Séptimo encuentro
LA INFIDELIDAD
«Hoy en día la fidelidad sólo se ve
en los equipos de sonido.»
WOODY ALLEN
Del lado del infiel
Los puentes de Madison, una de las
historias de amor que más han conmovido
a lectores y espectadores, es también una historia de infidelidad. Esta
novela de Robert James Waller fue llevada al cine por Clint
Eastwood, quien la protagonizó junto a Meryl Streep.
El relato de la película transcurre en dos épocas, ya que
va todo el tiempo del presente al pasado, y cuenta la historia de amor de
Francesca y Robert. De un modo resumido, ésta es la
historia.
Francesca ha muerto y sus hijos se encuentran con que ella
ha dejado por escrito su voluntad de ser cremada y de que sus cenizas sean
esparcidas sobre el Puente Roseman, uno de los puentes techados de Madison.
Los hijos no entienden el porqué de este pedido, ya que
su padre, fallecido hace algunos años, se encargó en su momento de comprar dos
tumbas contiguas para que ambos descansaran juntos por toda la eternidad.
Cuando el abogado los reúne para hacerles entrega de las
cosas de su madre, entre sus pertenencias encuentran una llave que abre una
caja dentro de la cual hay tres diarios dirigidos a ellos,
en los que Francesca les cuenta el porqué de esta decisión.
Resulta ser que ella era una mujer que vivía en el campo
y llevaba una existencia aburrida y monótona junto a su marido y sus
dos hijos. Hasta que en cierta ocasión los tres llevan un toro a competir en una
feria ganadera a un pueblo cercano y Francesca se queda
sola por cuatro días.
En esa circunstancia conoce a un desconocido, un
fotógrafo de la National Geographic que ha recorrido el mundo y ha llegado hasta la región con la intención
de fotografiar los puentes techados de Madison. Le
pregunta por el puente Roseman y, como ella no logra explicarle con claridad
cómo llegar se ofrece a acompañarlo. Y allí comienza esta historia de amor.
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Francesca era italiana, nacida en la ciudad de Bari.
Robert le dice que conoce
Bari, porque cierta vez el tren en el que viajaba se detuvo en esa
estación y, como le pareció tan bella, sintió curiosidad por conocer cómo era
esa ciudad, de modo que modificó sus planes y bajó allí para poder recorrerla.
Ella piensa que eso de bajarse de un tren, en un lugar
cualquiera, sólo porque resulta atractivo, es algo que jamás se atrevería a hacer
y, ante cada nuevo relato, se va deslumbrando por la personalidad de Robert.
Al otro día, muy movilizada por el encuentro, va en su
coche hasta el puente al que sabía que él iba a fotografiar y le deja una nota
invitándolo a cenar. Esa noche se hacen amantes y ambos sienten que jamás
podrán volver a amar de esa manera. No podría ser de
otro modo estando en el momento inicial del enamoramiento. Pero mejor dejemos los comentarios para después y sigamos con la
historia.
Robert se queda esos días con ella y, cuando se acerca el
momento del regreso de su familia, le pide a Francesca que deje todo para irse
con él. Ella acepta, prepara las valijas, y todo parece estar dispuesto para
que escapen juntos. Pero esa noche, mientras cenan, Robert
la mira y comprende que ella no va a dejar a su familia. Intenta
convencerla, pero ella le dice que no puede hacerles eso a su marido y a sus
hijos.
Antes de despedirse, Francesca le hace el amor, le
obsequia un recuerdo familiar, una cadenita que era muy importante para ella y
se despiden. Pero él, que no se resigna, se queda un par de días más en el
pueblo, esperando que ella cambie de opinión.
El esposo y los hijos regresan y la vida parece retomar su
rumbo habitual para todos... menos para ella. En medio de esta historia, en
las vueltas al tiempo presente, el director nos muestra cómo los hijos, que se
van enterando de todo a medida que leen el diario, pasan de la indignación a la
incredulidad, de la decepción a la comprensión y del enojo a la fascinación.
Porque esta mamá que
había llevado una vida oscura y rutinaria en el fondo escondía una
pasión sublime.
Seguramente la escena más recordada de la película sea la
famosa «escena de la camioneta».
Francesca va junto a su esposo al pueblo a comprar
algunas provisiones. Llueve y es un día oscuro y triste. En
un momento ella ve venir la camioneta de Robert y
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comprende que él se está yendo. El semáforo los detiene y su vehículo
queda justo
delante del de Francesca y su esposo. Ella lo mira, enamorada,
angustiada y, en ese momento, él cuelga algo del espejo retrovisor. Es la
cadenita que ella le regaló.
El semáforo se pone en verde, los segundos pasan, pero él
no arranca. La está esperando. Le está rogando que se decida. Por un instante
Francesca siente un impulso y toma la manija de la puerta para abrirla y
correr hacia él. Pero duda. Y cuando está casi decidida, su
marido hace sonar la bocina exigiéndole a Robert que arranque y vuelve a Francesca a la realidad. Sus ojos se encuentran por
última vez en el espejo retrovisor de Robert, y él arranca, da la vuelta y se
va de su vida para siempre.
Ella no puede contenerse y llora desesperadamente, ante la
mirada atónita de su esposo que no entiende nada de lo que está ocurriendo.
A partir del relato de sus diarios íntimos, los hijos se
enteran de que luego de la muerte de su esposo, ocurrida
más de veinte años después, Francesca intentó localizarlo,
pero no tuvo éxito. Hasta que un día le llegó una encomienda. Junto a esa caja había una carta que le comunicaba que Robert había muerto y que
le había dejado todas sus pertenencias. Además, había pedido que su
cuerpo fuera cremado y sus cenizas tiradas sobre el puente Roseman.
El diario de Francesca termina con la siguiente frase:
«Le dediqué mi vida a mi familia, quiero dedicarle a él lo que quede de mí».
Al terminar de leer, los hermanos se miran emocionados
después de haberse enterado de la historia de amor de su madre, se sonríen y
brindan en honor a esta mamá que desconocieron toda la vida y resuelven cumplir
con su deseo.
La película es ciertamente emotiva, pero desde el punto de
vista psicológico diría que es una historia casi siniestra. Porque no es más
que la vida de una mujer que tuvo sólo cuatro días de pasión y que luego esperó
a morirse durante cuarenta años para que sus cenizas se unieran con las del
hombre que había amado y al cual no vio nunca más.
Esto que le ocurrió a Francesca es una enfermedad que se
llama Melancolía, y sobre la que no voy a explayarme porque también escapa a
la intención de este libro, pero quiero plantear que el afecto melancólico
sumerge al sujeto en un estado enfermo y sufriente.
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Que alguien durante cuarenta años lo único que espere sea
morirse para ser
cremado y que sus cenizas se unan a las de una persona que vio solamente
cuatro días hace ya casi medio siglo, no podemos decir que sea
una buena vida.
Pero la película nos plantea además el tema de la
infidelidad como algo que no es en sí mismo ni bueno ni malo. Porque ocurre que
cuando los espectadores ven la escena de la camioneta que
acabamos de describir, todos están rogando para que ella se baje y se vaya con
el otro, para que abandone a su esposo y a sus hijos y se juegue por su historia de amor.
Sin embargo, no creo que esa actitud sea el fruto de una
toma de partido en favor de la infidelidad, sino que es el resultado de
haber estado en presencia de una verdadera pasión,
del deseo, de eso que la protagonista, Francesca, había descubierto en su contacto con Robert y que era lo único importante que,
como mujer, le había pasado en la vida. Y cuando digo como
mujer, lo hago para marcar una separación de roles, porque como madre también
le habían pasado cosas muy fuertes. Esos dos hijos eran
fundamentales para ella, y también lo era su esposo. Un buen hombre al que
quería y respetaba y al que cuidó hasta el último de sus días en su lecho de
muerte.
Francesca es una buena mujer, su esposo y Robert dos
buenos hombres, y tal vez por eso la película muestre que el tema de la
infidelidad es más complejo de lo que comúnmente se
piensa y que no siempre se puede poner a los buenos de un lado y a los
malos del otro.
Amor e infidelidad
De todo lo que hemos venido exponiendo surge con claridad
cómo la
infidelidad pone el acento sobre el amor y el deseo como dos afectos que,
aunque comúnmente pensamos que van de la mano, tienen profundas diferencias. Y
es que
se trata de emociones complejas y, como tales, tienen su origen en la
infancia.
No hay amores más serios que los que se tienen de niños.
Los adultos tenemos la costumbre de minimizar los afectos infantiles sin darnos
cuenta de que son tal vez más fuertes, más importantes, tienen menos filtro que
los afectos de un adulto.
Retomo la frase de Discépolo: «Si yo pudiera como ayer
querer sin presentir».
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Los adultos presienten. Cuando se enamoran, ya saben que se puede
terminar, que
los pueden engañar, que ellos también pueden hacerlo, que el deseo puede
des- aparecer y sobre todo saben algo que es fatal para la
idea romántica del amor, y que es el hecho de haber comprobado
que de amor, si no se está loco, no se muere nadie.
Situación encarnada en la frase que, dos o tres años después, dice alguien que
creía que iba a morir de amor: «yo no entiendo cómo pude haber sufrido tanto por una persona así».
Infidelidad e infancia
Viendo la importancia que las vivencias infantiles tendrán
sobre estos temas,
recuerdo a un paciente al que le costaba mucho creer en las mujeres. Cada
relación era un padecimiento, porque todo el tiempo tenía la
sensación de que iba a ser engañado. Y no se trataba de un
celoso. Por el contrario, era un hombre muy seguro de sí mismo,
exitoso, atractivo, pero sin embargo no podía evitar eso que él llamaba un presentimiento.
Entonces le dije que tal vez lo que él tenía no era un
presentimiento de algo que podía ocurrirle en el futuro,
sino un recuerdo olvidado de algo que le había ocurrido en
el pasado.
Estábamos trabajando sobre este tema cuando vino a una
sesión conmovido, lleno de asombro y muy avergonzado. Le pregunté qué le
había ocurrido y me dijo que había ido a una reunión que se había hecho en el
colegio en donde cursó sus estudios primarios. Era el
aniversario del establecimiento y, aunque no era un hombre que hacía un culto de la nostalgia, tuvo ganas de ir y pasar un
rato.
Pues bien, sucede que mientras hablaba con algunas de las
personas que habían concurrido a la fiesta le pregunta a una mujer,
que no había sido compañera suya, si era del barrio. Y ella
le dijo que sí, que vivía en tal lugar, enfrente de un taller mecánico y que su padre tenía un negocio que se dedicaba a la
venta de muebles.
Mi paciente se puso blanco y le preguntó: «Entonces ¿vos
sos Claudia?» Ella le respondió que sí y él, sin poder retener una inexplicable
y repentina angustia, le dijo que ella había sido la causante de que él no
hubiera podido confiar nunca en
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ninguna mujer en su vida.
La señora no entendía nada y él le recordó quién era, cosa
que ella recordó no sin cierta dificultad. Y le dijo que cuando tenían cinco
años ambos eran novios hasta que un día, cuando salió a hacer un mandado, la
encontró dándole la mano a otro chico del barrio.
En ese momento, mi paciente recordó que no pudo llegar al
almacén, que volvió corriendo a su casa y se encerró en su cuarto a
llorar y que después de ese hecho no recordaba nada más de
su infancia hasta los catorce años.
Al contarme esto él estaba avergonzado por el momento que
le había hecho pasar a una mujer de cuarenta y cinco años por algo que
había hecho a los cinco y de lo cual ella no recordaba nada. Pero para él había
sido un momento traumático, algo tremendo y, justamente, en la edad más
importante por ser la que corresponde al momento cúlmine
de lo que llamamos Complejo de Edipo.
Desde ese suceso en adelante, la idea que a él le había
quedado inconscientemente era que el amor siempre conduciría al
engaño y al dolor y por eso sus relaciones eran poco comprometidas o sufrientes.
Casi podríamos decir que su vida emocional había quedado marcada por el
registro de la infidelidad.
Intuyo que muchos seguirán pensando que se trata de un
hecho menor, pero déjenme decirles que en pocas etapas de la vida, el amor,
el abandono, la soledad y el engaño se viven con tanta potencia y con tan poca
posibilidad de defenderse de la angustia como en la infancia.
Hace poco tiempo una mujer me hablaba de su hijo, un chico
que invadido por toda la cuestión de la sexualidad infantil, que es tan fuerte,
se pasaba todo el día espiando por la ventana a la vecinita que tanto le
gustaba, y que cuando llegaba la hora de ir al colegio se ponía nervioso porque
la iba a ver. Me dijo también, que el chico estuvo
durante casi seis meses llevando en su bolsillo un alfajor que nunca se animo a regalarle. El hijo sufría y ella, sonriente, como si fuera una
tontería me decía: «No sabés... lleva el alfajor y lo trae de vuelta... y se
encierra, y llora... pobrecito». Ella no comprendía la potencia afectiva de lo
que le estaba pasando a su hijo.
El chico sufría mucho. Y es comprensible que así fuera,
porque estaba enamorado y el amor, como dijimos, coloca a alguien en una
situación de peligro.
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Pues bien, lo mismo podemos decir del deseo. Porque el que desea se
encuentra
movilizado a ir imperiosamente en busca del objeto que origina este deseo
y, movido por esa fuerza que lo atraviesa, es capaz de
correr riesgos.
Hay quienes buscan la tranquilidad intentando convencerse
de que ese amor o el deseo durarán toda la vida. Pero ya hemos dicho que en
estos asuntos no hay certezas
posibles.
Al comenzar este libro hablamos de Oscar Wilde, de su
libro El retrato de Dorian Gray y recuerdo un párrafo más, que me gustaría
citar.
Luego de una conversación acerca del amor que tiene con
lord Henry, Dorian se encuentra intranquilo, siente que lo que dice ese hombre
es cierto pero que le abre las puertas de un mundo oscuro y lleno de dudas. En
este estado algo angustioso lo mira y lord Henry, que parece percibir los
pensamientos de su nuevo amigo, le pregunta: « ¿Se alegra de haberme conocido,
señor Gray?» y Dorian le responde: «Sí, ahora sí, pero me pregunto si me alegraré
siempre».
«Siempre.»
Una terrible palabra que pone de manifiesto la búsqueda vana de una
certeza
imposible, o la repetición dolorosa de una elección enferma. Sin
embargo, son muchas las personas que echan a perder todas sus historias de amor
intentando que duren para siempre.
Comprendo que es casi inevitable que este deseo surja en
el comienzo de una relación. Conocemos a alguien y empezamos el juego de la
seducción, sacamos nuestras mejores joyas, tratamos de ser más inteligentes de
lo que somos y más comprensivos de lo que podremos ser dentro de un tiempo.
En ese jugueteo mostramos lo mejor que tenemos para
intentar convencer al otro de que nada mejor le puede pasar en la vida que
estar con nosotros. Y en ocasiones lo logramos, aunque a veces el engaño dure poco.
Porque consciente o inconscientemente prometemos dar lo que no tenemos y
luego, más tarde o más temprano, se revelará la impostura.
Hay quienes se confiesan poco interesados en esta idea de
tener una pareja para siempre; quienes sostienen que viven el momento porque
«total ¿quién les quita lo bailado?» Lo dicen la primera vez, lo dicen la
segunda vez, lo dicen la tercera vez, pero a la cuarta protestan: «No me llamaste
en toda la semana».
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Pero ¿en qué momento sus códigos empezaron a cambiar?
¿Cuándo pasaron de
ese estado relajado del que no espera demasiado a esa angustia ansiosa
que sólo se
calma con la aparición del otro?
En el momento en el que entraron en juego otras cuestiones
que van más allá de la seducción y de la ansiedad por concretar el deseo. En el
momento en el que surge la necesidad de ser amado y ser reconocido como
alguien especial.
Porque mientras que el deseo surge de un modo
intermitente y busca la satisfacción inmediata, la reducción de la tensión que
genera, el amor, en cambio, anhela la permanencia en el
tiempo. Entonces ya no ocurre como con el puro deseo erótico que, una vez satisfecho, permite la ausencia del otro hasta que
vuelva a surgir el ansia de rencuentro. Por el contrario, aquí es
necesaria la presencia del amado, ahora, después y, si
fuera posible, toda la vida.
¿Y cómo se entrecruza, entonces, el tema de la
infidelidad con los del amor y el
deseo?
La infidelidad sorprende
La infidelidad es un hecho inesperado, vivido
generalmente como algo extraño,
como si el infiel hubiera quebrantado un modo natural de relacionarse y
la persona que ha sido traicionada no llega a comprender los motivos del engaño
y busca una explicación que, de todos modos, no va a servir para que
entienda, ni para aliviar su dolor. Pero ocurre que lo que a
veces nos cuesta entender es que la fidelidad no es un acto natural sino el
producto de una decisión. Decisión que, generalmente, se sostiene con gran esfuerzo.
Pienso en lo que ocurre cuando abrimos una canilla.
¿Cuándo nos sorprendemos y preguntamos qué pasó? Seguramente, cuando
el agua no sale. Porque nos hemos acostumbrado tanto a que siempre brote
agua al abrir la canilla que nos parece natural que así sea, cuando es mucho más
difícil que el agua aparezca a que no lo haga, ya que basta con que algo
obstruya la cañería para que el paso se interrumpa.
En cambio, para que todo funcione bien, hay que traer el agua desde los
depósitos que están muy lejos, a kilómetros de distancia a veces, lograr que
venza la fuerza de gravedad con la ayuda de motores, depositarla en tanques
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desde los que otras cañerías la harán bajar, que se detenga a la espera
de que
decidamos girar la llave de la canilla y recién allí aparecer en nuestra
cocina. Sin embargo, repito, nos asombra cuando esto no sucede.
Algo parecido ocurre con la infidelidad. La percibimos
como algo extraño, un hecho que nos sorprende, sin pensar que es mucho más
difícil ser fiel que no serlo. Porque la fidelidad debe
enfrentarse a la fuerza del deseo que, como dijimos, no se detiene por más que estemos enamorados, y el amante fiel le presenta una
batalla cotidiana a sus tentaciones en pos de algo que considera
mejor para él.
Un momento doloroso
La primera sensación por la que atraviesa la persona que
ha sufrido una
infidelidad es, entonces, la sorpresa. Pero inmediatamente se siente
desgarrada, víctima de un gran dolor. Evidentemente hay algo del propio
narcisismo que ha sido herido, algo de su autoestima lastimada, porque esa
persona que anhelaba ser todo para el otro se da cuenta de que no es así; de
que esa ilusión de hacer de dos uno que genera el
amor mostró su quiebre.
Dijimos ya que la ilusión del amor es encontrar a alguien
que de algún modo nos complete, nos haga sentir que estamos cuidados,
protegidos, que somos deseados, y no está mal que así sea. Pero lo que la
infidelidad viene a mostrar es que eso era sólo una ilusión y
el enamorado no solamente se siente dolido sino también
desconcertado. No encuentra el motivo por el cual le ocurrió esto, porque no es fácil entender que, muchas veces, el único motivo es la existencia
de un deseo que no se satisface nunca.
Muchas personas tienen la teoría de que cuando alguien es
infiel eso indica que algo le fallaba en su casa, razón por la cual fue a
buscar afuera lo que no encontraba en su pareja.
Creo entender en esa explicación un razonamiento que actúa
como mecanismo de defensa ante la angustia que genera el hecho de que nadie
puede garantizarse la fidelidad del otro. Creer que alguien lo hizo porque no
estaba bien abre la puerta a la esperanza. «Bueno —piensan—
pero eso a mí no me va a pasar porque en mi pareja todo está
bien, conmigo no le falta nada», cuando la verdad es que a todos,
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siempre, nos falta algo.
¿Se puede amar y ser infiel?
Ésta es una pregunta que aparecía de un modo recurrente
cada vez que en
alguno de aquellos encuentros ha salido el tema. Y he podido comprobar
que la mayoría de las personas tiende a creer que cuando alguien engaña es
porque ha dejado de amar; y me permito pensar que esto no es
necesariamente así. Por supuesto puede darse el hecho de que alguien haya perdido
el interés por su pareja, que ya no quiera estar a su lado
y busque otra relación que le brinde satisfacción o que le dé el empujón, la
fuerza que necesita para separarse y que no tiene estando solo. Pero muchas veces no es esto lo que ocurre.
En muchos casos, por el contrario, la persona no desea terminar
la relación que tiene con su pareja, la ama, teme que se entere porque
quiere la vida que tiene junto a ella y no la cambiaría por su amante, pese a lo
cual le es infiel. Digo esto aun sabiendo que no caerá bien en aquellas
personas que se aferran a esperanzas vanas.
Recuerdo a una paciente cuya vida era una constante
espera. Vivía expectante, como quien mira un fruto que
cuelga en lo alto de un árbol y no se quiere mover de ahí porque cree que,
cuando caiga, será suyo.
«Se va a separar —me decía— si hace más de un año que
está conmigo; me mima, me llama todos los días, obvio que se va a separar,
si no, no me llamaría, no
me querría ver. Si estuviera tan bien en su casa, no estaría conmigo.»
Pero su amante nunca se separó, y a ella le costó mucho
hacerse a la idea de que esto iba a ser así y que lo que tenía que decidir era
si podía ser feliz de esta manera o si rompía la relación.
Una relación que le daba mucho, pero no lo que ella esperaba.
El amor no garantiza la fidelidad
Utilizo este ejemplo porque creo que esta idea de que
alguien es infiel porque
dejó de amar es algo que hay que pensar seriamente. Les aseguro que son
muchas las personas que aun estando muy enamoradas de su pareja
han sido infieles.
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Porque el amor no trae por añadidura la fidelidad. Eso forma parte de la
individualidad de cada quien, de su subjetividad, de su modo de vivir la
vida. Y esto es un punto nodal a la hora de ver cómo se sigue después,
sobre todo si esa pareja quiere reintentar luego de una infidelidad; pero ya
llegaremos a ese punto.
Antes, me gustaría remarcar lo que hemos venido planteando
acerca de que el amor suele generar la falsa idea de que el enamorado
encadena su deseo de manera permanente al ser amado, cuando
lo cierto es que el deseo no se deja apresar y continúa su
recorrido por muy enamorado que alguien esté. Pero esta idea está tan arraigada
que se hace necesario, entonces, encontrar siempre un problema como causa
desencadenante de la infidelidad, pasando por alto que lo problemático es la naturaleza misma del deseo.
Hemos hablado ya de los celos y la posesión y de cómo
estos afectos interactúan en alguien cuando se enamora. Por eso es
habitual notar el carácter posesivo o celoso que a veces
toma el amor; cómo alguien desea que su pareja le pertenezca, que no mire a
nadie más, que ningún otro la toque, y esto hace que esa persona vea en la posibilidad de una infidelidad una amenaza que lo
angustia. Entonces, para protegerse, desarrolla esta idea de que el
amor excluye al engaño y cree que si es amada, entonces puede quedarse tranquila.
Porque cree en ese mandato natural: el que ama no traiciona.
Pero ya dijimos que en el amor no hay nada de natural y
que las relaciones humanas son construcciones. Y en esas construcciones la
cultura en la que se vive también tiene influencia en
cómo se viven e interpretan estas cosas.
Me permito una pequeña digresión.
Hace poco tiempo salió en los diarios la noticia de un hombre que vivía
con
cuatro o cinco hermanas, y era el marido de todas ellas. Vivían juntos en
la misma casa y el hombre decidía con cuál de las mujeres estaba
según el día y sus deseos. Y los periodistas azorados
intentaban meterse dentro de esa «minicultura» que habían armado. Hablaban con ellos e intentaban mostrar desde una
perspectiva externa esta relación que les parecía tan extraña y que
para esta familia, sin embargo, era de lo más natural.
Les preguntaban a las hermanas cómo se llevaban, y ellas
les respondían que muy bien, que él dormía un día con una, otro con otra,
que una lavaba, la otra
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cocinaba, la tercera cuidaba los chicos y que se sentían muy bien.
Ninguna de esas mujeres veía un acto de infidelidad
cuando ese hombre pasaba de una cama a la otra, cosa que probablemente sí
habrían sentido si iba en busca de una amante por fuera de este pacto tan
particular.
Me apresuro a decir que no estoy juzgando la situación,
sino simplemente poniendo un ejemplo de un formato diferente de relación.
Algunas religiones, por ejemplo, le permiten a un hombre
tener dos mujeres, otras un harem con cincuenta o cien, pero ¿por qué cien y no
todas? Porque aun en esos formatos culturales todo no se puede, y siempre habrá
una norma que ponga un límite y le diga que puede estar con una mujer, con dos,
con cien, pero no con todas. En el ápice de ese límite aparece la prohibición
del incesto, eso que establece que algunas personas nos están
totalmente prohibidas.
En nuestra cultura esa prohibición abarca a los padres,
los hermanos, los hijos y los abuelos, por ejemplo, ya que como decía un
paciente, con mucha gracia, en la vida de todo hombre ha habido siempre alguna
prima.
Pero volviendo a nuestro tema, decíamos que suele haber
un anhelo de posesión que es bastante común que se genere en una
pareja. Dos personas se conocen, se gustan, esto los estimula y alimenta su deseo
hasta que se produce la concreción y entonces aparece esta desesperación por
detener el momento.
Esto ocurre en nuestra cultura, pero como vimos hay
posibilidades de que una pareja se maneje con códigos diferentes de los
habituales.
La infidelidad, ¿siempre implica una mentira?
Cada pareja acuerda, explícita o tácitamente, las reglas
con las que se quiere
manejar. Hay acuerdos que son sanos y otros que son enfermos, que generan
padecimiento en alguno de los dos, o en ambos, como veremos en el próximo
capítulo. Y muchas veces, dentro de una pareja se pacta que cada quien tiene derecho a manejar su deseo con libertad.
Sé que puede sonar un poco fuerte, pero si es un pacto
entre adultos, si ninguno de los dos sufre por esto, a esa pareja en
particular ese acuerdo le funciona bien. Hay quienes quieren enterarse, otros
en cambio, prefieren ignorarlo.
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Recuerdo el caso de una mujer, esposa de un viajante, que
me contó que al
principio sufría mucho cada vez que su marido se iba, que se torturaba
pensando en que pudiera estar con otra mujer, pero que hacía ya un
tiempo había logrado tranquilizarse.
«Sólo quiero que me cuide, que no se ría de mí y me
respete, que si hace algo lo haga con inteligencia, para que ni yo ni nadie más
se entere y salga lastimado.» Así lo planteaba ella.
Otra paciente, hablando del tema de la infidelidad, me
dijo en un tono parecido, aunque más audaz, lo siguiente: «Yo no puedo
pedirle que no desee a nadie más, porque yo también deseo a otras personas.
Pero me encargo de que nunca lo sepa. Jamás le faltaría el respeto, nunca estaría
con un amigo, ni con el vecino, ni con alguien del trabajo con quien después él
pudiera encontrarse si me acompaña a alguna reunión. Ni
loca lo expondría a que estuviera delante de un hombre con el
que yo me he acostado; eso sería una falta de respeto. Puedo desear a otros hombres, pero eso no. Nadie con quien él se vaya a cruzar o de
lo que pudiera enterarse. Nunca. Porque lo que hago tiene que ver con mi deseo.
No es algo en contra de él. Porque yo lo amo y, entonces, lo
tengo que cuidar».
Observemos qué interesante es su razonamiento, y
respetable desde mi punto de vista, que lo miro como analista y no emito un
juicio de carácter moral sobre el tema. Ella no quiere
dañar a nadie, aunque éste es un riesgo que corre y debe admitir. Simplemente se permite algunas cosas con su deseo. ¿Esto está
bien, está mal? No me corresponde responder a esa pregunta. Excepto
en casos extremos, como el abuso o la violencia, por ejemplo, no es la función
de un analista hacer juicios
de valor.
Pero entonces, ¿cuál es la posición que debe tomar el analista en estos
casos?
Supongamos que una paciente cuenta en sesión que ha engañado a su esposo
y
nos dice que se siente mal, que su marido no se merece lo que ella le
hizo, que puso en riesgo a su familia y que está desbordada por la
angustia y el sentimiento de culpa.
Allí se abre un espacio para el trabajo analítico, una
puerta para interrogar el porqué de su actitud, del riesgo que decidió correr,
de su angustia actual y de esa
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sensación de culpa.
Pero si, en cambio, esa paciente dijera que se siente muy
bien, que lo pasó genial, que su esposo no se va a enterar nunca porque lo
hizo con mucha discreción y que no siente culpa alguna. En ese caso, la
infidelidad no es tema de análisis. Que siga hablando de eso
o de otras cosas, hasta que aparezca algún tema que la convoque a un punto angustioso.
Ésa es la característica del análisis y lo que hace que
sea, como dijo Lacan, «una terapéutica que no es como las
demás». Porque no mira y juzga los síntomas desde afuera, sino que escucha cuáles de sus actitudes lastiman a ese paciente
en particular.
Es en ese sentido en el que decía que los acuerdos entre
adultos, en tanto que no lastimen a nadie y sean decididos con libertad, son
respetables.
Alguno podrá no estar de acuerdo con ellos, decir que no
le gustan, que eso a él no lo convence. Perfecto, está en su derecho. Eso quiere
decir que es un acuerdo que él no haría, lo cual no quita que sí lo pueda elegir
otra persona.
Dijimos en el capítulo anterior que el amor y el deseo no
son la misma cosa. Porque el amor se regocija en el vínculo, en la permanencia,
en tanto que el deseo se comporta siguiendo a un impulso que, una vez satisfecho,
desaparece para volver a aparecer después con la misma persona o con
otra.
Hay una película llamada Bleu, que pertenece a la
trilogía: Bleu - Blanc - Rouge, del director polaco Krzysztof Kieslowski, en la que
se juega una situación muy interesante.
La protagonista es una mujer que ha enviudado y hay un
hombre que siempre la amó y que está a su lado en ese momento difícil, en el
que se descubre además, que el esposo muerto la engañaba con una mujer que está
embarazada de él.
Toda la estética de la película está teñida de azul, de
allí su nombre. Pero lo que quiero remarcar es una escena en particular en la
que ella que, como toda mujer, es un verdadero enigma
para el hombre que la ama, lo llama y se da el siguiente
diálogo:
—¿Usted me quiere? —le pregunta ella. —Sí.
—¿Desde cuándo?
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—Desde hace
mucho.
—Bueno, si quiere tenerme, venga ahora. —Sí, enseguida.
Esto es lo que tiene el deseo. Venga ahora. Porque el deseo es premura y
por
eso ella le dice que vaya ya. Y este hombre enamorado obedece y va. Está
lloviendo
y llega todo mojado. Entonces ella le dice:
—Sáquese eso —y
él obedece—. Lo otro también —le exige.
Y, como el hombre está nervioso, asustado y demora mucho, se desviste ella
primero.
Decíamos que el amor se parece a la hipnosis, y aquí eso
se ve claramente, en esa obediencia impensada que él tiene con esa mujer.
Pero bueno, la noche pasa y a la mañana siguiente, cuando
todo termina, ella se
viste y le dice:
—¿Sabe? Yo soy una mujer como todas. Tengo caries, toso,
me va a olvidar,
quédese tranquilo... Ah, no se olvide de cerrar la puerta antes de
salir.
Y se va.
He ahí la diferencia entre quien se relaciona desde el amor y el que lo
hace
desde el lugar del deseo. Pero como sus reglas son diferentes, sucede
entonces que el juego puede volverse peligroso, porque en algún momento uno de
los dos va a sufrir.
Hay quien se relaciona con alguien que está en pareja, por
ejemplo, y dice que el problema no es suyo ya que está solo y no traiciona a
nadie, que el problema es del otro y que se haga cargo,
entonces.
Pero puede ocurrir que esta persona se enamore de quien
le proponía solamente pasarlo bien con las reglas del deseo, y
entonces aparecen los problemas, porque debe
desprenderse de una relación que empieza a lastimarla, o aparecen los conflictos, los reclamos, o la persona que está en pareja teme que todo
salga a la luz y no sabe cómo cortar ese vínculo.
Mariano, el paciente de Historias de diván, me
decía que él le había avisado cuál era su situación a su
amante, que ella lo había aceptado y que entonces no entendía por qué ahora le venía con todos esos reclamos.
Lo que él no entendía es que muchas veces alguien acepta
una situación
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pensando en que va a poder manejarla, hasta que se le va de las manos y
comprende, entonces, una verdad dolorosa: que no somos una unidad
íntegra e inmutable y que lo que nos hizo feliz en el pasado puede
transformarse en el infierno de nuestro presente.
«Ella lo aceptó», decía Mariano. Yo me pregunto si eso era
cierto. Si esa persona que aceptó cuando tenía cinco años menos, cuando
no estaba enamorada, cuando sólo quería pasar un buen rato, es la misma que
hoy sufre y reclama porque ya no le alcanza con ser la amante elegida por un
hombre infiel.
Entonces ¿ser infiel es algo que se elige?
Dijimos que la fidelidad es una elección personal y con
esa idea introdujimos
algo del orden de la libertad de cada sujeto ya sea para ser fiel o para
no serlo. Pero me gustaría decir que la libertad total de elección es
algo que no existe en ninguna persona, que toda elección está
condicionada desde algún lugar.
Cuando una paciente, por ejemplo, habla y dice que su
pareja hace tal o cual cosa y tiene tal o cual actitud, y nosotros al
escucharlo le decimos: «Ah, cómo su papá, ¿no?». Es
allí donde ella cae en la cuenta de algo que a lo mejor no había percibido y toma conciencia del porqué de una elección de pareja que
parecía haber tomado libremente pero que, sin embargo, estuvo
condicionada por su historia, por sus modelos de
pareja, de hombre, de familia.
Pero en realidad, cuando señalamos estas cosas, lo hacemos
para que el paciente entienda algo de la manera en particular en la
que se relaciona, en la que desea e incluso en la forma en la que sufre. No
para inhabilitar este modo, excepto que esté adherido al
sufrimiento. Porque todos elegimos de acuerdo a algún modelo que tiene que ver con lo que ha sido nuestra primera infancia y
cómo se constituyeron nuestras relaciones, ya sea que estemos a
favor o en contra de esos modelos.
Es decir que alguien puede decir que le gusta tener una
pareja que sea de tal o cual forma, porque eso es lo que vivió o, por el
contrario, elegir una pareja totalmente diferente de la de
sus padres. Pero siempre, más o menos, para un lado o para el otro, todos tenemos inconscientemente algo que condiciona
nuestras
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elecciones. Y el tema de la infidelidad no escapa a esto.
«¿Qué querés? —me decía un paciente—. Si yo aprendí a
relacionarme así. Mi padre, toda la vida la humilló a mi madre, la maltrataba,
por eso yo no soporto los
gritos y soy incapaz de ofender a mi mujer.»
Pero resultaba ser que le era infiel de un modo
sistemático, con mujeres que le gustaban mucho menos que ella, pero no podía
evitarlo, era algo casi compulsivo. Y, en análisis, llegó a la conclusión de
que la infidelidad era una manera en la que estaba repitiendo
esa humillación del hombre hacia la mujer.
No digo que siempre que alguien engaña a su pareja la esté
humillando, pero este hombre lo vivía de esa manera.
¿Elegía la infidelidad? Sí y no. Porque, como dijimos, no
hay una manera de elegir que sea totalmente pura, porque toda persona deviene
de una construcción en la que intervienen factores históricos, sociales y
culturales. Nadie surge de la nada. Todo hombre se ha criado
en algún lugar y a partir de ahí ha desarrollado una manera
de sentir, una conducta y una forma de vérselas con su deseo.
¿Le quita eso responsabilidad sobre sus actos?
De ningún modo. Un hombre, decía Freud, es responsable hasta de lo que
sueña.
¿Se puede volver de una infidelidad?
Generalmente sufrir una infidelidad genera un enorme
dolor. La sensación de
que algo se ha roto es inevitable y el valor y la confianza en uno mismo
se ve menoscabado. El engaño produce una herida Narcisista y
eso deja secuelas, porque esas heridas jamás se curan
totalmente. Con lo cual quiero decir que esa persona tendrá que aprender a convivir con el hecho de no haber podido ser todo
para el otro.
Pero en estas condiciones, ¿puede reintentarse una pareja
después de una
infidelidad?
Y hay que decir que como cada sujeto es único, hay parejas
que pueden reconstruirse después de un arduo trabajo y hay otras que
no pueden ni siquiera intentarlo y se separan. Pero hay un tercer grupo, que es
el peor de todos, que es el
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de aquellos que no pueden resolver lo que pasó y, sin embargo,
permanecen juntos.
Se quedan en una relación que tiene un nivel de tensión enorme,
reprochándose lo ocurrido aún muchos años después, con la angustia y la
rabia que surge ante la menor discusión.
Ésa es la peor de todas las opciones. Reintentar una
relación después de una infidelidad es algo posible, pero requiere de una
profunda sinceridad personal para poder reconocer si
alguien puede o no volver a confiar. Hay veces que se puede intentar. Y si a pesar de poner lo mejor que tenemos nos damos cuenta de
que el dolor no cesa, decir simplemente: no puedo.
En ese caso, siempre es mejor separarse que sostener a
cualquier costo una familia que ya no es lo que era y que no tiene posibilidad
alguna de recuperar la felicidad.
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