miércoles, 1 de abril de 2015
LOS PADECIENTES-SEGUNDA PARTE LA DECISION-I-II-III
SEGUNDA PARTE
(La Decisión)
I
El terror nocturno es una experiencia que, por lo general, se atribuye exclusivamente a la niñez, pero eso no es verdad. El ejercicio de la razón y
el pensamiento que trae la madurez no alcanza para suprimir ese compartimento interior en el que habitan los fantasmas que recorren nuestra
historia. Sólo hay, es cierto, diferencias en el modo de enfrentarlos.
Los chicos hacen frente a sus temores por medio de un mecanismo de defensa llamado proyección, algo que les permite expulsar la amenaza y
depositarla en el mundo externo. Por eso sus monstruos están afuera. Se esconden dentro de los placares, debajo de la cama o los espían por el espacio
que asoma por alguna puerta entreabierta. La oscuridad se transforma en un universo habitado por miles de ojos y de garras, pero basta con taparse
la cabeza con la sábana o atravesar a la carrera, con el corazón latiendo hasta en las sienes, el enorme recorrido que lleva hasta el cuarto de los padres,
para que el peligro quede atrás.
Al adulto, en cambio, no le resulta tan sencillo escapar de los tormentos creados por sus pensamientos. Porque quedan en su mente y ya no hay
personas que acudan ante un grito ni luces que exorcicen los demonios. Por eso hay noches difíciles en las que la barrera entre la cordura y la locura
no parece ser tan firme. Y ésta ha sido una de esas noches para Pablo.
Imágenes de cuerpos destrozados, pacientes atados y mujeres atractivas no lo dejaron descansar. Por eso a las siete de la mañana, duchado,
vestido y con una taza de café negro en la mano, está mirando los bosques de Palermo por la ventana del living de su casa. Mira su agenda aunque la recuerda de memoria. Tiene por delante un largo día en el consultorio, pero sabe que será incapaz de concentrarse en
ninguna otra cosa que no sean los Vanussi. Por eso, le parece atinado suspender sus consultas un día más.
Sabe que Helena va a querer matarlo, pero no deja de ser una decisión coherente, porque cuando un psicólogo está demasiado capturado por un
problema, una situación angustiosa o un estado de euforia, su persona se hace demasiado presente, y esto hace que el analista se desvanezca y no
pueda estar en el lugar adecuado para escuchar a sus pacientes. No es algo que le ocurra con frecuencia. Generalmente maneja sus estados de ánimo y
puede dejarlos esperando mientras trabaja. Pero siente que hoy no va a poder. Nadie puede con todo siempre. Y hoy le ha tocado a él. Por eso toma su
teléfono y marca de manera automática el número que conoce de memoria.
Suena una, dos, tres veces. Una voz familiar y querida le responde.
—Hola.
—Hola, Helena.
—Rubio, ¿cómo andás?
—En uno de esos días masculinos —bromea.
Helena ríe.
—No me preguntes por qué, pero me lo imaginaba. Por eso, a riesgo de que te enojaras, anoche te suspendí todos los pacientes que tenías citados
para hoy. Iba a llamarte en un rato para avisarte. Pensé que ibas a dormir un poco más.
—Helena…
—Ya sé. Me vas a cuestionar con qué derecho me tomé esa atribución. Y te contesto que sé que ayer tuviste un día duro y me pareció que
necesitabas un descanso. Espero que no te enojes. Después de todo no es muy diferente de cuando tenés que viajar por trabajo, y tus pacientes ya
están acostumbrados a eso, ¿o no?
—¿Me estás queriendo decir que los descuido mucho?
—No, yo sé cuánto te importan. Pero decime, ¿hice mal?
Pablo se queda un momento en silencio.
—No. Por una vez tomaste la decisión correcta.
—No seas malo —dice en un tono divertido.
—Es más —piensa unos segundos—, me parece que sería atinado que suspendiéramos todas las consultas de esta semana. Después vemos.
—Epa… ¿Pasa algo malo?
Siente que debería responder que sí, pero esa sensación no le parece lógica.
—No, pero presiento que este tema de Javier Vanussi me va a tener muy ocupado por unos cuantos días.
Silencio.
—Rubio… ¿Por qué no te bajás de esta historia? Hay algo en todo esto que no me gusta.
—A mí tampoco. Por eso no puedo bajarme.
