miércoles, 1 de abril de 2015
LOS PADECIENTES-X-XI-XII
X
Sentado en el sillón del living, Pablo observa la situación con un dejo de extrañamiento. Está incómodo y le cuesta disimularlo. Verónica también
lo está, pero a diferencia de él, ni siquiera intenta el disimulo. Paula, por el contrario, parece ser la única de los tres que tiene la situación bajo control.
—Sos aún más linda que en las fotos —dice Verónica a modo de saludo.
—No sabía que habías visto fotos mías.
—Sí. Alguna vez le dije a Roberto que me gustaría conocerte a vos y a tus hermanos. —Su boca dibuja una mueca que pretende parecer una
sonrisa sin lograrlo. —Entonces él me trajo algunas fotos. Siempre supe de ustedes, en cambio para mí fue una sorpresa tu llamado. Jamás imaginé
que te hubiera hablado de mí. No sabía que tuvieras idea de mi existencia.
—No la tenía.
—Lo supuse. Entonces, ¿cómo llegaste hasta mí?
—Cuando apareció el cuerpo de mi padre, la policía intentó reconstruir sus últimos momentos. Registraron cada una de sus cosas personales y tu
teléfono aparecía repetidamente en su celular. Se ve que estuvo intentando contactarte. Por los horarios y las duraciones de las llamadas deduzco dos
cosas: que se puso muy insistente y que no quisiste atenderlo. —Verónica asiente. —¿Puedo saber por qué?
Mira a Paula y un escalofrío le recorre el cuerpo. Le recuerda tanto a Roberto. Hay algo en esos ojos, en la firmeza de su rostro, en su modo osado
y seguro que le provoca una sensación desagradablemente conocida y, sin proponérselo, se pone a la defensiva.
—Yo ya hablé de eso con la policía. Supongo que la persona que tuvo acceso al expediente para darte mi número podrá mostrarte también mi
declaración.
Paula advierte el cambio en el tono de su voz y le sonríe.
—Verónica, no vine a acusarte de nada. Yo sé bien que mi viejo era un hijo de puta. Y, por lo que veo, no sólo a nosotros nos jodió la vida.
Supongo que te habrás enterado de todo lo sucedido por las noticias. Sabrás entonces que el principal sospechoso del crimen es mi hermano Javier.
—Hasta donde yo sé no sólo es el principal sospechoso sino el único imputado.
—Ése es el tema. —Mira a Pablo invitándolo a integrarse a la conversación, pero él no abre la boca. Luego de unos segundos, Paula continúa. —
Tenemos muchas dudas acerca de su culpabilidad y por eso quisimos verte. Tal vez vos puedas aportarnos algún dato que nos sirva.
—Pero tengo entendido que Javier mismo confesó haber sido el autor del crimen —dice sorprendida.
—Es cierto. Pero mi hermano no es un chico normal. Puede que su confesión sea verdadera, pero también es posible que esté confundido y lo que
dijo no sea más que un delirio fruto de su desequilibrio, algo así como un deseo inconsciente que ha ocurrido sólo en su fantasía pero que a él le parece
verdad.
Verónica la mira.
—¿Estás queriendo decir que alguna vez pudo haber deseado matarlo?
Sonríe.
—¿Acaso vos no?
Silencio.
—Mi padre era una mierda que ensuciaba todo lo que tocaba. Era muy difícil no desearle lo peor en algunas ocasiones. Pero lo que tenía de
perverso lo tenía también de inteligente. Sabía cuándo era el momento de detenerse para que el otro no se fuera o no hiciera algo que él no quería. Era
un psicópata. Y así vivió, manejándonos a todos a su antojo. Hasta que, por lo que se ve, con alguna persona se le fue la mano. Alguien no dio más y dijo
basta. Hasta ahora pensábamos que esa persona había sido mi hermano, pero tenemos dudas y por eso estamos acá.
—¿Creés que pude haber sido yo?
—No lo sé. Es posible, aunque no me parece. —La mira fijamente. —Te ves demasiado débil como para haber hecho algo así. Más das el estilo de
aquellos a los que mi padre humillaba hasta el hartazgo. Probablemente te hayas cansado de eso y decidiste dejar de verlo y no atenderle más el
teléfono, pero no creo que lo hayas asesinado. Matar a alguien no es algo fácil. Para eso hace falta una cuota de frialdad que no creo que tengas. Es
más, si tenía alguna sospecha, ahora que estoy frente a vos, diría que lo que veo es a una mujer enamorada del hombre equivocado y nada más. —
Percibe el brillo en la mirada de Verónica. —Espero no ofenderte con lo que digo.
