en  la  cama  para cambiarla  en  caso  de  que fuera necesario.
Aquél  cuidado  amoroso por parte del padre había sido percibido  como  un  abuso.


¿Cuál de los dos tenía razón?
No  lo  sé.  Pero  sí  puedo  dar cuenta  del  lugar  de  verdad que  aquél  ultraje  tenía  en  la realidad  psíquica  de  mi paciente.
Llegado  a  este  punto, podríamos  decir  que,  en menor o mayor medida, todas las personas tienen el registro de  alguna  vivencia  infantil, sexual  y  traumática.  ¿Y  por


qué  se  da  esto?  Porque  esas
fantasías  están  allí  para presentarle  un  desafío,  algo que  va  a  tener  que  resolver para  dejar  de  ser  apenas  un ente  biológico  y  convertirse en  un  sujeto  humano.  He  ahí el enigma de la Esfinge.
No  se  trata  de  que  los adultos tengan actitudes como esas para generar angustia en sus  hijos.  De  hecho,  y  por


suerte,  la  mayoría  de  los
padres no son perversos. Pero el  chico  no  posee  la capacidad  de  saber  qué  hay en  sus  pensamientos,  ni siquiera  tiene  el  dominio  del lenguaje como para preguntar acerca  de  lo  que  está ocurriendo. Por eso, esto nada tiene  que  ver  con  la  buena  o mala  intención  de  los  padres y,  en  verdad,  ni  siquiera  con


ellos  mismos,  ya  que  la  que
está en juego en esta etapa no es  la  mamá  real,  de  carne  y hueso,  con  su  amor  y  su ternura, sino esa mujer que lo toca,  que  lo  estimula,  que  le da  placer  y  a  la  que  no  tiene el  derecho  a  desear.  El  niño va  a  incorporar  en  su inconsciente  a  estos  padres  y serán  esas  representaciones internalizadas  las  que,  en


definitiva,  pasarán  a  jugar  el
drama  edípico,  y  el  pequeño se  verá  en  la  necesidad  de hacer  algo  con  esto,  de resolver  este  dilema  que  le despierta  angustia,  pero también excitación.
Por  eso  la  veracidad  de los  dichos  de  Nasio:  no  es una  historia  de  amor,  es  una historia  de  sexo  en  la  que  el hijo competirá con uno por el


amor  del  otro.  Sentirá  odio,
amor y miedo. Se identificará alternativamente  con  cada uno  de  ellos  e  irá  buscando un lugar en esa escena. Lugar que  repetirá  después  en  cada acto de su vida.


¿Y  cuál  es  la  función  del padre  en  todo  esto?  Pues bien, su rol será fundamental, ya  que  le  tocará  ser  quien


prohíba ese encuentro entre el
chico  y  la  madre:  vuelve imposible  la  concreción  de ese deseo.
¿Cómo lo hace? Con cada actitud,  por  pequeña  que  sea, en  la  que  pone  en  juego  la ley.  Por  ejemplo,  cuando  a pesar  del  llanto  del  bebé  y  la cara  triste  de  la  madre,  lo toma  en  brazos,  lo  saca  del cuarto  y  lo  lleva  a  su  cama.


Con ese solo gesto instaura la
prohibición  del  incesto,  ya que  le  está  marcando  al  hijo que su madre no le pertenece y a ella que el lugar a su lado no es del niño, sino de él.
Como  podemos  ver, mamá  y  papá  no  son personas,  sino  funciones.  Es más,  muchas  veces  los  roles se  invierten  y  es  la  madre quien  cumple  la  función


paterna y el padre quien hace
las  veces  de  mamá  tierna  y nutricia.
Entender                    esto                  es
fundamental  para  dar  por
tierra con ciertos prejuicios.
Con motivo de mi defensa en  favor  del  matrimonio igualitario  y  del  derecho  de esas parejas a adoptar, más de una  vez  me  preguntaron  qué pasaría  en  la  mente  de  un


chico  que  tuviera  dos  mamás
o  dos  papás.  Es  fundamental entender  que  de  lo  que  se trata es de funciones, y que en tanto  y  en  cuanto  esas funciones  se  cumplan  no  hay daño posible para la mente de un niño.