Helena lo conoce bien. Sabe que cuando algo lo atrapa es inútil intentar convencerlo de abandonar un caso. Pero por lo general son casos clínicos,
no policiales. Situaciones para las que está muy preparado. Ella siente una gran admiración profesional por él y sabe de su capacidad en el campo de la
psicopatología, pero esto es otra cosa. Íntimamente se lamenta e, incluso, se siente un poco culpable por haber generado la entrevista con Paula. Tal
vez por eso su insistencia en que abandone el tema y vuelva a su vida de costumbre.
—¿Estás seguro de lo que hacés?
Escucha un suspiro apenas perceptible.
—¿Quién puede estarlo totalmente?
—Está bien. ¿Y qué le digo a los pacientes?
—Nada. Simplemente suspendé las sesiones. Después yo me encargo de dar las explicaciones necesarias según el caso.
—Como digas. ¿Algo más?
Pablo duda.
—Sí… ¿Cómo anda Fernando?
—Hasta donde yo sé bien. ¿Por qué, debería preocuparme por algo?
—No, por nada. Era una pregunta, nada más.
Ella siente que no es así, que su amigo no le está diciendo la verdad, pero no quiere preguntar, tal vez porque no tiene ganas de involucrarse aún
más en una historia que presiente peligrosa. Helena es una mujer muy perceptiva que confía en su intuición. Y esta vez no se equivoca.
II
Sentado en el asiento trasero del remís mira cómo la ciudad pasa a sus pies debajo de la autopista. El andar sereno y el ronroneo monótono del
motor lo arrullan y sin darse cuenta se va quedando dormido. El cansancio del día anterior se le viene encima de golpe y de manera imperceptible la
realidad deja paso al sueño.
Está en una vieja estación de tren y escucha el ruido producido por el viento patagónico. Es un viento frío, cruel.
Se sienta en un banco, respira y cierra los ojos. Le duele la sensación de soledad. Ha hecho este largo trayecto sólo para ir a buscarla, pero ella no
quiso volver. Como en medio de una bruma lo envuelve el recuerdo de un abrazo, de un beso y la innegable sensación del olor de Alejandra en su piel.
Ésta es una de las cosas que más extraña de ella, su olor. Recuerda cuántas noches de insomnio se recostó sobre ella, no para buscar su cercanía,
ni su calor, sino para sentir su olor.
Nunca pudo explicárselo con claridad pero lo tranquilizaba, lo hacía sentir seguro, en buenas manos. En esas ocasiones, luego de unos minutos, se
iba relajando hasta que, sin darse cuenta, se quedaba dormido. En otras, en cambio, lo excitaba.
El silbato del tren lo saca de sus pensamientos y le indica la inminencia de la partida. Sube casi con urgencia aunque sabe que podría esperar
algunos minutos más. Quiere terminar con esto cuanto antes. Quizá tiene miedo de arrepentirse. Ya en los escalones mira una vez más.
Nada.
Alejandra ha cumplido su palabra y no fue ni siquiera a despedirlo, quizá porque sabía que ése hubiera sido un modo de retenerlo. Mira el pasaje, busca su ubicación y deja las cosas en el portaequipajes superior. Se acomoda en su asiento, lo reclina e intenta relajarse. ¿Por qué
no fuma? Seguramente un cigarrillo le permitiría bajar un poco su ansiedad, pero ése es un vicio que jamás ha tenido. Desde la muerte de su padre a
causa de un cáncer de pulmón odia, no sólo al cigarrillo, sino también a los fumadores.
El movimiento repentino del tren interrumpe sus pensamientos. Casi instintivamente se incorpora y mira hacia la ventana en busca de los ojos
grandes y profundos de Alejandra, pero sólo se ve el aletear de manos desconocidas que saludan a seres desconocidos.
En un momento le parece descubrirla en medio de la gente y siente el impulso de saltar hacia el andén. Pero no está seguro, y mientras duda, el
tren va tomando velocidad, se aleja cada vez más y se pierde en la oscuridad de la noche. El andén se va transformando en un minúsculo punto
luminoso hasta que desaparece por completo.
Pablo se recuesta en su asiento nuevamente y siente que el corazón le golpea con fuerza. Cierra los ojos e intenta relajarse hasta que el sonido de
una voz lo vuelve del letargo.
—Llegamos… señor… Despiértese que llegamos.
Abre los ojos y el impacto del sol lo lastima. De poco va tomando noción de dónde se encuentra.
—Disculpe que lo haya despertado, pero llegamos.
A Pablo la realidad se le viene encima. Agradece al chofer, le pide que lo espere, desciende y se queda unos segundos parado frente a la casa. Es
una propiedad enorme. Una tranquera de madera hace las veces de entrada y desde allí nace el camino arbolado que conduce hasta la mansión. Toca
el timbre y se anuncia.
—Pase, por favor —invita una voz dulce.
Una chicharra le indica que puede abrir la tranquera. Lo hace y entra en esa especie de túnel natural que forman los árboles. El canto de los
pájaros y el aroma de las flores lo reconfortan y, por un momento, todo parece estar bien. Sólo por un momento. Hasta que comprende que, por ese
mismo camino que ahora está recorriendo, Roberto Vanussi se arrastró agonizando y dejando rastros de su sangre hasta encontrar la muerte.
La realidad ha vuelto, pero la sensación de desazón y soledad no se han ido con el sueño.
III
Paula se sienta frente a él y lo interroga con la mirada. Vestida con una camisa amplia, un jean y zapatillas aparenta un aire casual y relajado, sin
embargo su gesto denota un nerviosismo que no se esfuerza en disimular. La empleada deja sobre la mesa una bandeja y la mira.
—Gracias, Francisca. Andá tranquila que cualquier cosa te llamo.
La mujer asiente y se retira. Pablo percibe que hay entre ellas un trato familiar y afectuoso. Mira la sala en la que está y repara en algunos detalles. Un hogar a leñas, un enorme e imponente cuadro cuyo autor no reconoce, un piano y una
pared vidriada que deja ver la belleza del lugar.
—Debo confesarle que esperaba ansiosa este encuentro.
—Lo imagino.
Ella sonríe.
—Es raro verlo aquí, en mi casa —lo mira directamente a los ojos—. Siempre quise tener la oportunidad de que pudiéramos conversar. Fui a
muchas de sus charlas pero jamás me animé a acercarme. Ya sabe, la idealización a veces dificulta el contacto entre dos personas. Además, no quería
que pensara que era una estudiante tonta y deslumbrada que buscaba relacionarse con usted a toda costa.
Sonríe.
—¿Qué le causa gracia?
—Que, ahora que lo pienso, quizás era así. —Vuelve a mirarlo. Pablo no le devuelve ningún gesto. —Pero mejor hablemos del tema por el cual
vino a verme. Supongo que si se llegó hasta acá es porque aún no se decide a darme una respuesta ¿no?
—¿Cómo lo sabe?
—Porque bastaba con un llamado para decir que sí o que no. Por eso imagino que su visita tiene que ver con que necesita saber algunas cosas
más antes de resolver qué hacer.
Ahora es él quien la mira.
—Una deducción inteligente, y acertada, además. La felicito, es muy perceptiva.
—Gracias, viniendo de usted es todo un halago para mí. —Se sirve una taza de té y bebe un sorbo. —Pero antes de que pregunte nada me
gustaría pedirle un favor. ¿Puede ser?
—Por supuesto… aunque, pensándolo bien, me da un poco de miedo lo que pueda pedirme. Por lo poco que la conozco, no es usted una mujer
cuyas demandas sean fáciles de complacer.
Ella se ríe.
—No lo crea. No siempre me veo en la obligación de buscar peritos para que intervengan en un caso de asesinato. Hay aspectos mucho más
cotidianos en mi vida.
—Me alegro por usted… ¿Entonces, cuál es el pedido que quiere hacerme?
—Si no le molesta, me gustaría que nos tuteáramos. No soy su paciente y, sea cual fuere su decisión, me parece que entre nosotros la distancia
analítica no es necesaria. Si acepta tomar el caso nos será más fácil comunicarnos de esa manera. Y si no… Bueno, supongo que no anda por la vida
tratando tan formalmente a todo el mundo. De hecho no lo haría conmigo si nos hubiéramos conocido en otra situación. ¿O me equivoco? No olvide
que lo he visto actuar en otras circunstancias y pude comprobar que no es para nada un hombre tan formal.
Al tiempo que termina de hablar, Paula apoya sus talones sobre el sillón y se abraza a sus rodillas de un modo relajado. Dibuja una sonrisa y él se
da cuenta de lo hermosa que es. El reflejo del sol le da a sus ojos una profundidad extraña y su piel tan blanca resalta aún más en contraste con su pelo
negro. Sabe que, en otras condiciones, la habría encontrado perturbadoramente atractiva, pero dada la situación, lo que podría haber sido un gran
impacto ha dejado lugar al simple halago estético.
—Está bien. Me parece un buen acuerdo. Paula, hay algo que te tengo que decir.
—Te escucho.
—Anoche hablé con el doctor Rasseri y le pedí que evaluara la posibilidad de sacar a Javier del estado en el que está para que yo pudiera hablar
con él.