—No te preocupes, ya estoy acostumbrada a la sinceridad cruel de los Vanussi. —Se hace un silencio prolongado que Verónica interrumpe
mirando a Pablo: —¿Tu novio?
—No —sonríe Paula—, Pablo es un amigo. El psicólogo que está evaluando la situación de mi hermano para representarlo ante un eventual juicio.
Él asiente sin saber muy bien por qué. No es ni un amigo ni aún ha aceptado representar a nadie, pero en medio de esa escena un poco
surrealista no se anima a contradecirla.
Debe reconocer que la lectura que Paula ha hecho de Verónica en esos pocos minutos demuestra una gran agudeza. Comparte con ella que no
parece alguien capaz de matar a nadie. Advierte, eso sí, que su vida no ha sido fácil. El gesto cerrado de su cuerpo con los brazos que parecen
abrazarse a sí misma, habla de una profunda sensación de desprotección. Es una mujer hermosa y todavía muy joven. Sin embargo, la huella del
horror salta a la vista.
Enumera en su mente todas estas características: la vida difícil, la actitud inocente, la juventud, el gesto temeroso y defensivo, y las emociones
que trasluce su mirada. Paula tiene razón, Verónica es la víctima ideal para un psicópata como Vanussi.
En ese instante se da cuenta de que ni siquiera ha visto una foto de él y, sin embargo, lo odia de un modo casi visceral. Cada paso que da, cada
nuevo dato, cada detalle que se agrega a su conocimiento de Roberto Vanussi lo llena de una sensación aún mayor de asco y de violencia. Jamás pudo
evitar sentir eso por esas personas que aprovechan las habilidades que les confiere su estructura perversa para lastimar y abusar de los demás. Pero
lo que lo enfurece aún más que sus actos es la ausencia de culpa. Esa característica que les permite andar por la vida relajados y felices destrozando a
cada una de las personas con las que se relacionan sin sentir mortificación alguna. Mientras las mujeres hablan, él no puede evitar percibir la voz cansada, la mirada triste y la actitud humilde de Verónica. Seguramente merecía
un destino mejor. Pero de eso también está hecha la vida. Cada elección que hacemos tiene consecuencias. Y para ella, las consecuencias de haber
elegido compartir un tiempo al lado de alguien como Vanussi van a dejarle huellas imborrables.
Hasta esa suerte tienen esa clase de hijos de puta. No sólo te hacen mierda. Además, son inolvidables.
Hace casi dos horas que están conversando y no hay mucho que ella pueda aportar. Apenas algunos nombres de personas con las que lo había
escuchado hablar por teléfono alguna vez. Al parecer, él no hablaba mucho de su vida y casi siempre que salían lo hacían a solas. Era más que obvio
que Vanussi la había dejado fuera del conocimiento de sus actividades. No para protegerla ni cuidarla —piensa Pablo—, sino por esa necesidad de
manejarlo todo entre las sombras, sin que nadie pudiera cuestionar ni dar opiniones sobre sus actos.
Mira la escena y se da cuenta de que la charla se ha acabado. No hay mucho más que decir. Entonces se pone de pie y toma la iniciativa de
terminar con el encuentro. No sabe por qué, pero al despedirse la mira y le acaricia el rostro. Ella agradece el gesto con la sombra de una sonrisa y los
ojos conmovidos. Seguramente no ha hablado con nadie de estas cosas hasta ahora. Y, mientras Paula tomaba nota y preguntaba, él ha intentado
hacerle sentir que a alguien le interesaba lo que le había pasado a ella en medio de esta historia.
Salen del departamento y caminan hasta el auto de Paula. Antes de subir lo mira a los ojos.
—¿Querés que cenemos juntos?
Lo piensa apenas un instante. En otra ocasión no hubiera dudado en aceptar la propuesta. Paula es realmente hermosa y tienen cosas por hablar.
Sin embargo, esa noche, prefiere caminar un rato a solas.
—Te agradezco, pero hoy no.
—Bueno, ¿te acerco a algún lado?
Niega con la cabeza y la saluda con un beso. Ella da la vuelta para subir a su auto y él espera a que ponga el vehículo en marcha. De pronto,
movido por un impulso, le golpea el vidrio. Ella lo baja y se queda mirándolo.
