jueves, 9 de abril de 2015

HISTORIAS INCONSCIENTES-LA VOZ DEL AMOR (La historia de Esteban)

LA VOZ DEL
AMOR



(La historia de
Esteban)


Todos llevamos,
como Eneas, a
nuestro padre sobre
los hombros.
Débiles aún, su
peso nos impide la
marcha,
Pero luego se
vuelve cada vez
más liviano,
Hasta que un día deja de sentirse y


advertimos que ha
muerto.
Entonces lo
abandonamos para
siempre en un
recodo del camino
y trepamos a los
hombros de nuestro
hijo.


HORACIO 
CASTILLO


Las personas nobles no lloran
igual  que  los  demás.  Un canalla  no  lo  hace  de  la misma  manera,  porque  no
puede               acceder                             la
profundidad de la nobleza. La nobleza  requiere  de  una entrega  que  predispone  las emociones  de  un  modo diferente.  Y  Esteban  era  un hombre noble.
Sus  ojos  estaban  rojos.


Hacía un esfuerzo enorme por
contener el llanto y su voz era apenas  audible.  Lo  vi debatirse  con  su  angustia durante  algunos  minutos,  en silencio,  hasta  que  por  fin pudo hablar.
—¿Te  das  cuenta?  El momento  que  tanto  temía llegó. Rodrigo me dijo que yo no soy su padre.
Y,  como  si  sus  palabras


hubieran  destrabado  toda  la
emoción  contenida,  Esteban lloró.




Cuando  vino  por  primera vez tenía cuarenta y seis años. Era  arquitecto  y  estaba  al frente  de  su  propio  estudio. Vivía  con  su  esposa,  Julia, con  la  cual  tenía  tres  hijos: Rodrigo,  de  once  años,


Valentín de siete y Tatiana de
tres.  Llegó  derivado  por  un amigo  que  se  atendía  desde hacía un tiempo conmigo y al momento me di cuenta de que estaba  frente  a  una  persona sensible e inteligente.
—Yo fui uno de los tantos adolescentes  del  Proceso  — me  dijo—.  Bueno,  como  vos supongo,  ya  que  somos  casi de la misma edad —se quedó


pensando  unos  segundos—.
Pero  qué  cosa  la  juventud,
¿no?
—¿Por qué lo decís?
—Porque               en              aquel
momento,  no  nos  dábamos cuenta de todo lo que pasaba. Ver  un  Falcon  verde recorriendo las calles era algo tan  común  que  ni  siquiera  lo registrábamos.  Es  más,  no sabés  cuántas  veces  me


bajaron  del  colectivo  a  la
madrugada  y  me  hicieron acostar boca abajo en la calle mientras  me  revisaban  el morral.  Lo  vaciaban  en  el piso  para  ver  si  encontraban algo y después me decían que guardara todo de nuevo y me fuera.
Sonreí  a  mi  pesar.  Tenía razón.  La  nuestra  había  sido una  adolescencia  de  pelos


largos, morrales y requisas.
—Pero  la  verdad  era  que eso  ya  ni  me  molestaba  — continuó—, sabía cómo era el trámite.  Así  que  cuando paraban  el  bondi  me  bajaba solito,  saludaba,  entregaba mis  cosas  y  me  recostaba  en el  piso.  Después  me levantaba, me sacudía la ropa, daba  las  gracias  y  seguía viaje.


Esa  parte  del  relato  me
borró  la  sonrisa.  Yo  había pasado  también  por  esas mismas  cosas,  pero  nunca
había                                            logrado
acostumbrarme.  Muy  por  el contrario,  siempre  había sentido  la  prepotencia  de aquel  trato  como  algo humillante,  doloroso,  casi traumático.
Esteban  continuó  con  su


relato.
—La  recuerdo  todavía  a mi  vieja  asomándose  por  el balcón  de  casa,  en  las
madrugadas,                        esperando
verme  doblar  la  esquina.  No podía  dormirse  hasta  que  yo llegara —pausa—. Claro, ella sí  sabía  las  cosas  que pasaban.  Para  mí,  en  aquel momento,  era  una  hincha pelotas.  Recién  ahora,  que


soy  padre,  me  doy  cuenta  de
lo  que  se  siente  cuando  uno está intranquilo por un hijo.
—¿Ah,  sí?  ¿Solés  estar
intranquilo por tus hijos?
—Como  todo  padre, supongo.
—Puede  ser,  pero  vos,
¿cómo manejás ese tema?
—Bien,  creo.  Aunque, por  supuesto,  tengo  mis cositas,  mis  inseguridades,


sobre todo con Rodrigo.
—¿Y  por  qué  sobre  todo con  él?  ¿Qué  tiene  de
particular?
Suspiró y esbozó un gesto que no llegó a ser una sonrisa.
—Es  que  Rodrigo  es  mi hijo adoptivo.
—Ah,  bien.  ¿Me  querés
contar cómo fue eso?
Asiente.
—Cuando  yo  empecé  a


salir con Julia, mi mujer, ella
tenía  un  bebé  de  diez  meses. Y yo, la verdad, no sé de cuál de  los  dos  me  enamoré primero.  A  ella  la  conocía hacía  tiempo,  porque  era amiga de una prima, e incluso cuando  éramos  chicos  yo había  intentado  que  pasara algo  entre  nosotros;  pero  no me  dio  ni  la  hora.  Estaba  en otra.  Tiempo  después  me


enteré  de  su  embarazo,
porque era muy querida en mi familia, y la verdad es que me apené  mucho.  Era  una  mina tan  buena  que  no  se  merecía vivir esto sola.
—¿Qué pasó con el padre biológico  de  Rodrigo?  —lo interrogué.
Esteban se acomodó en el sillón  y  siguió  hablando  del tema  con  mucha  naturalidad,


razón  por  la  cual  comprendí
que  era  algo  que  tenía asumido  y  que  no  le molestaba.
—Se  llamaba  Daniel.  Era un  compañero  de  facultad  de Julia. Cursaron juntos algunas materias y empezaron a salir. Pero  cuando  ella  quedó embarazada, él no quiso saber nada.  Le  dijo  que  recién  se conocían,  que  no  estaba


enamorado y que eso era algo
para  lo  que  no  se  sentía preparado.  Incluso  le  pidió que abortara.
—¿Y  Julia,  qué  le
respondió?
—Que  no.  Ella  quería tener ese hijo. Así que le dijo que  se  quedara  tranquilo porque  lo  entendía  y  nunca iba  a  reclamarle  nada.  Y  así fue. Jamás lo jodió.


De  pronto  se  conmovió  y
su  cara  mostró  un  gesto  de ternura.
—¿Qué  pensaste?  —le pregunté.
Hizo  una  breve  pausa antes de responder.
—En  cuánto  amo  a  mi mujer. Ver con cuánta garra y cuánto  amor  defendió  a  su hijo  —se  interrumpe—,  a  mi hijo,  es  algo  que  siempre  me


emociona.
Su  mirada  se  ilumina  y percibo la presencia de algún recuerdo.
—¿Qué pasa?
—Nada importante.
—Decilo igual, Esteban. Suspira.
—Me  acordé  de  algo.  La
otra noche volví tarde de una reunión  y,  como  siempre,  le fui a dar un beso a los chicos.


Y cuando llegué a la cama de
Rodrigo  se  me  llenaron  los ojos  de  lágrimas.  Le  miré  la carita,  tan  dulce,  tan  lindo,  y pensé  que  si  Julia  no  lo hubiera  defendido  como  lo hizo,  yo  no  podría  tenerlo  en mi  vida.  Entonces  fui  hasta mi  cuarto  y  la  abracé  fuerte.
«Eh               —me                   protestó
sobresaltada—,  ¿qué  te pasa?».


—¿Y vos, qué le dijiste?
—Que  la  amaba.  Ella  me
acarició  y  siguió  durmiendo —sonríe—. No creo que haya entendido  lo  que  yo  estaba sintiendo.
—Bueno,  si  para  vos  era importante  que  ella  lo supiera,  podrías  haberle contado lo que te ocurría. Los sentimientos  están  también para  ser  dichos,  ¿no  te


parece?
Asintió.
—Sí,  tenés  razón.  Pero
preferí dejarla dormir.
Hizo  un  silencio  y  una sombra  pareció  enturbiar  su recuerdo.
—¿En qué pensaste? —En Daniel.
—¿Qué pasa con él?
—Que  es  como  una
espada  de  Damocles  que  se


balancea  siempre  sobre  mi
cabeza.  Nunca  estuvo,  pero, sin embargo, siempre está.
Al  escucharlo  comprendí que  Esteban  sentía  su paternidad  amenazada  por  el fantasma  de  este  padre ausente  e  intuí  que  sería  uno de los temas más importantes de  su  análisis.  No  me equivocaba.


La  paternidad  no  es  algo
natural.  Como  todas  las relaciones  humanas  es  algo que  se  construye.  Hay quienes  dan  por  sentado  que el  amor  entre  padres  e  hijos viene  dado  por  la  naturaleza; eso a lo que llaman «la voz de la sangre». Pero, dentro de las
muchas                             importantes
virtudes  que  tiene  la  sangre,


no  se  encuentra  la  de  tener
una voz que nos diga a quién querer y a quién no.
Muy  por  el  contrario,  la paternidad  es  un  complejo nudo  afectivo  que  se  va desarrollando  a  partir  del nacimiento del hijo, o incluso antes,  cuando  se  lo  sueña, cuando se lo desea, cuando se le  elige  un  nombre.  Y  esta relación  entre  padres  e  hijos,


lejos de ser fácil y dada por el
mero  hecho  de  la  herencia biológica,  es  altamente complicada, pasa por muchos momentos de crisis y requiere
de                               acomodamientos
permanentes.  No  basta  con dar  el  semen  para  ser  papá. Cierta  vez  me  dijo  alguien que  «creerse  padre  sólo porque  se  tiene  un  hijo  es como  creerse  pianista  sólo


porque se tiene un piano».
Ser  un  papá  implica  algo que  está  por  fuera  de  la relación  de  sangre.  Es  algo que  depende  del  tiempo compartido,  de  los  cuidados, los  límites,  el  amor  e  incluso el  enojo  que  se  haya  vivido con los hijos.
El  padre  no  es  aquel  que embarazó  a  la  madre,  sino  el
que               cuenta                 con               el


reconocimiento  del  hijo.  Y
mucho  de  esto  hablamos  con Esteban  durante  el  transcurso de su análisis.




—Cuando  me  enteré  de que  Julia  estaba  embarazada de  Valentín  tuve  mucho miedo.
—¿Y  a  qué  se  debía  ese
miedo?


Se  toma  unos  segundos
para encarar el tema.
—Y¼,  yo  nunca  había tenido  un  hijo  biológico  y, por  un  momento,  temí  que fuera  distinto,  que  pudiera quererlo  más  que  a  Rodrigo. Y  esa  idea  no  me  dejaba  en paz,  me  torturaba  todo  el tiempo. Yo no hubiera podido perdonarme  si  algo  de  esto me hubiera pasado.