—Lo sé. —La mira asombrado. —Pablo, Miguel Ángel Rasseri no sólo es un gran médico y un hombre de una ética intachable sino que además,
después de tantos años, se ha convertido en un apoyo importantísimo para nosotros. Casi te diría que es un amigo. Por eso anoche me llamó y me
contó acerca de tu pedido. Me dijo que iba a evaluarlo, pero que antes necesitaba saber si yo tenía alguna objeción que hacer. —Lo mira. —Parecés
sorprendido.
—Lo estoy.
—No veo por qué. Teniendo en cuenta que él no puede tomar decisiones por sí mismo, a pesar de que nuestra diferencia de edad es mínima, fui
nombrada temporariamente tutora de mi hermano, y como tal tengo el derecho y la obligación de estar al tanto de cada cosa que le suceda. De modo
que, aunque Miguel Ángel estuviera de acuerdo, si yo no lo autorizo vos no vas a poder hablar con él.
Se la nota firme y segura a pesar de la difícil circunstancia que está afrontando. Está tranquila, aunque algo triste y cansada.
—¿Y cuál fue tu respuesta?
—Que no tenía inconveniente siempre y cuando yo pudiera verlo antes.
—¿Puedo saber el porqué de esa condición?
Asiente.
—Pablo, mi hermano hace semanas que está en un estado en el que no es consciente de lo que está pasando a su alrededor. Y está en ese estado
porque su último acto voluntario fue un intento de suicidio. Por eso no me pareció lo más conveniente que su primer contacto con la realidad fuera una
charla con alguien a quien no vio nunca en la vida para hablar justamente del tema que generó su última crisis. Me pareció conveniente, por su bien,
que su regreso al mundo sea de la mano de alguien que lo ama y en quien confía y no de un extraño. No te ofendas, sé que sos un gran psicólogo, de
otra manera no te hubiera contactado para pedirte que nos ayudaras, pero aun así creo que antes de charlar con vos se merece un poco de cariño y
contención.
La mira casi con admiración. Paula es muy joven para tomar las riendas de la situación con la claridad y la coherencia con la que lo está haciendo.
Pero sabe que a veces el dolor empuja a las personas a una madurez anticipada.
—No sólo te comprendo, sino que estoy totalmente de acuerdo.
—Gracias.
—Pero siendo que coincidimos en este punto, no habrá ningún problema entonces para que yo pueda hablar con tu hermano.
—No lo sé. Como te dije, no hubieras podido hacerlo sin mi consentimiento.
—Consentimiento que acabás de darme.
—Sí. Pero quien aún no lo ha hecho es Rasseri, y yo no pienso hacer nada que él me diga que puede perjudicar a Javier. Incluso si eso implica que
no aceptes ayudarme en este caso.
Pablo no dice nada. Se inclina hacia la bandeja y se sirve un poco de café. Ella le acerca el azúcar pero él la rechaza. Hace años que toma el café
amargo.
—Pero no te preocupes —continúa Paula—, no creo que su decisión se haga esperar demasiado.
—Lo sé. Al menos eso me dijo anoche. —Bebe un poco antes de continuar. —Pero, como bien dijiste, si estoy acá es porque necesito saber algunas
cosas.
—Decime.
Pablo está a punto de hacer una pregunta cuando algo lo interrumpe. Algo extrañamente familiar. Cierra los ojos y su mente busca la respuesta.
No tarda mucho en identificar el sonido de un violín interpretando algo que reconoce al instante: el concierto en La Menor de Bach. Recuerda que
Alejandra amaba ese concierto y que, durante mucho tiempo, fue la música que acompañó sus silencios, sus cenas, su intimidad.
—¿Pasa algo?
Pablo la silencia con un gesto de su mano. No puede dejar de escuchar aquella música. Al cabo de unos minutos la obra termina, pero ambos
permanecen en silencio hasta que Paula decide interrumpirlo.
—Hermoso, ¿no?
—Increíble. Te pido disculpas. No esperaba encontrar algo así en medio de una situación como ésta y no pude evitar…
Paula ve sus ojos húmedos y sonríe con ternura.
—Emocionarte.
—Sí.
—Vení, entonces. —Se levanta y le ofrece su mano. Él la mira sorprendido, pero la toma casi con obediencia.
—¿Adónde vamos?
—Acompañame, quiero que conozcas a alguien.
Paula golpea suavemente y abre apenas la puerta de una de las habitaciones. Se asoma con una sonrisa y pregunta en voz baja.
—¿Puedo pasar?
Pablo no escucha la respuesta, pero la intuye porque ella lo mira sonriente.
Paula abre y entra.
Él la sigue en silencio.
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