Pero                 volvamos                   al
complejo de Edipo y digamos que  en  este  devenir  histórico


que  se  da  en  los  primeros
años de vida, va a constituirse lo  que  llamamos  la  elección sexual  (es  decir,  si  alguien
será               heterosexual                     u
homosexual)  y  también  la manera  en  la  que  su  psiquis enfrentará  la  vida  futura, cuáles  serán  sus  mecanismos de  defensa,  su  nivel  de tolerancia  a  la  frustración  y las  características  psíquicas


que  tomará  su  modo  de  vivir
el deseo e incluso el dolor. De
esto               hablamos                  cuando
aludimos a la «elección de la neurosis».  Hay  una  razón para  que  alguien  sufra  como sufre,  de  ese  modo  particular y  no  de  otro,  y  esa  razón  se encuentra  en  la  manera  en  la que  atravesó  esta  etapa fundamental  del  desarrollo psíquico y sexual.


Claramente  no  hablamos
de  elecciones  conscientes sino  que  todo  este  pasaje  por el  Edipo,  lo  que  llamamos  la escena,  es  un  proceso  que  se realiza  de  un  modo inconsciente  y  que  sólo podemos  deducir  a  partir  de sus consecuencias futuras.


Más tarde, entre los seis y los  once  o  doce  años  tiene


lugar  lo  que  se  conoce  como
período  de  latencia.  Es  una etapa en la cual la sexualidad, tan  clara  en  los  primero  años de  vida,  parece  haber desaparecido  del  interés  del chico.  Pero  esto  es  sólo  una apariencia,  ya  que  las pulsiones  volverán  con  toda su fuerza con la llegada de la pubertad.
Los  cambios  físicos  y


psíquicos  que  se  dan  en  este
período  y  la  aptitud  para acceder  al  encuentro  sexual (cosa que no era posible en la
niñez)             producen                    una
reedición  del  complejo  de Edipo  y  el  adolescente nuevamente  deberá  hacer frente  a  los  desafíos  que  este le impone.


Aquellos  que  en  su


momento  sexualizaron  su
cuerpo  con  caricias  y  su cercanía  reaparecen  en  el interés  erótico  del  joven, quien  deberá  defenderse  de estos  impulsos  y  sostener  la prohibición del incesto.
¿Cómo  se  defiende?  De un modo agresivo. Rechaza a sus  padres,  no  deja  que  lo toquen,  que  opinen,  que  se metan  en  su  vida  y  los  trata


casi con desprecio. Hiere a su
madre  tratándola  de  vieja,  de fea y esto, en realidad, es algo que  se  dice  a  sí  mismo  para deserotizar  el  vínculo.  Acusa a  su  padre  de  loco  o intolerante, porque ve en él el castigo  que  podría  sufrir  si quebrantara la ley que impide la concreción de su deseo.
Cuando  pase  el  tiempo  y ese  joven  inicie  su  vida


sexual,  luego  de  haber
encontrado un objeto de amor por fuera de su hogar, cuando se  haya  producido  eso  que llamamos  salida  exogámica, podrá  retornar  de  un  modo más  adulto  y  pacífico  para construir  un  nuevo  estilo  de relación con sus padres.


Como  vemos,  el  Edipo plantea  en  cada  uno  de  estos


momentos  un  enorme  trabajo
psíquico  al  sujeto.  De  niño, porque  se  trata  de  una excitación  demasiado  grande para que pueda ser procesada por  un  chico  de  cinco  o  seis años.  De  adolescente,  porque ya  está  incorporada  la prohibición del incesto y algo debe  de  hacer  para  reprimir un  encuentro  de  cuerpos  que ahora, ya maduro físicamente,


podría  ser  posible  aunque
intolerable.
El  Edipo  es  algo  que podemos  ver  claramente  en esos  dos  momentos  del desarrollo,  pero  también  en los  síntomas,  porque  el síntoma  muestra  la  relación de alguien con su sexualidad. Sin  embargo,  los  analistas tenemos un lugar preferencial en  el  que  lo  vemos


desplegarse  de  un  modo
descarnado, y es en el vínculo particular  que  establecen  los pacientes  con  nosotros,  en  la
relación                   transferencial,
porque  allí  se  actualiza  —en el  consultorio—  la  escena edípica.


Vayamos  a  Cristian  y tomemos  algunos  recortes  de sus sesiones.


