miércoles, 1 de abril de 2015
LOS PADECIENTES-XVIII-XIX-XX
XVIII
Media hora después, mientras la comida llega y el vino es probado en una parrilla del centro, en la Clínica Ferro un enfermero entra en la
habitación de Javier Vanussi y cambia la bolsa del suero que aún está por la mitad. La orden de Rasseri fue la de suspender algunas de las drogas que
se le estaban administrando. El hombre hace mucho que trabaja en la clínica y tiene la experiencia necesaria con psicofármacos como para saber que,
sin esas drogas, Javier va a despertar en cualquier momento. No entiende el porqué de esa orden, menos a esa hora de la noche y dada por teléfono,
pero él no está para cuestionar a los médicos sino para cumplir sus indicaciones.
No lejos de allí, Paula da vueltas en la cama y se pregunta si el licenciado Rouviot aceptará o no el encargo que le ha hecho. No está segura de
haber hecho bien al involucrarlo en esta historia, pero la idea de que Javier pudiera ir a parar a un lugar lleno de asesinos, ladrones y violadores era
demasiado angustiante para ella. Mientras tanto, en otra cama, otra mujer, rubia y hermosa piensa en el inesperado día que ha vivido. Sus pensamientos la llevan al recuerdo de
esa tarde y le parece sentir aún dentro de sí los movimientos del hombre con el que tuvo sexo.
Con la luz apagada, toma a tientas los lentes que descansan en la mesa de luz y se los coloca con una sonrisa. Cierra los ojos y, casi
involuntariamente, su mano desciende hasta la entrepierna. Segundos después empieza a jadear suavemente y sus caderas comienzan a moverse. Se
pregunta si volverá a estar con él otra vez, pero este pensamiento dura apenas un segundo, luego el deseo se apodera de ella y ya no piensa en el
después. Sólo están ella, su pasión y el hombre que la recorre en su fantasía.
A kilómetros de allí, Bermúdez fuma un cigarrillo en la mesa solitaria de su casa. Su mujer se fue a dormir hace rato y su hijo tal vez no vuelva
esta noche. La chica de veintiséis años violada y asesinada le pide, desde algún lugar, que no la olvide. ¿Tendrá razón el psicólogo… habrá una mujer
detrás de este asunto? Su mirada se pierde en una mancha que hay en la pared y, sin darse cuenta, enciende un nuevo cigarrillo aún antes de apagar
el otro. Está fumando demasiado, es cierto. Pero esta noche no importa —piensa mientras se dirige al cuarto a acostarse—. Hoy ha sido un día difícil.
En su casa, Fernando cierra el libro que en vano ha intentado leer y acaricia el pelo de Helena mientras ella descansa ajena a las tensiones de su
esposo. Pablo lo ha mezclado en una historia con la cual no quiere saber nada, y algo le dice que esta implicancia no va a ser sin consecuencias. Vuelve
a mirar a su mujer. Verla dormir, invariablemente le produce una profunda sensación de paz, pero no esta vez. Siempre hay excepciones.
Entretanto, en un oscuro rincón de la morgue, el cuerpo carcomido y descompuesto de Roberto Vanussi intenta decir algo. Algo que nadie parece
querer escuchar.
En ese mismo momento, apenas iluminada por la luz tenue de la luna que se filtra a través de la ventana de su cuarto, una nena duerme
plácidamente. Su cara denota una profunda calma. En su estudio, a unos metros de allí, un violín descansa sobre su escritorio y en el atril el concierto
en Mi menor de Mendelssohn la está esperando.
Una hora después, en el restaurante, los amigos vacían el contenido de la segunda botella de vino en sus copas. Ahora están más relajados y José
siente que ha llegado el momento de hacer algunas preguntas.
XIX
—Te confieso que no sabía que tenías tantos conocimientos de psicología forense.
—Yo tampoco.
—¿Qué querés decir?
—Que más allá de lo que vimos en la facultad, jamás me especialicé en el tema. De modo que mi ignorancia es casi completa.
—Sin embargo te manejaste bastante bien…
Pablo lo mira con la copa en la mano.
—Bermúdez nos recibió por obligación y no estaba dispuesto a decirnos nada. Por el contrario, su único interés era hacernos sentir como dos
boludos universitarios que iban a salir corriendo en cuanto les mostrara la primera gota de sangre. Todo su speech acerca del rostro de sus muertos,
su soledad, la crueldad de sus asesinos y el tormento de esos últimos instantes de vida fue realmente efectivo y te juro que, al principio, logró su
cometido.
—Es cierto. Es más que claro que quiso intimidarnos. ¿Pero cómo sabía que no éramos forenses?
—Porque alguien debe habérselo dicho.
—¿Quién?
Piensa unos segundos.
—Buena pregunta. Gitano, somos analistas y por eso sabemos que lo importante no es apurarse en obtener respuestas sino abrir interrogantes.
Hay varias opciones para responder a éste, pero no nos apuremos y pensemos un poco antes de hacerlo.
—Bermúdez, ¿te pareció confiable? —pregunta mirando fijamente a Pablo.
—Efectivo. Es un hombre que conoce su trabajo.
—Yo creo que sabe mucho más de lo que dijo.
—Eso es evidente, aunque no sé si lo sabe o simplemente lo sospecha. Y tampoco sé el motivo por el cual lo calla.
—Sólo hay tres opciones. O está involucrado, o le ordenaron que no se metiera o tiene miedo de las consecuencias que podría tener para él hablar
con alguien de eso que sabe.
—¿Te jugás por alguna? —José niega con la cabeza. —Yo tampoco.
—¿Cómo supiste que el caso de esa chica no estaba resuelto todavía?
—No lo supe, lo deduje.
José lo mira entrecerrando un poco los ojos.
—¿Podés ser un poco más claro, la puta que te parió?
Pablo sonríe y asiente con la cabeza.
—Vos estuviste dentro de esa oficina conmigo. Decime lo que viste.
—Nada que no esperara ver. Una habitación oscura, un poco asfixiante y con olor a cigarrillo. A la izquierda un mueble repleto de carpetas y
hojas sueltas, el piso bastante sucio, las paredes húmedas y descascaradas. No sé que más decirte.
—¿El perchero?
Se encoje de hombros.
—Nada raro. Apenas un saco mal colgado y una corbata roja que tocaba el suelo con la punta.
Pablo asiente.
—¿Y el escritorio?
José toma un poco de vino antes de responder.
—En perfecta armonía con el resto.
—Lo cual quiere decir…
—Hecho un despelote. Un cenicero rebalsando de puchos, una taza de café a medio terminar, lapiceras desparramadas, un sobre de cuerina azul
que, intuyo, contenía los documentos del auto y unos bollitos de pañuelos descartables usados. —Se detiene. —Ahora que lo pienso, un verdadero asco.
—Exacto. —José lo mira interrogante. —Sólo una cosa en ese ambiente estaba bien guardada, prolija y obsesivamente ordenada: esa carpeta que
sacó del cajón derecho de su escritorio y que contenía las fotos que nos mostró. Incluso, a pesar del descuido con el que aparentó tirarlas sobre el
escritorio, no pudo evitar desparramarlas en un cierto orden. En el mismo orden, según pude percibir, en el cual las guardó después. —José asiente. —
¿Y sabés por qué tomé la foto de la chica violada y no otra?
—Supongo que porque fue la más impresionante de todas.
—No. Imagino que a lo largo de su carrera Bermúdez debe haber visto cosas tanto o más horribles que ésa y que, de haberlo querido, podría
habernos mostrado fotos mucho más espantosas.
—¿Entonces?
—Porque fue la que eligió para darnos el golpe de gracia, la última que iba a enseñarnos. Y creo que pensó que era la que más nos iba a conmover
porque en realidad es la que, en este momento, más lo conmueve a él.
—Un puro mecanismo de proyección.
—Exacto. Por alguna razón, no pudo evitar mostrarnos su angustia. Entonces deduje que esa carpeta estaba tan cuidada y a mano porque no
puede dejar de mirarla. Seguramente la toma cada vez que se queda solo en su oficina buscando respuestas que no puede encontrar. Y eso me sugirió
tres cosas. La primera, que Bermúdez es un buen policía, comprometido con su trabajo. La segunda, que su angustia desnuda algo de su autoestima
profesional herida. Y la tercera, que esto sólo era posible si esa carpeta que abrió para nosotros contenía los casos que continuaban impunes. Sólo le
faltaba el encabezado en el frente: “Crímenes no resueltos” o, si te gusta más, “Los fracasos de Bermúdez”.
José permanece en silencio procesando lo que acaba de escuchar.
—Una brillante deducción, debo reconocer. Pero, ¿y si te hubieses equivocado?
—Habría sido un papelón. Él hubiera corroborado que, efectivamente, éramos dos pelotudos, no nos hubiera dicho nada y, tal vez, se hubiera
divertido un rato con nosotros. Pero valía la pena correr el riesgo. Nuestra posición era ya suficientemente desventajosa, de modo que no creo que
hubiera empeorado demasiado.
—Explicame un poco por qué dijiste lo que dijiste acerca del rostro de la víctima.
Ahora es su turno de tomar un poco de vino antes de continuar.
—Un esfuerzo de identificación. Simplemente intenté ponerme en el lugar de Bermúdez, meterme dentro de su piel. ¿Qué siente cada vez que la
mira? ¿Qué le dicen esos ojos, ese único rasgo humano que ha quedado en esa cara destrozada? Estoy seguro de que la culpa por no haber encerrado
al asesino no le permite mirar otra cosa que no sean esos ojos que deben perseguirlo constantemente y que le hablan del miedo y del horror. Un miedo
y un horror que no sé si la víctima llegó a sentir, pero que seguramente Bermúdez imagina.
—¿Y el resto… lo que dijiste acerca de la mujer implicada en el crimen?
Pablo sonríe.
—Solía ver un programa de televisión de psicólogos forenses. Cada vez que un acto era llevado a cabo con demasiada crueldad, incluían como
hipótesis la posible presencia de una mujer despechada. —José lo mira atónito. —Bueno… para que no digan que la televisión no es cultura —bromea
Pablo.
—¿Y no tenés miedo de haber desviado la investigación generando una hipótesis equivocada?
—No. Te repito que Bermúdez es un buen policía. Un hombre con experiencia que no compraría tan fácilmente pescado podrido. Lo que dije fue
sólo una hipótesis más, que puede o no ser cierta. En todo caso, sólo amplía la búsqueda.
Asiente.
—Y una última pregunta: ¿Por qué no quisiste ver la foto de Vanussi?
—Por dos motivos. El primero es que no estoy preparado para sacar ninguna conclusión de un cadáver que estuvo tres meses sumergido en un
arroyo y que debe estar totalmente podrido.
—¿Y la segunda?
—Tenía miedo de ponerme a vomitar.
José se ríe y Pablo lo imita. Necesitan descargar tanta tensión. No son hombres acostumbrados a estas cosas y, a pesar del esfuerzo, sus psiquis
lo notan. De pronto. José se pone serio.
—Pablo, voy a hacerte por segunda vez en pocas horas la misma pregunta. Ahora que tenés más datos sobre el hecho, ¿pensás que Javier
Vanussi es el asesino de su padre?
También el gesto de Pablo se endurece y siente el escalofrío que lo recorre antes de responder con una única y fatal palabra.
—No.
XX
Seis de la mañana. En la penumbra de su cuarto sus ojos intentan abrirse sin lograrlo y su mente aún embotada por la somnolencia cae en un
trance en el que se entremezclan el sueño y el recuerdo.
Tiene que deshacerse del cadáver lo antes posible. Puede embolsarlo y llamar a Hipólito, el casero, para que ayude a meterlo en el baúl del
auto, pero eso sería muy arriesgado. Es cierto que el pobre no tiene dos dedos de frente y está un poco loco, pero no es tan estúpido como para
confundir un cuerpo con restos de basura. No. Debe hacerlo sin ayuda. Y sin que nadie perciba sus movimientos.
No es difícil porque a esta hora no queda nadie en la casa, con excepción de Hipólito y su mujer. En cuanto a ella, debe estar dormida, ya que
jamás permanece despierta más allá de las diez de la noche, y en lo referente a él… él no va a darse cuenta de nada. Después de todo no es más
que un borracho perdido que a esa hora no debe recordar ni cómo se llama.
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