jueves, 9 de abril de 2015

HISTORIAS INCONSCIENTES-LA TRANSFERENCIA

La
transferencia



Al  comienzo,  Freud  utilizó esta  noción  fundamental  en nuestra  práctica  clínica  para referirse a la «transferencia de sentido»,  es  decir  a  la posibilidad  que  tiene  la psiquis  de  desplazar  la emoción  de  una  idea  hacia


otra. Lo que se llamó también
falso enlace.
Pero  fue  tiempo  después cuando  tomó  la  fuerza  y  la significación  que  hoy  tiene como  concepto  teórico,  al
quedar                ligada                           las
características  de  la  relación que  se  establece  entre  un paciente  y  su  analista.  Y  si
algo                     diferencia                       al
Psicoanálisis de otras terapias


es,  especialmente,  el  lugar
que  el  analista  juega  en  ese
vínculo             tan                  intenso.
Podríamos decir que la teoría psicoanalítica  misma  nace como  un  efecto  de  la  lectura singular  que  Freud  hizo  de este  fenómeno  a  partir  de  un caso conocido como Ana O.
Esta paciente era atendida por  el  doctor  Josef  Breuer (médico y filósofo austríaco),


quien  no  pudo  tolerar  la
potencia  con  la  que  ella volcaba  sus  afectos  sobre  su persona  e  interrumpió  el tratamiento.  Entonces,  Freud
decide                 continuarlo,                 se
compromete a hacer algo con esas  emociones  y  concluye que en realidad no tenían que ver  con  él,  sino  que  ella «transfería»  sobre  su  persona
algunos                                   contenidos


inconscientes.
Pensada  de  este  modo,  la transferencia  produce  una resistencia, ya que en lugar de recordar,  asociar  y  poder hablar  de  lo  ocurrido,  el paciente transfiere sus afectos al  analista;  sería,  pues,  algo que  habría  que  vencer  para que el análisis pueda avanzar.
Teniendo  en  cuenta  esto, podemos  imaginar  la  función


del  analista  como  una
pantalla  sobre  la  cual  el
paciente                   proyecta                   s us
temores,  sus  enojos  e  incluso sus deseos.
Sin                embargo,                   esa
repetición  que  se  da  en  el consultorio,  aquí  y  ahora, muestra  de  qué  manera  ese sujeto  se  relaciona  con  los demás; especialmente con las figuras  importantes  de  su


historia.
Paradójicamente,                 la
transferencia se impone como un  fenómeno  que  tiene  dos caras opuestas. Por un lado es una  resistencia  al  análisis  y por  el  otro  una  aparición invalorable para acceder a los mecanismos inconscientes.
Desde                   la                  mirada
freudiana,  la  transferencia puede  ser  positiva  o  negativa


según  los  afectos  que  el
paciente  vuelque  sobre  el analista.  La  transferencia positiva  puede  darse  de  dos formas:  la  ternura  o  el erotismo.  En  el  primero  de los  casos  la  relación  fluye  y permite el trabajo terapéutico. El  paciente  habla  de  su analista  y  lo  describe  como alguien inteligente, una buena persona,  dice  sentirse  seguro


y  comprendido.  En  cambio,
cuando  la  transferencia  se
erotiza                  demasiado,                 se
convierte  en  un  problema. Los  deseos  sexuales  del paciente  se  dirigen  hacia  la persona  del  analista  y dificultan el trabajo.
Se  plantea  entonces  un desafío:  develar  de  dónde vienen  esos  deseos  y  a  quién estaban  dirigidos  en  su


origen.  Si  esto  se  logra,  el
análisis  avanza.  En  caso contrario,  muchas  veces  el profesional  debe  interrumpir el tratamiento.
No  obstante,  el  amor  de transferencia  es  sincero. Según  Freud,  hay  que
considerarlo                 un               afecto
verdadero:  un  amor  que  el paciente  está  sintiendo.  A pesar de esto, lo cierto es que