—Dos cosas, nada más. La primera es preguntarte si tenés alguna oposición a que tenga algunas charlas con Camila.
—¿Puedo saber por qué?
—Me parece que lo necesita.
Nada.
—¿Ella te lo pidió?
—A su manera. Mueve afirmativamente la cabeza.
—Está bien, lo voy a pensar. ¿Y la otra cosa?
Él se agacha para quedar justo a la altura de sus ojos.
—Decime, ¿dónde estabas vos el día en que mataron a tu padre?
La pregunta la toma por sorpresa, pero ni siquiera desvía la mirada.
—No puedo responderte esa pregunta.
Se miran apenas unos segundos más. Después, ella sube el vidrio y arranca. Pablo se queda mirando las luces traseras del coche que se aleja. La
noche ya ha caído sobre Buenos Aires y una horrible sensación de angustia le invade el pecho.
XI
El taxi lo deja en Avenida del Libertador al 3900, justo en la esquina de su casa. Está cansado y lo único que quiere es ducharse y sentarse en su
balcón a mirar los bosques.
Así como hay gente a la que la relaja observar el mar durante horas, él siente la presencia de las arboledas como algo íntimo y protector. Tal vez,
en algún lugar de su inconsciente, se traslade a aquella infancia en el campo llena de árboles y silencio. Y llena también de la presencia de su padre.
Los primeros versos de “Aniversario”, el poema de Fernando Pessoa, le resuenan en el alma:
“El tiempo en que festejaban mi cumpleaños
yo era feliz y nadie había muerto”.
Y en estos días su vida se ha poblado de muertos. Propios y ajenos. Reales como Vanussi o simplemente perdidos como Alejandra. Está cansado.
Llega a la puerta de su edificio y busca la llave. Un hombre baja de un auto y se le acerca.
—Disculpe.
—¿Si?
—¿Podría darme fuego?
Pablo intenta una sonrisa amable.
—Lo siento, pero no fumo.
—Eso está muy bien. Hay que cuidar la salud, ¿no? —Pablo asiente conservando aún la sonrisa de ocasión. —La vida —continúa el desconocido—
es algo demasiado importante y frágil como para arriesgarla por andar haciendo tonterías, ¿no le parece?
El hombre juega con el cigarrillo apagado entre sus dedos y su tono de voz es pausado y amable, pero Pablo está acostumbrado a escuchar y
siente en la piel la amenaza velada. Toma aire y evalúa la situación. No van a hacerle nada.
Si quisieran llevárselo no habrían perdido tiempo en conversaciones dilatorias y si, siendo aún más drástico, la intención fuera matarlo, hubieran
elegido un escenario menos público. Excepto que tuvieran una impunidad absoluta, lo cual, ha aprendido en las últimas horas, no es algo tan difícil de
lograr como él creía.
No sabe si hace lo correcto, pero en lugar de entrar corriendo a su edificio guarda la llave en el bolsillo y gira quedando cara a cara con el
desconocido.
Lo mira fijamente. Es un hombre elegante, no muy alto, de gesto tranquilo y educado. Por la puerta abierta del auto puede ver sentado al volante
a un segundo hombre, calvo y algo más gordo que se asoma para saludarlo con una pequeña inclinación de cabeza.
—Licenciado, es usted un hombre de suerte. Tiene una vida agradable y cómoda. No crea que lo juzgo, por el contrario. Sé que le ha costado
mucho esfuerzo, que nadie le regaló nada. Viene de una familia humilde, pero lo ha logrado. ¿Mire dónde vive? —Abarca con un gesto la extensión de
los bosques. —¿Sabe? Creo que éste no es sólo uno de los sitios más lindos de Buenos Aires, sino del mundo. Debe ser muy grato encontrarse con este
hermoso paisaje al despertar cada mañana. Además, debo confesarlo, la vista desde su balcón es asombrosa. Dan ganas de quedarse todo el día allí.
Pablo se estremece. Han estado en su departamento.
—Es innegable —continúa el desconocido— que es un hombre de buen gusto. El cuadro con la foto de la ola sobre todo. Es magnífico. Si volvemos
a vernos, y espero que eso no sea necesario, voy a preguntarle el nombre del autor. Me encantaría tener uno igual.
Pablo intenta mostrarse sereno. Sabe que la menor manifestación de miedo es un estímulo casi erótico para este tipo de personas y no quiere
darles ese gusto. Pero no está acostumbrado a enfrentar situaciones como éstas y no puede disimular que está asustado.
—¿Qué quiere?
Sonríe.
—No, licenciado, no me haga esa pregunta. No quisiera ofender su inteligencia respondiendo a algo tan obvio. Usted sabe de qué se trata todo
esto.
—Escúcheme…
—No —lo interrumpe sin elevar el tono de voz—, mejor escúcheme usted. Siga con su vida. No se mezcle en situaciones que no le importan. Le
juro que no se ha perdido nada importante. Es más, le aseguro que el mundo es un lugar mucho mejor desde la muerte de Vanussi. Por eso, hágame
caso, deje las cosas así. Ya está. Su hijo lo mató. ¿Y sabe qué? Yo también lo hubiera matado si hubiera sido mi padre. No piense que todos los padres
han sido como el suyo. Un obrero que se sacrificó y dejó su vida para darle a su hijo la posibilidad de escapar de un destino que parecía condenarlo a la
pobreza y la ignorancia. —¿Cómo sabe tantas cosas de él? —No haga que tanto esfuerzo haya sido inútil. Le debe algo. Viva y disfrute. Usted también
se lo merece.
—¿Puedo hacer una pregunta?
—No, no puede. Sólo vine a decirle que no tenemos nada contra usted, al menos por ahora. Pero se está acercando peligrosamente a un punto sin
retorno. Hágame caso. Hoy estuve hojeando alguno de sus libros. Es un tipo interesante. Tiene mucho para dar. Déjeme darle un consejo: no se regale.
—Le pone una mano en el hombro. —Sé que Paula Vanussi es una chica hermosa, pero créame, no le conviene mezclarse con ella. Le convenía más la
otra… ¿Cómo se llama?… Ah, sí… Mariani, Alejandra Mariani. Yo que usted me iría a buscarla. Después de todo, mil kilómetros no son tantos, ¿no?
Escuchar el nombre de Alejandra en la voz de ese hombre lo paraliza. Ahora sí le ha dado el gusto, porque el miedo se le escapa por los poros.
—Por favor…
—Quédese tranquilo. Sé que hoy tuvo un día difícil. Estar en aquella casa tan llena de muerte y agresión, tantas horas escuchando hablar a esas
mujeres de Vanussi… demasiado para un día. Vaya, péguese un baño y póngase a escribir algo, o llame a alguna amiga y pase un rato agradable. —Lo
saluda con un guiño y sube al auto. Baja la ventana y lo mira. —Y siga sin fumar, licenciado. La vida es algo que vale la pena cuidar.
El coche arranca lentamente, como si quisieran hacerle saber que no llevan ningún apuro ni tienen nada que temer. Pablo no puede moverse por
varios minutos hasta que, de a poco, va recuperando el dominio de sí mismo. Toma la llave y entra en el edificio. Se cruza con una vecina sin siquiera
verla. Sube hasta el piso dieciocho y entra con cautela a su departamento. Deja la puerta abierta y recorre cada una de las habitaciones. Ni un solo
rastro de nada. Un trabajo perfecto. Cierra la puerta y se dispone a girar la llave. Pero desiste. ¿Para qué?
XII
El visitante inesperado tenía razón. El baño le hizo bien. Mientras se seca intenta ordenar un poco sus ideas. Lo que acaba de pasarle ha sido tan
imprevisto como movilizante. Pero, ¿qué pretendía? ¿O acaso creía que un hombre como él puede meterse en un asunto tan turbio sin sufrir ninguna
consecuencia? Tal vez ha leído demasiadas novelas de suspenso. Pero la vida es diferente. Aquí el miedo se siente, invade el cuerpo, sube hasta la
garganta, reseca la boca, produce taquicardia y una horrible sensación de estar desprotegido.
No puede quitarse de la mente el nombre de Alejandra en la boca de aquel hombre. Teme que le haya pasado algo y siente un deseo irrefrenable
de llamarla para ver cómo está. Pero la razón le indica que no es necesario. Si le hubieran hecho algo se lo habrían dicho o le habrían traído algún
recuerdo. Piensa en la cabeza del caballo entre las sábanas que tanto lo impactó cuando vio El Padrino. Pero esto no es una película. Es real y no debe
olvidarlo, aunque tal vez, las cosas no sean tan distintas. Después de todo “la realidad imita al arte”.
Está terminando de vestirse cuando el timbre lo sobresalta. Es la puerta de arriba. Siente un miedo instantáneo e irracional, pero se relaja de
inmediato. Esta vez sabe de quién se trata. Toma aire y, aún descalzo, abre la puerta. La imagen del otro lado lo tranquiliza.
—¿Qué pasó? —se abre paso e ingresa—. No me gustó nada el tono con el que me llamaste. Te noté angustiado, así que me vine urgente para acá.
Apenas si me demoré un segundo para comprar algo —dice levantando una botella de vino—. Me pareció que nos iba a hacer falta.
Pablo asiente.
—Pasá, y abrí el vino mientras termino de vestirme.
José va hasta la cocina. Conoce la casa de memoria. Busca el sacacorcho en el primer cajón de la derecha, toma el decantador y las copas del
estante superior izquierdo de la alacena y sirve el vino. Abre la heladera y la recorre con la vista. Encuentra en la fiambrera un poco de queso gruyère
y algunas aceitunas. Pone las cosas en una bandeja que encuentra apoyada contra el horno microondas y va hacia el living. Apoya todo en la mesa baja
y se queda mirando por el ventanal. La voz de Pablo lo sorprende desde atrás.
—¿A vos también te gusta la vista de mi departamento?
—Por supuesto, pero ¿por qué me preguntás si a mí también? ¿A quién más le gusta?
Sonríe. Le agrada hablar con su amigo analista. Siempre escucha más allá de lo que le dice. José le da una copa y, con un gesto, sugiere un brindis.
Pablo acepta y luego toma un trago largo. El sabor del Syrah le baja por la garganta y, por unos segundos, ese estímulo familiar lo reconforta.
Una hora después le ha contado a José todo lo ocurrido durante ese día.
—Qué quilombo, hermano. —Hace un gesto de negación. —Tenés que parar acá. Vos no podés seguir arriesgando tu vida por algo que no te
incumbe.
—Es que ahora me incumbe.
—No te entiendo.
—Camila.
Resopla y se pone de pie.
—Dejate de joder, Pablo. Es una nena con problemas que necesita ayuda, de eso no caben dudas, pero no tenés por qué ser vos el que se haga
cargo de dársela.
—Lo mismo me dijo Helena.
José ve la duda en la cara de su amigo y se le acerca.
—¡Reaccioná, carajo! Me estás diciendo que dos matones vinieron a apretarte ¿y aún así seguís dudando de lo que tenés que hacer? No puedo
creerlo. ¿Te volviste pelotudo de golpe? No, de golpe no. Vos siempre fuiste medio pelotudo, pero esta vez es distinto. Con estos tipos no se jode. Si te
tienen que matar lo van a hacer sin siquiera despeinarse. —Va hasta la mesa y vuelve a llenar su copa. Toma un trago y lo mira. —Me parece que llegó
el momento de hablar con Paula.
—¿Qué decís?
—Lo que escuchás. Ella me mintió. Me dijo que quería tu teléfono para hacerte una consulta profesional. Hasta ahí todo bien. Es más, incluso si te
hubiera contratado como perito de parte, aunque no era exactamente lo que me había dicho, podríamos haberlo considerado como algo dentro de lo
normal. Pero llegado a este punto me veo en la obligación de pedirle que te deje afuera de esta historia.
Pablo se ríe. De pronto se siente extrañamente relajado.
—¿De qué mierda te reís?
—De vos. ¿Cómo se llama eso que enseñás en la facultad? Ah, sí —bromea—. Contratransferencia, un concepto que alude a las emociones y
pensamientos que los pacientes generan en la persona del analista. En este momento me viene a la mente algo que leí hace un tiempo: “No debemos
ceder a los efectos de la contratransferencia. Es un error analítico intervenir movido por las emociones que un paciente pudiera generarnos.
Resistirlas es también parte de la irrenunciable abstinencia que debe tener un psicoanalista si no quiere caer en una falla técnica, teórica y, sobre
todo, ética” —cita en tono de broma uno de los escritos de José que forma parte del manual de psicopatología de su cátedra.
—No le veo la gracia. Además, en este momento no soy su analista, soy tu amigo. Y a la hora de elegir, entre perder una paciente y que te maten
a vos, no tengo mucho margen de duda, ¿no te parece?
Se produce un pesado silencio.
—Gitano, tengo miedo.
