miércoles, 1 de abril de 2015
LOS PADECIENTES-XVI-XVII.XVIII
XVI
El movimiento involuntario de sus ojos, la respiración agitada y el temblor de su cuerpo dan cuenta de que está teniendo un sueño intranquilo.
Se ve a sí mismo recorriendo una calle oscura. La noche es de un negro casi rojizo y el viento y la lluvia lo golpean. Tiene frío y, sin saber por qué,
también tiene miedo. Desde una ventana lejana una vieja grita de un modo que lo estremece. Un perro cruza la calle corriendo y a través de él, como si
fuera transparente, percibe la presencia de un hombre que lo mira por debajo de un sombrero.
Está temblando. Escucha que unos pasos se acercan desde atrás, sin embargo no se da vuelta. Está paralizado. No puede verla pero sabe quién
es. La mujer sigue acercándose a medida que lo llama. Reconoce esa voz. Es la voz de Paula. De golpe siente una mano que le toma el hombro con una
fuerza sorprendente. Gira de golpe y la ve. Los ojos conocidos de Javier lo miran desde el rostro de Victoria.
De un salto, Pablo se incorpora en la cama. Siente el corazón acelerado y se da cuenta de que está mojado por la transpiración. Se levanta y
camina hacia el baño. Abre la ducha y se mete debajo de ella sin esperar a que el agua se caliente.
El impacto del chorro frío lo despabila, lo alivia y, de a poco, la razón empieza a tomar el mando de sus pensamientos. El sueño comienza a
hacerse borroso, aunque la voz de Paula, los ojos de Javier y el rostro de Victoria son demasiado fuertes como para que la represión los condene al
olvido tan fácilmente.
Se queda debajo del agua media hora, luego se afeita, se viste con calma y enciende la computadora.
La psicología forense no es su especialidad y se da cuenta de que ni siquiera sabe cuál es la manera formal de escribir un informe como el que
tiene que entregar, por eso opta por hacerlo de la forma que le parece más lógica. El abogado de Javier se encargará de corregir lo que haga falta.
Buenos Aires, 5 de agosto de 2009
Sr. Juez
De mi mayor consideración:
Por medio de la presente y a pedido de la familia del Sr. Javier Vanussi, cumplo en informar a usted que luego de un examen diagnóstico
realizado al paciente motivo de la presente, he llegado a la conclusión de que el mismo padece de un trastorno límite de la personalidad, agravado
por su estructura esquizoide con rasgos paranoicos. Como consecuencia de lo antedicho, doy fe de que la relación psíquica que posee con el
mundo exterior es muy precaria y que, con frecuencia, no puede discernir entre la realidad y la fantasía.
Su debilidad psicológica, sumada a la sintomatología que padece con habitualidad (delirios, alucinaciones, sentimientos de
despersonalización) determinan un comportamiento que puede oscilar entre una total pasividad, generadora de ausencias que interrumpen su
posibilidad de comunicación y comportamientos agresivos desmesurados típicos de los cuadros maníacos.
Luego de revisar detenidamente su historia clínica y de ver personalmente al paciente, llego a la conclusión de que, en caso de haber sido
responsable del delito que se le imputa, no es posible que Javier Vanussi haya sido consciente de la peligrosidad y las consecuencias del acto que
estaba realizando y que debe ser considerado “demente en el sentido jurídico de la palabra”.
Recomiendo asimismo que el joven permanezca internado en la Clínica Ferro, lugar en el que viene siendo atendido desde hace años y en el
cual está totalmente bajo el control profesional sin ser peligroso ni para sí mismo ni para terceros.
Sin otro particular, quedo a su entera disposición y lo saludo atte.
Lic. Pablo Rouviot
Listo. Vuelve a leer la nota antes de imprimirla y comprueba que está llena de imprecisiones y que no pasaría la menor crítica de cualquier
alumno de la facultad que ya hubiera cursado psicopatología. Ha mezclado cuadros médicos con psicológicos y sintomatologías con rasgo de carácter.
Pero sabe, al menos eso recuerda de su paso por “Psicología Forense” en la Universidad de Buenos Aires, que el juez no tiene la menor idea de las
estructuras psicopatológicas, que no le interesan, que lo importante es ser descriptivo, hablarle en un idioma llano que pueda comprender y que, en
definitiva, lo único que quiere saber es si el acusado comprendía o no las consecuencias de sus actos al momento de cometerlos.
Pablo cree haber sido claro al respecto, de modo que coloca su sello, firma al pie de página y guarda el informe en un sobre personal. Ya está.
Ahora sólo tiene que entregarlo, olvidarse de este tema y ocuparse de lo que sí va a ser de su incumbencia: Camila.
Hace un llamado que dura apenas unos segundos y arregla pasar por la casa de Paula en media hora. Antes de salir se mira en el espejo y
comprueba que en estos días su imagen ha empeorado bastante.
Se ve ojeroso, cansado y con un gesto que hasta ahora le era desconocido. Recuerda las palabras de Bermúdez: “Uno jamás vuelve a ser el mismo
después de haber visto esta cara de la muerte”.
Sale a la calle y agradece el viento frío. Para un taxi y le indica la dirección de Paula. Está convencido de hacer lo correcto, sin embargo está
intranquilo. Siente que lo mejor hubiera sido no haberse visto envuelto jamás en esta historia.
El teléfono que suena interrumpe sus pensamientos.
—Hola.
—Hola, Rubio.
—Helena. ¿Cómo estás?
—Bien… Bah, es una manera de decir. Preocupada por vos.
—Quedate tranquila. En un rato termino con todo esto.
Silencio.
—Contame.
Pablo suspira antes de hablar, como si necesitara tomar fuerza.
—Ya hice el informe y en este mismo instante se lo estoy llevando a Paula a su casa.
—Ay, Rubio, no sabés lo tranquila que me dejás. Dale, entregá eso y vení para el consultorio. Me parece que nos merecemos unos mates, ¿no?
—¿Y vos por qué? —bromea Pablo.
—¿Cómo por qué? Por todas estas noches en las que no pude dormir pensando en vos, ¿o te parece poco?
—Está bien, entonces. En un rato nos vemos.
—Hecho, te espero. Un beso.
—Otro… Ah, Helena.
—¿Si?
—Gracias.
—De nada. Apenas si te debo un poco menos que hace unos días.
Corta con una sonrisa. Desde la radio del taxi le llega la voz de Víctor Hugo Morales. Cierra los ojos y se deja llevar por el relato. Está haciendo un
comentario acerca de una función de Madame Butterfly, la ópera de Puccini, la preferida de Pablo.
El arte muestra de un modo descarnado aquello que en la vida intentamos ocultar: que sólo hay dos cosas importantes, la sexualidad y la muerte.
Para bien o para mal.
El aria principal suena en la voz de María Callas como fondo del relato cuando algo vuelve a su memoria y lo sobresalta. Se incorpora en el asiento
y busca en la agenda de su teléfono. Marca.
—Consultorio.
—Buenos días. ¿Podría hablar con el doctor Carlos D’Ángelo, por favor?
—En este momento se encuentra ocupado. ¿Quién le habla?
—El licenciado Rouviot.
Al escuchar el nombre, la mujer duda.
—Licenciado, es un gusto poder saludarlo.
—Lo mismo digo.
—A ver… aguárdeme un instante que voy a ver si el doctor lo puede atender.
—Es usted muy amable.
Segundos después, vuelve a escuchar la voz.
—Le paso, licenciado.
—Muchas gracias.
—Hola.
—Carlos, disculpá que te interrumpa en horario de atención.
—No te preocupes. No tendría el consultorio tan concurrido si no fuera, en gran parte, por tus derivaciones, así que te ganaste el derecho a
interrumpir. Decime en qué puedo ayudarte.
—Necesito saber el efecto de tres medicamentos.
—¿Cuáles?
—Mirethol 200 mgs., Alcorex 4 mgs. y Epafenol 3.000.
—A la mierda. No sé de quién se trata pero no me gustaría estar en el lugar del paciente que toma ese combo.
—¿Me explicás?