esa  emoción  es  generada  por
las  características  singulares del  vínculo:  una  situación  de asimetría en la que el analista está  idealizado,  ubicado  por el  paciente  en  el  lugar  del saber.
Cierta vez, una joven con la  que  estábamos  trabajando este  tema,  hablando  de  las razones  de  su  amor  por  mí, me  dijo:  «Si  alguien  lo


escuchara,  lo  entendiera,  lo
contuviera  y  estuviera  allí cada  vez  que  lo  necesita, ¿usted no se enamoraría?».
Como                vemos,                 ella
denunciaba  claramente  las condiciones  que  lo  habían generado. Sea como fuere, es un  amor  que  no  puede  ser correspondido ni concretado.
La transferencia negativa, en  cambio,  alude  a  los


sentimientos  de  hostilidad
que  puede  alguien  volcar sobre  su  analista  y  esto
también            entorpece                 el
desarrollo del tratamiento. Es muy  difícil  manejar  ese monto de afecto agresivo que a  veces  surge  en  las  sesiones y además, si el paciente no se mueve de ese lugar de enojo, le  será  imposible  recibir nuestras  intervenciones  y


trabajar a partir de ellas.


Jacques  Lacan  sostiene que,  si  bien  la  transferencia está recorrida por el amor, de lo  que  se  trata  en  realidad  es de  un  amor  al  saber  y  la instala  de  esta  manera  como motor del análisis, ya que ese amor  llevará  al  paciente  a enfrentar  y  superar  sus resistencias en búsqueda de la


verdad.
Esta  postura  implica  un lugar  particular  en  el  cual  el analista debe ubicarse, pues si lo  que  el  paciente  ama  es  el saber,  habrá  que  poder sostener ese lugar para que el análisis avance.
Pero  es  claro  que  el
analista                 no              tiene               el
conocimiento  de  la  verdad que  recorre  a  ese  sujeto,  por


eso  diremos  que  es  un  saber
supuesto.  De  allí  la concepción  lacaniana  de  que el  analista  ocupa  el  lugar  de sujeto supuesto saber.
Esto  quiere  decir  que cuando alguien cree que es el otro  (Otro)  el  que  sabe,  ya hay transferencia. Lo cual nos habilita  a  plantear  que  no  es la  relación  analítica  la  única capaz  de  generar  este


fenómeno, ya que cuando una
persona va a ver, por ejemplo, a  un  abogado,  supone  que este tiene un saber que puede
ayudarlo.                    ¿Hay               allí
transferencia?  Sí.  Porque «puede  haber  transferencia sin  análisis  aunque  no  hay análisis sin transferencia». ¿Y dónde  radica,  entonces,  su singularidad?  En  la  manera particular en la que el analista


trabaja con ella.
Es  claro  que  esta suposición  de  saber  le  otorga al  profesional  un  poder.  Pues bien,  el  analista  renuncia  a usar  ese  poder.  No  le  dice  al paciente  lo  que  tiene  que
hacer                          cómo          debe
comportarse.  Esta  es  una diferencia  fundamental  entre el  Psicoanálisis  y  otras técnicas terapéuticas.


Los  analistas  no  tenemos
la llave que abre la puerta de salida  al  sufrimiento  de nuestros pacientes y debemos respetar  su  deseo  y  no imponer  nuestras  ideas  sobre lo que sería mejor o peor para él.  Dicho  de  otro  modo,  la ética  del  Psicoanálisis  radica en el respeto por el deseo del analizante.
Muchas  veces  me  han


preguntado  mi  opinión  sobre
la hipnosis. Es más, en alguna de  esas  ocasiones  me hablaron del tema como si se tratara  de  una  novedad terapéutica.  Debo  decir  que esto  no  es  cierto.  Por  el contrario,  Freud  mismo renunció a utilizarla hace más de  cien  años,  por  haber constatado su ineficacia en la resolución  de  los  conflictos