Lo  primero  que  podemos
señalar es que, como dijimos, se  trata  de  funciones  y  no  de personas.  En  este  caso,  el lugar de la madre, claramente, no  es  ocupado  por  la  que  él cree  su  mamá  sino  por Delfina.  Fue  ella  quien  se hizo cargo de ese rol nutricio, afectivo  y  protector  que  la madre  dejó  vacante  con  su distancia,  su  indiferencia  e


incluso  con  su  deseo  de  que
Cristian no hubiera nacido.
En  ocasión  de  relatar  la escena  en  la  que  se  va  del cementerio  luego  del  entierro de  su  padre,  dice  que  se  dio vuelta  al  final  del  pasillo  y que «no podía distinguir cuál era  su  lugar».  ¿De  qué  lugar está  hablando  en  realidad? Porque  también  el  rol
masculino                                    aparece


desdibujado, ya que un padre
es  antes  que  nada  aquel  que está  en  el  deseo  de  la  madre. Es  ella  quien  le  da  un  lugar volcando  su  interés  sobre  él y,  en  este  caso,  la  abulia depresiva  de  la  mujer  no  le permitió jugar deseo alguno.
Su  paso  por  el  Edipo  ha sido  tan  difícil  que  tampoco pudo  encontrar  un  sitio  para él:  «No  sé  quién  soy»,  «Yo


era  igual  a  mi  viejo»  —por
ende  no  tenía  una  ubicación definida—  o  «Estoy  parado en  el  mismo  lugar». Podríamos  preguntar  en  el mismo  lugar  que  quién.  ¿De ese  padre  difuso?  ¿De  esa madre depresiva? Diré que de ambos, según sea el momento identificatorio.
Pero  por  sobre  todo  esto hay  dos  situaciones  que  me


gustaría          focalizar                para
entender  mejor  cómo  se despliega  en  su  análisis  la problemática edípica.
Una  de  ellas  es  el  sueño. Un  relato  tan  fuerte  y  claro que  corre  el  velo  y  nos permite  adentrarnos  de  lleno en  el  conflicto.  Los  dos leones  que  pelean  a  muerte por  la  hembra,  ese  animal enorme que ruge y prohíbe el


encuentro,  esa  leona  que
obedece y huye asustada y la competencia  en  esa  lucha desigual,  no  son  sino  una escenificación  dramática  de los  sentimientos  que  se  dan en  aquellos  primeros  años  de vida.
Hasta tal punto es así, que el  análisis  de  ese  sueño  no sólo nos dio la posibilidad de hablar  de  la  rivalidad  con  su


padre  y  de  sus  deseos
incestuosos, sino que también nos permitió llegar a ese otro momento  importante,  que  es el  que  permitió  asignar  un lugar a cada uno dentro de la escena.
Delfina,  claramente  se
convirtió,              al                   menos
simbólicamente, en la madre; él,  en  el  hijo  abrumado  que apenas  si  podía  controlar  sus


deseos y su padre, a partir de
aquel  episodio  en  el  que  lo saca  del  baño  y  lo  golpea,  se hace  cargo,  por  fin,  de cumplir  con  la  función
paterna,                    fallida                   hasta
entonces.  Le  dice  a  Cristian: «vos  no  podés  acostarte  con esta  mujer»,  y  le  pregunta  a Delfina: «¿Estás loca?».
He  allí  la  instauración  de una ley que angustia pero que


también tranquiliza, porque lo
salva  del  efecto  siniestro  del incesto.
Por  último,  ya  que  no  es la  intención  de  este  libro hacer  una  ponencia  clínica
exhaustiva,                me               parece
importante  señalar  la  verdad que  se  enunciaba  en  la fantasía  de  Cristian  de  ser hijo de desaparecidos. Porque en  su  realidad  psíquica,


efectivamente esto era así: su
madre  se  había  retirado  de  la vida  desde  el  momento mismo  de  su  nacimiento,  su padre  tampoco  había  hecho pie  como  para  brindarle  un sostén afectivo ni una imagen identificatoria  sólida  y,  en definitiva,  la  misma  Delfina en  su  borramiento  inicial como  simple  empleada  y  en su muda partida después, dejó


un lugar vacío y sin nombre.
Por suerte, luego de tantos años  y  a  pesar  de  su
enfermedad,                                      pudo
reconocerlo.  Y  este  fue  un hito  fundamental  para  que Cristian  encontrara  un  lugar en la vida.


Pero  dejemos  aquí.  En definitiva,  sólo  ha  sido  mi interés  plantear  que  este


concepto  teórico  no  es  una

abstracción  caprichosa,  sino algo  que  da  cuenta  de  la historia  singular  de  una persona,  de  una  experiencia afectiva de la cual dependerá, nada  más  y  nada  menos,  que su propia vida. 

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