—Mirá, el Mirethol es un antipsicótico de última generación que se utiliza para frenar un brote grave. Se usa poco porque es carísimo, pero
además porque tiene efectos secundarios muy nocivos, pero para lo suyo es incomparable. Detiene los delirios de manera casi inmediata, sobre todo si
se lo usa en forma sublingual.
—Comprendo.
—El Alcorex es un ansiolítico que en dosis más pequeñas se utiliza mucho, pero 4 mgs. es el límite máximo aconsejable. En cuanto al Epafenol es
un antidepresivo. También la dosis es la más alta. —Se interrumpe. —Realmente el psiquiatra que recomendó este cóctel tiene que verlo muy mal y
tenerlo bajo un control estricto, casi diario te diría. ¿Quién recomendó semejante combinación?
—Esto queda entre nosotros.
—Por supuesto.
—El doctor Rasseri.
—¿El jefe médico de la Clínica Ferro?
—El mismo.
—Entonces debe estar bien. Yo lo tuve como profesor de psicofarmacología en la facultad. El tipo es un genio.
—De todas maneras, la combinación de un antipsicótico con un ansiolítico y un antidepresivo es bastante común, ¿o no?
—Sí, pero no esos medicamentos ni en esas dosis. Hablamos de un caso muy extremo.
—¿Y cuáles son los efectos secundarios?
—Muchos. Pero decime exactamente qué es lo que querés saber.
Pablo piensa un segundo. Sabe que D’Ángelo va a sorprenderse por su pregunta, pero en este caso, él es como el juez. Necesita que le expliquen
de un modo claro para poder comprender. De modo que hace la pregunta de la manera más directa posible.
Cuando termina de formularla se produce un instante de silencio y se da cuenta de que el taxista lo observa por el espejo retrovisor. En ese
momento, por obra de la casualidad, incluso la voz de Víctor Hugo Morales se ha callado.
XVII
Es extraña la manera en la cual las emociones impactan en la percepción, pero lo cierto es que esta vez el departamento no le parece tan
hermoso. No hay música suave de fondo, Paula está normalmente vestida y no quedan rastros del quimono azul, aunque el aroma a limón sigue siendo
igualmente agradable. Pablo camina hacia el sillón del living, deja allí una carpeta y se sienta en el apoyabrazos. Su estado no es el mismo con el que
subió al taxi hace media hora. Su mirada es otra y algo da vueltas en su cabeza sin que pueda terminar de asirlo.
—¿Te preparo un café? —invita Paula.
—Sí, por favor.
Ella va hacia la cocina, él está inquieto. Conoce bien esa sensación que lo envuelve cuando algo está por abrirse paso en su mente. Suele ocurrirle
en el diván, en alguna de sus sesiones, cuando él es el paciente. Es como un rumor de cosas que se desmoronan de una manera caótica hasta que se
van acomodando de un modo casi natural.
Algo similar ocurre cuando uno revisa un acertijo después de resolverlo. Todo parece tan fácil. Como si las cosas hubieran estado todo el tiempo a
la vista. Recuerda el cuento de Poe.
Absorto en sus pensamientos, ni siquiera alcanza a decodificar la pregunta que Paula le hace desde la cocina. Por las dudas, responde que no.
Pasea la mirada inquieta por el ambiente y repara en una foto que está en la mesa baja. La toma y la mira con detenimiento. Conoce a esa persona, la
ha visto antes.
—Ésta es de tu mamá, ¿no?
Paula se asoma desde la cocina y mira la foto que él levanta en su mano.
—Sí.
—Era muy hermosa.
—Muy —es toda su respuesta.
La mujer de la fotografía es joven. El pelo oscuro y largo está mecido por el viento y un paisaje cordillerano hace las veces de fondo. No sabe por
qué, pero tiene la misma sensación extraña de cuando la vio en la foto que, sin que nadie lo sepa, Camila guarda siempre en el estuche de su violín.
Algo confundido vuelve a apoyarla en la mesa y su mirada se encuentra con el cuadro.
Allí está la cabaña, con su parte superior cubierta por la niebla, el pino alto y el cazador que trae la liebre de grandes ojos en la mano.
Intenta mirarlo sin enfocar la vista en nada, de un modo casi gestáltico, hasta que una imagen se le hace patente. ¿Será posible que…? Necesita
comprobarlo para estar seguro.
—Paula, voy a pasar un minuto al baño.
—Andá tranquilo. Ya sabés donde está.
Sale por el pasillo pero en lugar de dirigirse al toilette va directo al play room. Allí está el otro cuadro, el que le recordó al Guernica. Nuevamente
hace el ejercicio de mirarlo en su conjunto sin poner esfuerzo de atención. Y sí… allí está otra vez la misma imagen. Disimulada por el sombreado
perfecto y apenas perceptible. Pero está. Y… algo más. Un nuevo dato. Mientras camina hacia el cuarto de Paula toma la decisión mnemotécnica de titular los cuadros: el de la cabaña, el Guernica… ahora va a ver el
otro, el rojo y falta uno más, el que está en la quinta de General Rodríguez, el cuadro de la lluvia. Sabe que todos pertenecen al mismo artista, aunque
en realidad, ya está convencido de que para ser exacto, debería decir que pertenecen a la misma artista.
Intenta hacer todo rápido, sin embargo le parece que el tiempo se ha acelerado de pronto y que se mueve en cámara lenta.
El cuarto de Paula está ordenado, tan inmaculado como la primera vez que entró. No pierde tiempo y va directamente hacia el cuadro apoyado
en la pared, el cuadro rojo. Esta vez es muy sencillo porque sabe lo que busca. Allí está. A la vista, como la carta robada. Y también, como en el caso
anterior, un detalle más.
En el camino hacia el living entra al baño y, sin siquiera prender la luz, tira la cadena y se moja las manos. Su mente está ocupada en recordar el
otro cuadro, el de la lluvia. Aunque, como en esos crucigramas que en un momento se hacen predecibles, no necesita buscar demasiado para encontrar
la pieza que encaja y completa la figura.
Vuelve y se sienta nuevamente en el apoyabrazos del sillón y, aunque tiene la sensación de haber tardado mucho, se da cuenta de que todo ha
pasado en unos pocos segundos porque Paula ni siquiera ha regresado con el café. Recién al rato la ve venir.
—Aunque me dijiste que no, por las dudas, traje azúcar. —Mientras apoya la bandeja en la mesa lo mira y comprende que algo ocurre. —¿Pasa
algo?
Asiente.
—Antes de darte el informe necesito que hablemos.
—Por supuesto. Supongo que es por el tema de los honorarios.
—No, no es por eso.
—¿Entonces? —se sienta frente a él.
—¿Sabés? Anoche tuve un sueño.
Ella sonríe.
—Me encantaría ayudarte, pero aún no estoy recibida y no quiero perder la matrícula por mala praxis antes de tenerla siquiera —bromea.
Pablo sigue como si no la hubiera escuchado.
—Había estado pensando en todo lo que pasé en estos días. El intercambio de información con Rasseri, la visita a Javier, mis encuentros con vos
y las entrevistas con Camila.
Omite, por supuesto, mencionar la grabación que le dio José, el sobre de Luciana y el CD que le mandó Rasseri para no comprometerlos.
—Necesitaba ordenar tanta información. Pero vos sabés cómo es esto. A veces, lo que no encuentra un sentido a pesar del esfuerzo consciente se
hace evidente a partir de la aparición del inconsciente.
—Creo que no te estoy entendiendo.
—En mi sueño aparecían algunos detalles: una oscuridad rojiza, sensación de miedo, un perro, una ventana, una llovizna, un hombre que escondía
su rostro bajo un sombrero. Y sobre el final, en un solo personaje, la condensación de tres personas: tu mamá, tu hermano y vos.
Paula se acomoda en el sillón sin decir ni una palabra.
—Anoche, después de repasar toda la historia llegué a dos conclusiones. La primera es que no era seguro, pero sí probable, que tu hermano
hubiera matado a su padre. Y la segunda es que tu viejo era un hijo de puta que se lo merecía. Aun así, algunos cabos sueltos no dejaban de darme
vueltas en la cabeza. Pero antes de seguir… jurame que vamos a hablar con la verdad.
Ella lo mira a los ojos.
—Te lo juro.
—Bien. Poco antes de la fecha en la que tu padre desapareció tu hermano tuvo una crisis, ¿lo recordás?
—Sí.
—Desde ese momento hasta un par de meses después, Javier estuvo medicado con unas drogas de última generación, potentes y efectivas, pero
peligrosas.
—¿Y con eso?
—Hoy llamé a un médico amigo, una experto en psiquiatría y le hice una pregunta.
—¿Cuál?
—Le pregunté si un paciente que venía siendo medicado de esa manera desde hacía como mínimo un mes hubiera podido matar a alguien,
envolver el cuerpo, cargarlo en el baúl de un auto, manejar varios kilómetros, sacarlo del baúl, arrastrarlo hasta tirarlo en un zanjón, volver a su casa y
borrar toda huella de un modo tan eficaz como para que nadie se hubiera enterado.
Se hace un tenso silencio.
—¿Y qué te contestó?
—Que matar a alguien es algo relativamente fácil y que casi cualquier persona podría hacerlo. Al parecer la vida es mucho más vulnerable de lo
que parece. Pero que esa combinación de drogas genera una hipotonía muscular y una obnubilación psíquica tal que todos los demás movimientos que
le describí le hubieran sido imposibles de realizar. Entonces me puse a pensar en que, aun existiendo la cada vez más dudosa posibilidad de que Javier
hubiera sido el asesino, debería haber contado con un cómplice que se encargara de todo el trabajo posterior al crimen.
Toma el café de un solo trago y continúa.
—Paula, hubiera sido muy sencillo intentar derivar la investigación hacia cualquiera que tuviera que ver con los negocios oscuros que manejaba
tu viejo, sin embargo vos nunca dudaste de la culpabilidad de Javier.
—Pero vos sí.
—Por supuesto. De hecho, no fue Javier el que entró en mi departamento ni el que mandó a unos gorilas a apretarme en la puerta de mi casa. —
Se para y camina nerviosamente por el living. —Cuando yo empecé con mis dudas algunas personas se alteraron. ¿Quién les avisó que yo estaba
moviendo el avispero? ¿Vos, Bermúdez, Rasseri, el juez, Fernando… quién, carajo? —levanta la voz mientras se le acerca.
Paula lo mira paralizada. Pablo está un poco alterado. Aun así, la mira y le suplica.
—Ayudame a entender. Vos sabés cómo es esto. El analista ata cabos, pero necesita de las asociaciones del paciente. Y en este caso, la que puede
jugar el rol del paciente sos vos. —Paula aparta la mirada. —Entendeme. Yo podría darte ese papel de mierda y olvidarme de esta historia. Pero no
puedo vivir pensando que José o Helena me tendieron una trampa y me enredaron en esto. Además —sonríe sin querer—, soy analista y, a pesar de
los peligros, es más fuerte que yo… me apasiona la verdad.
Paula baja la mirada y siente que algo que lleva atragantado hace mucho tiempo puja por salir.
—Y bueno… si vos sos el analista y yo la paciente… ayudame a decir la verdad que no puedo poner en palabras.
Paula lo convoca a hacer lo que más sabe, pero sin embargo, duda. Su cordura hace un último esfuerzo por decirle que lo mejor es entregar el
informe y dejar todo como está. Pero ya es tarde. Él acaba de decirlo: su pasión es la búsqueda de la verdad.
—¿Sabés? No es la primera vez que veo una foto de tu mamá —Paula lo mira asombrada, pero él no va a delatar a Camila. —No importa dónde,
pero ya había visto otra —dice mientras vuelve a tomar el retrato de Victoria—. Y en esa ocasión, al igual que ahora, algo me llamó la atención. Algo
que no pude identificar qué era, hasta ahora.
—¿Qué cosa?
Pablo estira su mano hasta dejar la foto junto a la cara de Paula.
—Que no se parece en nada a vos.
—¿Y por qué eso te asombra tanto? No siempre las hijas se parecen a su madre.
—Porque algo había quedado en mi inconsciente. Una frase de Javier. Cuando lo visité, hablándome de ella, me dijo que era igual a vos y que si
las viera juntas no sería capaz de diferenciarlas.
Silencio.
—¿Eso dijo?
—Sí.
—No entiendo.
—Yo sí. —Paula lo mira asombrado. —Creo que voy comprendiendo todo.
El día está nublado y, a pesar de la hora, un oscuro aroma a atardecer envuelve el ambiente mientras que cada detalle va tomando forma,
aunque todavía de un modo desordenado, en la mente de Pablo.
—¿Cómo no me di cuenta antes?
—¿De qué?
—De hacia dónde me llevaba mi sueño.
—¿Y hacia dónde te llevaba?
—A los cuadros. Los elementos de mi sueño están en los cuadros: el color rojo, la lluvia, el perro, las transparencias, la ventana y, sobre todo, el
hombre oculto. Ese detalle que, como no podía ser de otra manera, está presente en cada uno de ellos. Siempre a medio divisar, doblando una esquina,
sin ojos, disimulado tras un sombreado o escondido bajo la lluvia ¿entendés? Yo soñé con los cuadros porque, inconscientemente, supe que en esos
cuadros hay una verdad que descifrar.
—¿Por qué? ¿Qué tienen los cuadros? —pregunta dubitativa.
—Dos cosas. En primer lugar que no hay que analizarlos por separado sino buscar el sentido que dan en su conjunto. Vos ya cursaste Test
Proyectivos, ¿no?
—Sí.
—Bueno, imaginalos como si fueran parte de una batería de test, un conjunto de dibujos a los que hay que ver en forma grupal buscando las cosas
que se repiten o los datos que, aun siendo diferentes, apuntan a un mismo significado para poder hacer una interpretación.
—Convergencia y recurrencia —recuerda Paula.
—Exacto. A ver… yo te tiro los datos y vos decime qué te sugieren… En primer lugar los colores: preponderancia del marrón, el rojo y el negro.
Después los rostros con ojos enfatizados, ya sea porque son grandes como en el caso de la liebre o porque están pequeños u omitidos como en el
cazador. Transparencias, como en el cuadro geométrico. En todos alguna figura con signos de desvalimiento y angustia y otras desorganizadas, que no
se ven por completo, como si no tuvieran todo el cuerpo, o con dos corazones, es decir, imágenes de cuerpos fragmentados.
A medida que habla, Paula agacha la cabeza. En tanto, Pablo continúa hablando con entusiasmo.
—El pino, alto como la cabaña en punta, hablan de una preponderancia fálica, es decir de un alto contenido sexual, sin embargo, la niebla que
cubre la chimenea o el árbol doblado por el viento, indican que en ese aspecto hay algo que ocultar, algo que el artista no quiere asumir, pero que su
inconsciente no puede dejar de decir. Como si no pudiera dejar de mostrar lo que conscientemente no quiere ver, como esa persona que mira por la
ventana allá arriba a media luz.
El recuerdo del relato de Paula que ha escuchado en el grabador interrumpe sus pensamientos: “Alguna vez me asomé por la ventana de mi
cuarto, sin encender ninguna luz para espiar lo que ocurría…”, pero debe continuar.
—Las piernas juntas y las manos apoyadas sobre ellas indican una necesidad de proteger la zona genital y…
Se detiene porque al mirarla se da cuenta de que Paula está llorando.
—Entendés a lo que apunto, ¿no? —le pregunta en un tono suave. Ella asiente. —La persona que pintó esos cuadros está denunciando a los gritos
que está siendo abusada. Es más, por la manera obsesiva de la temática, diría que está viviendo una tortura y que, seguramente, la posibilidad de
transformar su angustia en arte fue su manera de conservar la cordura en medio de una situación siniestra y casi imposible de manejar, ¿no te
parece?
—Sí.
Se produce un silencio pesado y tenso, pero aun así, él puede sentir la verdad que se abre paso de un modo irrefrenable. Ella hace esfuerzos por
controlarse, pero no le resulta fácil. Él la mira y le estira la mano.
—Vení, sentate aquí, a mi lado.
Paula obedece.
En su primera visita, Pablo jamás hubiera generado un acercamiento semejante, pero ahora poco queda de la Paula provocativa y sensual. Por
eso la quiere cerca, para protegerla de aquello que, está seguro, está a punto de aparecer.
Le levanta suavemente la cabeza para que lo mire y, con infinita ternura, le corre el pelo de la cara y la acaricia.
—¿Puedo seguir?
Ella asiente.
—El relato que Javier me hizo acerca de cómo mató a tu papá fue preciso, claro y contundente. Ya sé que el delirio es inconmovible, pero algo de
cierto había en lo que me contaba más allá del contenido delirante. Y recién ahora comprendo qué.
—¿Qué es?
—Que en realidad ese relato estaba construido con elementos distintos, algunos tomados de la realidad y otros de su propia fantasía, de la forma
patológica en la que su mente enferma le permitió simbolizar una vivencia traumática. Lo que quiero decir es que la psiquis de Javier realizó un
trabajo de condensación y entonces, de dos escenas hizo una, de dos tiempos hizo uno y, sobre todo, de dos muertes hizo una.
—No entiendo.
—Ésta es mi hipótesis… Hay algo en lo que Javier dice que es cierto, que no es producto de su enfermedad mental. Es cierto que él escuchaba
cómo tu papá le gritaba a alguien, cómo la insultaba, le daba órdenes e, incluso, le pegaba. Mientras tanto, Javier sufría en su habitación y se cubría la
cabeza con la almohada intentando acallar esos gritos sin conseguirlo. Y aquí aparece el punto que no puede aceptar y que genera una ruptura con la
realidad a partir de la cual se desestructura.
—¿Qué cosa?
—Que en realidad tu padre no sólo le está pegando a esa persona, no sólo la insulta y la maltrata. Esos gritos, esos ruidos, esos sonidos le sugieren
otra cosa. Le indican que está teniendo sexo con ella, que la está violando. Y eso es lo que él no puede procesar. Rechaza esa parte de la realidad y la
reemplaza con otra. La angustia de la violación la desplaza a la angustia por los gritos. Entonces, el causante de su padecimiento ya no es su padre
violador, sino la mujer que grita. Es a ella a quien hay que callar. Decidido a hacerlo se levanta, va a buscar un cuchillo y entra en el cuarto de tu padre.
—La mira. —Y creo que puedo reconstruir la escena. ¿Querés escucharla?
Después de un silencio que parece eterno, ella asiente.
—Sí.
—Javier entra y ve a tu padre golpeando y violando a una mujer, y esto es real. Pero en su mente, esa mujer es su mamá. Y él siente que para
que deje de atormentarlo con sus gritos debe matarlo a él, porque algún resto de coherencia le indica que no sirve matarla a ella, porque ella ya está
muerta y aún así sigue gritando. Entonces su mente dice: BASTA, y lo ataca con un cuchillo. Pero ese BASTA que resuena en su mente, tampoco le
pertenece. Lo incorpora como propio, pero viene de otro.
—¿De quién?
Pablo recuerda la grabación que le dejó escuchar José.
—De Camila. También ella escuchaba muchas veces esta misma escena. Pero esa vez a tu padre se le fue la mano y todos estaban allí. —La mira.
—Incluso vos. —Observa el esfuerzo que Paula hace para no quebrarse, aunque le cuesta conseguirlo. —Y allí es donde encuentra un sentido la
sorpresa que sentí al ver el retrato de tu mamá.
—…
—Javier me había dicho hablando de ustedes dos: “son iguales… no podrías diferenciarlas”, porque en realidad el que no puede diferenciarlas es
él. Aunque, debo reconocer, que tampoco yo pude hacerlo al principio.
Ella lo interroga con la mirada.
—¿Sabés? Cuando vi esos cuadros que tanto me impactaron, miré la firma y deduje que habían sido pintados por tu mamá: V. P. era para mí,
Victoria Peña. Pero algo me hizo dudar de que esto fuera así.
—¿Qué?
—Una frase de Camila. Me dijo que tu madre quería inventarle un padre que no existía y que esa actitud era “una más de sus pinturas
luminosas y soleadas”. Tu mamá era una negadora que creía poder ocultar la verdad pintando escenas llenas de luz, en cambio el artista que pintó
estos cuadros quiere develar la verdad a toda costa. Una verdad que es, por el contrario, oscura, sombría y angustiosa. —Vuelve a acariciarla con
ternura. —Recién hoy comprendí que V. P. no quiere decir Victoria Peña sino Vanussi, Paula. Vos pintaste esos cuadros. Vos hiciste ese esfuerzo por
mostrarle al mundo la tortura a la que eras sometida por tu padre. Paula, vos eras esa mujer a la cual tu padre golpeaba y violaba, ¿verdad?
Ella lo mira y el último resquicio de resistencia se derrumba. Con una angustia incontenible se pone a llorar de un modo desesperado. Llora, lo
golpea y grita. Allí están los gritos desgarrados que escuchaba Javier, los que Victoria intentaba en vano tapar con música cuando se encerraba con
Camila en su cuarto. Allí los tiene ahora Pablo, y también a él le hielan la sangre. Aun así, prolonga un abrazo fuerte y contenedor.
En su primera visita a esa casa, ella intentó seducirlo y acostarse con él. Ahora comprende que no se trataba de un verdadero deseo y que eso
mismo fue lo que a él lo había deserotizado. No había sido un acto de seducción sino un mecanismo patológico que ella ponía en juego.
Paula creció creyendo que todo debía pagarlo con su cuerpo, convertirse en un objeto y entregar su sexualidad para ser gozada por el otro. Pero
él había resistido y por eso, porque no la abrazó en aquel momento, es que ahora sí puede hacerlo, de otro modo, desde el lugar simbólico de un padre
que no toca para abusar, sino para proteger, para alojar tanto dolor.
Permanecen abrazados un largo rato hasta que ella rompe el silencio.
—Esto no se lo conté jamás a nadie… ni siquiera a José —dice con un poco de culpa—. Pero fueron muchos años. Desde que cumplí los catorce.
Esa noche, el regalo de mi papá fue que entró borracho a mi cuarto y… me tocó, me besó —llora—, fue horrible. Pero lo peor es que no se detuvo allí.
Por el contrario, hacer eso se le hizo costumbre y yo temblaba cada noche temiendo que entrara en mi cuarto.
—¿Y tu mamá?
Sabe que la pregunta es molesta, dolorosa, pero Paula tiene derecho a derrumbar esa imagen santificada que todo el mundo ha construido
alrededor de Victoria.
—Recién había nacido Camila y creo que ella decidió que era a la única a la que podía proteger, por eso nunca dijo nada de lo que pasaba y apenas
si se limitaba a encerrarse en un cuarto con Camila y, a veces, con Javier.
—A veces, pero no siempre.
—No… también él tuvo que padecer a mi padre.
La mira.
—¿Tu papá también violó a Javier?
Su voz se entrecorta por la angustia.
—Sí. Alguna vez. Hasta que…
—Hasta que vos te ofreciste como escudo y pagaste con tu cuerpo el precio de su protección.
Paula asiente y Pablo registra como un odio visceral lo recorre de pies a cabeza. Hijos de puta… ambos, Roberto y Victoria. Ahora entiende por
qué Paula reaccionó con José cuando llamó prostitutas a las mujeres de las que su padre abusaba. Porque ella era una más, tal vez la principal de ellas,
y entiende también por qué en la imagen final de su sueño, la mujer condensa a Paula, Javier y Victoria y deja afuera a Camila. Porque, de alguna
manera, ella había conseguido escapar de ese infierno.
—Hijos de puta —repite para sí.
Los dos. El padre que no tenía límites y la madre tan enamorada del perverso que fue capaz de ofrendar a sus propios hijos para calmar su
lujuria.
Recuerda lo que Rasseri dijo de ella: “Victoria Peña era una mujer muy particular. Una persona hermosa que adoraba a sus hijos. Pero, para
su mal, estaba demasiado enamorada de su esposo, y eso condicionó mucho su rol de madre”.
Y claro que lo había condicionado. Tanto que aceptó entregar a sus hijos mayores y sólo pudo proteger a Camila. Aunque, a la luz de la verdad, es
posible que también la hubiera entregado a ella cuando llegara el momento. Sólo que alguien decidió ponerle fin a todo antes de que eso ocurriera.
Pero ¿quién?
—Paula, yo creo que la escena que Javier me contó acerca de cómo mató a tu papá también condensa dos momentos diferentes. Por un lado es
cierto que él entró la noche del crimen con el cuchillo en la mano y lo atacó. Pero no creo que en sus condiciones haya podido matarlo.
Recuerda que Bermúdez le había contado que Vanussi había recibido apenas unas torpes lastimaduras que no hubieran alcanzado para matarlo.
Ésos fueron los intentos de Javier. Pero luego sí, hubo un corte mortal. Entonces, ¿cómo siguió todo aquella noche?
El relato que escuchó de Paula en su sesión le aporta los datos que le faltan para armar la historia.
—Por el contrario —continúa—, tu padre lo golpeó, le pegó con el cinto, lo lastimó hasta que vos te interpusiste. Y allí quedó firmado el acuerdo.
Él podría disponer de tu cuerpo cuando quisiera a cambio de no golpear más a Javier. Y ese acuerdo pareció conformado.
Pablo comprende que, en medio de su trastorno mental, Javier creyó matar a su padre en ese momento. Tal vez por eso la aparición del cadáver
de su padre, meses después, lo había vuelto a descompensar. Recuerda que Javier le contó que “había escuchado una conversación entre sus
hermanas en la que decían que papá había vuelto”.
Difícilmente ésos hayan sido los términos de aquella charla, pero así lo tradujo él: “Papá ha vuelto”. Es decir que, para Javier, no fue el cuerpo
putrefacto y ya sin vida de su padre el que apareció, sino que era su padre el que volvía, y de su mano, el horror. Por eso intentó matarlo nuevamente.
Está convencido de que en su delirio, Javier se desdobló y encarnó ambos papeles, el suyo y el de Roberto. Por eso se flageló con el cinto a sí
mismo creyendo que era su padre el que lo hacía, y por eso se cortó las venas creyendo que era a su padre a quien estaba matando. Y es ése el
momento en el que escribe aquella nota: “Se terminó. Lo maté”. Y no fue una confesión sino un grito triunfal.
Esto explica otro error en su relato. Él le dijo a Pablo que había intentado matarse dos veces, cuando en realidad, según la historia clínica, sus
intentos de suicidio fueron tres. Sólo que el tercero, para él, no fue un intento de suicidio, sino un nuevo acto de asesinato contra su padre.
Pero, aunque en su locura haya creído lograrlo, a esta altura Pablo está convencido de que eso no fue así, que alguien tuvo que terminar con el
trabajo. Alguien que estuviera mucho más consciente y fuerte físicamente, pero también lo suficientemente alterado como para no encontrar otra
solución más que la muerte de Roberto.
Recuerda que Rasseri le dijo que sólo en dos ocasiones había visto a Vanussi. Una de ellas cuando fue a internar a Javier. Pero sabe que nunca
fue a visitarlo ni volvió a la clínica después de eso. ¿Cuál fue la otra ocasión en la que lo vio, entonces?
La respuesta a esa pregunta la aporta otro de los dichos del médico durante aquella charla: “Paula Vanussi. Otra muchacha realmente hermosa.
Ya desde chiquita tenía una personalidad avasallante y un atractivo muy particular.”
Ya desde chiquita —piensa.
Paula era una adolescente cuando internaron a Javier por primera vez. ¿Cómo es posible entonces que Rasseri la conociera de chiquita? Tal vez,
porque la otra vez que vio a Roberto Vanussi no haya tenido que ver con la enfermedad de Javier, sino mucho antes.
—Paula, vos también fuiste paciente de Rasseri, ¿no?
Se toma unos segundos antes de responder. Y Pablo no la presiona.
—Sí. Cuando era muy chica empecé con algunos episodios de ausencia y mis padres me llevaron a verlo.
—¿Ausencias? ¿Te referís auras?
—Sí.
—¿Sos epiléptica?
—Sí. Estoy medicada desde que tengo uso de razón y lo llevo bien. Sólo en algunas ocasiones de mucha tensión, esas ausencias vuelven a
aparecer.
Pablo comprende ahora el interés que Paula mostró en sus clases de psicopatología cuando se habló de cuestiones psiquiátricas, neurológicas y
estructuras límites. Su preocupación no era por la psiquis de su hermano, sino por la suya, y se pregunta si esas ausencias la habrán protegido en
aquellas noches en las que su padre abusaba de ella. Probablemente sí. Aunque es seguro que, en esos casos, el borramiento de la conciencia no fuera
efecto del trastorno epiléptico sino del esfuerzo por reprimir lo que estaba pasando. Una ausencia provocada por un intento defensivo más típico de la
estructura histérica que de un trastorno neurológico.
Todo esto lo angustia y le da asco, pero tiene que terminar lo que ha empezado.
—Paula, ¿vos terminaste el trabajo, no?
Asiente.
—Fuiste vos quien se encargó de envolver, transportar hasta la ruta, tirar el cuerpo de tu padre y borrar las huellas del asesinato.
—Sí. Pero, teniendo en cuenta los resultados, no lo hice muy bien. Ni siquiera tuve la inteligencia para hacer desaparecer el cuchillo.
—Hiciste lo que pudiste —la justifica.
Ve cómo ella asiente y una de las frases que dijo durante la conversación que tuvieron con Verónica vuelve a su conciencia: “…matar no es
fácil”… ¿Cómo podría ella saberlo a no ser que…?
Él la mira y sabe que aún le queda una pregunta por hacer.
—Paula… ¿No fue Javier quien mató a tu padre, no?
Lo mira llena de angustia y apenas si puede escuchar su respuesta.
—No.
—Por eso quisiste hablar con él antes de que yo lo viera. Querías asegurarte de que no me lo dijera a mí.
—Sí. Ya está, lo lograste… Ésta es la verdad que tenías que saber. ¿Y ahora, qué vas a hacer?
Pablo se pone de pie en medio de una profunda confusión. Paula tiene razón, ya sabe lo que quería saber. ¿Y ahora, qué? ¿Va a denunciarla?
¿Acaso merece pudrirse en una cárcel por el sólo pecado de haber nacido en esa familia, de haber tenido esos padres perversos que la sometieron
desde chica, por haber querido proteger a sus hermanos? ¿Quién es él para condenarla de ese modo?
Es cierto, allí está la verdad, y él ha hecho un juramento al recibir su título, pero ¿ese juramento es más fuerte que el infierno por el que ha
pasado Paula?
Recuerda el final de su charla telefónica con Rasseri:
—¿Qué busca obtener con todo esto?
—La verdad, doctor. Sólo eso.
—¿No importa a quién perjudique con ella? —le había preguntado el médico.
Pablo entiende. Rasseri lo sabe todo, está seguro. Y aun así, eligió callar. Y ahora es él quien siente en su interior la fuerza del conflicto, la
ambivalencia.
Sin quererlo, sus ojos se posan nuevamente en el cuadro. Desde allí, Paula le muestra su horror, su cautiverio y, a su manera, le pide ayuda.
El sonido de su voz lo saca de sus pensamientos.
—No me contestaste… ¿Qué vas a hacer?
La mira y comprende que sólo hay una cosa que puede hacer. Toma el sobre, saca el informe, lo deja en la mesa y le acaricia la cabeza antes de
despedirse.
—Aquí tenés el informe. Podés usarlo si querés. Y no te preocupes por los honorarios. Ya pagaste suficiente en esta historia. Yo que vos llamaría
a José. Él puede ayudarte en este momento.
Ella esconde la cara entre las manos y llora. La escucha, pero ya no es él quien tiene que contenerla. Ya no es su historia. En silencio se dirige a la
puerta y sale del departamento. Espera el ascensor y, mientras baja, le manda un mensaje de texto a José.
—Llamá a Paula. Te necesita.
En la puerta, el encargado de seguridad que ya lo conoce le abre la puerta.
—Hasta luego, doctor.
No le responde. Ha empezado a lloviznar y debe esperar unos minutos hasta conseguir un taxi. Por fin aparece uno libre. Es un coche viejo, de
esos que uno dejaría pasar en otro momento. De todos modos lo toma.
—Buen día, jefe —saluda el chofer—. ¿Adónde vamos?
Su respuesta sorprende tanto al taxista como a él mismo. ¿Por qué le ha dado ese destino? Ni siquiera él lo sabe todavía.
XVIII
Francisca le abre la puerta. No dejó de mirarlo durante todo el trayecto que hizo atravesando el camino arbolado que llegaba desde la tranquera
de entrada hasta la casa.
—Camila no me avisó que usted iba a venir.
—Lo sé. ¿Puede decirle que estoy acá? Me gustaría hablar con ella.
—Sí, claro. Espéreme un momento, por favor.
La mujer desaparece por el pasillo y lo deja solo. Se arrima al ventanal por el cual lo había espiado Camila cuando jugaron a la escondida y ve, allá
a lo lejos, el horno de barro.
Su teléfono estuvo sonando durante todo el trayecto hasta que decidió apagarlo. Seguramente era Helena, preocupada por su demora o José en
respuesta a su mensaje. No lo sabe, ni le importa. No quería hablar con nadie porque necesitaba esos minutos para pensar.
Cuando bajaba por el ascensor tuvo la sensación de que todo había concluido, pero mientras esperaba el taxi una de las frases de Paula lo asaltó
de repente: “Ésta es la verdad que tenías que saber” y se dijo que si ésa era la verdad que tenía que saber, ¿cuál era la otra, la que no tenía que saber,
la que ella prefería que permaneciera oculta? Y recordó lo que ningún analista debe olvidar jamás: que la verdad nunca puede ser dicha totalmente
por alguien, y en esta historia, cada uno de los protagonistas puede aportar algo que el otro ha reprimido o decidido ocultar.
Javier y Paula ya le habían contado la parte de verdad que tenían a su alcance, pero supo que faltaba algo más y comprendió, entonces, que
debía hablar con Camila si es que quería obtener ese otro pedazo de verdad que, ni Paula ni Javier, habían podido decir.
—¿Qué sabe Camila acerca de la muerte de tu papá? —le había preguntado hace unos días a Paula.
—Todo.
Ésa había sido la respuesta: Todo. Y recién ahora comprende el alcance de ese todo.
Ahora sabe que ella estuvo presente aquella noche y necesita conocer su versión de los hechos, si es que pretende aliviar su padecimiento. Por
eso fue a verla. Para incitarla a hablar y de ese modo ayudarla a poner en palabras ese secreto que, hasta ahora mudo, es la causa de sus peores
pesadillas. Sabe que ese secreto está detrás de eso otro, aún sin nombre para él, al que Camila llama La Voz. Ese secreto la alimenta, la hace presente
y, si no puede lograr que ella lo nombre, La Voz seguirá atormentándola hasta volverla loca.
Pablo recorrió todo el trayecto viendo cómo las frases, las sensaciones y las emociones de los últimos días iban cayendo como las fichas de un
Tetris. Y, como si ése fuera el juego, intentó ordenarlas para que el sentido no quedara trabado.
Se preguntó por qué Paula lo convocó a sumarse en esta historia cuando su presencia no era imprescindible y la respuesta la tuvo claramente
ante sus ojos esa misma mañana, hace apenas una hora: Paula lo llamó porque deseaba confesarse.
¿Y por qué no lo hizo con José que es su analista?
No está seguro de eso, pero cree que la fuerte admiración que tiene por él puede haber generado una sensación de seguridad que ni siquiera en
su análisis encuentra todavía. Después de todo, tanto Rasseri como José mismo le habían dicho que ella confiaba mucho en él.
En esa misma charla, su amigo le contó que dudó mucho antes de tomar el caso y que sostuvo durante bastante tiempo la técnica cara a cara sin
poder tirar a Paula al diván. ¿Por qué? Tal vez porque, inconscientemente, no podía dejar de mirar esos hermosos ojos. De hecho, según sus propias
palabras, Paula le parecía una mujer bellísima.
Es posible, entonces, que algo del orden de la contratransferencia erótica se hubiera hecho presente durante las sesiones. Y Paula no iba a hablar
frente a nadie que deseara su cuerpo, de eso estaba seguro. Estaba acostumbrada a percibir el deseo hacia ella como una señal de peligro. Tal vez
aquel día en su departamento, sin saberlo, lo había puesto a prueba y, quizá, su negativa a acostarse con ella fue la llave que le permitió destrabar sus
resistencias y mostrarle su parte de la verdad.
Necesitaba hablar, pero no quería que sus hermanos corrieran riesgos. Había sostenido esa seguridad, incluso, a costa de su propio cuerpo. Por
eso quiso tener una conversación con Javier antes de que Pablo lo viera y por eso, ahora estaba seguro, le pidió un tiempo para pensar si le permitía
analizar a Camila. En ambos casos, el tiempo que pidió fue el que necesitó para hablar con ellos y asegurarse de que no dijeran lo que no tenían que
decir. Pero Camila no es Javier y él, aunque reciente, es su analista. Y a esta altura se pregunta: ¿qué es lo que Paula se esfuerza en mantener oculto?
—Puede pasar.
La voz de Francisca lo saca de sus cavilaciones. Pablo agradece y sigue a la mujer por el pasillo que lleva hacia el estudio de Camila. Podría haber
ido solo ya que conoce el camino, pero sabe que Francisca no va a permitírselo. A su manera, la está cuidando. Por eso al retirarse siempre dejó la
puerta abierta, y por eso el comentario innecesario de la primera vez: “Yo voy a estar en la cocina”.
Pablo empieza a comprender cada uno de los códigos que en ese entorno se han establecido para proteger a los chicos y resistir, lo mejor que se
pudiera, los estragos que podían llegar a causar los Vanussi. Porque en su mente ya no es sólo Roberto, sino que Victoria también ha formado parte de
la trama perversa. Es cierto que no lastimó ni abusó de ninguno de sus hijos de un modo directo, pero fue la cómplice necesaria sin la cual ese padre no
hubiera podido disponer a su antojo de sus hijos.
Entra en el cuarto y lo recibe la carita asombrada de Camila.
—No te esperaba.
—Ya lo sé.
Se miran durante unos segundos hasta que ella se dirige a Francisca.
—Andá tranquila. Y, por favor, cerrá la puerta.
Buena señal. Confía en él.
La mujer obedece y quedan solos en el estudio. El violín está apoyado sobre el escritorio mientras ella mueve nerviosa el arco que aún sostiene
con su mano derecha. Pablo percibe que algo intenta ganarse un lugar en su conciencia sin lograrlo, pero sabe que no debe hacer un esfuerzo por
atraparlo, no es así como funciona. Atención flotante, se recuerda una vez más.
Camila está, como siempre, vestida con ropa amplia y cómoda y le sostiene la mirada. Cruza las piernas y apoya sus manos sobre las rodillas sin
soltar el arco. La escena le recuerda el primer encuentro que tuvieron en el alero de la casa, cuando ella estaba sentada en la mecedora. El mismo
gesto amistoso, pero también la misma mirada atenta, como si no quisiera perderlo de vista, como si estuviera intentando tener todos sus
movimientos bajo control.
También en esa ocasión había cruzado las piernas y apoyado las manos sobre las rodillas y Pablo se pregunta dónde más ha visto esa imagen. No
lo sabía entonces pero lo sabe ahora: en el cuadro rojo.
La mujer sentada en la vereda apoyada en el tapial tiene las piernas muy juntas y las manos apoyadas sobre ellas. Ése es un gesto típico e
inconsciente de protección de los genitales característico de las personas que han sido abusadas o que temen serlo.
Obviamente, Camila no era ajena a lo que pasaba en su casa. Y tampoco, aunque de manera consciente no pueda aceptarlo aún, desconoce que
esa mamá que tanto ama y a la que se aferra con desesperación, tuvo mucho que ver en todo esto.
Ahora entiende el porqué de aquella aparente contradicción.
—Aún tengo grabada su voz —le había dicho en una de sus charlas. Sin embargo luego se había quejado de que, a pesar de ser músico, le
ocurriera que cada día que pasa, esa voz, se le olvida más.
He allí el intento defensivo de su mente, fragmentar el recuerdo en dos. Guardar y mantener la voz dulce de la madre protectora y expulsar la
otra voz, la de la madre cómplice… ¿La Voz? ¿Sería Victoria y no su padre la que venía a amenazarla aquellas noches para encerrarla en su cuarto
mientras él gozaba sádicamente de sus hijos?
No lo sabe y no es aún momento de preguntárselo. De algún modo entiende que Camila todavía necesita de esa madre buena y él va a respetar
eso.
Vuelve a mirarla y comprende la causa de la dualidad que le generó en cada encuentro. Camila ha hecho también de sí misma dos personas
diferentes. Por un lado intenta mantener la imagen de un cuerpo aniñado disimulando las curvas que empiezan a notarse, los pechos y las caderas que
anticipan la mujer hermosa en la que se está convirtiendo. Por eso la ropa amplia que no deja entrever su cuerpo sexuado. En su inconsciente, si su
cuerpo permanece siendo el de una niña, puede que no llame la atención del abusador. Y por el otro su nivel de pensamiento y responsabilidad más
acordes a los de un adulto que a los de una adolescente. Eso que técnicamente se llama “pseudomadurez” y que es también un indicador de violencia.
Camila necesitó armarse un mundo propio y cerrado en el que nadie pudiera entrar. De allí que el violín, su talento y su capacidad de estar
durante horas estudiando a solas escondían y justificaban lo que en realidad era una actitud retraída y la búsqueda del aislamiento. No tiene dudas
acerca de la presencia de una depresión encubierta. Todos estos síntomas, incluida la enuresis espontánea que apareció cuando tuvo que enfrentar
una situación de angustia, dan cuenta de su miedo a ser también, como sus hermanos, víctima de la violencia sexual y física de sus padres.
Se sienta enfrente de ella y le habla suavemente.
—Camila, tenemos que hablar.
Es cierto que es una chica diferente. Por eso, no necesita decir más para que entienda.
—¿Ya?
—Sí, ya.
Asiente.
—Vos me dijiste que Javier nunca pudo hacer nada, excepto aquella noche. Quiero que me cuentes qué pasó esa noche.
Camila baja la mirada y se queda unos segundos en silencio.
—Antes debo contarte algo que ocurrió a la mañana.
—Contame.
—Mi papá había estado viniendo casi todos los días. No era habitual que hiciera eso. Por lo general dormía en otro lado y sólo aparecía una o dos
veces por semana. Pero cada tanto le agarraba por venir. Esos días eran los peores. —Lo mira. —Pablo, no te enojes, pero yo te mentí cuando
hablamos antes.
—¿En qué?
—Te dije que mi papá hacía muchas cosas malas, que les pegaba a mis hermanos.
—¿Y no era así? —ella asiente—. ¿Entonces?
—Pero eso no era todo lo que hacía. Hacía unos cuantos años que yo entendía lo que pasaba en esas noches en las que se emborrachaba y se
quedaba en casa. Todos intuíamos a la tarde que se iba a quedar y que…
—¿Y qué?
—Me da vergüenza decirlo.
—No tenés por qué tener vergüenza. No eras vos la que hacías algo malo —percibe su resistencia a hablar del tema y cree comprender de dónde
viene—, tampoco tus hermanos hacían nada malo.
Su gesto se relaja.
—A mi papá… le gustaba acostarse con mi hermana. —La voz le tiembla y los ojos se le llenan de lágrimas. —Mi papá… era un hijo de puta. Yo
notaba durante la cena la cara de angustia de Paula. Ella también sabía lo que le esperaba. ¿Cómo puede ser, Pablo? ¿Cómo puede un padre hacer
eso?
¿Qué puede responderle Pablo? Nada. Por eso hace lo mejor que puede hacer. Se queda en silencio.
—Pobrecita, Paula… al otro día le costaba mirarme a la cara. Ella sí que se moría de vergüenza, pero yo sabía que no podía evitarlo.
Pablo la comprende. Es común que en los delitos sexuales la víctima se sienta culpable y avergonzada, y los abusadores cuentan con eso. Es un
agregado a su morboso placer.
—Javier también lo sabía —continúa—. A pesar de su estado, mi hermano es inteligente y creo que por momentos comprendía lo que pasaba.
Pablo no va a decirle que está seguro de eso, que también Javier fue abusado por su padre y tal vez, piensa a esta altura, por su madre. No es ése
un dato que él tenga que darle.
—Yo me encerraba en mi cuarto y prendía el televisor. Pero me costaba dormirme… no sabés con qué ganas esperaba la llegada de la mañana…
de día todo parece tan distinto. Hasta que esa mañana…
—¿Qué pasó esa mañana?
Respira profundamente antes de hablar.
—Yo me había levantado temprano y estaba desayunando en la cocina antes de empezar a estudiar. Tenía unos pasajes difíciles que resolver y,
además, no había dormido en toda la noche, por eso no esperé a que llegara Francisca a prepararme el desayuno.
Se detiene. Pablo comprende que necesita ayuda para continuar.
—¿Y entonces?
—Mi papá apareció y se calentó un café. Yo estaba mirando una partitura mientras desayunaba y lo sentí acercarse. Se paró detrás de mí y me
acarició el pelo.
Se calla unos segundos y la angustia y la rabia le inundan la mirada.
—“Cami —me dijo—, te estás poniendo grande… y estás muy linda.”
—¿Y vos qué hiciste?
—Nada. Me quedé quieta, paralizada hasta que se fue. Después me fui a mi estudio y me puse a estudiar.
—¿Pudiste?
—Sí.
El estudio. Su refugio sintomático.
—Se me nublaba la vista pero yo seguía tocando y tocando. Con más fuerza que nunca, con más bronca que nunca. No salí en todo el día de mi
estudio. —Nuevamente, la habitación del pánico. —Hasta que llegó la noche.
Pablo no puede evitar descargar bajo la forma de un suspiro la tensión que viene conteniendo. Sabe que en unos momentos Camila descorrerá el
velo y tendrá toda la verdad delante de él y asume que, como lo sospechó desde un principio, puede no gustarle lo que encuentre.
—Cenamos y papá le dijo a Francisca que se fuera a su casa. Ella intentó quedarse con la excusa de dejar todo limpio, pero él se lo impidió. Antes
de irse me miró como disculpándose, y yo me di cuenta de su sentimiento de impotencia. No podía protegernos. Nadie podía protegernos. Estábamos
solos ante él.
Y el ogro estaba demasiado cerca, recuerda Pablo.
—Me fui a mi cuarto, pero esa noche no encendí el televisor ni puse música. Yo había visto cómo me miró y eso no me dejaba en paz. No podía
sacarme de la cabeza ni su mirada ni el recuerdo de su mano acariciándome el pelo. —Se detiene un instante. —Hasta que empecé a escuchar los
ruidos, los de siempre, porque ni siquiera se tomaba el trabajo de disimular lo que pasaba. Creía que a él no podía ocurrirle nada —lo mira—, pero se
equivocaba.
Hace apenas un rato, en casa de Paula, Pablo había creído llegar a la verdad. Ahora sabe que no es así y Camila ya se lo había dicho, sólo que él no
había podido escucharlo: “las cosas no son lo que aparentan… puertas para dentro todo ha sido muy distinto”.
—En un momento escuché los gritos de Paula pidiéndole que parara, que por favor no lo hiciera más. Yo me levanté creyendo que mi papá la
estaba… violando.
—Y no era así.
—No. Él estaba pegándole a Javier con el cinto. Mi hermano estaba acurrucado en un rincón cubriéndose la cabeza y llorando y Paula intentaba
detener a mi papá. Él tenía algunos arañazos en el cuerpo y había un cuchillo manchado con sangre a los pies de la cama. —Se detiene. Resiste la
angustia y sigue hablando. —Al final ella logró calmarlo y él la abrazó y empezó a tocarla. Fue horrible. Era como si lo sucedido lo hubiera excitado aún
más, y Paula no podía negarse a nada si no quería que volviera a golpear a Javier. En un momento nos cruzamos la mirada. Ella me rogaba con los ojos
que me fuera, que no viera lo que estaba por pasar.
—Pero vos te quedaste.
—Sí.
—¿Y qué viste?
Lo mira.
—Todo.
No necesita preguntarle más acerca de eso. No quiere someterla a que describa una situación perversa y siniestra, pero sí hay algo que necesita
saber.
—¿Y por qué te quedaste?
—Porque estaba cansada de imaginar lo que pasaba y tenía que verlo sin perderme ningún detalle. —Pablo la mira interrogante. —Porque
aquella mañana comprendí que eso era lo que me esperaba si nadie hacía algo. O negarme y ser golpeada como Javier, o… o dejarme violar como mi
hermana.
La tensión es enorme. Puede sentirla. Pero Camila no va a detenerse. Pablo recuerda algo que ella le dijo: “A mí no iba a tocarme nunca”, y
aunque el horror lo paraliza, intuye el desenlace.
Camila comprendió que ni Paula ni Francisca iban a poder defenderla del horror por mucho tiempo más y que si no quería ser una más de las
víctimas de su padre iba a tener que hacerlo sola. Pero era apenas una nena.
“Tal vez si fuera hombre me hubiera gustado tener un instrumento más grande. Las manos de un hombre, sus dedos, todo en él es más grande,
más fuerte.”
Seguramente deseó tener la fuerza de un hombre para poner fin a todo eso, pero sólo contaba consigo misma.
—Y en ese momento tomaste una decisión.
Ella asiente.
Él mismo se lo había dicho a Paula: si el asesino pudo ser su hijo, ¿por qué descartar a la hija? No estaba errado, sólo que se había equivocado de
hija.
—Camila —intenta ser contenedor—, es necesario que me cuentes cómo lo hiciste.
Se toma unos segundos antes de hablar. Busca aire, se seca las lágrimas con el puño de su campera de gimnasia y llora. Pero no es un llanto
angustiado, es un llanto de enojo.
—Cuando todo terminó me fui a mi cuarto y me quedé sentada en la cama un rato largo, hasta que escuché unos ruidos en la cocina. Entonces me
levanté y me asomé. Mi papá estaba desnudo, medio borracho con un vaso de whisky en la mano. Tenía la frente apoyada sobre la mano izquierda y
con un dedo hacía círculos con el hielo.
Yo lo miré y supe que nunca jamás iba a encontrarlo tan indefenso, que era esa noche o nunca.
Fui hasta la habitación intentando no hacer ruido y levanté el cuchillo del piso. Javier aún estaba tirado y Paula parecía dormida. Respiré
profundo y fui hacia la cocina. Él escuchó mis pasos a su espalda.
—¿Quién es? —me preguntó.
—Soy yo, Camila —le dije.
Él se sonrió y me dijo:
—Cami… ya estás grande.
Y yo le respondí:
—Sí, papá. Ya estoy grande.
Entonces me acerqué y me di cuenta de que tenía que ser muy precisa, porque si fallaba, iba a matarme… o algo mucho peor. ¿Sabés lo que es la
arteria carótida?
—Sí.
—¿Viste? Para algo sirven las clases de biología —intenta sonreír sin conseguirlo—. La profesora nos explicó que por allí pasa la sangre, nos
enseñó a identificarla rápidamente tomándole el pulso a un compañero. A ochenta pulsaciones por minuto —nos dijo a modo de chiste—, un corte justo
haría que una persona se desangrara en dos minutos… Es decir que era cuestión de cortar justo y escapar. Eran sólo dos minutos. Si lo hacía con
rapidez no iba a tener tiempo de hacerme nada. Pero sólo tenía una oportunidad. Debía encontrar el pulso con los dedos de la mano izquierda y cortar
casi al mismo tiempo. Sabía que no necesitaba fuerza, solamente precisión.
Pablo mira el arco que se mueve entre los dedos de Camila y ahora sí le encuentra un sentido a sus palabras: “…Los dedos de la mano izquierda
sólo deben ser ágiles y sensibles. El secreto está en la mano derecha”.
—Y vos fuiste precisa.
—Sí. La cabeza inclinada sobre la mano me dio la oportunidad que necesitaba de ubicar la arteria de un solo toque. —Se detiene. —Y corté. Fue
muy fácil. Apenas si protestó. Se dio vuelta, intentó detener la sangre con su mano y me miró. Yo salí corriendo hacia el cuarto y grité llamando a
Paula.
“… muchas veces me refugié y me sentí protegida por ella”, recuerda.
—Pero él no me siguió. Tuve que sacudir a mi hermana para despertarla y temblando le conté lo que había hecho. Le costó reaccionar, como si no
entendiera o no pudiera creer lo que le estaba diciendo. Entonces tomó el cuchillo, me dio la mano y fuimos hacia la cocina. Pero él no estaba. Creo que
comprendió enseguida que necesitaba ayuda urgente y que ninguno de nosotros iba a dársela. Por eso salió de la casa, en busca, seguramente, de
algún coche que pasara por la ruta. No fue difícil seguir su recorrido hasta la puerta de casa porque dejaba un rastro de sangre a cada paso que daba.
Pero afuera se hizo más difícil. La noche estaba nublada y los árboles volvían el camino aún más oscuro.
—No fue a lo de Francisca —me dijo Paula segura. Se ve que creyó que papá sabía que tampoco ella iba a ayudarlo. —Vamos hacia la
tranquera. Y así lo hicimos, mirando para todos lados hasta que lo encontramos. Allí —señala por la ventana—, cerca de esos pinos. Yo estaba
temblando. Paula debe haberlo notado, porque me abrazó y me dijo que no tuviera miedo, que ella iba a sacar el cuerpo de allí. Pero yo la notaba
confundida. Ella tampoco estaba bien. Así y todo, volvimos a la casa y entre las dos acostamos a Javier en su cama. Sacó una pastilla de su cartera y
me la dio.
—¿Qué es? —le pregunté.
—Tomala, te va a relajar y te va a hacer dormir.
—Yo la tomé y ella se quedó sentada acariciándome la cabeza hasta que me dormí.
—¿Y después?
—Después… nada. Me desperté al otro día, me levanté y no había rastros de lo sucedido a la noche. Supongo que Paula se encargó de todo,
porque me pidió que no le preguntara nada, que cuanto menos supiera mejor. Me aseguró que no iba a pasarme nada y yo le creí. Y así fue, hasta hace
unas semanas.
Lo mira sabiendo la gravedad de lo que acaba de contarle.
—Sé que lo que hice es horrible… pero nadie más podía terminar con eso.
Paula ya se lo había dicho: “Camila es la única que supo hacer las cosas bien”. Y ahora comprende aquella otra frase: “tené mucho cuidado con
ella”.
Había sido al mismo tiempo, una amenaza y una súplica. Le estaba avisando que Camila era capaz de actos peligrosos, pero también le pedía que
no la denunciara y que la protegiera. Y eso es, lo decide en un segundo, lo que va a hacer.
—Te entiendo, Camila. —Sabe que un analista no debe emitir juicios de valor acerca de los actos de sus pacientes, pero no puede contenerse. —
Hiciste lo mejor para todos.
Ella lo sabe, por eso ya no se siente en deuda con Paula. Porque es ella la que puso fin al calvario de los tres. Paula no volverá a ser abusada,
Javier no tendrá que soportar más golpes y ella… ella evitó ser el nuevo juguete sexual de su padre. A un costo altísimo. Un costo que Pablo está
dispuesto a ayudarla a soportar.
Camila apoya el arco en el atril, relaja sus piernas, quita las manos de las rodillas y las extiende hacia él.
—Abrazame, por favor.
Y, como lo hiciera cuando la rescató de su escondite la vez anterior, Pablo la abraza de un modo fuerte y protector. Y Camila llora. Ahora sí, con
un llanto angustiado que lo conmueve. Porque es un llanto desgarrado, y, en ese desgarro, ella grita de dolor por cada uno de esos gritos contenidos
durante tanto tiempo. Y él no va a taparlos con Mozart ni Beethoven. Por el contrario, va a escucharlos e intentará darles un lugar y un sentido en la
verdad de su historia.
Media hora después cruza la tranquera. Tal como suponía, el taxi no lo está esperando. Eso no lo sorprende, pero lo que sí no esperaba es
encontrarse con el hombre de ojos claros que, desde adentro del Peugeot 504 negro, le abre la puerta del acompañante.
—Suba —le ordena—. Tenemos que hablar.
Sin saber muy bien por qué, Pablo sube.
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