neuróticos.  Pero  ¿dónde
radica                 esa               deficiencia
terapéutica de la hipnosis?
Imaginemos  por  un momento  que  un  paciente presentara  una  fobia  a  las cucarachas. Bajo la sugestión que  genera  la  hipnosis,  el hipnotizador podría ordenarle que,  al  despertar,  este  miedo desapareciera,  y  es  probable que tuviera éxito. Pero lo que


no se está teniendo en cuenta
es  que  esa  fobia  estaba  allí por  algún  motivo  y  tenía  una causa precisa.
Su desaparición, efecto de que  el  hipnotizador  ha utilizado  el  poder  de  la transferencia para sugestionar al  paciente,  no  da  cuenta  del porqué  de  la  necesidad  de aquella dolencia. Tampoco se ha  establecido  el  origen


traumático de su causa, por lo
cual  veremos  reaparecer  ese sufrimiento  bajo  una  nueva forma  en  un  tiempo  más  o menos prolongado.
El analista, podemos decir ahora,  renuncia  al  poder  de sugestionar  a  su  paciente  y, por  el  contrario,  lo  invita  a buscar  la  verdad  que  se encuentra  en  el  origen  de  su padecimiento.  Y  para  poder


sostenerse en ese sitio se hace
indispensable                   que                 el
psicoanalista  haya  atravesado por  un  proceso  profundo  de análisis  personal.  Pero  no para eliminar sus deseos, sino para encontrar uno aun mayor que  sus  pasiones:  respetar  la subjetividad de cada paciente. A  eso  lo  llamamos:  el  deseo del analista.
Cito a Lacan:


Nadie ha dicho nunca
que  el  analista  no
debe               experimentar
sentimientos  respecto de sus pacientes. Pero no  sólo  tiene  que saber no ceder a ellos, mantenerlos  en  su lugar,  sino  también
cómo                        usarlos
adecuadamente  en  su técnica.


¿Cómo  funciona  este
concepto  de  deseo  del
analista?
Según  Nasio,  así  como  el paciente le supone un saber al analista, también le supone un deseo.  En  este  sentido,  la expresión  deseo  del  analista no hace referencia al deseo de la persona del analista, sino al deseo  que  el  analizante  le atribuye.


Recuerdo  a  un  paciente
que  antes  de  narrar  un  sueño que  había  tenido  la  noche anterior, me dijo: «Este sueño te va a gustar».
Observemos  cómo  él tenía  una  idea  acerca  de  que yo  deseaba  que  trajera  un sueño  para  que  pudiéramos analizarlo.  De  la  misma
manera,                 muchas                veces
escuchamos  en  el  consultorio


que  alguien  dice  que  «nos
vamos a enojar» o «lo vamos a  retar»  por  algo  que  ha hecho.  En  ese  caso  hay  que tomar rápida distancia de esta creencia y hacérselo saber. Es más,  el  desafío  durante  un análisis  es  que  el  deseo  del
analista                                 permanezca
enigmático.  Que  el  paciente nunca  sepa  qué  es  lo  que estamos  deseando  que  haga,


ya  que  esta  duda  lo
movilizará a hablar y trabajar en análisis para descubrirlo.
Pero el término deseo del analista  también  debemos pensarlo como el deseo que lo impulsa  a  dirigir  la  cura. Desde  mi  postura  clínica,  no se  trata  del  deseo  de  que  el
paciente                    elimine                   s us
síntomas,  ni  siquiera  de  que logre  el  bienestar,  sino  que


llegue  a  una  verdad,  al
corazón mismo de sus deseos más  profundos  para  que pueda  emerger  como  un sujeto distinto a lo que era al llegar y, sobre todo, distinto a su analista.


Articulemos                            estos
conceptos  con  el  caso  de Ayelén.
Es  evidente  que  ella  me


suponía  un  saber  ya  que
«había leído todos mis libros» y  confiaba  en  mí.  De  hecho, con  esa  creencia  llega  a  la entrevista  inicial.  Por  eso, luego  de  mi  primera intervención  dice:  «Qué  bien me voy a llevar con usted. Me parece  que  esto  me  va  a gustar».
Y,  para  confirmar  esta suposición,  al  terminar


agrega:  «Ya  va  a  ver.  Algún
día voy a ser como usted».
Lo  antedicho  pone  de manifiesto dos cuestiones. En primer lugar, la atribución de un  saber  sobre  mí.  Y,  en segundo  lugar,  la  suposición de que tengo un deseo puesto en  juego:  «Ya  va  a  ver¼». ¿Qué  quiere  decir  con  eso?
Que                      inconscientemente
supone  que  yo  deseo  que  se


reciba  de  psicóloga  e  incluso
que se parezca a mí.


Afirmamos  que  puede
haber               transferencia                 sin
análisis  y  el  ejemplo  más claro  es  la  escena  que protagoniza  con  el  profesor Castells. Es claro que también a él le supone un saber. Dice que  sus  clases  desbordan  de
alumnos                   que                quieren


escucharlo porque «el tipo es
un genio».
Ubicado  por  ella  en  ese lugar, no era raro que también transfiriera  sobre  su  persona alguno  de  sus  conflictos  no resueltos.  En  este  caso,  la discriminación.
Cuando  trabajamos  el tema  y  luego  del  acto analítico  (no  alcanzarle  los bastones)  proyectó  su  furia


sobre  mí  y  dijo:  «Se  ve  que
Castells  no  es  el  único analista  hijo  de  puta  de  este mundo».
Desde  la  concepción  que prioriza  el  afecto,  podríamos sostener que Ayelén llega con una  fuerte  transferencia positiva  que  después  de  mi intervención muta a negativa. Me  acusa,  incluso,  de creerme muy importante.


Pero, como sé que soy esa
pantalla  en  la  que  proyecta sus  contenidos  inconscientes, no  me  hago  cargo  de  ese enojo  y  trabajo  sobre  lo  que ha  surgido  hasta  lograr  que ella  misma  reconozca  que  no se  trataba  de  Castells  ni  de mí.  Que  eso  que  estaba sintiendo  provenía  de  otro lado. Y allí aparece en escena Raúl.


Toda  relación  amorosa
hace  que  supongamos  que  el otro  tiene  valores  que  nadie más  posee,  y  eso  ocurrió  en este  caso.  También  con  Raúl
establece                  un                 vínculo
idealizado; él era el que sabía qué  hacer  con  ella,  con  sus bastones  e  incluso  con  su sexualidad.
Pero  ni  Castells  ni  Raúl estaban en posición de actuar


sobre  esa  transferencia,  en
cambio  yo  sí.  Por  eso ahondamos  en  el  tema  hasta llegar  a  la  raíz  de  ese
sentimiento           de     ser discriminada         que,  por supuesto,    tampoco     se
originaba  en  Raúl,  sino  en ella  misma.  En  la  dificultad que  tenía  para  aceptarse  tal cual era.
Develar  esto  generó  un


cambio  en  su  vida  ya  que
pudo  corregir  una  decisión
equivocada                que               había
tomado, pues iba en dirección opuesta a su deseo y la dejaba ligada  al  padecimiento.  Pero no  fue  sólo  eso,  sino  que
resuelta                   esta                cuestión
pudimos  llegar  a  una  escena fantasmática originaria.
Cuando se anima a hablar
de               su              plan               suicida,


descubrimos  que  en  realidad
de  lo  que  se  trataba  era  del intento  inconsciente  por corregir  aquella  vivencia traumática  que  sufrió  en  el momento  de  su  nacimiento, de  quitar  el  cordón  que  fuera la  causa  de  su  discapacidad motriz  y  su  sufrimiento psíquico.


Ayelén  se  casó  con  Raúl


dando cuenta de que el deseo
es  mucho  más  resistente  que el cuerpo.

Y permanece, incluso, allí en  donde  el  cuerpo  se quiebra. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario