si no creyera en el deseo,
si no creyera en lo que creo,
si no creyera en algo puro.
Si no creyera en cada herida, si no creyera en la que ronde,
si no creyera en lo que esconde,
hacerse hermano de la vida.
Si no creyera en quien me escucha,
si no creyera en lo que duele,
si no creyera en lo que quede, si no
creyera en los que luchan.
Si no creyera en lo que agencio,
si no creyera en mi camino,
si no creyera en mi sonido,
si no creyera en mi silencio...
SILVIO RODRÍGUEZ
Prólogo
Los cafés de Buenos Aires tienen un encanto particular.
Ya sea como escenario
de encuentros amistosos, desayunos solitarios o rincones de lectura, se
esparcen por la ciudad alojando al pensamiento, la tristeza, el aburrimiento o,
simplemente, matizando una espera.
Por sus ventanales se ve desfilar a la gente que, inmersa
en sus mundos, pasa por la calle. Algunos apurados, otros distraídos. Hasta que
alguien abre la puerta, elije una mesa y se adueña de un espacio que, por algunos
minutos, se vuelve absolutamente propio.
Así lo he hecho yo también y, durante muchos años, han
sido mi sala de estudio, mi lugar de trabajo y el sitio en el que tomé
algunas de las decisiones más importantes de mi vida.
Pero lo que nunca imaginé es que uno de esos bares iba a
convertirse en el ámbito en el cual iba a encontrarme con la gente para
dialogar acerca de temas tales como la sexualidad, la adolescencia, la paternidad
o la muerte. Por eso mismo, cuando surgió la idea de hacer
el primer ciclo de encuentros con el título Charlas de diván, me
pareció, si no una locura, al menos una excentricidad: ¿quién iba a levantarse
un sábado a la mañana en pleno invierno porteño para ir hasta un café a
desayunar y a escuchar a alguien que iba a decirle que el amor no siempre es
algo
maravilloso y que todos nos vamos a morir?
Sin embargo acepté el ofrecimiento y, a la espera de un
disfrute que durara al menos unas pocas semanas, fui aquella primera mañana de
mayo hasta Clásica y Moderna, lugar que era, aunque nadie lo supiera, parte de
mi historia más íntima. Allí pasé horas estudiando durante mi etapa
universitaria, allí leí alguno de los libros que me
marcaron, allí escuché emocionado a artistas admirables y, también allí, me despedí para siempre de personas muy queridas.
Pero ahora era distinto.
Ahora llegaba para intentar reflexionar junto a otros, de
un modo accesible,
pero no por eso menos profundo, sobre aquellos temas que, como analista,
escucho transitar no sólo en mi consultorio, sino también en el
relato de amigos, familiares o desconocidos a los que he
visto padecer en silencio.
La elección de los temas siguió una lógica simple. Dado el
interés que habían
despertado mis libros Historias de diván y Palabras cruzadas,
me pareció interesante retomar la problemática de cada uno de los
casos presentados en ellos y desarrollarlos con mayor
profundidad, teniendo la posibilidad de recurrir a esas historias como
referentes a los que apelar a la hora en la que fuera necesaria la ejemplificación. Aunque la dinámica que fueron tomando aquellos
encuentros me llevó a incorporar, también, extractos de otros casos
clínicos, además de escenas de películas, poesías y relatos históricos o
mitológicos.
De esa manera, el miedo a la soledad, la infidelidad, los
duelos, los celos, la sexualidad infantil, los pactos de silencio en la
familia, la culpa, la angustia ante la muerte, los amores
peligrosos, los ataques de pánico y la adolescencia fueron compañeros intelectuales de cada semana.
Para mi sorpresa, la gente no sólo acompañó masivamente
el desarrollo de todo ese primer ciclo, sino que además propició con su deseo
la continuidad de estos encuentros y tuvimos que planificar un nuevo período.
"¿Qué vas a dar en el segundo ciclo?", me
preguntó alguien que había asistido a casi todos los
encuentros, y ahí comprendí que esta hermosa aventura se había convertido para muchos —incluido yo mismo— en un momento esperado.
Armados de cuaderno y lapicera, estaban quienes venían a
las charlas como si se tratara de un seminario académico. Tomaban notas, hacían
preguntas y citaban conceptos que habíamos transitado en encuentros anteriores.
Inesperado, es cierto... pero estábamos en Buenos Aires,
la capital mundial del Psicoanálisis, y por eso no era extraño que la gente se
apasionara de esa manera ante la posibilidad de compartir dos horas de reflexión
sobre los temas propuestos.
Buenos Aires y el Psicoanálisis... Todo un tema.
Cierta vez dijo el poeta Horacio Ferrer, haciendo referencia al bandoneón
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instrumento de origen alemán— que no era sino "... un ave wagneriana
que anidó
en Buenos Aires porque intuyó que aquí lo estaría esperando
Pichuco".
Del mismo modo, muchas veces me han consultado mi opinión
acerca del porqué de ese amor, de esa pasión extraordinaria que
existe entre la Argentina y el Psicoanálisis y, como soy
argentino y psicoanalista, me permito aventurar una idea que tal vez sea más poética que verdadera, pero que aun así quisiera
compartir con los lectores. Después de todo, me asiste la libertad del
error y el pensamiento.
Mi conjetura es la siguiente.
Argentina en general, y Buenos Aires en particular, es una tierra hecha
de
ausencias. Hija de la inmigración de hombres y mujeres que huyendo de la
guerra, la muerte o la pobreza, dejaban sus países, sus familias,
sus amigos y su idioma para buscar aquí un lugar en donde realizar sus sueños,
la ciudad se fue construyendo como un espacio habitado por una imperceptible
pero eficaz
conciencia: vivir consiste en aceptar la falta y sobreponerse a lo
perdido.
A esta inmigración se le sumó la otra, la interna, la de
aquellos que al no encontrar en sus pueblos de origen la posibilidad de un
trabajo que les permitiera vivir dignamente, se arrimaron
a "la Capital". Y se fue configurando así una población compuesta de personas que compartían como rasgo en común el
haber dejado —más lejos, más cerca— sus afectos, su forma de
hablar, su gente e incluso el olor de su tierra.
Algo para nada fácil. Ya sabían los griegos que el peor de
los castigos no es la muerte sino el destierro; esa condena que lleva a una
persona a vivir en un sitio del que no forma parte y en el que no se reconoce a
sí mismo.
De ese modo tuvimos que armar entre todos un lugar propio,
un estilo nuestro en el que la necesidad afectiva nos hizo escuchas del
dolor ajeno, donde el abrazo y el mate se transformaron en una ceremonia de
respetuoso silencio ante la aparición de la angustia. Y
así fuimos construyendo una serie de rituales compartidos que se hicieron parte de nuestro modo de ser.
Por eso, no es raro que en una tierra abonada por las
lágrimas de lo perdido y el deseo de lo por venir, el psicoanálisis haya
encontrado su lugar en el mundo.
Quizás ésa fuera una de las causas de esos sábados
concurridos, de esas preguntas que alguien hacía, tal vez a partir de su
propio dolor, acerca de los temas
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más complejos de la vida, los únicos verdaderamente importantes: muerte y
sexualidad.
Llegado a este punto me siento en la obligación de
realizar algunas
aclaraciones.
1) Éste no es un libro sobre psicoanálisis.
Es un libro escrito desde el psicoanálisis, y no
tiene la pretensión de ubicarse
como un texto de consulta.
Nace a partir de todo lo que en mí movilizaron aquellos
encuentros tan cercanos con la gente, y las reflexiones que se abrieron
paso en mi pensamiento a partir de sus preguntas y sus aportes. Por supuesto que
no se trata de una desgrabación de lo acontecido en aquellas mañanas a pesar
de que, en la medida en la que un texto lo permite, he intentado mantener el
lenguaje coloquial para conservar algo de la frescura y la espontaneidad de
aquellas charlas. Por eso, inclu- so, en muchos casos
han quedado alguno de los disparadores generados por las intervenciones de los presentes bajo la forma de frases introductorias,
para que el libro recupere ese clima de intercambio que caracterizó a estos
ciclos y el desafío intelectual que generó la irrupción de una idea
inesperada.
2) Traduttore, traditore.
Así dice el refrán, y es una manera de decir que el que
traduce, traiciona; y eso
es algo inevitable. Por eso, en el intento de traducir al idioma
coloquial y cotidiano cuestiones tan complejas como el escenario edípico, la
constitución de la identidad sexual o los caminos que llevan
a la elección de objeto de amor, seguramente algunas reflexiones
teóricas puedan aparecer algo forzadas.
3) Contenido de los capítulos.
Para este libro he seleccionado sólo aquellas charlas
cuya temática giró en torno
al Amor. Todas las demás desarrolladas en los otros encuentros: el duelo,
la constitución de la personalidad o las estructuras
psíquicas, entre muchas otras, quedan allí a la espera de una nueva oportunidad
o, simplemente, a merced del polvo del olvido. El lector
encontrará además dos escritos que, intercalados entre
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los encuentros a modo de "interludios", desarrollan de un modo
un poco más
complejo alguna de las ideas que aparecen en los capítulos anteriores. Es
sólo el intento de profundizar un poco algunas cuestiones y el
libro puede ser leído sin detenerse en ellos. Pero quienes
estén interesados, creo que encontrarán allí algún estímulo más para seguir reflexionando.
4) Tampoco es un libro de autoayuda.
Aclarado esto, nadie se podrá sentir estafado en su buena
fe. En estas páginas
no van a encontrar consejos ni soluciones, sino apenas algunas
reflexiones, formas de abordar el análisis y la comprensión de ciertos
fenómenos pero que, de ninguna manera, pretenden ser una guía
de conducta ni una suma de máximas del buen vivir.
No es ésa mi función. Soy un analista que se ha esforzado
por trabajar lo que Lacan llamó "El psicoanálisis en extensión", es
decir, interrogar otros discursos y acercar algo de la complejidad del
psicoanálisis a la gente "de a pie".
Una última reflexión para finalizar este prólogo.
Muchas veces se ha cuestionado el hecho de que Argentina sea el país con
más
psicólogos per cápita en el mundo.
Esto, lejos de ser una desventaja o un signo de locura, es
un motivo de orgullo. Porque implica que, después de una larga lucha, que aún
no ha concluido, hemos logrado que en nuestro país la salud psíquica sea
considerada un derecho de una gran cantidad de personas y no
el privilegio de unas pocas.
En la antigua disputa existente entre el cuerpo y la
mente, la salud parecía haber quedado exclusivamente del lado del cuerpo, en
tanto que el sufrimiento psíquico había sido desplazado al territorio de la
soledad, al "arreglátelas como puedas". Y creo pertinente decir que
más he visto sufrir a una persona por la pérdida de un amor
que por una angina.
No es casual la vergüenza que aún genera la existencia de
un "enfermo mental" en la familia, ya que la cultura
misma volcó antiguas lecturas religiosas sobre un fenómeno perteneciente al
campo de la salud. Así, el "loco" de hoy, como el de entonces, sigue imaginariamente más ligado a lo demoníaco que a lo clínico.
Qué, si
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no, de aquellas histéricas que, en otros tiempos, fueron quemadas en las
hogueras
por la Inquisición acusadas de brujería.
Necesitamos entender que somos el fruto de una interacción
permanente entre lo biológico y lo psíquico y que acotar la salud a uno sólo de
estos campos es un acto de torpeza, cuando no el fruto de un perverso interés
económico de aquellos que no quieren pagar más de treinta sesiones anuales por
la salud psíquica de sus asociados.
Celebro, entonces, que seamos el país con más psicólogos
per cápita del mundo.
Repito: no es motivo de vergüenza sino de orgullo. Pero déjenme decir
que todavía nos queda un largo trecho por recorrer.
Muchas poblaciones del Interior aún se encuentran
alejadas de la posibilidad
de este derecho y, en las salas de terapia intensiva de todo el país,
nuestros seres
queridos siguen muriendo sin que haya psicólogos de guardia que puedan
contenerlos y se acerquen a escuchar lo que ellos, sujetos al fin hasta
el último de
los segundos de su vida, tienen para decir
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