—Por eso mismo…
—Dejame terminar. Es cierto, tengo miedo. Pero siento que si salgo corriendo de esta historia jamás voy a volver a ser el mismo.
—No te entiendo.
Se miran.
—El amor a la verdad, ¿te acordás? Es lo único. No tenemos poderes especiales, no transmitimos ningún don con nuestras manos, no somos
diferentes de un abogado, un carpintero o un cantante de bailanta excepto por una cosa: escuchamos cosas que los demás no pueden escuchar y no
retrocedemos ante la verdad. Recién, mientras me bañaba, lo único que deseaba era no haberme metido en esta historia. Cuanto más me relajaba más
pensaba que lo que tenía que hacer era llamar a Paula y decirle que no iba a seguir adelante. Pero al salir de la ducha me quedé, aún mojado,
recorriendo el departamento. Y me detuve frente a este cuadro. Esta ola que tanto le gustó a mi visitante anónimo. ¿Sabés por qué la elegí?
—No.
—Porque esta ola rompiendo mete miedo, y representa para mí la fuerza del deseo de verdad que vive en cada persona y que arremete contra
todo con tal de manifestarse. Y todos salen corriendo cuando la ven venir. Todos, excepto unos pocos que se animan a enfrentarla a pesar de sus
consecuencias. Nosotros, Gitano… nosotros. —Lo mira fijo a los ojos. —¿Te acordás lo que decía Hegel? Que un ser humano no puede ser considerado
tal si no está dispuesto a perder su vida biológica por un ideal. La libertad, la Patria, el conocimiento o la verdad, no importa cuál, pero algo que no
necesita para vivir pero que, sin embargo, lo constituye en un hombre. —Hace una pausa y bebe. —Yo sé que debería bajarme de esta historia, pero si
lo hago, tengo miedo de no volver a ser jamás yo mismo. De perder el poco respeto que me tengo.
José lo ha escuchado atentamente. Pablo no dijo nada que no hubieran conversado en muchas otras situaciones en un café o allí mismo, en su
casa. Pero en esas charlas el planteo era abstracto, algo que no escapaba del campo del pensamiento. En cambio ahora todo es distinto.
Lo mira y comprende que su amigo no va a cambiar de opinión. Se angustia y teme haberse equivocado al darle su teléfono a Paula, pero ahora
ya es tarde. No lo va a detener y no sabe si puede y quiere acompañarlo en esta locura.
El sonido del teléfono lo sobresalta. Pablo atiende.
—Hola.
—¿Pablo?
—Sí.
—Buenas noches, le habla el doctor Rasseri.
Pablo suspira.
—Buenas noches, doctor. No esperaba su llamado. Pensé que su secretaria iba a ponerse en contacto conmigo.
—Así iba a ser, pero preferí llamarlo personalmente. Quiero avisarle que Javier ha despertado y, si usted quiere, podría autorizarlo para que lo
vea mañana. —Pablo duda. Las palabras de Helena y de José vienen a su mente como un último manotazo de su instinto de conservación. Rasseri
parece notar su titubeo, después de todo, también es un hombre acostumbrado a escuchar. —Aunque, si cambió de opinión no tiene más que
decírmelo. Creo, incluso, que me aliviaría que así fuera.
—¿A qué hora?
Suspira.
—A las once.
—Allí estaré.
—Como quiera. Lo esperamos entonces.
Corta y mira a José con un gesto entre triunfante y angustiado.
Los granos de arena han comenzado a caer y la verdad, aquello a lo que no quiere renunciar, está a punto de empezar a revelarse. Presiente que
quizá no va a gustarle lo que encuentre. Pero, como suele decir, eso también es la vida. No sabe por qué pero, sin poder contenerse, se abraza a su
amigo y un llanto profundo se niega a salir. ¿De dónde viene ese llanto? ¿Qué ausencias, qué miedos actualiza? José no lo sabe, pero siente que debe
abrazarlo.
Pablo quiere llorar, pero no puede. No aprendió a hacerlo en brazos de nadie que no sea su padre, pero aun así, se aferra a su amigo de un modo
desesperado.
Casi una hora después, agotado y sin darse cuenta se queda dormido. José lo acomoda en el sillón y se pone la campera. Lo mira por última vez
antes de irse. No necesita despertarlo para que le abra. Él puede entrar y salir de allí cada vez que quiera. Tiene llaves de la casa.
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