
AMOR
(La historia de
Esteban)

como Eneas, a
nuestro padre sobre
los hombros.
Débiles
aún, su
peso nos impide la
marcha,
Pero luego se
vuelve cada vez
más liviano,
Hasta que un día deja de sentirse y

muerto.
Entonces lo
abandonamos para
siempre en un
recodo del camino
y trepamos a los
hombros de nuestro
hijo.
HORACIO
CASTILLO

igual que los
demás. Un canalla no lo
hace de la misma manera,
porque no
puede acceder a la
profundidad de la nobleza. La nobleza requiere
de una entrega que predispone
las emociones de
un modo diferente. Y Esteban
era un hombre noble.
Sus ojos estaban
rojos.

contener el llanto y su voz era apenas audible.
Lo vi debatirse con su
angustia durante
algunos minutos, en silencio, hasta
que por fin pudo hablar.
—¿Te das cuenta?
El momento que tanto
temía llegó. Rodrigo me dijo que yo no soy su padre.
Y, como si
sus palabras

emoción contenida, Esteban lloró.
Cuando vino por
primera vez tenía cuarenta y seis años. Era arquitecto y
estaba al frente de su
propio estudio. Vivía con su
esposa, Julia, con la cual
tenía tres hijos: Rodrigo,
de once años,

tres. Llegó derivado
por un amigo que se
atendía desde hacía un tiempo conmigo y al momento me di
cuenta de que estaba
frente a una
persona sensible e inteligente.
—Yo fui uno de los tantos adolescentes del
Proceso — me dijo—. Bueno,
como vos supongo, ya que
somos casi de la misma edad —se quedó

Pero qué cosa
la juventud,
¿no?
—¿Por qué lo decís?
—Porque en aquel
momento, no nos
dábamos cuenta de todo lo que pasaba. Ver un Falcon
verde recorriendo las calles era algo tan común que
ni siquiera lo registrábamos. Es
más, no sabés cuántas veces
me

madrugada y me
hicieron acostar boca abajo en la calle mientras me revisaban
el morral. Lo vaciaban
en el piso para ver
si encontraban algo y después me decían que guardara todo de
nuevo y me fuera.
Sonreí a mi
pesar. Tenía razón. La nuestra
había sido una adolescencia de
pelos

—Pero la verdad
era que eso ya
ni me molestaba
— continuó—, sabía cómo era el trámite. Así que
cuando paraban el bondi
me bajaba solito, saludaba, entregaba mis cosas
y me recostaba en el piso.
Después me levantaba, me sacudía la ropa, daba las
gracias y seguía viaje.

borró la sonrisa.
Yo había pasado también por
esas mismas
cosas, pero nunca
había logrado
acostumbrarme. Muy por el
contrario,
siempre había sentido la prepotencia
de aquel trato como
algo humillante,
doloroso, casi traumático.
Esteban
continuó con su

—La recuerdo todavía
a mi vieja asomándose
por el balcón de casa,
en las
madrugadas, esperando
verme doblar la
esquina. No podía dormirse hasta
que yo llegara —pausa—. Claro, ella sí sabía
las cosas que pasaban. Para
mí, en aquel momento, era
una hincha pelotas. Recién ahora,
que

lo que se
siente cuando uno está intranquilo
por un hijo.
—¿Ah, sí? ¿Solés
estar
intranquilo por tus hijos?
—Como todo padre, supongo.
—Puede ser, pero
vos,
¿cómo manejás ese tema?
—Bien, creo. Aunque, por supuesto,
tengo mis cositas, mis inseguridades,

—¿Y por qué
sobre todo con él? ¿Qué
tiene de
particular?
Suspiró y esbozó un gesto que no llegó
a ser una sonrisa.
—Es que Rodrigo
es mi hijo adoptivo.
—Ah, bien. ¿Me
querés
contar cómo fue eso?
Asiente.
—Cuando yo empecé
a

tenía un bebé
de diez meses. Y yo, la verdad, no
sé de cuál de los dos
me enamoré primero. A ella
la conocía hacía tiempo,
porque era amiga de una prima, e incluso cuando éramos
chicos yo había intentado que
pasara algo entre
nosotros; pero no me dio
ni la hora.
Estaba en otra. Tiempo
después me

porque era muy querida en mi familia, y la
verdad es que me apené mucho. Era
una mina tan buena que
no se merecía vivir esto sola.
—¿Qué pasó con el padre biológico de
Rodrigo? —lo interrogué.
Esteban se acomodó en el sillón y
siguió hablando del tema con
mucha naturalidad,

que era algo
que tenía asumido y que
no le molestaba.
—Se llamaba Daniel.
Era un compañero de
facultad de Julia. Cursaron juntos algunas materias y
empezaron a salir. Pero cuando ella
quedó embarazada, él no quiso saber nada. Le dijo
que recién se conocían, que
no estaba

para lo que
no se sentía preparado. Incluso
le pidió que abortara.
—¿Y Julia, qué le
respondió?
—Que no. Ella
quería tener ese hijo. Así que le dijo que se quedara
tranquilo porque lo entendía
y nunca iba a reclamarle
nada. Y así fue. Jamás lo
jodió.