—¿Y  qué  ocurrió  cuando
nació Valentín?
Sonríe.
—Me  acuerdo  de  que  era
un  día  soleado  de  otoño. Habíamos  llevado  a  Rodrigo a  la  plaza.  De  repente, mientras  yo  jugaba  con  él  en la  hamaca,  la  veo  a  Julia sentada  en  un  banco  que  me mira  con  cara  de  asombro. Me acerqué a ver qué pasaba


y  me  dijo  que  había  roto
bolsa.
—¿Y qué hiciste?
—Me puse muy nervioso.
Ella  se  reía.  Subimos  a  un taxi y nos fuimos a la clínica. De allí llamamos a mi suegra para  que  viniera  a  buscar  al nene y lo llevara a casa.
Hizo  un  nuevo  silencio  y comprendí  que  algo  lo conmovía.  Le  di  el  tiempo


que  necesitaba  hasta  que
volvió a hablar.
—Rodrigo  tenía  una carita  de  susto  que  no  te puedo  explicar.  Me  miraba  y no entendía nada. Y sentí que, tal  vez,  él  tenía  el  mismo miedo  que  yo;  que  también pensaba que a lo mejor no iba a  quererlo  igual  que  a  su hermano. No sabés lo que me costó que se lo llevaran, pero


tenía  que  estar  con  Julia.  Por
suerte,  los  trámites  de  la internación,  el  trabajo  de preparto,  la  llegada  del médico  y  todo  eso  me  ocupó la cabeza.
—¿Presenciaste el parto? —Sí.
—¿Y cómo fue?
—Maravilloso.  Distinto  a
todo  lo  que  yo  había fantaseado.  Todo  pasó  muy


rápido  y,  cuando  quise
reaccionar,  ya  me  estaban poniendo  a  Valentín  en  los brazos  —se  conmueve—. Fue, tal vez, el momento más fuerte  de  mi  vida,  ¿sabés  por
qué?
La  respuesta  obvia  era decir  que  sí,  que  lo  sabía. ¿Cómo no imaginar lo que le pasa  a  alguien  en  una situación  como  esa,  teniendo


por  primera  vez  a  su  hijo  en
los              brazos?                 Pero              el
psicoanálisis  me  enseñó  a  no suponer  ninguna  respuesta  y esperar  a  ver  qué  es  lo  que  a ese  sujeto  en  particular  le ocurre  ante  cada  una  de  sus vivencias.  Por  eso,  en  lugar de asentir, preferí preguntar.
—¿Por qué?
Sonrió              antes                   de
responderme.


—Porque  al  mirarlo  sentí
un  amor  tan  grande  y  tan enorme¼  pero  conocido  — hace  una  pausa—.  Era  el mismo  sentimiento  que experimenté  la  primera  vez que Rodrigo me dijo papá.
Sus  ojos  se  humedecen, pero  no  hay  dolor  en  ellos, sino una profunda emoción.
—¿Y cuándo fue eso?
Se permite conectarse con


el recuerdo antes de hablar.
—Él  tendría  casi  dos años.  Nosotros  siempre  le dijimos  la  verdad,  siempre supo  que  yo  quería  ser  su papá del corazón, pero que él no  estaba  obligado  a aceptarme.  Y  durante  un tiempo,  cuando  empezó  a hablar,  me  llamaba  Esteban —se quiebra.
—¿Y eso te molestaba?


Niega con la cabeza.
—No a mí, pero sí a Julia.
Ella  quería  corregirlo  y  yo  le decía  que  no  lo  hiciera.  Que sólo  podía  ser  su  papá  de verdad si él así lo sentía y no si ella lo obligaba —pausa—. Y  un  día,  yo  había  ido  a buscarlo al jardín y me quedé en  la  puerta  esperando  a  que saliera,  conversando  con  una mamá.  Rodri  ya  estaba


afuera,  de  la  mano  de  la
maestra,  pero  yo  no  lo  había visto.  Y  entonces  me  gritó: «Papi».  Y  yo  —su  voz  se entrecorta—,  yo  le  abrí  los brazos  bien  grandes,  él  vino corriendo  hacia  mí,  y  me quedé  abrazándolo  para  que no me viera llorar.
Pausa.
—¿En  qué  te  quedaste
pensando?


—En que el día que nació
Valentín  sentí  lo  mismo  y supe que no había diferencia. Que  los  dos  eran  mis  hijos  y que  no  podría  vivir  sin ninguno de ellos.
Asiento,                       conmovido también.
La sesión había sido muy movilizante  para  Esteban. Había  traído  una  vivencia fundamental  para  su  vida,


porque  era  la  que  le  había
permitido  reconocerse  como padre  de  Rodrigo  y  relajarse por  lo  que  le  pasaba  con  ese tema.  Sabía  ya  que  no  había diferencias para él. Pero ¿qué creía  que  pasaba  por  la cabeza  de  su  hijo?  ¿Hasta dónde  pensaba  que  Rodrigo veía en él a su papá? El temor a  ser  un  «premio  consuelo»
seguía          allí,          agazapado,


aunque  aún  no  pudiera
formularlo.
Pero  el  tiempo  iba  a encargarse  de  poner  ese miedo en primer plano.





La  adolescencia  es  un
período          complejo.               Las
pulsiones eróticas que durante
un                tiempo                  parecieron
adormecidas  reaparecen  en


toda  su  magnitud,  y  a  los
cambios  físicos  evidentes  se le  suman  cambios  psíquicos que  provocan  un  estado  de tristeza  y  ansiedad.  La familia,  que  hasta  entonces fue el lugar de contención de los  miedos  y  el  refugio afectivo,  pierde  este  espacio porque  el  adolescente,  en  su necesidad  de  empezar  a encontrar  un  lugar  propio  en


el  mundo,  relaciones  que  le
pertenezcan y que le permitan comenzar  a  experimentar  su
sexualidad                 sin                culpa,
transforma  lo  que  hasta entonces  era  su  hogar  en  un ámbito  hostil  del  cual  siente que  debe  diferenciarse  y tomar distancia.
La  mayoría  de  las  veces, esto genera en los padres una sensación de malestar y en los


hijos  una  frustración  que
suele  volcarse  bajo  la  forma de  una  cierta  violencia.  Por eso  es  tan  común  que  los adolescentes  agredan  a  sus padres.
Pero,  llegada  esta  etapa, el  hijo  adoptivo  tiene  en  su poder  un  elemento  aun mucho  más  duro  con  el  que herirlos. Y Rodrigo lo usó en contra de Esteban.


Llegó a sesión devastado.
Su  rostro  mostraba  la angustia  que  estaba  sintiendo y  le  costaba  hablar.  Suele ocurrir  que  esto  sea  así. Cuando la angustia se instala, las palabras quedan de lado y un  silencio  atroz  y  profundo se  apodera  del  sujeto  y pareciera  como  si,  desde  un


abismo  oscuro,  una  fuerza
hipnótica  le  impidiera  mirar hacia  otro  lado.  Es  en  esos momentos  cuando,  como analista,  intento  que  mis intervenciones  devuelvan  al paciente  al  mundo  de  las palabras.  Un  mundo  que  no está exento de dolor pero que, aun así, le pone un límite a la angustia.
—¿Qué fue lo que pasó?


Silencio.
—Esteban,  si  necesitás
llorar,  acá  podés  hacerlo, tenemos  tiempo.  Pero  en algún  momento  vas  a  tener que  hablar  de  lo  que  te  haya ocurrido.
Asintió  y  unos  minutos después,  me  contó  lo sucedido.
—Estábamos  discutiendo con  Rodrigo.  Él  se  había


extralimitado en el colegio.
—¿Qué fue lo que hizo?
—Insultó  a  un  profesor  y
las  autoridades  amenazaron con  echarlo  y  nos  citaron,  a Julia  y  a  mí.  Fuimos,  por supuesto,  y  tuvimos  una
charla                muy              incómoda.
Imaginate,                  yo                 quería
defenderlo, pero lo que había hecho  era  indefendible.  Así que tratamos de negociar que


le  dieran  una  oportunidad
más,  y  luego  de  un  rato  lo conseguimos.
—¿Y qué pasó después?
—Al volver a casa intenté
conversar  con  él,  pero  era imposible.  Estaba  en  uno  de esos momentos de rebeldía en los  que  no  escucha  nada.  Me gritó  que  de  ninguna  manera iba  a  volver  a  ese  colegio  de mierda,  y  yo  le  dije  que  esa


no  era  una  decisión  que  él
pudiera  tomar,  de  modo  que era mejor que se calmara y se preparara  para  disculparse con el profesor.
—¿Y qué te respondió?
—Que  ni  loco.  Que  el
tipo era un pelotudo y que no se  iba  a  disculpar  con  nadie. Insistí en que sí iba a hacerlo y le dije que, al día siguiente, yo mismo lo iba a acompañar


hasta  la  escuela  para
asegurarme  de  que  así  fuera.
Y él¼
Se  interrumpe.  Me  doy cuenta  de  que  está  por  decir algo  que  le  causa  mucho dolor  y  que  aún  le  cuesta poner  en  palabras  o  que, quizás,  no  quiere  volver  a escuchar.
—¿Y él qué?
—Me  dijo  que  con  qué


derecho  me  metía  en  su  vida
si ni siquiera era su padre.
El  silencio  invadió  el
consultorio                    con                  esa
prepotencia que no dejó lugar a otra cosa. Por eso, esta vez, no  dije  nada.  Esteban necesitaba  unos  segundos para  hacerse  cargo  de  lo  que Rodrigo  le  había  dicho  y  yo no  podía  hacer  más  que acompañar  ese  momento.


Luego  de  unos  segundos,
levantó su rostro y me miró.
—¿Te  das  cuenta?  El momento  que  tanto  temía llegó  —ya  no  pudo  contener su  llanto—.  Rodrigo  me  dijo que yo no soy su padre.
Esteban                                     estaba
desmoronado.  Desde  siempre había  fantaseado  con  esta posibilidad  y  el  miedo  a  que esto  ocurriera  había  sido  un


tormento  permanente.  Pues
bien,  allí  estaba  y  algo  había que  hacer  con  esto.  Y,  casi sin  pensarlo,  como  suele ocurrir  con  muchas  de  las intervenciones  analíticas,  me sonreí.  Con  una  sonrisa amplia y genuina. Esteban me miró casi con furia.
—¿Se puede saber qué es lo que te resulta tan gracioso?
Me  esforcé  para  que  mi


voz  sonara  especialmente
calma.
—Es  que  no  me  parece tan grave lo que Rodrigo dijo —me  miró  absorto—.  Al menos,  yo  no  me  lo  tomaría tan mal.
—No te entiendo.
—Digo  que  a  mí  no  me
molestaría  que  Rodrigo  me dijera que no soy su padre.
Él  abrió  los  ojos


denotando                     que                    mi
intervención  le  parecía  no
sólo           inapropiada                 sino
estúpida.
—Obvio  —me  contestó enojado—, porque vos no sos el padre.
Hice  un  silencio  breve, asentí  y  sonreí  nuevamente, esta  vez  con  la  seguridad  de que  mi  intervención  había sido efectiva.


—Ah,  entonces,  vos  sí  lo
s os .
Me  miró  e  intentó
asimilar mis palabras.
—¿Te          das               cuenta,
Esteban?  Rodrigo  estaba enojado  y  necesitaba  herirte. Si hubiera querido lastimarme a mí, no me hubiera dicho eso porque sabe que no me habría dolido  que  me  lo  dijera, porque  como  vos  dijiste,  yo


no soy su padre. En cambio a
vos  sí  te  iba  a  herir,  y  él  lo sabía  —bajó  los  ojos,  pensó un  instante  y  volvió  a mirarme—. ¿Sabés qué creo?, que esa agresión fue la mejor manera  de  ratificarte  que  ya no  tenés  por  qué  tener  ese miedo, porque no deja lugar a dudas: para él sos su papá.
Apenas                                    habían
transcurrido  unos  pocos


minutos  desde  que  había
llegado,  pero  sabía  que  esta conclusión  iba  a  ser  un  hito en la vida de Esteban. Por eso me  puse  de  pie  dándola  por terminada. Él no dijo nada. Se levantó,  me  siguió  hasta  la puerta y me saludó.
Los  tiempos  del  análisis no  son  los  del  reloj,  sino  los del  inconsciente,  no  sólo  de cada  paciente,  sino  de  cada


sesión  en  particular.  Y  ese
día,                Esteban                       pudo
corroborarlo por sí mismo.




Habían  pasado  algunos meses desde aquella vez y ya trabajábamos  en  el  diván. Rodrigo  y  Esteban  seguían teniendo la misma relación de siempre,  fuerte  y  afectiva,  y estaban  pasando  por  un


período                de                    mucho
compañerismo  en  el  cual  se llevaban,  como  él  decía bromeando:  todo  lo  bien  que uno  se  puede  llevar  con  un hijo adolescente.
Pero ese día, ni bien entró al  consultorio,  supe  que  algo había ocurrido.
—Apareció, Gabriel. —¿Quién apareció?
—Daniel,  el  padre  de


Rodrigo.
Leí  en  su  gesto  la gravedad  que  el  asunto  tenía para él.
—¿Querés               contarme
cómo fue?
Apretaba sus puños de un modo  casi  compulsivo  y  yo podía  notar  su  respiración agitada.
—Julia  se  lo  encontró  en un  congreso.  Lo  vio  entrar  y


lo  reconoció  al  instante.  Se
sentó lejos, tratando de que él no la viera.
—¿Y  eso  por  qué?  No
tiene                nada                de               qué
avergonzarse, ¿o sí?
—Claro  que  no.  Pero  no se lo esperaba. Era la primera vez que se lo cruzaba en más de  dieciséis  años,  y  no  supo qué hacer.
—Entiendo.


—Bueno,  la  cuestión  es
que  no  podía  irse  porque estaba  ubicada  en  un  lugar muy  expuesto,  de  modo  que esperó  a  que  la  conferencia terminara y se mezcló entre la
gente                        para                       pasar
desapercibida.  Pero  no  lo logró.
—¿Por qué?
—Y¼,  se  ve  que  él
también  la  había  visto  y


cuando  ella  bajaba  las
escaleras, la alcanzó.
—¿Y qué le dijo?
—La saludó y después de
un  momento  muy  incómodo, la invitó a tomar un café.
—¿Y ella aceptó?
Esteban  asiente,  toma
aire,  o  tal  vez  junta  coraje,  y después sonríe sin querer.
—¿Qué  pasa?  —le pregunté.


—Daniel  le  pidió  perdón.
Le  dijo  que  todos  esos  años los  había  pasado  sintiéndose una  mierda.  Que  siempre quiso  buscarla  pero  nunca tuvo  el  valor  para  hacerlo  — hace una pausa—. Después le preguntó  qué  había  pasado con  el  bebé.  Claro,  él  ni siquiera sabía si había nacido o  no,  si  era  un  varón  o  una nena. Entonces, Julia le habló


de  Rodrigo  y  él  se  puso  a
llorar.
Esteban  se  detiene.  Está enojado,  pero  yo  sé  que  ese enojo  esconde  otra  emoción: el miedo.
—Después              siguieron
hablando —continuó—. Él le contó  que  está  casado,  que
tiene una hija y¼
—¿Y qué, Esteban?
—Y  le  pidió  que  hablara


con  Rodri.  Dijo  que  le
gustaría  dar  la  cara,  pedirle perdón y tener la oportunidad de conocerlo.
Su voz tiembla a causa de
la angustia y la indignación.
—¿Me  parece  o  estás
enojado?
—¿Y  cómo  no  voy  a estarlo? Este tipo aparece así, de  la  nada,  e  instala semejante  quilombo.  ¿Quién


carajo se cree que es?
Sé que no va a gustarle mi intervención.
—El padre de Rodrigo.
Ahora  sí,  su  furia  parece
dirigirse hacia mí.
—Al  menos  así  lo nombraste  vos  hace  un  rato, ¿no?,  «Daniel,  el  padre  de Rodrigo».
—¿Y a mí qué mierda me
importa eso?


—¿De  verdad  lo  decís?
Porque  me  parece  que  si  eso no  te  importara,  no  te
pondrías así, ¿no te parece?
Se  hace  un  silencio pesado.
—El padre de Rodrigo — repite  con  bronca—.  Sí¼  un padre  que  se  desentendió  de él  hace  diecisiete  años  y  que ahora  vuelve  llorando.  ¿Me
explicás por qué?


Pienso.  Sé  que  tengo  que
ser  muy  cuidadoso  con  las palabras  que  utilice  en  este momento. Incluso con el tono de  mi  voz.  Está  realmente conmovido  y  lo  que  menos quiero  es  que  su  enojo  lo haga encerrarse en sí mismo.
—Tal  vez  —le  dije— porque  cuando  tomó  esa decisión  era  un  chico  de veinte  años  que  estaba


asustado, y hoy es un hombre
de  más  de  cuarenta  que piensa  las  cosas  de  otra manera.
—¿Lo estás justificando? —No. Simplemente estoy
buscando  una  explicación para lo que está ocurriendo en tu vida en este momento.
Remarco  el  hecho  de  que lo  importante  es  que  esto  le está  pasando  a  él.  Para  mí,


como  su  analista,  no  se  trata
de  lo  que  le  pase  a  Julia, Daniel o Rodrigo, sino a él, el
paciente                    que                decidió
compartir  conmigo  sus miedos  y  su  angustia  desde hace varios años.
Cuando percibo que se ha calmado  un  poco,  le
pregunto:
—¿Y qué vas a hacer? Suena resignado.


—¿Y  qué  puedo  hacer?
Yo  no  le  voy  a  quitar  a  mi hijo  el  derecho  a  que  lo conozca.  No  podría  soportar que  dentro  de  unos  años  me dijera que por mi culpa él no pudo  conocer  a  su  padre biológico.
—¿Entonces?
—Hablamos con Julia.
—¿Y?
—Quedamos  en  que  ella


le  iba  a  contar  todo  a
Rodrigo.
—¿Y por qué ella?
Gira la cabeza y me mira.
—¿Quién si no? —Los dos. Piensa.
—¿Y  yo  qué  tengo  que
ver?
Está  confundido,  pero debo  reubicarlo  en  el  lugar que le pertenece.


—¿Cómo  qué  tenés  que
ver?  ¿No  sos  el  papá  de Rodrigo,  acaso?  ¿O  vos  te creés  que  esta  aparición  de Daniel puede echar por tierra todo  lo  que  ustedes construyeron  en  estos  años? —pausa—.  No,  Esteban. Rodrigo  es  tu  hijo  y  va  a
atravesar                un              momento
fundamental  en  su  vida.  ¿No te  parece  que  es  tu  deber


acompañarlo?  ¿O  lo  vas  a
dejar solo justo cuando más te necesita?  —pausa—.  Porque esa  es  también  la  función  de un  padre:  estar,  aunque cueste,  aunque  duela,  en  el momento  en  el  que  el  hijo  te
requiere.                          en              esta
circunstancia,  lo  diga  o  no, Rodrigo  va  a  necesitarte.  No repitas  la  historia  de  Daniel. No lo abandones vos también.


Se                queda                 callado.
Comprendo el duro momento que se le avecina y sé que no tengo nada más que decir. Por eso  lo  dejo  unos  minutos  en silencio,  llorando  su  bronca. La  espada  de  Damocles  que pendía  sobre  su  cabeza  se  ha precipitado  hacia  él  y  ya  no puede  evitarla.  Sé  que  está asustado, pero sé también que es la oportunidad de quitar el


velo  a  un  fantasma  que  lo
viene  persiguiendo  desde hace muchos años y que, más allá  del  resultado,  va  a  ser más  sano  un  dolor  verdadero que  la  angustia  permanente de  una  tragedia  temida  y esperada todo el tiempo.
Me  pongo  de  pie.  Él  me sigue.  Ninguno  de  los  dos dice nada. Cierro la puerta de mi  consultorio  y  siento  que,


también a mí, la espera de los
acontecimientos ha empezado a inquietarme.
Esteban  es  un  gran hombre,  un  padre  que  ama  a su  hijo  y  que  ahora  teme perderlo.  ¿Cómo  no  entender su  angustia?  El  analista  debe impedir  que  sus  emociones contaminen  el  tratamiento, pero  a  veces  no  puede  evitar ese cosquilleo inquietante que


genera  la  emergencia  de  la
emoción.




La  semana  siguiente,  en su  horario  habitual,  Esteban vino a sesión. Creí que tal vez necesitara  adelantar  nuestro encuentro,  pero  no  fue  así. Dejó su abrigo en el perchero y se acostó en el diván.
Quería  saber  qué  había


ocurrido, pero no iba a forzar
el  tema.  Era  él  quien  debía sacarlo.  De  modo  que permanecí  en  silencio  en  mi sillón. Él no dijo nada durante unos  minutos  que  parecieron eternos,  hasta  que  estalló  en un llanto desgarrado.
No  es  ese  tampoco  el momento para que el analista ponga  palabras.  Cuando  un paciente está en ese estado, la


mejor intervención posible es
sostener  ese  silencio  activo  y difícil  hasta  que  sea  el momento de hablar, cosa que ocurrió  casi  diez  minutos después.
—¿Qué pasa, Esteban?
Estiró  su  mano,  tomó  un
pañuelo  de  papel,  y  secó  su rostro.
—Ay, Gabriel, qué difícil fue todo.


—¿Me querés contar?
Asiente.
—La  semana  pasada,  al
salir  de  acá,  volví  a  hablar con  Julia  y  convinimos  en que  yo  me  encargaría  del tema. Así que junté fuerzas y al  otro  día  le  dije  que  quería hablar con él y lo invité a un bar que está cerca de casa.
—¿Y qué te dijo?
—Protestó,                       como


siempre.  Pero  después,  un
poco  a  regañadientes,  vino. De  todos  modos,  me  parece que percibió que algo extraño estaba  ocurriendo,  porque cuando  nos  sentamos  me preguntó qué me pasaba. ¿Te das  cuenta?  Él  estaba preocupado por mí.
No  quise  interrumpir  su relato.  Sentía  la  tensión  del momento,  pero  así  es  el


análisis  y  en  esas  aguas,  a
veces  turbulentas,  hay  que navegar.
—Entonces  —continuó— decidí  que  no  valía  la  pena andar  con  vueltas.  Así  que  le conté  del  encuentro  casual que  tuvo  Julia,  de  aquella charla  de  café,  del  llanto arrepentido de Daniel y de su ofrecimiento para encontrarse con  él,  si  es  que  quería


conocerlo.
Hace una pausa. Le cuesta hablar y sé que debo ayudarlo a que lo haga.
—¿Y entonces, Esteban?
—Yo me había anotado el
teléfono  de  Daniel  en  un papel. Lo saqué del bolsillo y lo puse frente a él. «Tomá — le  dije—,  aquí  está  su número.  Tenés  la  libertad  de hacer  lo  que  quieras.  Ahora


depende de vos».
Asiento.
—¿Y él que hizo?
Inspiró  profundamente
antes  de  responder.  Estaba emocionado  y  su  voz  se quebró un poco.
—Agarró  el  papel  y  lo tuvo  unos  segundos  en  la mano.  Después,  levantó  la cabeza,  me  miró  y  me  dijo: «¿Y  para  decirme  esta


boludez  me  trajiste  hasta
acá?».  Me  quedé  mudo  y unas  lágrimas  me  asomaron contra mi voluntad.
—¿Y Rodrigo?
—Me  apretó  fuerte  la
mano y me dijo: «Mirá, yo no sé  si  sos  el  mejor  papá  del mundo,  ¿sabés?  Pero  sos  mi viejo. Y no tengo que conocer a  nadie.  Porque  yo,  ya  tengo el padre que quiero tener».


Esteban  se  tapó  la  cara
con  las  manos  y  volvió  a llorar.  Con  ese  llanto entrañable  al  que  tenía derecho.  Su  hijo,  el  mismo que  hacía  un  tiempo  le  había dicho  que  no  debía  meterse en  su  vida  porque  no  era nadie, acababa de decirle que él  era  el  único  padre  que quería.
Esteban  había  mirado  a


los  ojos  a  ese  fantasma  que
durante  tanto  tiempo  lo atormentó  y  ya  no  le quedaban  dudas  acerca  del amor  de  Rodrigo.  Por  eso lloraba. De felicidad.
Por suerte, acostado en el diván  e  inundado  por  sus
propias                 emociones,               no
percibió que también mis ojos estaban llenos de lágrimas.


El  amor  es  un  misterio.
Un  vínculo  difícil  y maravilloso  que  compromete todo  lo  que  somos:  nuestros anhelos,  nuestros  miedos, nuestra historia misma.
Esteban  y  Rodrigo  lo saben.  Atravesaron  juntos momentos  muy  complicados en los que cada uno, desde su lugar,  defendió  su  derecho  a


esa  relación.  Por  eso  hoy  mi
paciente  tiene  un  hijo  y Rodrigo  tiene  un  padre.  Un padre que lo quiere, lo respeta y  que  estuvo  incluso dispuesto  a  perderlo  por amor.
Pero  dejo  para  terminar este  caso  la  siguiente  escena que me relatara Esteban y que ocurrió un año después.
Venía  caminando  con


Rodrigo  por  la  calle  y  se
cruzó  con  un  antiguo compañero  del  colegio secundario al cual hacía años que  no  veía.  Esteban  los presentó  y  su  amigo,  al observarlo,  le  dijo  que  no podía  negar  que  era  su  hijo. Que  era  igual  a  él  cuando tenía diecisiete años.
—Rodrigo  y  yo  nos miramos —me cuenta tentado


— y nos reímos.
—¿Por          qué?            —le
pregunto con seriedad.
—Claro,  ¿no  te  das
cuenta?
—¿De  qué  debería  darme
cuenta?
—De  que  mi  amigo  dice eso porque no sabe que Rodri es adoptado.
Lo  interrumpí  y  le
pregunté con firmeza.


—Pero,
independientemente  de  eso, tu  amigo,  ¿tiene  o  no  tiene razón?  Tu  hijo,  ¿es  o  no  es
parecido a vos?
Esteban  hizo  un  silencio largo y asintió.
—Sí                      —respondió
emocionado—, es igual a mí.
Ahora  sí,  callo  también. Como  está  acostado  en  el diván  no  puedo  ver  su  cara,


pero intuyo su sonrisa.
Y  sé  que  seguramente  es así,  que  su  amigo  no  mintió. Por  supuesto  que  Esteban  y su  hijo  deben  parecerse. Porque  a  lo  largo  de  estos años  he  aprendido  que  el afecto  genera  similitudes innegables y que el amor deja su huella hereditaria más allá de  los  caprichos  de  la biología.


El deseo de
reconocimiento



Hegel  dijo  que  solamente podía  ser  considerado  un  ser humano  aquel  que  estuviera dispuesto  a  arriesgar  su  vida animal  por  algo  más  que  la propia  subsistencia.  Es  decir, que  un  sujeto  es  alguien capaz  de  morir  por  algo  tan


abstracto como un ideal.
En  su  libro  acerca  de  la
dialéctica  del  amo  y  el esclavo, plantea, además, que para  ser  un  sujeto  humano, este  debe  ser  reconocido como  tal  por  otro  sujeto humano.  De  allí  la  compleja interrelación  que  hace  que  ni el  amo  ni  el  esclavo  lo  sean completamente.  El  esclavo, según el postulado hegeliano,


no lo es porque renuncia a un
ideal,  la  libertad,  y  acepta  la esclavitud  sólo  por  conservar su  vida  biológica.  Y  el  amo, porque  es  reconocido  como tal,  no  por  otro  sujeto,  sino por un esclavo.
Sea  como  fuere,  el reconocimiento aparece como el  pilar  fundamental  para alcanzar la legitimación de la condición  humana.  También


el  Psicoanálisis  le  da
trascendencia a esto.
Todo  sujeto  requiere  del reconocimiento  ajeno.  El cachorro  humano  nace  en  un estado de indefensión tal que, si  no  recibiera  el  auxilio  de otro,  no  podría  vivir.  Y  para que esta ayuda venga, él debe pedirla,  aunque  al  principio ese pedido se limite al llanto. Pero  es  necesario,  además,


que ese llanto se encuentre en
su camino con el otro, un otro tan  importante  que  los analistas  lo  escribimos  con mayúscula: el Otro. Y es este Otro, por lo general la madre, quien  acudirá  al  llamado  de su hijo.
A  partir  de  ese  momento, cada  llanto  tendrá  para  el bebé  un  sentido  y  encarnará diferentes demandas dirigidas


a  ella.  El  bebé  ha
comprendido  que  si  no  es reconocido  por  ese  Otro  y  si este  no  acude  a  su  llamado, podría  morir.  De  ahí  que  el deseo  de  ser  reconocido  y amado por él se instale como el  primer  motor  de  sus comportamientos.
Pero  esto  no  concluye  en la  niñez.  Muy  por  el contrario,  durante  toda  la


vida,  el  ser  humano  buscará
ser reconocido por los demás, ya sea en el trabajo, la familia o  la  pareja.  Y  cuando  este reconocimiento  no  llega, aparece la angustia.
Pongamos un ejemplo.
Pocas  cosas  se  parecen
tanto  a  la  muerte  como  el desamor. Por eso no es casual
que                 en                  psicoanálisis
utilicemos  el  mismo  nombre


para el trabajo que debe hacer
una  persona  cuando  alguien lo  deja  de  amar  o  cuando muere un ser querido: duelo.
¿Y  qué  otra  cosa  es  el desamor  sino  la  pérdida  del reconocimiento  de  un  otro
amado y deseado?
Observemos  la  reacción de aquel que sufre por esto y veremos su desesperación, su imposibilidad  de  comprender


lo  que  le  está  ocurriendo  e
incluso  su  sensación  de incredulidad.  Y  en  medio  de todo  esto,  por  supuesto,  la angustia.


La  historia  es  conocida. Goethe  se  había  enamorado perdidamente  de  una  joven que  lo  abandonó  y,  con  el dolor  propio  del  amante rechazado,  su  vida  se  vio


invadida  por  un  profundo
sufrimiento.
Asediado                    por                las
imágenes  de  su  amada, comenzó  a  escribir  una novela:  Las  desventuras  del joven  Werther,  en  la  cual  el protagonista  es  abandonado por  la  mujer  que  ama  y  es tanto su dolor que se suicida. Tal  fue  el  furor  causado  por esta  obra  que  muchos


enamorados                     rechazados,
identificándose          con              el
personaje,                optaron                por
suicidarse.  Ante  esto  que  se conoció  en  su  época  como «El  mal  de  Werther»,  el propio  autor  salió  al  cruce aludiendo  que  una  cosa  era que,  ante  un  desengaño amoroso, alguien escribiera la novela  de  un  joven  que  se mata por amor —eso es hacer


arte  del  dolor,  sublimar—  y
otra  muy  distinta  es suicidarse  porque  han  dejado de  amarnos.  Eso  es  sólo  un acto enfermo y trágico.
Obviamente,                         pocas
personas  tienen  el  genio  de Goethe, pero lo cierto es que, de  todos  modos,  algo  puede hacerse  para  no  quedar atrapado  por  la  angustia  que
genera                 la                falta                 de


reconocimiento.


Pues  bien,  las  relaciones filiales no escapan a esto. Por eso es necesario entender que el  lazo  biológico  no  basta para  establecer  el  vínculo entre  padres  e  hijos.  Por  el contrario,  el  armado  de  este enlace  se  realiza  muy  de  a poco,  requiere  de  tiempo  y, sobre  todo,  de  lugares  que  se


van ocupando a lo largo de la
vida.
¿Qué es un padre?
Esta,  que  parece  una
pregunta  superflua,  no  lo  es en  lo  más  mínimo;  pues mientras  que  la  maternidad es,  generalmente,  percibida desde  los  sentidos,  el  padre, en  cambio,  requiere  de  una construcción abstracta.
El  chico  sabe  que  esa


mujer  es  su  madre  porque  lo
tuvo  en  su  panza,  porque  le da  la  teta.  Pero  ese  hombre que  está  allí,  participando  de su  familia,  ¿por  qué  es  su padre?  No  olvidemos  que hasta  que  el  niño  entienda  el papel  que  en  la  concepción juega  el  esperma  pasarán muchos  años  y,  sin  embargo, ya tiene un papá.
Digamos,  antes  que  nada,


que es el padre porque lo dice
su  mamá.  Es  ella  quien  lo habilita  cada  vez  que  lo nombra y lo ubica en el lugar de  la  ley:  «Vas  a  ver  cuando venga tu papá».
Pero,  sobre  todo,  porque es  el  hombre  que  está  en  su deseo.
Por supuesto que también se  da  el  vínculo  con  una madre adoptiva, aunque no lo


haya  llevado  en  su  vientre  ni
le  dé  la  teta,  pero  ese  es  otro tema.


Pensemos  esto  desde  el caso de Esteban.
Claramente,  él  siente  el peso  de  la  duda.  En  algún lugar  teme  no  ser  reconocido como  padre  por  Rodrigo.  Sin embargo  se  maneja  con  gran sabiduría. Cuando le pide a su


mujer  que  no  lo  obligue  a
llamarlo  papá  y  espera  a  que surja de él, está marcando que sólo puede darse esta relación si,  y  sólo  sí,  el  hijo  lo reconoce  en  ese  lugar.  Por eso  espera,  paciente,  hasta que en esa escena, a la salida de  la  escuela,  Rodrigo  lo nombra  por  primera  vez «papá».
Pero  esto  no  basta  para


aquietar  su  miedo.  Sin
embargo,  sigue  adelante  y  va construyendo  un  lazo  de reconocimiento  mutuo  hasta que,  en  la  adolescencia  de  su hijo,  llega  el  momento  en  el cual él, en apariencia, le niega este  lugar:  «¿Con  qué derecho  te  metés  en  mi  vida si ni siquiera sos mi padre?».
Esteban  se  angustia  y  se desestabiliza  ante  esto,  pero


no  comprende  que  en  esa
misma negación, lo único que Rodrigo  está  haciendo  es afirmando el vínculo. No hay mayor  reconocimiento  de  su lugar que esta agresión. Se lo señalé,  lo  trabajamos  y  pudo comprenderlo y relajarse.
Pero le esperaría un golpe más.  La  aparición  de  Daniel, el  padre  biológico  de Rodrigo.  Y  esta  vez  sí,  todo


su  andamiaje  se  derrumba.
Está  confundido,  le  cuesta pensar  y  siente  que  ante  la llegada  del  hombre  no  le queda  más  que  hacerse  a  un lado, con rabia y dolor.
Lo  convoco  a  que  no  lo haga,  a  que  hable  con  su mujer  y  tome  el  toro  por  las astas,  ya  que  el  que  está  en juego  es  su  hijo.  Y  es  en  ese momento en el cual comienza


a  dirimirse  seriamente  el
reconocimiento de su lugar.
Primero de parte de Julia, su  esposa,  quien  decide  que sea  él  quien  hable  con Rodrigo.  Dijimos  que  un padre  accede  al  hijo  por mediación de la madre, y eso es  lo  que  ella  hace.  Lo habilita  y  le  dice  que  se encargue  del  tema;  le  da  la autoridad  y  el  derecho  que


como padre debe tener.
Apoyado en esto, Esteban habla con Rodrigo y recibe de él,  el  mayor  de  los reconocimientos:  «Mirá,  yo no sé si sos el mejor papá del mundo  ¿sabés?  Pero  sos  mi viejo. Y no tengo que conocer a  nadie.  Porque  yo,  ya  tengo el padre que quiero tener».


George Berkeley (Irlanda,


1685-Reino  Unido,  1753)
postuló  que  ser  es  ser percibido. Pues bien, desde el
Psicoanálisis,             podríamos
decir  que  ser  es  ser reconocido y, en este sentido, Esteban  sabe  hoy  algo  que ocurre  desde  hace  mucho tiempo  pero  que  sus  miedos no  le  permitían  comprender: es  el  padre  de  Rodrigo  y  no hay  nada  ni  nadie  que  pueda


cambiar  lo  que  él  y  su  hijo

construyeron  a  lo  largo  del tiempo. 

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