su cara mostró
un gesto de ternura.
—¿Qué
pensaste? —le pregunté.
Hizo una breve
pausa antes de responder.
—En cuánto amo
a mi mujer. Ver con cuánta garra y cuánto amor
defendió a su hijo —se
interrumpe—, a mi hijo, es
algo que siempre
me

Su mirada se
ilumina y percibo la presencia de algún recuerdo.
—¿Qué pasa?
—Nada importante.
—Decilo igual, Esteban. Suspira.
—Me acordé de
algo. La
otra noche volví tarde de una reunión y,
como siempre, le fui a dar un beso
a los chicos.

Rodrigo se me
llenaron los ojos de lágrimas.
Le miré la carita, tan
dulce, tan lindo,
y pensé que si
Julia no lo hubiera defendido
como lo hizo, yo no
podría tenerlo en mi vida.
Entonces fui hasta mi cuarto
y la abracé
fuerte.
«Eh —me protestó
sobresaltada—, ¿qué te pasa?».

—Que la amaba.
Ella me
acarició y siguió
durmiendo —sonríe—. No creo que haya entendido lo
que yo estaba sintiendo.
—Bueno, si para
vos era importante que ella
lo supiera,
podrías haberle contado lo que te ocurría. Los sentimientos están
también para ser
dichos, ¿no te

Asintió.
—Sí, tenés razón.
Pero
preferí dejarla
dormir.
Hizo un silencio
y una sombra pareció enturbiar
su recuerdo.
—¿En qué pensaste? —En Daniel.
—¿Qué pasa con él?
—Que es
como una
espada de Damocles
que se

cabeza. Nunca estuvo,
pero, sin embargo, siempre está.
Al
escucharlo comprendí que Esteban sentía
su paternidad
amenazada por el fantasma
de este padre ausente e
intuí que sería
uno de los temas más importantes
de su
análisis. No me equivocaba.

natural. Como todas
las relaciones
humanas es algo que se
construye. Hay quienes dan por
sentado que el amor
entre padres e
hijos viene dado por
la naturaleza; eso a lo que llaman «la voz de la sangre». Pero,
dentro de las
muchas e importantes
virtudes que tiene
la sangre,

una voz que nos diga a quién querer y a quién
no.
Muy por el
contrario, la paternidad es un
complejo nudo afectivo que
se va desarrollando a partir
del nacimiento del hijo, o incluso antes, cuando se
lo sueña, cuando se lo desea, cuando se le elige
un nombre. Y esta
relación
entre padres e
hijos,

mero hecho de
la herencia biológica, es altamente complicada, pasa
por muchos momentos de crisis y requiere
de acomodamientos
permanentes. No basta
con dar el semen
para ser papá. Cierta vez
me dijo alguien que «creerse
padre sólo porque se tiene
un hijo es como creerse
pianista sólo

Ser un papá
implica algo que está por
fuera de la relación de
sangre. Es algo que depende
del tiempo compartido, de los
cuidados, los
límites, el amor
e incluso el enojo que
se haya vivido con los hijos.
El padre no
es aquel que embarazó a
la madre, sino
el
que cuenta con el

mucho de esto
hablamos con Esteban durante el
transcurso de
su análisis.
—Cuando me enteré
de que Julia estaba
embarazada de Valentín tuve
mucho miedo.
—¿Y a qué
se debía ese
miedo?

para encarar el tema.
—Y¼, yo nunca
había tenido un hijo
biológico y, por un momento,
temí que fuera distinto, que
pudiera quererlo más que
a Rodrigo. Y esa idea
no me dejaba
en paz, me torturaba
todo el tiempo. Yo no hubiera podido perdonarme si
algo de esto me hubiera
pasado.

nació Valentín?
Sonríe.
—Me acuerdo de
que era
un día soleado
de otoño. Habíamos llevado a
Rodrigo a la plaza.
De repente, mientras yo jugaba
con él en la hamaca,
la veo a
Julia sentada en un
banco que me mira con
cara de asombro. Me acerqué a ver qué
pasaba

bolsa.
—¿Y qué hiciste?
—Me puse muy nervioso.
Ella se reía.
Subimos a un taxi y nos fuimos a
la clínica. De allí llamamos a mi suegra para que
viniera a buscar
al nene y lo llevara a casa.
Hizo un nuevo
silencio y comprendí que algo
lo conmovía. Le di
el tiempo

volvió a hablar.
—Rodrigo
tenía una carita de susto
que no te puedo explicar.
Me miraba y no entendía nada. Y
sentí que, tal vez, él
tenía el mismo miedo que
yo; que también pensaba que a lo
mejor no iba a quererlo igual
que a su hermano. No sabés
lo que me costó que se lo llevaran, pero

suerte, los trámites
de la internación, el
trabajo de preparto, la
llegada del médico
y todo eso
me ocupó la cabeza.
—¿Presenciaste el parto? —Sí.
—¿Y cómo fue?
—Maravilloso. Distinto a
todo lo que
yo había fantaseado. Todo pasó
muy

reaccionar, ya me
estaban poniendo a Valentín
en los brazos —se
conmueve—. Fue, tal vez, el momento
más fuerte de
mi vida, ¿sabés
por
qué?
La respuesta obvia
era decir que sí,
que lo sabía. ¿Cómo no imaginar lo
que le pasa a
alguien en una situación como
esa, teniendo

los brazos? Pero el
psicoanálisis me enseñó
a no suponer ninguna respuesta
y esperar a ver
qué es lo
que a ese sujeto en
particular le ocurre ante cada
una de sus vivencias. Por
eso, en lugar de asentir, preferí preguntar.
—¿Por qué?
Sonrió antes de
responderme.

un amor tan
grande y tan enorme¼ pero conocido
— hace una pausa—.
Era el mismo sentimiento que experimenté la
primera vez que Rodrigo me dijo papá.
Sus ojos se
humedecen, pero no hay
dolor en ellos, sino una profunda
emoción.
—¿Y cuándo fue eso?
Se permite conectarse con

—Él tendría casi
dos años.
Nosotros siempre le dijimos la
verdad, siempre supo que yo
quería ser su papá del corazón,
pero que él no estaba obligado
a aceptarme. Y durante
un tiempo,
cuando empezó a hablar, me
llamaba Esteban —se quiebra.
—¿Y eso te molestaba?

—No a mí, pero sí a Julia.
Ella quería corregirlo
y yo le decía que
no lo hiciera.
Que sólo podía
ser su papá
de verdad si él así lo sentía y no si ella lo obligaba —pausa—. Y un día,
yo había ido a buscarlo al jardín y me quedé en la puerta
esperando a que saliera, conversando
con una mamá.
Rodri ya estaba

maestra, pero yo
no lo había visto. Y
entonces me gritó: «Papi». Y
yo —su voz se
entrecorta—,
yo le abrí
los brazos bien grandes,
él vino corriendo hacia mí,
y me quedé abrazándolo para
que no me viera llorar.
Pausa.
—¿En qué te
quedaste
pensando?

Valentín sentí lo
mismo y supe que no había diferencia. Que los
dos eran mis
hijos y que no
podría vivir sin ninguno
de ellos.
Asiento, conmovido también.
La sesión había sido muy movilizante para
Esteban. Había traído una
vivencia fundamental
para su vida,

permitido reconocerse como padre de
Rodrigo y relajarse por lo
que le pasaba
con ese tema. Sabía ya
que no había diferencias para él.
Pero ¿qué creía que
pasaba por la cabeza de
su hijo? ¿Hasta dónde pensaba que
Rodrigo veía en él a su papá?
El temor a ser
un «premio consuelo»
seguía allí, agazapado,

formularlo.
Pero el tiempo
iba a encargarse de poner
ese miedo en primer plano.
La
adolescencia es un
período complejo. Las
pulsiones
eróticas que durante
un tiempo parecieron
adormecidas reaparecen en

cambios físicos evidentes
se le suman cambios
psíquicos que
provocan un estado
de tristeza y ansiedad.
La familia,
que hasta entonces fue el lugar de
contención de los miedos y
el refugio afectivo, pierde este
espacio porque el adolescente,
en su necesidad de empezar
a encontrar
un lugar propio
en

pertenezcan y que le permitan comenzar a
experimentar su
sexualidad sin culpa,
transforma lo que
hasta entonces
era su hogar
en un ámbito hostil del
cual siente que debe diferenciarse
y tomar distancia.
La mayoría de
las veces, esto genera en los padres una sensación de
malestar y en los

suele volcarse bajo
la forma de una cierta
violencia. Por eso es tan
común que los adolescentes agredan
a sus padres.
Pero,
llegada esta etapa, el hijo
adoptivo tiene en su poder un
elemento aun mucho
más duro con
el que herirlos. Y Rodrigo lo usó en contra de Esteban.

Su rostro mostraba
la angustia
que estaba sintiendo y le
costaba hablar. Suele ocurrir que
esto sea así. Cuando la angustia
se instala, las palabras quedan de lado y un silencio atroz
y profundo se apodera del
sujeto y pareciera como si,
desde un

hipnótica le impidiera
mirar hacia otro lado.
Es en esos momentos
cuando, como analista,
intento que mis intervenciones devuelvan
al paciente al
mundo de las palabras. Un
mundo que no está
exento de dolor pero que, aun así, le
pone un límite a la angustia.
—¿Qué fue lo que pasó?

—Esteban, si necesitás
llorar, acá podés
hacerlo, tenemos
tiempo. Pero en algún momento
vas a tener que hablar
de lo que
te haya ocurrido.
Asintió y unos
minutos después, me contó
lo sucedido.
—Estábamos
discutiendo con Rodrigo. Él
se había

—¿Qué fue lo que hizo?
—Insultó a un
profesor y
las autoridades amenazaron con echarlo
y nos citaron,
a Julia y a
mí. Fuimos, por supuesto, y
tuvimos una
charla muy incómoda.
Imaginate, yo quería
defenderlo, pero lo que había hecho era
indefendible. Así que tratamos de negociar que

más, y luego
de un rato
lo conseguimos.
—¿Y qué pasó después?
—Al volver a casa intenté
conversar con él,
pero era imposible. Estaba en
uno de esos momentos de rebeldía en los que
no escucha nada.
Me gritó que de
ninguna manera iba a volver
a ese colegio
de mierda, y yo
le dije que
esa

pudiera tomar, de
modo que era mejor que se calmara y se preparara para
disculparse con el profesor.
—¿Y qué te respondió?
—Que ni loco.
Que el
tipo era un pelotudo y que no se iba
a disculpar con
nadie. Insistí en que sí iba a hacerlo y le dije que, al día
siguiente, yo mismo lo iba a acompañar

asegurarme de que
así fuera.
Y él¼
Se
interrumpe. Me doy cuenta de
que está por
decir algo que le
causa mucho dolor y
que aún le
cuesta poner en palabras
o que, quizás, no quiere
volver a escuchar.
—¿Y él qué?
—Me dijo que
con qué

si ni siquiera era su padre.
El silencio
invadió el
consultorio con esa
prepotencia que no dejó lugar a otra cosa. Por
eso, esta vez, no dije nada.
Esteban necesitaba
unos segundos para hacerse cargo
de lo que Rodrigo le
había dicho y yo no podía hacer
más que acompañar ese
momento.

levantó su rostro y me miró.
—¿Te das cuenta?
El momento que tanto
temía llegó —ya no
pudo contener su llanto—. Rodrigo
me dijo que yo no soy su padre.
Esteban estaba
desmoronado. Desde siempre había fantaseado
con esta posibilidad y el
miedo a que esto ocurriera
había sido un

bien, allí estaba
y algo había que hacer
con esto. Y,
casi sin pensarlo, como
suele ocurrir con muchas
de las intervenciones analíticas, me sonreí. Con
una sonrisa amplia y genuina. Esteban me miró casi con
furia.
—¿Se puede saber qué es lo que te
resulta tan gracioso?
Me esforcé para
que mi

calma.
—Es que no
me parece tan grave lo que Rodrigo dijo —me miró
absorto—. Al menos, yo no
me lo tomaría tan mal.
—No te entiendo.
—Digo que a
mí no me
molestaría que Rodrigo
me dijera que no soy su padre.
Él abrió los
ojos

intervención le parecía
no
sólo inapropiada sino
estúpida.
—Obvio —me contestó enojado—, porque
vos no sos el padre.
Hice un silencio
breve, asentí y sonreí
nuevamente, esta vez con
la seguridad de que mi
intervención había sido efectiva.

s os .
Me miró e
intentó
asimilar mis palabras.
—¿Te das cuenta,
Esteban? Rodrigo
estaba enojado y
necesitaba herirte. Si hubiera querido lastimarme a mí, no me hubiera dicho eso porque sabe que no
me habría dolido que
me lo dijera, porque como vos
dijiste, yo

vos sí te
iba a herir,
y él lo sabía —bajó
los ojos, pensó un instante
y volvió a mirarme—. ¿Sabés
qué creo?, que esa agresión fue la mejor manera de ratificarte
que ya no tenés por
qué tener ese miedo, porque no
deja lugar a dudas: para él sos su papá.
Apenas habían
transcurrido unos pocos

llegado, pero sabía
que esta conclusión iba a
ser un hito en la vida de
Esteban. Por eso me puse de
pie dándola por terminada. Él no
dijo nada. Se levantó, me siguió
hasta la puerta y me saludó.
Los tiempos del
análisis no son los
del reloj, sino
los del
inconsciente, no sólo
de cada
paciente, sino de
cada

día, Esteban pudo
corroborarlo por sí mismo.
Habían pasado
algunos meses desde aquella vez y ya
trabajábamos en
el diván. Rodrigo
y Esteban seguían teniendo la misma relación de siempre, fuerte
y afectiva, y estaban pasando
por un

compañerismo en el
cual se llevaban, como él
decía bromeando:
todo lo bien
que uno se puede
llevar con un hijo adolescente.
Pero ese día, ni bien entró al consultorio, supe
que algo había ocurrido.
—Apareció, Gabriel. —¿Quién apareció?
—Daniel, el padre
de

Leí en su
gesto la gravedad que el
asunto tenía para él.
—¿Querés contarme
cómo fue?
Apretaba sus puños de un modo casi
compulsivo y yo podía notar
su respiración agitada.
—Julia se lo
encontró en un congreso. Lo
vio entrar y

sentó lejos, tratando de que él no la viera.
—¿Y eso por
qué? No
tiene nada de qué
avergonzarse, ¿o
sí?
—Claro que no.
Pero no se lo esperaba. Era la
primera vez que se lo cruzaba en más de dieciséis años,
y no supo qué hacer.
—Entiendo.

que no podía
irse porque estaba ubicada en
un lugar muy expuesto, de
modo que esperó a que
la conferencia terminara y se mezcló entre la
gente para pasar
desapercibida. Pero no lo logró.
—¿Por qué?
—Y¼, se ve
que él
también la había
visto y

escaleras, la
alcanzó.
—¿Y qué le dijo?
—La saludó y después de
un momento muy
incómodo, la invitó a tomar un café.
—¿Y ella aceptó?
Esteban asiente, toma
aire, o tal
vez junta coraje,
y después sonríe sin querer.
—¿Qué pasa? —le pregunté.

Le dijo que
todos esos años los había
pasado sintiéndose una mierda. Que
siempre quiso
buscarla pero nunca tuvo el
valor para hacerlo
— hace una pausa—. Después le preguntó qué había
pasado con el bebé.
Claro, él ni siquiera sabía si
había nacido o no, si
era un varón
o una nena. Entonces, Julia le habló

llorar.
Esteban se detiene.
Está enojado,
pero yo sé
que ese enojo esconde otra
emoción: el miedo.
—Después siguieron
hablando —continuó—. Él le contó que
está casado, que
tiene una hija y¼
—¿Y qué, Esteban?
—Y le pidió
que hablara

gustaría dar la
cara, pedirle perdón y tener la oportunidad de conocerlo.
Su voz tiembla a causa de
la angustia y la indignación.
—¿Me parece o
estás
enojado?
—¿Y cómo no
voy a estarlo? Este tipo aparece así, de
la nada, e
instala semejante
quilombo. ¿Quién

Sé que no va a gustarle mi intervención.
—El padre de Rodrigo.
Ahora sí, su
furia parece
dirigirse hacia
mí.
—Al menos así lo
nombraste
vos hace un
rato, ¿no?,
«Daniel, el padre
de Rodrigo».
—¿Y a mí qué mierda me
importa eso?

Porque me parece
que si eso no te
importara, no te
pondrías así, ¿no te parece?
Se hace
un silencio pesado.
—El padre de Rodrigo — repite con
bronca—. Sí¼ un padre que se
desentendió de él hace diecisiete
años y que ahora vuelve
llorando. ¿Me
explicás por
qué?

ser muy cuidadoso
con las palabras que
utilice en este momento. Incluso
con el tono de mi voz.
Está realmente conmovido y lo
que menos quiero es que
su enojo lo haga encerrarse en
sí mismo.
—Tal vez —le
dije— porque cuando tomó
esa decisión era un
chico de veinte años que
estaba

de más de
cuarenta que piensa las cosas
de otra manera.
—¿Lo estás justificando? —No. Simplemente
estoy
buscando una explicación para lo que
está ocurriendo en tu vida en este momento.
Remarco el hecho
de que lo importante es
que esto le está pasando
a él. Para
mí,

de lo que
le pase a Julia,
Daniel o Rodrigo, sino a él, el
paciente que decidió
compartir conmigo sus miedos y
su angustia desde hace varios años.
Cuando percibo que se ha calmado un
poco, le
pregunto:
—¿Y qué vas a hacer? Suena resignado.

Yo no le
voy a quitar
a mi hijo el derecho
a que lo conozca. No
podría soportar que dentro de
unos años me dijera que por mi
culpa él no pudo conocer a
su padre biológico.
—¿Entonces?
—Hablamos con Julia.
—¿Y?
—Quedamos en que
ella

Rodrigo.
—¿Y por qué ella?
Gira la cabeza y me mira.
—¿Quién si no? —Los dos. Piensa.
—¿Y yo
qué tengo que
ver?
Está
confundido, pero debo reubicarlo en
el lugar que le pertenece.

ver? ¿No sos
el papá de Rodrigo, acaso?
¿O vos te creés que
esta aparición de Daniel puede
echar por tierra todo lo que
ustedes construyeron
en estos años? —pausa—. No,
Esteban. Rodrigo es tu
hijo y va a
atravesar un momento
fundamental en su
vida. ¿No te parece que
es tu deber

dejar solo justo cuando más te necesita? —pausa—.
Porque esa es también
la función de un
padre: estar, aunque cueste, aunque
duela, en el momento en
el que el
hijo te
requiere. Y en esta
circunstancia, lo diga
o no, Rodrigo va a
necesitarte. No repitas la historia
de Daniel. No lo abandones vos también.

Comprendo el duro momento que se le avecina y
sé que no tengo nada más que decir. Por eso lo dejo
unos minutos en silencio, llorando
su bronca. La espada de
Damocles que pendía sobre su
cabeza se ha precipitado hacia
él y ya no puede evitarla. Sé
que está asustado, pero sé también que es la oportunidad
de quitar el

viene persiguiendo desde hace muchos años y
que, más allá del resultado,
va a ser más sano
un dolor verdadero que la
angustia permanente de una tragedia
temida y esperada todo el tiempo.
Me pongo de
pie. Él me sigue. Ninguno
de los dos dice nada. Cierro
la puerta de mi
consultorio y siento
que,

acontecimientos ha empezado a inquietarme.
Esteban es un
gran hombre, un padre
que ama a su hijo
y que ahora
teme perderlo.
¿Cómo no entender su angustia?
El analista debe impedir que
sus emociones contaminen el tratamiento, pero a
veces no puede
evitar ese cosquilleo inquietante que

emoción.
La semana siguiente,
en su horario habitual,
Esteban vino a sesión. Creí que tal vez necesitara adelantar nuestro encuentro, pero
no fue así. Dejó su abrigo en
el perchero y se acostó en el diván.
Quería saber
qué había

el tema. Era
él quien debía sacarlo. De
modo que permanecí en silencio
en mi sillón. Él no dijo nada durante unos minutos
que parecieron eternos, hasta que
estalló en un llanto desgarrado.
No es ese
tampoco el momento para que el analista ponga palabras.
Cuando un paciente está en ese estado, la

sostener ese silencio
activo y difícil hasta que
sea el momento de hablar, cosa que ocurrió
casi diez minutos después.
—¿Qué pasa, Esteban?
Estiró su mano,
tomó un
pañuelo de papel,
y secó su rostro.
—Ay, Gabriel, qué difícil fue todo.

Asiente.
—La semana pasada,
al
salir de acá,
volví a hablar con Julia
y convinimos en que yo
me encargaría del tema. Así que junté
fuerzas y al otro día
le dije que
quería hablar con él y lo invité a un bar que está cerca de casa.
—¿Y qué te dijo?
—Protestó, como

poco a regañadientes, vino. De todos
modos, me parece que percibió que
algo extraño estaba
ocurriendo, porque cuando nos sentamos
me preguntó qué me pasaba. ¿Te das cuenta? Él
estaba preocupado
por mí.
No quise interrumpir
su relato.
Sentía la tensión
del momento,
pero así es el

veces turbulentas, hay
que navegar.
—Entonces —continuó—
decidí que no
valía la pena andar con
vueltas. Así que le
conté del encuentro
casual que tuvo Julia,
de aquella charla de café,
del llanto arrepentido de Daniel y de su ofrecimiento para
encontrarse con él, si
es que quería

Hace una pausa. Le cuesta hablar y sé
que debo ayudarlo a que lo haga.
—¿Y entonces, Esteban?
—Yo me había anotado el
teléfono de Daniel
en un papel. Lo saqué del bolsillo y lo puse frente a
él. «Tomá — le dije—, aquí
está su número. Tenés la
libertad de hacer lo que
quieras. Ahora

Asiento.
—¿Y él que hizo?
Inspiró profundamente
antes de responder.
Estaba emocionado y su
voz se quebró un poco.
—Agarró el papel
y lo tuvo unos segundos
en la mano. Después,
levantó la cabeza,
me miró y
me dijo: «¿Y
para decirme esta

acá?». Me
quedé mudo y unas lágrimas
me asomaron contra mi voluntad.
—¿Y Rodrigo?
—Me apretó
fuerte la
mano y me dijo: «Mirá, yo no sé si
sos el mejor
papá del mundo, ¿sabés? Pero
sos mi viejo. Y no tengo que conocer a nadie.
Porque yo, ya
tengo el padre que quiero tener».

con las manos
y volvió a llorar. Con
ese llanto entrañable al que tenía derecho. Su
hijo, el mismo que hacía
un tiempo le
había dicho que no
debía meterse en su vida porque no era
nadie, acababa de decirle que él era el
único padre que quería.
Esteban
había mirado a

durante tanto
tiempo lo atormentó y ya
no le quedaban
dudas acerca del amor de
Rodrigo. Por eso lloraba.
De felicidad.
Por suerte, acostado en el diván e inundado
por sus
propias emociones, no
percibió que también mis ojos estaban llenos de lágrimas.

Un vínculo difícil
y maravilloso
que compromete todo lo que
somos: nuestros anhelos, nuestros miedos, nuestra historia
misma.
Esteban y Rodrigo
lo saben.
Atravesaron juntos momentos muy complicados en los que
cada uno, desde su lugar,
defendió su derecho
a

paciente tiene un
hijo y Rodrigo tiene un
padre. Un padre que lo quiere, lo respeta y que
estuvo incluso dispuesto a perderlo
por amor.
Pero dejo para
terminar este caso la
siguiente escena que me relatara Esteban y que ocurrió un año
después.
Venía
caminando con

cruzó con un
antiguo compañero del colegio secundario al cual
hacía años que no veía.
Esteban los presentó y
su amigo, al observarlo, le
dijo que no podía negar
que era su
hijo. Que era
igual a él
cuando tenía diecisiete años.
—Rodrigo y
yo nos miramos —me cuenta tentado

—¿Por qué? —le
pregunto con seriedad.
—Claro, ¿no te das
cuenta?
—¿De qué debería
darme
cuenta?
—De que mi
amigo dice eso porque no sabe que
Rodri es adoptado.
Lo interrumpí y le
pregunté con
firmeza.

independientemente de eso, tu amigo,
¿tiene o no
tiene razón? Tu hijo,
¿es o no es
parecido a vos?
Esteban
hizo un silencio largo y asintió.
—Sí —respondió
emocionado—, es igual a mí.
Ahora sí, callo
también. Como está acostado
en el diván no puedo
ver su cara,

Y sé que
seguramente es así, que su
amigo no mintió. Por supuesto
que Esteban y su hijo
deben parecerse. Porque a lo
largo de estos años he
aprendido que el afecto
genera similitudes innegables y que el amor deja su huella hereditaria más allá de los caprichos
de la biología.

reconocimiento
Hegel dijo que
solamente podía ser considerado
un ser humano aquel
que estuviera dispuesto a arriesgar
su vida animal por algo
más que la propia subsistencia.
Es decir, que un sujeto
es alguien capaz de morir
por algo tan

En su libro
acerca de la
dialéctica del amo
y el esclavo, plantea, además,
que para ser un
sujeto humano, este debe ser
reconocido como tal por
otro sujeto humano. De allí
la compleja interrelación que hace
que ni el amo ni
el esclavo lo
sean completamente.
El esclavo, según el postulado hegeliano,

ideal, la libertad,
y acepta la esclavitud sólo
por conservar su vida biológica.
Y el amo, porque es
reconocido como tal, no por
otro sujeto, sino por un esclavo.
Sea como fuere,
el reconocimiento aparece como el pilar fundamental
para alcanzar la legitimación de la condición humana. También

trascendencia a esto.
Todo sujeto requiere
del reconocimiento ajeno.
El cachorro humano
nace en un estado
de indefensión tal que, si no
recibiera el auxilio
de otro, no
podría vivir. Y para
que esta ayuda venga, él debe pedirla,
aunque al principio ese pedido se limite al llanto. Pero es necesario,
además,

su camino con el otro, un otro tan importante
que los analistas lo escribimos
con mayúscula: el Otro. Y es este Otro, por lo general la madre, quien acudirá
al llamado de su hijo.
A partir de
ese momento, cada llanto tendrá
para el bebé un sentido
y encarnará diferentes demandas dirigidas

comprendido que si
no es reconocido por ese
Otro y si este no
acude a su
llamado, podría
morir. De ahí
que el deseo de ser
reconocido y amado por él se instale como el primer
motor de sus comportamientos.
Pero esto no
concluye en la niñez. Muy
por el contrario, durante toda
la

ser reconocido por los demás, ya sea en el
trabajo, la familia o la pareja.
Y cuando este reconocimiento no
llega, aparece la angustia.
Pongamos un ejemplo.
Pocas cosas se
parecen
tanto a la
muerte como el desamor. Por eso
no es casual
que en psicoanálisis
utilicemos el mismo
nombre

una persona cuando
alguien lo deja de
amar o cuando muere un ser
querido: duelo.
¿Y qué otra
cosa es el desamor sino
la pérdida del reconocimiento de
un otro
amado y deseado?
Observemos la reacción de aquel que sufre
por esto y veremos su desesperación, su imposibilidad de comprender

incluso su sensación
de incredulidad.
Y en medio
de todo esto, por
supuesto, la angustia.
La historia es
conocida. Goethe se había
enamorado perdidamente
de una joven que lo
abandonó y, con el
dolor propio del
amante rechazado,
su vida se vio

sufrimiento.
Asediado por las
imágenes de su
amada, comenzó a escribir
una novela: Las
desventuras del joven Werther, en la
cual el protagonista es abandonado por la
mujer que ama
y es tanto su dolor que se suicida. Tal fue
el furor causado
por esta obra que
muchos

identificándose con el
personaje, optaron por
suicidarse. Ante esto
que se conoció en su
época como «El mal de
Werther», el propio autor salió
al cruce aludiendo que una
cosa era que, ante un
desengaño amoroso, alguien escribiera la novela de un
joven que se mata por amor —eso
es hacer

otra muy distinta
es suicidarse
porque han dejado de
amarnos. Eso es
sólo un acto enfermo y trágico.
Obviamente, pocas
personas tienen el
genio de Goethe, pero lo cierto es que, de todos
modos, algo puede hacerse
para no quedar atrapado por
la angustia que
genera la falta de

Pues bien, las
relaciones filiales no escapan a esto. Por eso es necesario entender que el lazo
biológico no basta para
establecer el vínculo entre padres
e hijos. Por el
contrario,
el armado de
este enlace se realiza
muy de a poco, requiere
de tiempo y, sobre todo,
de lugares que se

vida.
¿Qué es un padre?
Esta, que parece
una
pregunta superflua, no
lo es en lo más
mínimo; pues mientras que la
maternidad es,
generalmente, percibida desde los sentidos,
el padre, en cambio, requiere
de una construcción abstracta.
El chico sabe
que esa

tuvo en su
panza, porque le da la
teta. Pero ese
hombre que está allí,
participando de su familia, ¿por
qué es su padre? No
olvidemos que hasta que el
niño entienda el papel que
en la concepción juega el
esperma pasarán muchos años y,
sin embargo, ya tiene un papá.
Digamos,
antes que nada,

su mamá. Es
ella quien lo habilita cada
vez que lo nombra y lo ubica
en el lugar de la ley:
«Vas a ver
cuando venga
tu papá».
Pero, sobre todo,
porque es el hombre
que está en su deseo.
Por supuesto que también se da
el vínculo con
una madre adoptiva, aunque no lo

le dé la
teta, pero ese
es otro tema.
Pensemos
esto desde el caso de Esteban.
Claramente,
él siente el peso de
la duda. En
algún lugar teme no
ser reconocido como padre por
Rodrigo. Sin embargo se maneja
con gran sabiduría. Cuando le pide a su

llamarlo papá y
espera a que surja de él, está
marcando que sólo puede darse esta relación si, y
sólo sí, el
hijo lo reconoce en ese
lugar. Por eso espera, paciente,
hasta que en esa escena, a la salida de la escuela,
Rodrigo lo nombra por primera
vez «papá».
Pero esto no
basta para

embargo, sigue adelante
y va construyendo un lazo
de reconocimiento
mutuo hasta que, en la
adolescencia de su hijo, llega
el momento en el cual él, en apariencia, le niega este lugar:
«¿Con qué derecho te metés
en mi vida si ni siquiera sos
mi padre?».
Esteban se angustia
y se desestabiliza ante esto,
pero

misma negación, lo único que Rodrigo
está haciendo es afirmando
el vínculo. No hay mayor reconocimiento de su lugar que esta agresión. Se lo señalé,
lo trabajamos y pudo
comprenderlo y relajarse.
Pero le esperaría un golpe más. La
aparición de Daniel, el padre
biológico de Rodrigo. Y esta
vez sí, todo

Está confundido, le
cuesta pensar y siente
que ante la llegada del
hombre no le queda más
que hacerse a un lado, con rabia y dolor.
Lo convoco a
que no lo haga, a
que hable con su
mujer y tome
el toro por
las astas, ya que
el que está
en juego es su
hijo. Y es
en ese momento en el cual comienza

reconocimiento de su lugar.
Primero de parte de Julia, su esposa,
quien decide que sea él
quien hable con Rodrigo. Dijimos
que un padre accede al
hijo por mediación de la madre, y eso es lo
que ella hace.
Lo habilita y le
dice que se encargue del
tema; le da la autoridad y el
derecho que

Apoyado en esto, Esteban habla con
Rodrigo y recibe de él, el mayor
de los reconocimientos: «Mirá, yo no sé si sos el
mejor papá del mundo
¿sabés? Pero sos mi
viejo. Y no tengo que conocer a nadie. Porque
yo, ya tengo el padre que quiero
tener».
George Berkeley (Irlanda,

postuló que ser
es ser percibido. Pues bien, desde el
Psicoanálisis, podríamos
decir que ser
es ser reconocido y, en este sentido, Esteban sabe
hoy algo que ocurre desde
hace mucho tiempo pero que
sus miedos no le permitían
comprender: es el padre
de Rodrigo y no hay nada ni
nadie que pueda

construyeron a lo
largo del tiempo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario