CASO 3
RODOLFO
FAMILIA
PÉRDIDA
FRACASO
Rivadavia y Rincón. Café de los Angelitos, son las 11 en punto. Es una linda mañana de otoño, fresca,
soleada. Amo este clima y, debo
confesarlo, adoro esta Buenos Aires caótica, desordenada y ruidosa que ejerce
sobre mí una influencia casi mágica.
Esos rasgos europeos junto a edificios no tan lindos construidos en los
años setenta… Pasa como con algunas
personas: hay que saber mirar. Y como
estoy acostumbrado a mirar lo oculto, a veces puedo descubrir ese costado bello
que la ciudad esconde.
Entro en el bar donde me cité con un amigo y
colega que quería hablarme. El motivo
del encuentro me tiene intrigado. Elijo
una mesa que da a la
Avenida Rivadavia , pido un café, y me quedo escuchando un
tema de Mizrahi-Rabih: Eternos
interiores. A los cinco minutos lo
veo entrar a Fernando.
- Veo que vos también tenés puntualidad
analítica.
- Obvio – me da un beso y se sienta -. ¿Cómo estás?
- Bien.
Disfrutando esta mañana libre que me tomé con la excusa de tu llamado.
Pide un cortado. Le echa dos cucharaditas de azúcar y revuelve
con la mirada fija en la taza. Es un psicólogo
que admiro y que maneja una técnica para mí prácticamente infranqueable:
Clínica psicoanalítica con adictos. Nos
conocimos hace un tiempo en un grupo de estudio. Es un hombre brillante, lúcido, creativo y
con mucho coraje para ir más allá de lo que la ortodoxia aconseja al enfrentar
un desafío. Tuvimos varias charlas,
quedé fascinado. Y con el tiempo fue
surgiendo entre nosotros una profunda amistad.
- Supongo que si me citaste con tanta urgencia
es porque el tema es importante. ¿Se
trata de algo profesional o personal?
- Te diría que ambos.
- A ver, sea claro, licenciado.
Toma un sorbo de café y aparta el pocillo.
- Está caliente – protesta -. Mirá, Gaby, te molesté porque tengo que
pedirte un favor que es a la vez personal y profesional.
- Decime.
- Yo sé que andás con unos horarios de locos y
que no te sobra el tiempo. Pero nada
pierdo con intentarlo.
- ¿De qué se trata?
- Hay una persona que quiere retomar análisis.
- Puedo pasarte el teléfono de Marcela para que
pida una entrevista de admisión al equipo.
- No.
- ¿Puedo saber por qué?
- Porque quiero que lo atiendas vos.
Fernando no solo es profesionalmente brillante
sino que, además, es muy respetuoso y se maneja siempre con mucho cuidado y
registro del otro. No me estaría
pidiendo esto si no fuera importante para él.
- Contame un poquito de qué se trata.
- Su nombre es Rodolfo. Es un amigo querido y un ser muy
especial. Un hombre de emociones fuertes
que está pasando por un momento difícil.
Él te conoce porque te escucha por la radio y… bueno, no te voy a
explicar a vos esto de la transferencia imaginarás ya esas cosas.
Toma un sorbo y continúa:
- El otro día estuvo en mi casa y charlamos un
rato. No lo vi bien y le sugerí que
hiciera una consulta psicológica. ¿Viste
que hay gente que se ofende y te dice que no está loca? Bueno, no es éste el caso. Rodolfo es un hombre con mucha experiencia
analítica, un bicho de diván. Y me dijo
que a él le gustaría hacer análisis con vos.
Él sólo pronunció tu nombre. No
sabía si decirle que te conozco y somos amigos, porque no quería generarle
expectativas. Pero no le vi nada de
malo, así que se lo dije.
- ¿Y?
- La idea lo entusiasmó. Por eso te molesto.
- No me molestás.
- Gracias, Gaby – me mira fijamente -. Te pido que aunque sea le hagas las
entrevistas de admisión. Después, si no
podés o si te parece que no es un paciente para vos, lo derivás. ¿Qué te parece?
Lo miro irónicamente.
- Lo que me parece es que si pensaras que no es
un paciente para mí no me estarías pidiendo que lo viera. Y además se nota lo importante que es éste
tipo para vos. Está bien. Dale mi teléfono.
- Gracias – sonríe -. De verdad.
- Bueno, yo te debo unas cuántas de estas.
Nos quedamos conversando sobre otros
temas. No quise preguntarle nada acerca
de Rodolfo porque prefiero descubrir a los pacientes por mí mismo, me gusta esa
<<sorpresa>> inaugural que casi siempre me genera sensaciones
fuertes: cada paciente es un mundo a descubrir.
En este caso, debo admitirlo, mi amigo había logrado intrigarme. ¿Cómo sería Rodolfo? ¿Cuáles serían sus angustias, qué dolores lo
tendrían tan mal?
No dejé de pensar en él durante todo el
día. Esperaba su llamado. Cuando me contactó a la mañana siguiente,
convinimos un horario para nuestra primera entrevista. Su voz en el teléfono era firme y
segura. No parecía un hombre
desbordado. Pero, como dice el refrán,
las apariencias engañan. Y en esa
ocasión engañaban mucho.
Rodolfo llegó diez minutos antes de lo
convenido. Yo acompañaba hasta la puerta
a otra paciente y lo vi sentado en la sala de espera.
- El señor te está esperando – me dijo mi
secretaria.
Lo miré y le sonreí.
- En un minuto estoy con vos.
Me devolvió la sonrisa. Despedí a mi paciente y me acerqué a
saludarlo.
- Rodolfo, supongo.
Se puso de pie.
- Si. Mucho
gusto.
Me miró a los ojos y
apretó mi mano. Tal cual lo había
percibido a través del teléfono se lo veía un hombre seguro, aplomado. Me causó una fuerte impresión. No era muy alto; debía medir un metro setenta
o un poco más. Rubio, de ojos claros y
mirada profunda. Vestía de manera
informal, y su aspecto, si bien era elegante, denotaba una cierta
desprolijidad. Le indiqué el camino y
nos dirigimos al consultorio.
- Rodolfo, es un gusto
conocerte. Fernando me habló muy bien de
vos y me dijo que le parecía una buena idea que tuviéramos esta entrevista – le
dije a modo de bienvenida.
- Fernando me
adora. Y yo a él. Pero no estamos aquí para hablar de Fernando
por mucho que nos queramos, ¿no?
Fernando me había dicho
que él tenía una vasta experiencia analítica y comprobé que era así. No perdió tiempo en esos comentarios que a
veces se hacen para aplacar los nervios y romper el hielo. Fue al grano.
- Estoy mal. Y debo ser un tipo muy pelotudo para estar
así de mal, a los cuarenta y cinco años, porque me dejó una mina.
- Por lo que veo
tenemos aquí cuatro problemas: estás mal, sos un pelotudo, tenés cuarenta y
cinco años y te dejó una mina. ¿Por cuál
querés empezar?
Se ríe.
- Y, ya que estamos,
empecemos por la mina. Después de todo,
los hombres siempre que nos juntamos terminamos hablando de mujeres, ¿no?
Sonrío.
- Parece que sí. Contame de ella, entonces.
- Se llama
Julieta. Estuvimos juntos casi dos años.
- ¿Y qué pasó?
- Supongo que lo que
suele pasar… El tiempo.
Sonrío nuevamente.
- Pero más allá del
comentario filosófico supongo que en ese tiempo ocurrieron cosas.
- Muchas.
- ¿Me querés contar?
- Sí, supongo que para
eso vine.
Respiró profundamente y
empezó a hablar de ella. La había
conocido hacía dos años, los habían presentado en una reunión empresarial. Él quedó inmediatamente impactado por su
belleza. Morocha, treinta y nueve años,
alta y con un cuerpo atractivo. Sensual
y de una gran cultura. Se encarga de
esta última cualidad.
- ¿Culta o
inteligente? Porque no siempre esas dos
condiciones van de la mano.
- Culta seguro. Inteligente – se detiene -, a veces he tenido
alguna duda.
- A ver, ¿cómo es eso?
- Si. Julieta es una mujer que ha llegado muy
lejos. Proviene de una familia de mucho
dinero. Su padre es escribano y se está
metiendo en política. Ha podido educar a
sus hijos en los mejores colegios, esos que tienen nombres que uno ni siquiera
puede pronunciar. Y ella va en camino de
hacerse cargo de sus asuntos privados cuando el padre se dedique directamente a
la política. Julieta ha viajado mucho y
conoce todo lo que hay que conocer en este mundo para considerarse culto: las
pirámides, los puentes del Sena, el Coliseo romano y podría continuar con una
lista interminable.
- Ajá. ¿Vos conocés alguna de esas cosas?
Me mira sonriente.
- Sí, el teatro Coliseo
de la avenida Corrientes.
Sonrío.
- ¿Y hay algo en esa
diferencia que a vos te molestaba?
- No – se apresura a
responder -. Por mí que se meta sus
viajes en el culo. Lo importante está
acá – se señala la cabeza -, y en eso no creo que tenga nada que envidiarle.
Silencio.
- ¿Y cómo era tu relación con su familia?
- Buena, aunque en el fondo debo reconocer que
no tenían mucho que ver conmigo.
- ¿Por qué decís eso?
- Porque era gente macanuda, pero algo frívola
para mi gusto. La verdad es que pasé
muchos momentos con ellos, pero no logré engancharme del todo. Por supuesto que es hermoso escuchar hablar
de las maravillas que hay en el mundo.
Pero…
- ¿Pero qué?
- Pero también es importante hablar de las
dificultades que hay acá, en el país. Y
eso no se podía – silencio -. Yo vengo
de una familia muy humilde. Sé lo que es
pasarlo mal. Trabajar de sol a sol para
que no te alcance el mango. Y no podía
evitar la sensación de molestia que me producían aquellas conversaciones.
- ¿Las encontrabas huecas?
Asiente.
-Tal vez por eso dije que no sé si era tan
inteligente. Éramos tan diferentes en
cuanto a nuestro pensamiento sobre los temas importantes que me cuesta entender cómo pude pasar tanto
tiempo con ellos.
- Bueno, era la familia de tu pareja.
- Sí, pero igual. Yo sabía que existía otro mundo. Sin embargo al principio intenté acomodarme a
ellos. Creo que en algún punto me vi seducido
por la situación. – Sonríe.
- ¿Qué pasa, de qué te acordaste?
- De lo estúpido que me sentía gastando tanto
dinero en ropa, en restaurantes. Cómo si
inconscientemente hubiera querido transformarme en uno de ellos. Pero no funcionó.
- ¿Por qué?
- Porque yo no era así – pausa -. Recuerdo que un día miré al espejo y me di
vergüenza.
- Ése es un término muy fuerte.
- Pero eso fue lo que sentí.
- ¿Puedo saber por qué?
- Porque ése no era yo. Era un ideal que intenté encarnar para ser
aceptado por ellos, para no desentonar.
Pero, por suerte, tengo muy en claro quién soy y de dónde vengo. De modo que el jueguito del muchacho de
Barrio Norte no me duró mucho.
- ¿Entonces?
- Entonces quise acercarla a ella a ese otro
mundo que hay a veinte cuadras de su casa de Recoleta. Yo colaboro en una villa y tengo algunos
ahijados. Chicos carenciados que
apadrino, les pago los estudios y los llevo a pasear de vez en cuando. Y le pedía a Julieta que me acompañara en
esas salidas, que se acercara a esa gente.
- ¿Y qué pasó?
- Que no solo no le gustó, sino que no le
importó demasiado. Miraba casi con
desdén a esa gente que, en definitiva, era mi gente – pausa -. Fue como en las novelas berretas de la
televisión, pero con un final diferente.
- ¿Por qué, cuál fue el final?
- Me dijo que así no se sentía feliz
conmigo. Que ella estaba dispuesta a
abrirme las puertas a un mundo más bello pero que si yo no quería entrar era mi
decisión. Discutimos y se fue. Sin más, como si yo no le importara nada.
Se produce un silencio prolongado que respeto.
- Pero bueno – continúa -, al menos me he
rescatado a mí mismo. Mirame.
Hace un gesto con las manos recorriendo su
cuerpo de arriba hacia abajo. No voy a
entrar en el juego que me propone: me está pidiendo que emita un juicio acerca
de su imagen.
- ¿Qué es lo que, según vos, debería notar al mirarte?
- Lo que en realidad soy.
- ¿Ah, si?
Hagamos el ejercicio contrario.
Mirate vos y decime si ése sos vos y si te gusta lo que ves.
Agacha la cabeza.
- No, éste tampoco soy yo.
- ¿Ah, no?
- No.
Estoy un poco descuidado, abandonado.
- Bueno – lo interrumpo -, abandonado
seguro. Digo, teniendo en cuenta lo que
me estabas contando.
Empleo esta palabra -
<<abandonado>> - para generar un desplazamiento de sentido. Apelo a su capacidad de metaforizar. No siempre hago este tipo de intervenciones en
las primeras entrevistas pero, como me había dicho Fernando, estoy frente a un
bicho de diván.
Me mira y se queda pensando.
- Tenés razón, y a lo mejor eso contesta tu
pregunta acerca de qué pasó con Julieta.
- Explicame.
- Claro, tal vez un
abandono tenga que ver con el otro.
- Ajá. ¿Y cuál fue primero?
Baja la mirada.
- Para mí sería más
cómodo decir que primero vino el abandono de Julieta y que después, deprimido,
triste y solo, caí en este estado de abandono personal. Pero no es así. Primero fui yo el que se olvidó de quién era,
de su presencia, de sus gustos; el que quiso aparentar ser quien no era y a lo
mejor con ese comportamiento, esto lo estoy pensando ahora,
<<logré>> que Julieta se hastiara de mí.
<<Esto lo estoy pensando
ahora.>> Me está diciendo que
<<esto >> no lo pudo ver solo,
que es un insight, un darse cuenta
que le ha ocurrido en este encuentro conmigo.
En otras palabras, me está haciendo saber que me ha ubicado ya, en
nuestra primera charla, en el lugar de analista.
Espero unos segundos por si quiere continuar y
le digo:
- ¿Qué cosa, no?
- ¿Qué?
- Esto de hablar del hastío de Julieta como si
hubiera sido un logro. Porque la palabra
logro está ligada a la idea de éxito, de haber conseguido algo que se buscaba.
Nuevamente juego con el doble sentido de la
palabra. Pero Rodolfo – ya me he dado
cuenta en estos pocos minutos – es un paciente que permite este tipo de
intervenciones. Otros, a lo mejor, se
resisten alegando que quisieron decir otra cosa o que yo entendí mal. Pero él, por el contrario, se hace cargo de
sus dichos, y esta capacidad que tiene será un arma importante en este
análisis.
Menea la cabeza, abre los brazos, suspira.
- Y sí.
A lo mejor voy a tener que preguntarme ¿por qué busqué que Julieta me
dejara? – breve silencio -. Pero ¿puedo
estar tan enfermo? Como si no hubiera
tenido ya suficientes pérdidas me busqué una más.
Esta frase es fulminante. La percibo en toda su potencia, tengo ganas
de hablar de esto, y sé que un hombre como Rodolfo, acostumbrado a navegar por
las aguas de su psiquis, estaría dispuesto a hacerlo ahora mismo. Pero aun así, es una primera entrevista. De modo que me guardo la frase, me muerdo la
lengua y decido esperar un poco más.
De todas maneras, sus dichos parecen haber dado
en el blanco aunque yo no diga nada, porque Rodolfo me sorprende con algo que
no esperaba.
- Creo que voy a llorar – dice.
Su voz se entrecorta. Asoman algunas lágrimas y no intenta
detenerlas. Es raro ver a un hombre
semejante dejar fluir su dolor con tanta naturalidad. Y como si estuviera leyendo mis pensamientos
agrega:
- No me da vergüenza.
- No tiene por qué darte vergüenza. Pero contame ¿por qué lloras?
- Por Julieta.
No lo creo.
No se trata de que me esté mintiendo a mí, pero creo que él mismo se
está engañando. Estoy convencido de que
Julieta es la representante actual de un dolor más antiguo, más profundo.
- Y lloro también… porque estoy de nuevo solo
–agrega luego de un breve silencio.
Ahora sí.
Dice que está <<de nuevo>> solo. Es decir, que está resignificando una soledad
anterior. ¿Que viene desde hace
cuánto? ¿Que remite a la pérdida de
quién, o de quiénes? Son muchas las
preguntas que vienen a mi mente. Pero
todavía no es el momento. Debo esperar la
ocasión justa que, de todas maneras, no iba a hacerse esperar mucho.
En la quinta entrevista acordamos comenzar el
análisis. Comprendí que Rodolfo sería un
paciente gratificante pero a la vez difícil para trabajar porque tenía una
personalidad demasiado compleja. Poseía
gran inteligencia y una claridad mental poco común, pero a la vez tenía
momentos de enorme necedad. Y en esas
ocasiones le costaba entender hasta los hechos más sencillos. Solía ocurrirle al hablar de Sergio, un amigo
de la infancia.
Según decía, era un hombre con un potencial increíble
que desaprovechaba su capacidad en trabajos sin importancia ni futuro. Esa distancia que él creía que había entre el
hombre que podía ser y el que en realidad era lo sacaba de quicio.
- No lo puedo entender ¿qué querés que te
diga? Es un tipo pintón, joven,
lúcido. ¿Cómo carajo malgasta su vida
así? ¿Cómo no aprovecha esos dones para
realizarse?
- ¿Puede ser que él esté bien así?
- Que va a estar bien así. Trabajando en esa oficina de mierda en la que
lo tienen de un lado para el otro por dos pesos con cincuenta. Te juro que no lo puedo entender.
- ¿Sabés qué?
La experiencia indica que cuando a alguien le cuesta tanto entender algo
es porque el tema en algún punto lo implica.
- ¿Qué querés decir?
- Simplemente me pregunto si esa actitud de
Sergio que tanto te molesta no te resonará incoscientemente con algo de tu
historia personal.
- No – se apresura a responder -. Para nada.
Yo soy un tipo que va al frente y que no se queda nunca.
- Bueno – hago un pequeño silencio para
resaltar lo que le quiero decir -, a lo mejor en algunos lugares no está mal
quedarse. Porque esto de <<no quedarse nunca>> suena a tener la obligación de irse todo el
tiempo ¿no te parece?
- Bueno, más tarde o más temprano, todo se va.
- …
Otra vez hace silencio. Otra vez sus ojos se llenan de lágrimas.
- Rodolfo, evidentemente aquí hay algo que
tiene que ver con las pérdidas que a vos te hace sufrir mucho. ¿Querés hablar de eso?
Su voz se quiebra. Tarda en retomar la palabra.
- Gabriel, ¿vos sabés que soy viudo?
Me sorprende lo que dice.
- No, no lo sabía. Jamás hablamos de eso.
- Es que estuve tan entretenido con mis
pérdidas actuales que no tuve tiempo de hablarte de mi otra pérdida, la más
grande. Se llamaba Valeria. Esa sí era una persona luchadora.
Esa sí.
¿Y cuál no? ¿Estará hablando de
Julieta que no pudo salir de su cómodo bienestar, de Sergio que desperdiciaba
su vida en cosas sin importancia o habrá alguien más?
- Contame, por favor.
Se toma unos segundos.
- Me cuesta.
Pero bueno, creo que me va a hacer bien hablar de ella – dice, y sin
embargo se queda callado.
Me doy cuenta de que los recuerdos se le vienen
encima. Su rostro se va transformando
poco a poco y muestra el sufrimiento que siente. Llora.
Primero suavemente, pero a los segundos su cuerpo se sacude a causa del
llanto. Apoya los codos sobre los muslos
y deja caer la cara entre las manos.
Decido intervenir sosteniendo un silencio prolongado.
Es extraño tener enfrente a una persona
desbordada de angustia y, a pesar de haber pasado por esa experiencia tantas
veces, no me siento capaz de describir las sensaciones que despierta. Es una vivencia indescriptible, imposible de
ser transmitida, que colma el consultorio de un silencio pesado y engañoso. Porque, en realidad, es un silencio lleno de
sonidos.
El llanto, la respiración agitada, el roce de
la mano sobre el rostro, cada movimiento genera un rumor característico,
único. Y en momentos como éste he
llegado a percibir incluso el latido de mi propio corazón.
Elegir el camino del silencio en sesión es una
de las situaciones más difíciles y, probablemente, la que menos nos gusta a los
analistas, aunque la gente crea lo contrario.
Por lo general es una decisión que se toma como un gesto de respeto ante
la aparición de la angustia del paciente.
Rodolfo permanece diez minutos llorando, sin
moverse de su posición. Cuando su
respiración empieza a normalizarse, le alcanzo una caja con pañuelos
descartables.
- ¿Querés?
Me mira como si lo hubiera sacado de un extenso
letargo.
- Qué bárbaro.
No sabés cuánto hacía que no lloraba por Valeria.
- …
- Yo sé que a veces llorar es necesario. Pero la lloré tanto que me siento un enfermo.
- ¿Enfermo por qué?
- Por seguir sin poder superar su pérdida. Murió hace diez años. ¿No es demasiado tiempo para seguir sufriendo
tanto? ¿Qué dice la psicología de
esto? ¿Cuál es el tiempo que debe durar
un duelo normal?
- No lo sé.
¿Quién puede tener la soberbia de decirle a alguien hasta cuándo debe
dolerle una pérdida tan importante? Yo
no.
Suspira y hace un comentario impersonal. Probablemente esté intentando reponerse.
- Leí en un libro que un duelo normal dura
entre seis meses y un año y medio. Que
más de eso es patológico.
Sonrío.
- Los libros dicen tantas cosas, Rodolfo. Pero muchas veces la realidad los contradice,
¿no te parece?
- En mi caso, sí.
Evalúo la situación. Rodolfo ha abierto una compuerta que, según
sus palabras, ha estado cerrada durante mucho tiempo e hizo una catarsis muy
importante en la sesión de hoy. Difícilmente
pueda abordar el tema sin volver a quebrarse.
Va a ser importante que se lleve un poco de esta angustia, que vuelva a
conectarse con este dolor del que ha estado huyendo. El análisis tiene sus tiempos y hay que saber
respetarlos.
- Me parece conveniente que dejemos aquí – le
digo -. La sesión de hoy ha sido muy
fuerte. Te reencontraste con un episodio
de tu pasado del que te venías escapando desde hace tiempo. Y celebro que así sea. Ahora ya está acá, instalado en este
espacio. Y, seguramente, vamos a hablar
mucho de él. Pero mejor sigamos la
próxima.
- Me iba sin pagarte. Perdoname.
Me quedé enganchado con mi historia.
Sonrío y tomo el dinero. Tampoco yo me había dado cuenta del
olvido. No solo Rodolfo había quedado
con el pensamiento apresado por la imposibilidad de superar el dolor que le
causaba la muerte de Valeria.
Rodolfo tenía treinta y cuatro años cuando
conoció a Valeria.
- Venía de muchísimo tiempo de descontrol total
– me cuenta.
- ¿A qué llamás <<descontrol total>>?
- Me refiero a mi relación con las minas. Exclusivamente a eso. En lo que respecta a otras cosas siempre fui
un hombre sanito – sonríe.
- Cuando decís muchísimo tiempo ¿de cuánto
estamos hablando?
- Y… - piensa – siete u ocho años.
- ¿Y qué pasó en ese tiempo?
- De todo.
Anduve con rubias, morochas, altas, bajas, viejas y jóvenes. Parecía tener una especie de necesidad de
salir con más y más mujeres. Y,
obviamente, no me comprometía con ninguna.
Compañeras del trabajo, chicas de la facultad, compañeras del
conservatorio, vecinas del barrio, cosa que a mi vieja le ponía los pelos de
punta. Todas me venían bien.
<<Todas me venían bien.>> La
frase queda un rato dando vueltas en mi cabeza.
Pero algo más me ha llamado la atención.
- Perdoname que te interrumpa. ¿Compañeas del conservatorio, dijiste?
- Sí.
- Contame.
¿De qué conservatorio hablás?
Porque hasta dónde me dijiste sos ingeniero.
- Sí, ahora sí.
Pero en mi niñez, y aun después, estudié piano.
- Mirá qué bien. Así que durante un tiempo tuviste el hobbie
de la música.
- Yo diría que fue algo más que un hobby.
A los siete años empecé con una profesora del barrio y me recibí de
profesor de música a los catorce. No fue
nada fácil porque en casa no había piano, pero era tal mi entusiasmo que
Amelia, mi profesora, me dejaba ir a estudiar todos los días a su casa. Y así lo hice durante todos esos años. – Su mirada se pierde en el tiempo. – Era tan feliz en aquellas clases. El piano era mi vida.
- ¿Entonces?
- Amelia decía que yo tenía talento. Cuando di mi último examen fuimos a festejar
con una merienda y ella me dijo que yo estaba para mucho más, que ella ya me
quedaba chica. Me habló de un gran
maestro a quien quería presentarme. Me
iba a recomendar y a pedir que me aceptara como alumno. Como te imaginás, me entusiasmé mucho ante la
posibilidad de que el piano pudiera ser mi carrera. Pero…
- ¿Pero qué?
- Cuando se lo dije a mi mamá me sacó
corriendo. Me dijo que en nuestra
familia había que trabajar y ganar dinero.
Que ya bastante habían gastado en darme el gusto con el piano. Pero que ni soñara con que ella iba a
permitir que yo malgastara mi vida con los sueños de una vieja loca.
- Pero ése no era el sueño de Amelia. Era tu sueño. – Asiente. - ¿Se lo dijiste?
- ¿Para qué?
A mi mamá no había forma de convencerla cuando se le metía algo en la
cabeza. Incluso Amelia fue a hablar con
ella para intentar cambiar su decisión.
Su gesto se ensombrece.
- ¿Y qué pasó, Rodolfo?
- Por Dios, qué vergüenza. Mi mamá la trató tan mal. La acusó incluso de vieja puta – agacha la
cabeza -, de estar caliente conmigo.
Justo a ella que era una santa.
No sabía dónde esconderme. Todo
el barrio estaba en la calle observando cómo mi vieja le gritaba. Quise intervenir, pero no me animé.
- ¿Le tenías miedo a tu mamá?
- Terror.
Quise pasar después para disculparme.
Pero no lo hice, jamás volvía a verla… al menos con vida. – Lo miro interrogante. – Sí, porque cuando
tenía treinta años me enteré de su muerte.
Y fui al velorio. Obviamente
nadie me recordaba y no entendían por qué un desconocido lloraba de un modo tan
desconsolado. Solo yo sabía que con ella
se iba la persona con la que compartí uno de los sueños más grandes de mi
vida. – Sonríe.
- ¿Puedo saber en qué pensaste?
- Ella tenía dos hijos y a ninguno le importaba
nada la música. ¿Sabés qué hice?
- No.
- Tiempo después me tenté y les compré el
piano. Me anoté en el conservatorio y
cursé un par de años, pero abandoné. Y
ahí está: mi viejo compañero de la niñez.
El piano en el que estudié tantas horas de mi vida. El que acompañó aquellas tardes con Amelia,
su risa, su cariño… y mi felicidad.
- Decís que abandonaste. ¿Nunca más pensaste en hacer algo con la
música?
Me mira.
- Gabriel, sé que vos también soñaste con ser
músico. – Asiento. – Sabés que alguien
que quisiera retomar un instrumento a mi edad no tiene ninguna chance, ¿no?
Es duro lo que dice, pero es cierto. La música es un mundo fascinante y
único. Pero cruel. Y Rodolfo sabe que aquellos años perdidos no
pueden recuperarse. El posible pianista
que quiso ser es hoy un sueño inalcanzable.
No sé bien qué decir. Rodolfo,
por su parte, prefiere seguir con el tema del cual veníamos hablando y retoma
su relato acerca de sus amoríos. Pasa
por alto la música y su relación con esas otras dos mujeres, la profesora amada
y la madre temida. Pero ya lo escuché y
sé que su vocación, su madre y Amelia, no son detalles menores de su vida. Por el contrario: me parecen de gran
importancia y me hubiera gustado hablar un poco sobre el tema. Pero así son las cosas. Si bien el analista dirige la cura, el
paciente guía la sesión. De manera que
dejo que siga con su libre asociación de ideas y me guardo este tema para otra
ocasión.
- Volviendo a mi pasado de donjuán, no te voy a
decir que estuvo mal, lo pasé bárbaro.
¿A quién no le gusta salir todas las semanas con una mujer
diferente? Pero, después de un tiempo,
me empecé a cansar.
- Bueno, siete años es un tiempo considerable,
¿no?
- Sí, pero yo me cansé mucho antes. Te diría que en los últimos cuatro años salir
con minas era una rutina que me hinchaba un poco las bolas. Pero como ya te dije, era una necesidad.
- Claro, y entonces dejaste de ser un hombre
para convertirte en una especie de animalito.
- Disculpame, pero no te entiendo. ¿Qué me querés decir?
- Rodolfo, excepto dos o tres necesidades
básicas que son inevitables para sostener la vida orgánica, como respirar por
ejemplo, el hombre no es, como los animales, un ser con necesidades sino un
sujeto con deseos. Pero incluso hasta en
los actos que están más íntimamente ligados a esas necesidades básicas, como
comer, si no se está al borde de la inanición y con riesgo de vida, uno no
tiene necesidad de proteínas o hidratos, sino deseo de comer un asado o una
pizza. Esto es tan así que si alguien
entra en un restaurante y no hay exactamente lo que quiere, se levanta y se va
a otro. Porque lo que está en juego no
es la necesidad sino el deseo de algo.
¿Me entendés?
- Sí.
- Bueno, pensá que si esto pasa con algo tan
sencillo como la alimentación, con algo tan complejo como la sexualidad pasa lo
mismo pero potenciado. Porque de última,
una hamburguesa puede reemplazar un bife, pero hay personas tan importantes en
la vida que no pueden ser suplantadas tan fácilmente por otras. Y vos de esto sabés bastante.
- Sí, es cierto. Pero estás hablando de amor, y yo hablaba de
sexo.
- Bueno.
Dejemos de lado el amor, si te parece, y hablemos de sexo. Tampoco se tiene necesidad de acostarse con
cualquiera, sino deseo de estar con tal o cual persona. Cuando vos me decís que salías con rubias,
morochas, altas y bajas, estás sugiriendo que cualquier mujer te daba lo mismo,
y yo tengo mis dudas al respecto. Es
más, al introducir la palabra <<necesidad>> lo que en realidad estás diciendo es que era
una actitud que se te imponía, que ese comportamiento tenía carácter
compulsivo. De lo cual deduzco que algo
te incitaba a ir en busca de determinadas personas sin que pudieras hacer nada
para contener ese impulso. Sé que a vos
te parece que podía ser cualquiera, pero me pregunto si en esa variedad de
mujeres aparentemente diferentes no habría algún rasgo en común. Y si esto fuera así ¿se te ocurre cuál podría
ser?
Se queda pensando.
- La verdad que no – me dice desilucionado.
- No importa.
No hay apuro.
Digo esto para que se relaje. Porque suele ocurrir que los pacientes muy
ansiosos o demasiado exigentes consigo mismos se obligan a tener la solución
inmediata de los enigmas que el análisis les plantea. Y Rodolfo reúne ambas condiciones.
- Lo importante ahora – continúo – es que
hayamos al menos instalado esa idea.
Tengámosla a mano. Tal vez hoy no
le encontremos sentido, pero es muy probable que más adelante sí lo hagamos.
No siempre éste es el destino de las cosas que
se generan en sesión. A veces se
diluyen, pasa el tiempo y hasta llegamos a olvidarlas sin que vuelvan a
aparecer o sin que nos aporten el sentido oculto que parecían tener. Por suerte, este no fue el caso.
Rodolfo se esforzó, durante muchas sesiones, en
recordar a todas y cada una de las mujeres con las que había salido en esa
época, cosa que no era fácil porque realmente habían sido muchas. La posibilidad de que hubiera entre ellas
algo en común lo obsesionaba. No le
encontraba la punta al ovillo y se angustiaba.
Es algo frecuente en pacientes obsesivos. Su mente toma alguna idea y dirige hacia ella
toda su atención, toda la energía de la que dispone hasta que la vuelve
omnipresente. Casi no pueden pensar en
otra cosa y esto se vuelve sintomático, algo que no solo no ayuda al progreso
del análisis sino que lo entorpece. Para
evitarlo me pareció necesario volver a ponerlo en contacto con sus emociones y
ver si podía lograr que tomara distancia, por un rato al menos, de aquello en
lo que no podía dejar de pensar. Y había
un tema que me iba a ser de mucha utilidad para lograrlo.
- Al final, nunca hablamos de Valeria.
- Es que aún no pude descifrar lo que sucedió
en la etapa anterior a conocerla.
- ¿Y quién te dijo que el análisis debe seguir
un orden cronológico? Te propongo algo.
- ¿Qué?
- Dejemos por un tiempo esto en lo que estábamos
trabajando.
- Pero no pudimos cerrarlo.
- Que quede abierto entonces. ¿Cuál es el problema? Sigamos.
Si realmente algo importante nos quedó en el tintero, ya va a volver. No te preocupes por eso.
- ¿Te parece?
- Sí, me parece. – Asumo la responsabilidad. Este momento analítico lo requiere. –
Hablemos de Valeria.
Se produce un silencio prolongado. Intuyo que está conectándose con sus
recuerdos, trayéndola a su memoria.
Finalmente me cuenta que la conoció en un cine-debate donde se discutía
la película Casanova, de Fellini.
- Un personaje ideal para esa etapa de tu vida
– me sonrío.
- Justamente.
Pero mirá vos qué loco. Ése fue
el último día de mi donjuanismo.
- A ver…
- La cuestión es que se armó un intercambio muy
interesante entre los asistentes. El
tipo que coordinaba la actividad era muy bueno y logró engancharnos con la
problemática del personaje. La
perversión, el fetichismo, cierta cuestión andrógina de su imagen. Fue realmente un encuentro atractivo. A la gente la película le había generado
cosas muy diversas. ¿La viste?
Asiento.
- ¿Te gustó?
- Me pareció genial. Pero no sé si me gustó – respondo
sinceramente.
- A mí me pasó lo mismo. Porque por momentos me encantó, en otros me
aburrió y hubo algunos pasajes en los cuales directamente me angustió.
No puedo dejar de recordar las sensaciones que
tuve al verla, sinceramente, no muy diferentes de las que refiere Rodolfo. Pero éste no es un encuentro de cine-debate
sino una sesión de análisis, así que no hago comentarios al respecto. Al menos no hoy.
- ¿Y Valeria?
- Valeria se veía divertida. Era una muy abierta de cabeza. Le causaba gracia cierto enojo feminista que
había en la sala. Pero ella se detuvo en
las cuestiones más visuales, ese mar hecho con telas que flameaban al viento, lo
cual no era raro, pues después de todo era arquitecta. Durante la reunión habíamos cruzado algunas
miradas. Cuando terminó nos quedamos
todos un rato en la vereda. Era
invierno. Se puso un gorrito de lana
rojo que sacó de su cartera y se subió el cuello del abrigo. Metió las manos en el bolsillo y me sonrió
con nariz roja a causa del frío. Estaba
hermosa.
Queda capturado por ese recuerdo. Se abstrae del mundo unos segundos, y yo lo
dejo.
- ¿Qué pasó después?
- Algo raro.
- ¿Raro?
- Sí.
Yo, que era un ganador que venía llevándome todas las minas por delante
no supe qué decir. La gente se fue
retirando y nos quedamos solos en la vereda.
Era evidente que ninguno de los dos tenía ganas de despedirse. Entonces me miró y me dijo: <<Hace frío, ¿Me invitás con un café?>>
Queda callado.
Se ha transportado en el tiempo, algo que suele ocurrir en
análisis. Hay situaciones que no se
recuerdan, sino que se reviven. El
paciente vuelve a ubicarse en el mismo estado psíquico y emocional que tenía en
el momento del suceso. Esto puede
observarse con gran claridad cuando se conectan con un hecho traumático. He visto pacientes que tuvieron verdaderas
regresiones en sesión, temblar y asustarse como si el hecho del pasado les
estuviera ocurriendo en el momento presente.
Pero, como en este caso, no siempre el fenómeno
se asocia a hechos desagradables.
- ¿Y vos la invitaste?
- Obvio.
Habremos entrado en el café a las nueve de la noche. Nos pusimos a hablar con una naturalidad
sorprendente. Me gustaba mirarla, me cautivaba
el sonido de su voz, su risa. Era muy
fuerte lo que nos estaba pasando y perdimos totalmente la noción del
tiempo. Cuando miramos la hora eran las
tres de la mañana y no nos habíamos dado cuenta. Todo se dio de una manera tan
espontánea. Estábamos en el centro y
ella vivía en Belgrano, a tres cuadras de Cabildo y Juramento. ¿Ubicás?
- Sí.
- <<¿Vamos?>> - me preguntó -. Y yo asentí.
Nos fuimos caminando y conversando.
Yo estaba en las nubes, no lo podía creer. Si te digo algo ¿no te vas a reir? Creo que me enamoré de ella en ese mismo
instante.
Me mira.
- La acompañaste hasta su casa.
- Por supuesto.
- Y al llegar, ¿qué pasó?
- Nos despedimos y nos intercambiamos los
números de teléfono.
- ¿No te invitó a pasar?
- No.
Valeria era muy perceptiva. Creo
que se dio cuenta de que yo no quería entrar.
- ¿Ah, no?
¿Y por qué?
- Porque, como te conté, estaba cansado de
salir con mujeres con la que indefectiblemente terminaba en la cama casi por
obligación. Esta vez quería que fuera
diferente.
- ¿Y no creés que, de todos modos, con ella
hubiera sido diferente?
Piensa.
- Seguramente.
- Pero bueno, vos a veces tenés ese mecanismo,
¿no?
- ¿Cuál?
- El de no permitirte hacer por placer cosas
que sí hacés por obligación.
Recibe el golpe. Hace silencio y se queda pensando.
- Creo que sí.
Error.
No era el momento para esa observación.
Después de muchas sesiones Rodolfo había vuelto a tener un discurso
fluido, a conectarse con sus vivencias y yo acabo de empujarlo nuevamente al
mundo del pensamiento obsesivo. Tengo
que salir rápidamente de aquí.
- ¿Y cuál era la sensación que tuviste al
quedarte solo luego de este encuentro tan fuerte?
- Disculpame, me quedé enganchado con lo que me
dijiste. Es cierto que muchas veces
actúo de es manera. Tenés razón.
- Rodolfo, me parece que es importante entonces
que tomemos nota de este modo de actuar.
Seguramente lo vamos a ir identificando en diferentes situaciones de tu
vida, pero hagámoslo con calma. No se
trata de que ahora te pongas a hacer una lista de las veces en las que creés
que utilizas este mecanismo. No tenés
que hacer los deberes para la clase que viene.
¿Dale?
- Sí.
- Bueno, mejor.
Pero aún no respondiste a mi pregunta.
- ¿Cuál?
- ¿Qué te pasó después de despedirte de
Valeria?
Silencio.
- Me fui sintiéndome muy extraño, y muy
vivo. Estaba conmocionado.
Se ríe.
- ¿Qué pasa? – le pregunto.
- Que yo vivía en La Boca.
Desde chico viví allí, y me fui hasta casa caminando
sin darme cuenta. Pensando en ella y en
lo mágico del encuentro. ¿Te das cuenta? Creo que fue una de las noches más lindas de
mi vida.
Silencio.
- ¿Cómo siguió la historia?
- Al otro día, cerca de las tres de la tarde,
me llamó.
Vuelve a sonreír. Es evidente que esos momentos de su vida
fueron muy felices y quedaron grabados fuertemente en su memoria y en su
corazón.
- ¿Sabés qué me dijo?
- No.
- Me preguntó dónde cenábamos esa noche.
Yo también me sonrío. Imagino la situación y no puedo evitarlo.
- ¿Y vos qué le respondiste?
- Le di un lugar y una hora. <<Ahí estaré>>, me respondió.
Silencio prolongado.
- Y así fue como empezamos a vernos. Y no dejamos de hacerlo nunca más. Hasta que…
- otra vez su angustia – se murió.
Estira la mano y toma la caja de pañuelos.
- Es increíble – continúa.
- ¿Qué cosa?
- Que hayan pasado doce años de esto que te
estoy contando. Que haga diez años que
Valeria está muerta.
- ¿De qué murió Valeria, Rodolfo?
- De un linfoma de mediastino.
Sé de qué se trata.
- ¿Querés hablar de eso?
Me mira.
- Hoy no, por favor.
- Está bien.
No hay problema.
- Es más.
¿Te puedo pedir algo?
- Sí, claro.
Suspira.
- ¿Me puedo ir?
- ¿Pasa algo malo?
- No.
Simplemente que me gustaría quedarme con esto que estuvimos
hablando. Lo que ocurrió después fue tan
fuerte que casi nunca puedo detenerme en los primeros momentos, los lindos, los
de esa ilusión que duró tan poco.
Su pedido es auténtico. Tiene derecho a estar un rato a solas con sus
recuerdos, a pensar en esa ilusión que duró tan poco… tan poco. ¿Cuánto le duró a Rodolfo ese sueño? Aún no lo sé, pero intuyo que ahí hay algo
importante.
A la siguiente sesión entró en el consultorio
muy serio y se sentó frente a mí. Casi
ni me saludó.
- ¿Qué pasa? – le pregunté.
- Supongo que hoy tengo que hablar de la
enfermedad de Valeria.
Niego con la cabeza.
- No tenés la obligación de hacerlo. Solamente si querés.
- Te lo agradezco, pero siento que no voy a
poder seguir adelante hasta que no te cuente cómo fueron las cosas. Así que prefiero hacerlo de una vez.
- Como quieras.
Se toma unos segundos.
- ¿Te acordás que comenté que al otro día de
conocernos fuimos a cenar?
- Sí.
- Bueno, yo había elegido un lugar íntimo y muy
cálido. Entramos, encargamos la comida,
pedimos un vino y nos miramos un rato largo, con la copa en la mano. Yo iba a decir algo pero ella me detuvo. ‹‹¿Qué pasa?›› – le pregunté. Me pidió que no dijera nada, que simplemente la mirara. Sus ojos se llenaron de lágrimas y me dijo
que se había enamorado de mí y que lo decía muy en serio. Yo iba a responderle, pero me hizo señas con
la mano para que me callara. ‹‹Déjame a
mí››, me ordenó. Me miraba de una manera
tan especial, que me sentí recorrido por una profunda emoción, pero al mismo
tiempo comprendí que algo le estaba pasando, aunque no supiera qué. Unos segundos después ella apretó los ojos y
agachó la cabeza. Yo quería interrumpir
ese momento. Al cabo de unos segundos me
miró y me dijo: ‹‹Brindemos por habernos
conocido. Y porque después, cuando
salgamos de aquí, mientras hagamos el amor, te voy a contar un secreto››.
Hace una pausa en su relato. Sostengo el silencio unos minutos.
- ¿Y fueron?
- Sí, fuimos.
¿Cómo hago para explicarte lo que sucedió? ¿Creés en los milagros?
- …
- No importa.
Yo tampoco creía, hasta ese momento.
- Contame cómo fue.
- Fuimos a su departamento. Era como ella, pequeño y hermoso. Cuando entramos se descalzó y de la mano me
llevó hasta el cuarto. Yo había salido
con muchas mujeres, vos lo sabés, pero me sentía un debutante. Casi temblaba cuando se recostó en la
cama. Nos besamos durante mucho
tiempo. Yo no me animaba ni siquiera a
tocarla, como si temiera romper alguna clase de hechizo. Como siempre, ella tomó las decisiones. Se soltó el pelo, se quitó el suéter y me
miró. ‹‹Dale, seguí vos››, me dio y se acostó con los ojos cerrados. Las desvestí con toda la delicadeza de que
era capaz y la besé durante mucho, mucho tiempo. En un momento ella me miró y me dijo: ‹‹Por
favor, haceme el amor››. Y yo entré en
ella despacito, como si temiera lastimarla.
Y así estuvimos largo rato.
Entregados a una dulzura apasionada.
Se detiene.
Está llorando. Con ese llanto
calmo que produce el recuerdo de los momentos bellos.
- Es la primera vez que hablo de esto.
No hago ningún gesto, no digo nada. No quiero aportar ni el más mínimo estímulo
que pueda condicionar su relato. Me está
mostrando un espacio sagrado de su vida.
Y se lo agradezco de la mejor manera que puedo, cuidando este momento de
su análisis con todas las herramientas que tengo.
Pasan los minutos.
- En un momento me tomó la cara entre las manos
– continúa -. ‹‹Mirame››, me dijo, ‹‹te
voy a contar un secreto›. Yo
asentí. Sus labios empezaron a temblar y
se puso triste, muy triste. ‹‹¿Qué
pasa?›, le pregunté. Ella me acarició y
me dijo: ‹‹Me voy a morir››, y… y me
apretó contra su cuerpo.
Ahora sí su llanto es angustiado. Siento admiración por él. Hay que ser muy íntegro para mostrar el dolor
de esa manera. La sociedad nos ha
enseñado que los hombres no lloran, que esas son cosas de mujeres. Y aquí tengo, delante de mí, a un hombre
capaz de abrir su corazón sin sentir la menor vergüenza.
Cuánto dolor guarda en su interior. Cuánta pérdida, cuánto duelo.
Miro el reloj y me doy cuenta de que en cinco
minutos tengo otro paciente. Le pido
disculpas y salgo un segundo del consultorio.
- Por favor – le digo a mi secretaria -, llamá
a Hernán y avisale que no voy a poder atenderlo. Pedile disculpas de mi parte y arreglá otro
horario. Después le explico.
- ¿Qué, te vas?
- Al contrario.
No pienso salir del consultorio.
Voy a la cocina a buscar un vaso de agua. Rodolfo seguramente lo necesita, pues la
sesión de hoy va a ser muy larga.
Ese mismo día, abrazados en la cama, Valeria le
había contado todo acerca de su enfermedad.
Le dijo que no podía darse el lujo de perder tiempo para decir lo que
sentía, que se daba cuenta de que este no había sido un encuentro más para
ninguno de los dos, y que no quería mentirle en nada para que él pudiera
decidir qué quería hacer.
Rodolfo había vuelto a su casa con una mezcla
de emociones que no podía ni siquiera identificar. Miedo, felicidad, angustia, incredulidad,
bronca, dicha. Su cabeza era un
torbellino de ideas e imágenes que se le presentaban sin orden alguno.
Valeria le había pedido que no la llamara por
dos días. Ése era el tiempo que le iba a
dar para pensar si quería o no compartir con ella lo que le restaba de
vida. ¿Años, meses? No lo sabía.
- Si querés – le había dicho -, podés no
llamarme más. De todas maneras te voy a
guardar en mi alma para siempre. Pero si
me llamás, tené en cuenta que no quiero estar con alguien que me duele en
vida. Si te quedás conmigo, mi muerte no
va a ser tema de conversación cotidiana.
Vos elegí.
- ¿Y vos qué hiciste? – le pregunté.
- Le dije que yo no necesitaba pensarlo. Pero no me dio bola. Me dijo que no lo hacía por mí sino por
ella. Obviamente, a los dos días la
llamé.
Rodolfo sonríe.
Tiene la mirada perdida. De a
poco se relaja. Se siente feliz.
- Dale – le digo-, date el gusto.
Me había dicho que
nunca tuvo oportunidad de hablar de aquellos momentos, los que aún conservaban
esa ilusión que le había durado tan poco.
Yo ahora sabía que realmente había sido demasiado poco: solamente un
día. Porque a partir de ahí aunque él
intentara negarlo, la idea de la muerte de Valeria seguramente estuvo presente
en cada instante de la relación. No
puede alguien, aunque ponga todo su esfuerzo, olvidarse de algo tan terrible y
comportarse como si esa espada de Damocles no estuviera acechando sobre su
cabeza.
Sin embargo, habla de
esos momentos iniciales de su relación con mucha alegría. Sus recuerdos están llenos de noches largas
de conversaciones, risas y una conexión sexual maravillosa.
- Hacer el amor con
ella era algo supremo, milagroso. Nos
quedábamos mirándonos emocionados. No lo
podíamos creer. Además, hubo otro tema
que para mí fue muy importante.
- ¿Cuál?
Hasta el día que la
conocí yo era un tipo de amistades superficiales. Salía siempre con amigos a los que solo les
interesaba la joda y con los que no se podía conversar de nada serio. – Lo mismo que con la familia de Julieta,
pensé, pero opté por no decirlo. –
Valeria me ayudó a correrme de ese lugar, me presentó a su familia y me integró
inmediatamente a sus afectos. Así conocí
un grupo de personas increíbles, nobles e inteligentes que son hoy mis verdaderos
amigos, los que más quiero en la vida. Ése
fue otro de los regalos que me dejó.
Sabés que soy hijo único, pero a partir del día en que la conocí ya no
volví a estar solo nunca más.
Se hace un gran
silencio. Espero para ver si continúa,
pero no lo hace. Yo tampoco digo
nada. Me quedo pensando en esa última
frase. Rodolfo acaba de decir que ‹‹no
volvió a estar solo nunca más››.
Y de eso estoy seguro,
porque Valeria no le debe haber abandonado ni un solo día. Qué difícil debe ser vivir desde hace tanto
tiempo, aunque sea por un rato, sin fantasmas que lo habiten.
Veo el horizonte de
nuestro trabajo y lo imagino como una especie de exorcismo. Pero él ¿querrá que yo lo ayude a arrancarla
de su vida?
A las pocas semanas de
haberse conocido se fueron a vivir juntos y se dedicaron a disfrutar el uno del
otro todo el tiempo que pudieron.
Dos años.
Eso fue lo que duró ese
amor, el tiempo que la enfermedad le dio a Valeria.
Tres sesiones después
de haber abordado el tema, fuimos llegando al desenlace de la historia.
Valeria no respondía a
los tratamientos médicos y el final se hacía inminente. Incluso él, que tanto lo había intentado, no
lo pudo seguir negando.
Ella se comportaba con
mucha valentía, pero las internaciones se habían hecho cada vez menos
espaciadas y, debido a su estado general, los médicos suspendieron la
quimioterapia.
Recuerda con claridad
aquel último día.
Valeria había estado
muy caída, sin energía y le costaba respirar.
Hacía una semana que él no se movía de su lado.
- Aquella noche le
ofrecí algo de comer y se rio. <<¿Quién piensa en comer en este momento? Vení, acostate conmigo.>>
Narra todo esto con voz
pausada, los ojos brillosos y una extraña sensación de paz. Continúa:
- Me acosté y le empecé
a acariciar la cara. <<¿Estoy fea?>>, me preguntó.
Y yo le dije que no, que estaba tan linda como siempre. Me miró y me dijo… - se interrumpe.
- ¿Qué te dijo?
- Me dijo: <<Haceme el amor, entonces>>. Yo la
besé, la abracé y me puse a llorar. Me
di cuenta de que se moría y que era la última oportunidad que tenía de hablar
con ella. ¿Vos sabés lo que se siente al
mirar a alguien sabiendo que es la última vez que lo ves? ¿Querer guardarse el sonido de esa voz que no
vas a escuchar nunca más? ¿La impotencia
de ver que le cuesta respirar cada vez más y vos no podés hacer nada? No sabés lo que duele ver morir a una persona
que se ama tanto.
Claro que lo sé. Imágenes muy fuertes y dolorosas me asaltan
desde la memoria. Me impactan, me
duelen. De un modo tan potente que casi
no me dejan pensar. Pero éste no es el
espacio para mi dolor. Respiro
profundamente e intento expulsar esos rostros queridos y ausentes que, de
golpe, se han hecho presentes. Me tomo
unos segundos y vuelvo a concentrarme en lo que realmente importa en ese
momento: Rodolfo.
- ¿Entonces?
- Le dije que la amaba,
que no me quería quedar solo. <<¿Qué voy a hacer sin vos? ¿No ves que no voy a poder seguir viviendo?>> Me miró
y me estrechó entre sus brazos. Yo me
dejé abrazar y en un momento me di cuenta de que ella me estaba consolando a
mí.
- ¿Te dijo algo?
Asiente con la cabeza.
- Me dijo: . <<Rubio hermoso, valió la pena vivir para amarte
a vos>>. Se quebró y continuó diciendo: <<Pero podrías haber llegado un poco antes ¿no?>>.
La fuerza de su relato
me está abofeteando. Siempre trato de
escuchar palabras, no imágenes. Pero
esta vez no puedo, y las cosas que me cuenta pasan por mi cabeza como escenas
de una película. Casi puedo imaginarlos
abrazados, despidiéndose, intentando evitar lo inevitable. Ella pálida y delgada, pero aún hermosa. Él, sano y fuerte pero temblando como un
chico.
La voz de Rodolfo me
trae nuevamente a la realidad.
- <<Abrazame>>, me dijo. <<Tengo miedo>>.
- ¿Y vos que hiciste?
- Le dije que iba a
llamar a la ambulancia. Pero cuando
intenté levantarme de la cama me rogó que no lo hiciera. <<No me quiero morir sola, rodeada de
desconocidos vestidos de blanco. Me
quiero morir aquí, con vos… en tus brazos, sintiendo tu olor, escuchando tu
voz. Por favor, es solo un poco
más. No me dejes ahora, acompañame hasta
el final.>> Y así fue. La abracé y le acaricié la espalda. A ella le gustaba eso, siempre se dormía así.
- ¿Después que pasó?
- Me sobresalté al
darme cuenta de que yo también me había dormido. Le acaricié la cara y la miré: ya no estaba,
se había muerto.
Silencio.
- Y vos ¿que hiciste?
Tarda en responder.
- Me puse a
llorar. La abracé fuerte, muy
fuerte. Y me volví a dormir hasta la
mañana siguiente.
Respiro profundo.
Quien crea que a los
psicólogos no nos pasa nada cuando escuchamos a un paciente, se equivoca. A veces las emociones nos asaltan con una
fuerza increíble. Pero debemos, eso sí,
tener la lucidez necesaria como para evitar que nublen nuestro hacer. Por momentos es muy difícil. Y éste era uno de esos momentos.
Rodolfo se quedó en
silencio el resto de la sesión. Yo
también.
A partir de entonces,
el análisis de Rodolfo empezó a discurrir entre dos frentes: el de su pasado y
el de su presente. Por un lado estaban
los años de donjuanismo, como los llamaba, que habían terminado con la llegada
de Valeria. Por el otro, los años de
abstinencia casi rigurosa que habían seguido hasta la llegada de Julieta. En mi mente veía estas dos situaciones
claramente: siete años de desenfreno y la llegada de Valeria poniendo fin a
esto. Siete años de abstinencia y la
llegada de Julieta reintegrando a Rodolfo a la vida erótica. El esquema era obsesivamente simétrico y,
seguramente, tenía un sentido. Pero,
¿cuál? No podía encontrarlo.
Y esto me ha pasado
muchas veces: el caso se empantana.
Tengo elementos a la vista, pero no puedo saber qué significan. El paciente habla, viene, cumple y aun así el
sentido oculto no aparece. Y como
analista, suele ser un momento bastante difícil. Vuelvo una y otra vez sobre las sesiones
pasadas intentando encontrar la llave que abra el significado que se enmascara
en las palabras y los actos de mis pacientes.
Incluso me enojo conmigo mismo. <<No puede ser.
Tiene que estar por acá>>, me digo.
Y nada.
- Gabriel – me había
dicho cierta vez mi analista -, debe moderar su ansiedad. El sentido de las cosas se comporta a veces
como la cola de los perros. Si usted lo
persigue enloquecido, siempre se le escapa.
En cambio si se relaja y camina tranquilo, lo sigue por detrás. O como decía otro gran maestro: no se
desespere buscando, simplemente relájese y encuentre.
Debo reconocer que, a
pesar de los años de experiencia que tengo, manejar esa ansiedad sigue siendo
una de las cosas que más me cuesta.
Sobre todo cuando percibo que estoy cerca. Es una sensación que se siente con mucha
fuerza, que invade con la omnipotencia
de lo inevitable. Pero falta un poco
más. El velo aún no se corre. Y hay que saber esperar, porque uno mismo
puede ser el obstáculo para que ese sentido salga a la luz.
Necesitaba estar
tranquilo porque Rodolfo era, efectivamente, un hombre acostumbrado al
análisis. Y eso no siempre es bueno ya
que, así como esa experiencia puede allanar el camino, también ocurre que el
paciente tiene una gran percepción de los vaivenes del analista y unos
mecanismos de defensa que han aprendido a sobrevivir a los señalamientos y las
interpretaciones. Son, como decía un
amigo, lechuzas cascoteadas.
Recuerdo que un sábado
a la mañana, mientras buscaba un marco para reflexionar fríamente sobre el
caso, tomé su historia clínica y me fui a un bar. Es un ámbito que me ayuda a pensar, que me
distiende, que me permite sostener una atención flotante ya que voy del caso a
la gente que pasa, del contenido de la sesión al bocinazo, del recuerdo
angustioso al sabor del café amargo.
A ver: pensemos.
Los neuróticos repiten
– me dije -. Y aquí hay claramente una
repetición de dos ciclos de siete años seguidos por la aparición de una mujer
que… Me quedé sorprendido, porque había
otra coincidencia que no había percibido: seguidos por la aparición de una
mujer que le duró dos años. Porque
también Julieta se había quedado en la vida de Rodolfo dos años. Una lo dejó porque se murió y la otra porque
lo abandonó. Pero Rodolfo reconoció que
él mismo había provocado ese abandono.
Es decir que él se había encargado de que la duración fuera de dos años,
igual que con Valeria, cerrando así un círculo perfecto.
¿Y ahora que
vendría? ¿Otros siete años de qué?
Algo debía hacer yo
para torcer esta repetición calcada e involuntaria que se le imponía a
Rodolfo. ¿Pero qué? ¿Dónde estaba el secreto? En ese instante recordé. Cursaba el profesorado de matemática y estaba
trabajando infructuosamente hacía casi una semana con un ejercicio de
álgebra. Un día, en una de sus clases,
el profesor Foncuberta, titular de la cátedra, se acercó a mi mesa.
- Lo veo muy preocupado – me abordó.
Asentí.
- Es que hace días que vengo lidiando con este
ejercicio y no le encuentro la vuelta.
- ¿Me lo deja ver?
Tomó la hoja y se quedó mirándola. A los pocos segundos me la devolvió con una
sonrisa.
- Mire, así no lo va a resolver nunca.
Lo miré extrañado.
- ¿Por qué?
- Porque le falta un dato. En matemática es necesaria una cantidad
mínima de elementos para encarar la resolución de un problema. Y usted está trabajando con uno menos. Mire bien, haga una lista de los datos que
tiene y va a ver cómo aparece el que le falta.
Una vez que lo identifique, vaya y trabaje para averiguarlo y cuando lo
tenga, ahí si, encare la resolución del problema. Si no, va a trabajar inútilmente.
Aunque parezcan dos mundos totalmente
diferentes, el pensamiento matemático está muy cerca del pensamiento
psicoanalítico. Y aquel recuerdo me dio
una pista. ¿Podría estar cometiendo el
error de intentar la solución del enigma antes de tener todos los datos
necesarios? Estaba seguro de que así
era. Era casi un hecho que me faltaba al menos un elemento para descifrar el
jeroglífico que me proponía Rodolfo.
¿Pero cuál?
Me tomé toda esa mañana para pensarlo. Cuando vino a la siguiente sesión tenía una
pregunta para hacerle.
- ¿A qué edad ingresaste en la facultad?
Me mira sorprendido. Se sonríe.
- Veo que vamos a cambiar un poco el ángulo de
la información – dice en broma.
- ¿Te molesta?
- No. Lo
que pasa que no me lo esperaba.
Su respuesta es gratificante. Nada peor puede pasarle a un analista que
obtener como respuesta del paciente la siguiente frase: <<Sabía que me ibas a decir eso>>.
No solo provoca una herida narcisista sino que
nos indica que no estamos bien orientados, que no le estamos sirviendo. Debe haber algo de sorpresivo, de novedoso en
el señalamiento del analista. Y en un
caso como éste, con un paciente que se desplaza con tanta comodidad en
análisis, más aún. Por eso recibo con
agrado su contestación.
- Me gustaría que habláramos de esa etapa de tu
vida, si no te molesta.
- Para nada. Fue hace tanto tiempo. Yo era poco más que un nene. Terminé la secundaria e ingresé a la Facultad. Mi familia era de condición
humilde, así que tuve que trabajar y estudiar al mismo tiempo. Pero la verdad es que, más allá del
sacrificio, la entrada a la
Universidad significó para mí la apertura a un mundo nuevo.
- ¿En qué sentido?
- Mirá, yo soy un
hombre que está orgulloso de la familia que tuvo.
- ¿Pero?
- Pero la gente que
conocí en ingeniería era distinta. Tenía
otros intereses, otros temas de conversación, otra manera de pensar.
- ¿Te integraste
fácilmente?
- No. Ya te lo dije, nunca tuve demasiados amigos y
siempre fui un poco cerrado. Pero al
menos espiaba de cerca un mundo diferente del que yo conocía.
- Hablemos un poco de
eso.
- Yo inicié mis
estudios universitarios en una época difícil.
Pensá que ingresé en el setenta y ocho.
La mano estaba pesada para los estudiantes. Algunos compañeros, incluso la pasaron
bastante mal. Y a eso sumale que yo aún
tenía ganas de estudiar música.
- ¿No se te ocurrió
hacerlo a pesar de la oposición de tu madre?
Abre más los ojos y se
ríe.
- Mi vieja nunca te
daba una opinión: te daba una orden.
- Y vos obedecías.
- Siempre.
Se entristece un poco.
- ¿En qué te quedaste
pensando?
- En que era un poco
agresiva y…
- ¿Y vos le tenías
miedo?
Asiente con la
cabeza. Me doy cuenta de que se debate
entre la tristeza, la bronca y la culpa que le genera tener estos sentimientos
encontrados con respecto a la figura de su madre.
Al preguntarle por su
ingreso a la Facultad
lo había llevado a sus dieciocho años, al final de sus estudios secundarios, a
esa etapa en la cual un adolescente enfrenta al mundo y lo contrasta con su
familia. Es un período que suele ser
conflictivo y él no había escapado a esto.
Aunque en este caso, el conflicto parecía exacerbado
La figura de su madre,
enorme, idealizada y prepotente al mismo tiempo, había resultado algo demasiado
difícil de resolver para Rodolfo. Sus
actitudes límites lo desconcertaban todo el tiempo. Por un lado, instaba a su padre a que lo
ayudaran económicamente para que pudiera estudiar, y por otro, jamás lo
estimulaba con el reconocimiento.
Su carácter fuerte la
hacía apareceer por momentos como agresiva, y Rodolfo recuerda haber tenido
mucho miedo de sus actitudes. Cualquier
discusión le hacía temer que todo terminara en un escándalo, ya sea con los vecinos,
como en el caso de Amelia, con desconocidos o con los propios miembros de su
familia.
Y así Rodolfo pasó esa
etapa en la cual se termina de reafirmar la personalidad, en su caso también la
virilidad, entre el ejemplo valiente y noble de una familia humilde que con esfuerzo
se sobrepone a sus limitaciones y el temor y la desautorización permanentes.
Lo que se había
iniciado con una inocente pregunta sobre su pasado universitario derivó en un
tema angustiante y conflictivo: su relación con su madre, el amor y el odio, la
admiración y la vergüenza que al mismo tiempo le había provocado y, como no
podía ser de otra manera, la importancia que esto tuvo en la formación de su
personalidad.
Muchas sesiones las
dedicamos a hablar de esta etapa de su vida.
Mientras tanto, a pesar de la ruptura.
Rodolfo se acostaba cada tanto con Julieta, salía con una mujer
desconocida o hablaba conmovido de su historia con Valeria. Todo parecía muy mezclado en su cabeza. Sin embargo, a pesar de las diversas
temáticas que surgían, yo no quería dejar escapar su problemática edípica.
- ¿Tu papá qué hacía
ante estas actitudes de tu madre?
- Mi viejo era un cagón
– dice y baja la cabeza -, incapaz de contradecirla y mucho menos de
enfrentarla. Incluso cuando mi vieja se
la agarraba conmigo, él se quedaba calladito a un costado. No se metía nunca. A lo mejor después, cuando ella se iba, se
acercaba a consolarme.
- ¿Y qué te decía?
- <<Ya sabés cómo es tu madre>>. Y yo
nunca supe si eso era una crítica o un halago.
Parece mentira.
Lo miro.
- ¿Qué parece mentira?
- Que una mujer como
ella terminara como terminó.
Le doy unos segundos y
hago la pregunta.
- ¿Cómo terminó tu
mamá?
Hace un breve
silencio. Está recordando y, por su
gesto, ese recuerdo le duele.
- Hecha mierda, dando
lástima.
- Contame.
- Mi vieja nunca se
había cuidado demasiado. Vino de Polonia
siendo muy chica y empezó a trabajar desde entonces haciendo lo que podía. Fue de todo.
Costurera, cocinera, limpió casas por hora. Lo que hubiera… Claro, mi papá era albañil y a veces no había
trabajo. Entonces ella, desde siempre,
fue la que paró la olla. Incluso tengo
imágenes de chico acompañandola a alugna casa o a buscar los pantalones que cosía. Pero es todo muy borroso en mi memoria –
pausa -. Hubo una época en la que ella
comía y bebía demasiado, fumaba mucho, descansaba poco y siempre estaba
nerviosa.
- Es decir, que siempre
estaba al límite de su tolerancia psíquica.
- Y física.
Asiento.
- Un día – continúa –
llegué a casa y encontré a mi papá llorando.
Me dijo que mi vieja se había descompuesto y la habían internado. Nadie sabía muy bien qué le había
pasado. Me estaba esperando para que me
hiciera cargo. Claro, mi viejo era un
inútil que no podía manejar la situación.
- ¿Qué hiciste,
entonces?
- Fui hasta el
hospital. El médico me informó que había
tenido un ataque de presión. No te voy a
torturar con términos técnicos, pero la verdad es que era grave. No se sabía si iba a salir o no de ese
trance.
Silencio.
- ¿Salió?
Me mira.
- Ojalá no lo hubiera
hecho.
- ¿Por qué?
Niega con la cabeza.
- Porque las secuelas
fueron gravísimas.
- Contame.
- Ya no volvió a
trabajar nunca más. Apenas si podía
trasladarse y siempre con ayuda de alguno de nosotros. Se babeaba todo el tiempo y se le caía la
comida de la boca, le costaba hacerse entender al hablar. Hasta se cagaba encima – su voz tiembla al
decirlo -. Y lo peor era que se daba
cuenta.
-¿Protestaba?
- No, jamás. Pero a veces me miraba mientras la limpiaba o
le daba de comer y se le caían las lágrimas.
Pobre vieja. Para una mujer como
ella, con su energía, con su carácter, verse reducida a eso debe haber sido
terrible.
- Supongo que para vos
también.
- Sí. Me costaba reconocer a mi madre en ese ser
indefenso que no podía hacer nada sola.
Mi vieja – se conmueve al decirlo – había perdido la dignidad. – Esa palabra, dignidad, lo persigue. Está presente todo el tiempo en su
discurso. - Y aunque suene cruel, debo decir que por
suerte no duró mucho.
Mi corazón se
acelera. Casi sin querer demoro la
pregunta unos segundos. Pero no me queda
otra que hacerla.
- ¿Cuánto tiempo más
vivió?
Me mira sin advertir la
tensión que estoy sintiendo. Se toma
unos segundos como si estirara el momento de intriga. Por fin responde.
- Casi dos años.
No digo nada, pero
secretamente esperaba esa respuesta.
Esos años que había
durado la agonía de su madre habían sido muy difíciles para Rodolfo. Ante la falta de carácter de su padre,
rápidamente tomó el mando y pasó a ocupar el lugar del <<hombre de la familia>>. Todas
las decisiones le eran consultadas y nadie daba un paso sin tener su
aprobación.
- ¿Vos cómo te sentías
con todo esto?
- Mal, pero no me
quedaba otra que aceptar las cosas. Casi
te diría que lo viví como algo injusto, pero natural.
- ¿Por qué injusto?
- Porque nadie me
consultó si yo quería ocupar ese lugar y cargarme la familia al hombro. Yo tenía otros planes para mí. Pero acepté sin protestar y, sin preguntarme
demasiado, renuncié a mis anhelos personales para cumplir con las expectativas
de la familia.
- ¿Qué anhelos?
- Pensaba hacer un
máster luego de recibirme. Viajar,
perfeccionarme y conocer el mundo. Cosas
que nunca pude hacer.
Lo escucho en
silencio. Un nuevo sueño
incumplido. Tal vez ésa haya sido una de
las cosas que le atrajo de Julieta. Ella
sí había podido hacer todo eso.
- Papá no podía hacerse
cargo de la situación y mamá ya no podía trabajar. Había que cuidarla, pagar sus remedios y
mantener la casa. Todo no íbamos a poder
sostenerlo…
- ¿Y renunciaste vos?
- Sí. Pero bueno, no fue tan terrible. Por suerte me recibí y me llevé el teléfono
de algunas compañeras que más tarde utilicé – sonríe -. Me fui acomodando en el trabajo, fui
progresando de a poco y desarrollé una profesión que me permitió vivir bien y
ser un hombre exitoso.
No digo nada, pero si
pudiera escucharse se daría cuenta de que su modo de decirlo no es el de un
hombre que se siente exitoso. Pero no
busco con preguntas. Sigo encontrando. Ya tengo un dato más, pero me falta al menos
uno.
Estábamos trabajando
sobre toda esta temática cuando algo desvió la atención de Rodolfo hacia un
hecho del presente. Había aparecido en
su vida una mujer: Analía. La había conocido
en casa de Lorena, la mejor amiga de Valeria con la cual se visitaban cada
tanto. Tenía veinticinco años y era la
hermana menor de Lorena. Lo cierto es
que Rodolfo se había sentido fuertemente atraído por ella.
- Yo te conozco – le
había dicho Analía no bien lo vio.
- ¿Ah, sí?
- Claro. Vos eras el esposo de la Tía Valeria. Algunas veces estuviste en casa cuando yo era
chica.
La tía Valeria. Esa frase lo impactó.
- ¿Te das cuenta? – me
dijo.
- ¿De qué debería darme
cuenta?
- De que yo conocí a
esta criatura hace como quince años.
- De todas maneras ya
no es ninguna criatura. El tiempo no
solo pasa para vos, Rodolfo. Hablame de
ella.
La describe como una <<chica>> muy agradable, educada, linda y de gran
inteligencia, cosa que él valora mucho.
En cuanto la conoció se sintió tan impactado que hasta casi sin darse cuenta
dejó de salir con otras chicas. Incluso
interrumpió aquellos encuentros fugaces con Julieta.
Después de alguna
semanas de mails y mensajes de texto, se decidió a llamarla. No necesitaron demasiado tiempo para
comprender que algo les estaba pasando, pero él no quería concretar la relación
y mantenían sus encuentros en secreto.
- No es fácil coger con
una mujer que en realidad es casi una chica.
Él se sentía
culpable. Por un lado por la diferencia
de edad y por otro, porque era <<la sobrina>> de Valeria y, a pesar de todo lo bueno que
contaba de Analía, no dejaba de agredirla.
- En el fondo no es más
que una pendeja.
- ¿Por qué decís eso?
- Porque sí. Porque es una nena de mamá. Los viejos le pagan los estudios porque ni
siquiera trabaja. Te juro que a veces me
dan ganas de mandarla al carajo.
- Supongo que por algo
no lo harás.
- Seguro, pero no me
preguntes por qué, porque no lo sé. A
veces pienso si no me quedaré con ella de masoquista que soy.
Yo no lo creía.
Pero lo cierto es que
Analía empezó a ser la destinataria de todas las broncas de Rodolfo. La comparaba con sus relaciones anteriores y
siempre salía perdiendo.
- Fijate que hasta
Julieta, que tuvo la vida en bandeja y se podría haber tirado sobre la cama a
contar plata, se encargó de viajar y crecer como persona. En cambio Analía…
- ¿En cambio Analía
que? – Lo interrumpo. Me mira. – A ver si entendí bien. Hasta donde yo sé es una mujer hermosa y
dedicada. Como vos, no nació en cuna de
oro y, también como vos, está a punto de recibirse con excelentes notas. ¿Verdad?
- Sí.
- Entonces no entiendo
por qué te enojás tanto con ella.
- Porque es una boluda
– responde, y continúa criticándola sin darle importancia a mi comentario
anterior.
Pero hay algo más que
me llamaba la atención: su carga de agresión era desmedida. No reconocía sus logros y se ponía muy
agresivo con ella y yo creía ver allí una identificación con ese rasgo que
tanto odiaba de su madre.
- Pero no entiendo –
dije -. Si realmente pensás todo eso de
Analía, ¿por qué no terminás tu relación con ella?
Suspira.
- Porque estoy
enamorado.
Sonrío.
- Me parece bien. Pero con el amor no basta.
Me mira.
- ¿Qué querés decir?
- Que el amor tiene
demasiada buena prensa ¿no te parece? – me escucha atentamente y me interroga
con la mirada -. Quiero decir que el
amor, como diría un matemático, es condición necesaria pero no suficiente para
que una pareja funcione; si no hay amor difícilmente pueda sostenerse una
pareja sana, pero que el amor esté presente no garantiza que se pueda llevar
adelante una relación placentera y feliz.
- ¿Hacen falta otras
cosas?
- Por supuesto.
- ¿Cuáles?
- El respeto, la
lealtad y el buen trato, por ejemplo.
Pero sobre todo la posibilidad de convivir en un clima que resulte
placentero, que dé ganas de vivirlo. Te
digo que muchas más veces he visto salir adelante parejas que, amándose un poco
menos, convivían en armonía que a las que amándose locamente no podían llevarse
bien por cuestiones de carácter.
- ¿Qué me estás
queriendo decir?
- Que por mucho que la
ames, si no lográs construir una relación que pueda ser vivida sin angustia, el
pronóstico de esta pareja es muy oscuro.
- Ella también dice que
me ama y que no podría vivir sin mí.
- ¡Qué romántico! ¡Me vas a hacer llorar!
Se ríe.
- ¿Me estás cargando?
- Sí, Rodolfo, porque
estar con alguien no implica no poder vivir sin él. Hace un tiempo hablamos de la diferencia
entre el deseo y la necesidad. ¿Te
acordás?
- Sí.
- Bueno, aquello que
trabajamos referido al sexo, también se aplica al amor. El amor sano no implica que alguien no <<pueda>> vivir sin el otro, porque eso sería
patológico. Implica que no <<quiere>> vivir sin el otro aunque pueda, que <<desea>> estar a su lado porque con esa persona su vida
es más plena que sin ella. De modo que
es muy lindo que se amen tanto, pero si vos seguís tan enojado y te cuesta
tanto aceptarla, con ese amor no hacemos nada.
Me mira y se queda en
silencio. No sé si está de acuerdo o no
con lo que le he dicho. No deja
translucir ninguna emoción. Simplemente
se queda pensando.
La relación de Rodolfo
y Analía avanzaba rápidamente. El nivel
de compromiso afectivo crecía día a día y era evidente el amor que había entre
ambos. Sin embargo él seguía muy enojado
con ella. ¿Por qué? Era la pregunta. Yo no encontraba la respuesta.
Unas semanas después
trae un sueño a sesión.
- Yo vengo caminando
por una calle oscura. Percibo ruidos,
gritos y movimientos extraños. Me acerco
y veo dos policías discutiendo con un hombre.
A uno de los policías no le veo el rostro. El hombre llora y les pide por favor que le
devuelvan una mascota que el agente sin rostro tiene en sus brazos. El policía le dice que no porque él no está
en condiciones de hacerse cargo de ella.
El hombre llora y le pide otra oportunidad, pero el policía le responde
que ya es tarde. En eso el policía me ve
y me dice: << Usted, venga. Necesito que sea
testigo de esto>>. Yo no
quiero, pero él me dice que debo hacerlo porque nadie puede negarse a hacer lo
que la ley obliga. Me angustio mucho.
Pausa.
- No recuerdo más.
Silencio.
- Rodolfo, vos ya sabés cómo es esto de
analizar los sueños. Así que empecemos.
Piensa un instante.
- Bueno, la calle no puedo ubicarla bien, pero
tengo la sensación de que la vi en alguna película o documental.
- ¿Recordás cuál?
- No.
Pero creo que era una película italiana.
Tal vez transcurría en Venecia, porque recuerdo el rumor del agua.
- Bien.
¿Qué más?
- Esos gritos, esos movimientos me remiten a
una discusión. Muy acalorada.
- ¿Por qué están discutiendo?
- Por la mascota.
- ¿Qué clase de mascota es?
- No sé, pero…
- ¿Sí?
- Me parece que un gato. Sí, es un gato.
- Decime algo de ese gato.
Piensa.
- Es un gato cualquiera, no es de raza. Es chiquito y en realidad no es un gato sino
una gata.
Noto en su voz que algún pensamiento lo ha
impactado. Se interrumpe la asociación y
queda mudo. Conozco la sensación. Algo lo angustió, algún recuerdo que intenta
reprimir está forcejeando por hacerse consciente. Percibo cómo la resistencia se alza con toda
su fuerza. Eso indica claramente una
cosa: del otro lado hay algo importante.
Debo ayudarlo a franquear esa muralla.
- Decime qué te sugiere esa gata.
- No lo sé.
Yo nunca tuve una gata.
Escucho. << Yo nunca tuve una gata.>>
Reflexiono un segundo y le pregunto.
- Me decís que vos nunca tuviste una gata. ¿Y quién sí tuvo una?
Piensa.
Resiste. Intenta. Se hace un silencio prolongado, después del
cual me mira.
- No lo puedo creer.
- ¿Qué?
- Lucía tenía una gata.
No apuro mi pregunta.
- ¿Quién es Lucía?
- Lucía es – se interrumpe y corrige -. Lucía fue mi primera novia.
- Hablame de ella.
Suspira.
Seguramente ha pasado mucho tiempo.
Necesita unos minutos para conectarse con esa parte de su historia.
- Vivíamos en el mismo barrio. Incluso nuestras familias eran amigas. Empezamos a salir cuando yo estaba en cuarto
año. Así que yo tendría dieciséis y ella
un año menos. ¡Era tan hermosa!
El sueño trajo a Lucía al presente. Veamos qué más tiene para decirnos.
- Rodolfo, decime: una calle oscura, rumores de voz, movimientos
extraños, el rumor del agua y Lucía.
Todos esos detalles, ¿te sugieren algo?
Se hace un silencio pesado, enorme. Cinco, seis minutos. No hace un solo movimiento. Ni siquiera me mira. Noto, eso sí, que su respiración se hace más
agitada. Por fin levanta la vista y me
mira. Está desencajado.
- Gabriel, yo nunca hablé de esto con nadie.
No es la primera vez
que usa esa frase en sesión. Pero esta
vez está impactado por lo que va a contarme.
- Te escucho.
Se toma su tiempo.
- Yo amaba mucho a
Lucía. Claro, con la inocencia de un
chico, pero nunca más volví a sentir por nadie lo que sentí por ella. Era tan hermosa que la miraba y no podía
creer que estuviera a mi lado. Nos
veíamos todos los días. Solíamos caminar
por las tardes, después del colegio. Lo
pasábamos tan bien, nos reíamos tanto… soñábamos un futuro juntos. La vida era un lugar tan hermoso en aquellos
días.
- ¿Qué pasó?
Se toma un respiro.
- Nosotros
acostumbrábamos a ir por un camino que llevaba a la ribera. (Yo
vengo caminando por una calle oscura.
Recuerdo el rumor del agua.)
Cuando llegábamos a la orilla nos quedábamos conversando y, con el
tiempo, ése fue también el lugar al que íbamos por las tardes a estar un rato a
solas. Te imaginarás ¿no? Era el sitio donde nos besábamos y nos
quedábamos abrazados. Pero jamás hicimos
el amor. En esa época no era fácil
acostarse con una chica (lo mismo había dicho con referencia a Analía). Había que tener paciencia. Y yo la tenía. Hacía casi dos años que estábamos de novios
cuando sucedió aquello.
Reparo en el tiempo que
duró la relación, pero no hago ningún gesto.
- ¿Qué sucedió?
- Era un día de
primavera. Se había hecho de noche y
casi no se veía nada. Estábamos
besándonos, tocándonos y entonces le dije… - se detiene un instante – que
quería verla desnuda. Que no iba a
hacerle nada, pero que necesitaba que nos abrazáramos desnudos.
Se pone tenso. Se lo nota contrariado, aprieta los puños y
una gota de sudor se desliza por su sien.
Aclara la voz y sigue.
- Ella era una nena, y
me amaba tanto.
Está tratando de
justificarla, como si hubiera hecho algo malo.
- ¿Qué pasó entonces?
- Después de un rato
logré convencerla. Le saqué la blusa y
me quedé mirando su corpiño blanco. Yo
estaba en una nube, te lo juro.
Torpemente se lo desabroché y se lo quité. Ella bajó la mirada y yo me quedé mirando sus
pechos tan pequeños, tan hermosos. La
abracé fuerte. << Tengo miedo>>, me dijo (lo mismo le diría Valeria muchos
años después, la noche de su muerte). Le
pedí que se relajara y le desabroché el pantalón. Me costó bajárselo al principio, pero una vez
que llegué a las rodillas, se deslizó suavemente hasta el piso. Recuerdo que metí mi mano por debajo de su
bombacha y la acaricié. Ella se sobresaltó.
Pequeña pausa.
- Gabriel, fue el
momento más feliz de mi vida.
Ahora la pausa es
mayor.
- Y como todos mis
momentos felices, me duró tan poco.
Respiro profundamente
al escuchar esa frase final que ha marcado su vida. Pero no puedo detenerme ahora.
- ¿Qué pasó, Rodolfo?
- Estábamos tan
excitados, tan unidos, cuando de repente se escucharon unas voces y unos pasos
que se acercaban. (Percibo ruidos, gritos y movimientos extraños.) Nos quedamos congelados, no sabíamos que
hacer. De repente la luz de una linterna
nos iluminó. Eran dos personas. Una, mi madre, pero la luz no me permitía ver
a la otra persona, la que llevaba la linterna.
Después supe que era el padre de Lucía.
(Me acerco y veo dos policías
discutiendo con un hombre. A uno de los
policías no le veo el rostro).
Silencio.
- Yo no sabía que
hacer. Me quería morir. La abracé para cubrir su desnudez, pero ya
todo se había ido de nuestras manos.
Ella empezó a temblar. <<Vestite>>, le dijo su padre. Ella obedeció. Yo me quise interponer, pero mi vieja me
ordenó que no me metiera.
Hace una pausa. Está recordando y respeto sus tiempos.
- Pobrecita, estaba tan
shockeada que no podía ni siquiera llorar.
El padre la tomó del brazo sin decirle nada, sin violencia, parecía más
avergonzado que enojado, y empezó a desandar el camino. Yo me acerqué y le juré que no había pasado
nada, que la amaba y estaba dispuesto a casarme con ella si hiciera falta, pero
que por favor no nos separaran. (El hombre llora y le pide por favor que le
devuelvan una mascota que el agente sin rostro tiene en sus brazos.) Pero su padre me miró y me dijo que no quería
que volviera a verla. Ni siquiera me lo
dijo con enojo, sino con una profunda tristeza.
Yo quise responderle pero me interrumpió la voz de mi madre diciéndole
que se quedara tranquilo, que así sería.
Le rogué a mi mamá que me ayudara, pero ella…
- ¿Qué?
- Me dijo que era un
mocoso para opinar en una situación tan delicada y me hizo callar de un
cachetazo. (El policía le dice que no porque
él no está en condiciones de hacerce cargo de ella. El hombre llora y le pide otra oportunidad,
pero el policía le responde que ya es tarde.)
Rodolfo hace un
silencio interminable. Su rostro está
empapado por el llanto. Un llanto lleno
de bronca, con sabor a injusticia.
- ¿Qué pasó cuando te
quedaste solo con tu madre?
- No me habló en todo
el camino. Pero al llegar a casa se
encerró en el cuarto conmigo y me dijo que de lo ocurrido no íbamos a hablar
con nadie, ni siquiera con mi papá. Que
esto iba a quedar entre nosotros, que iba a ser nuestro secreto y que de ahora
en más tenía prohibido acercarme a Lucía.
Le dije que no podía obligarme a hacer eso, y me dijo que yo iba a hacer – escucho <<A ser>> - lo que ella me ordenara porque para eso era
mi madre. Y que no se me ocurriera
desobedecerla porque las consecuencias iban a ser muy graves. (Yo no
quiero, pero él me dice que debo hacerlo porque nadie puede negarse a hacer lo
que la ley obliga.) Yo me puse como
loco. Imaginaba lo mal que debía estar
pasándola Lucía y tenía necesidad de estar a su lado. Se lo dije a mi mamá.
-¿Y ella qué te dijo?
Me responde en medio de un llanto acongojado.
- Que la dejara en paz, que ya le había hecho
mucho daño y que le había arruinado la vida.
Que de ahí en más, ante los ojos de su propia familia, Lucía iba a ser
siempre una puta, y que eso era culpa mía. <<Vos vas a arruinar siempre todo lo que toques
porque no tenés dignidad>>, dijo y me dejó solo.
Silencio prolongado.
- ¿Qué pasó con Lucía?
- Nos juntamos a hablar una semana después en
casa de una amiga de ella. Nos abrazamos
y lloramos desesperadamente. Yo le pedí
que nos escapáramos – sonríe -. Ya sé
que suena novelesco, pero pensá que teníamos diecisiete y dieciocho años.
- ¿Y ella qué te respondió? – le pregunto, sin
dar por válido su comentario.
- Que no.
Que no se animaba y que no estaba dispuesta a exponerse todavía más. <<Éste fue un golpe muy duro para mí. Mi papá no me dijo nada. Ni una palabra. Pobrecito, estaba tan abatido, tan
decepcionado. Yo no puedo hacerle más
daño.>> Me miró a los ojos y me dijo: <<Yo nunca voy a amar a nadie como te amo a
vos. Y te juro que no te voy a olvidar
jamás. Pero quiero que no nos veamos más>>. Yo
estaba desbordado de angustia, pero en algún punto sentí que ella tenía
razón. La abracé con todas mis fuerzas y
le dije que ella iba a ser siempre mi mujer y que no iba a haber otra en mi
vida… Qué estupidez, ¿no?
Lo miro seriamente. Esa promesa no es ninguna estupidez. Por el contrario, Rodolfo no ha hecho otra
cosa que cumplirla a lo largo de todos estos años.
Muchas veces ocurre que después de sesiones tan
complejas, tan reveladoras, los pacientes necesiten un respiro, dejar reposar
todo lo que ha salido a la luz antes de ponerse a reconstruir el espejo con los
pedacitos de vidrios sueltos que hemos logrado juntar. Con Rodolfo no nos dimos ese tiempo. En la siguiente sesión nos abocamos a
trabajar de lleno todo lo que habíamos visto.
- Supongo que todo esto que hemos estado
trabajando tiene que ver con mi presente.
Ayudame a ver de qué manera esto es así.
Es muy difícil transmitir a un paciente su
propia historia de manera abstracta, analítica y fría. Pero hay algo de la lógica de su
funcionamiento que tiene el derecho de entender. Esto no se da siempre, pero Rodolfo tiene
esta posibilidad y no se la voy a negar.
- Empecemos de la siguiente manera, a ver qué
te parece. Podríamos dividir tu vida
desde el comienzo de tu relación con Lucía hasta ahora en períodos de nueve
años, subdivididos en una etapa de dos y una de siete.
Me mira atentamente. Sé que estoy apelando a toda su concentración
e intento ser lo más claro que puedo.
- Es decir que el primer período sería desde
los dieciséis hasta los veinticinco.
¿Qué ocurrió en él?
- Conocí a Lucía.
- Correcto.
Y fuiste su novio durante dos años.
Hasta que ocurrió un hecho traumático.
- El día que nos descubrieron y nos obligaron a
separarnos.
- Sí y no.
Me mira.
- Explicate.
- Es cierto que los descubrieron y que
quisieron obligarlos a separarse. Pero
no lo lograron, porque vos fuiste a verla, le hablaste y le propusiste que se
fugaran o que siguieran juntos aunque fuera a escondidas. Entonces, no fueron sus padres los que los
separaron, sino Lucía la que no quiso seguir adelante.
Piensa.
- Nunca lo había visto así.
Breve silencio.
- Hace mucho tiempo, al hablar de Valeria,
dijiste una frase que me quedó resonando.
- ¿Cuál?
- Dijiste: ‹‹Esa sí era una persona
luchadora››. Y yo pensé: ‹‹¿Cuál
no?››. Pensé que podía ser Julieta. O Sergio, pero me parece que no.
- Era Lucía.
Asiento.
- Pero sigamos.
¿Qué ocurre luego de tu ruptura con ella? – Me mira sin saber qué
responderme. – Vienen siete años en los que casi no te relacionaste con ninguna
mujer, sino que te dedicaste de lleno a estudiar. Es tu etapa de Facultad y toda tu energía
estuvo puesta en eso. ¿Sabés cómo
llamamos los psicólogos ese mecanismo?
- No.
- Sublimación.
Consiste en derivar la energía sexual a otra cosa, a algo constructivo y
relacionado con la cultura. En tu caso,
tu carrera. ¿Me seguís?
- Perfectamente.
- Así llegamos a los 25 años. ¿Qué pasa allí?
Me mira.
- Se enfermó mi mamá.
- Correcto.
Tu madre tuvo un pico de presión que la dejó prácticamente incapaz de
hacerse cargo de sí misma. Y esa figura
fuerte, altiva, esa ley que te había prohibido amar allá en tus dieciocho años,
desaparece. Queda un ser débil,
impotente y dependiente de vos. Y además
tu padre, asustado, te nombra heredero real y te da la corona de hombre de la
casa. ¿Y vos qué hacés?
- La acepto.
- Sí, y volvés a renunciar a un sueño, como
antes lo habías hecho con Lucía. Esta
vez tuviste que renunciar a viajar, hacer un máster y conocer el mundo. Hasta que tu mamá murió dos años después.
- En realidad no fueron dos años exactos.
Me sonrío.
- Es el problema que tiene la psicología. No es una ciencia exacta y a veces se permite
alguna diferencia entre el tiempo psíquico y el tiempo real. Pero concedeme que los períodos encajan casi
con precisión milimétrica.
También sonríe.
- Lo sé.
Estaba bromeando para distenderme un poco.
- Te comprendo.
– Lo miro. Está expectante. Quiere seguir. - ¿Después de la muerte de tu mamá qué vino?
- Mi período de reviente. Esa etapa en la que salí con todas las
mujeres que pude.
- Y vos sabés que salir con todas es no salir
con ninguna. Es decir que siempre has
tratado de estar solo. De cumplir
aquella promesa que le hiciste a Lucía: no tener jamás otra mujer.
- Pero justamente esta etapa termina cuando
llega Valeria.
- Así es.
- ¿Entonces?
Por qué con ella sí pude tener una historia de amor.
Lo miro.
- Rodolfo, ¿te acordás que hace tiempo
manejamos la idea de que entre esas mujeres con las que salías, que parecían
todas diferentes, era probable que hubiera algún rasgo en común?
- Claro que lo recuerdo. Estuve meses pensando en eso.
- Bueno, creo que lo hemos descubierto – me
mira asombrado -. El rasgo común es que
con ninguna de esas mujeres vos hubieras podido proyectar un futuro común. Porque no te gustaban lo suficiente, o tenían
una familia hueca y altiva, o no las respetabas intelectualmente. Por el motivo que fuera, pero ninguna tenía
la posibilidad de convertirse en tu mujer.
- Pero Valeria sí – parece defenderla.
- Rodolfo, Valeria era la menos posible de
todas las mujeres, la que mejor encajaba en tu plan de no tener jamás una
familia. Por eso te relajaste y te
permitiste sentir y amarla como a ninguna otra.
No corrías el riesgo de romper con ella ninguna promesa, porque Valeria
se estaba muriendo.
Lo conmueve lo que le digo. Parece incluso enojado.
- ¿Vos querés decir que yo me enamoré de ella
precisamente porque se estaba muriendo?
La pregunta es difícil porque me está
cuestionando acerca de la veracidad o no de su amor, y yo no soy quién para
responder eso.
- No. Lo
que quiero decir es que te permitiste enamorarte porque la relación no tenía
futuro. Si de verdad la amaste o no, es
algo que solo vos podés responderte.
Pero hay algo que es cierto.
Valeria te permitió estar a su lado, cuidarla, ser su hombre y que la
protegieras, cosa que Lucía no se animó a hacer. Y creo que vos necesitabas poder cuidar, no
solo a tu familia, sino a una mujer que no sea tu madre.
Se queda pensando.
- Gabriel, realmente creo que la amé.
Lo miro.
- Yo también lo creo – respondo sinceramente
-. Es más, ese amor te devolvió algo que
tu mamá te había quitado en aquella charla de tu adolescencia.
Me mira asombrado.
- ¿Qué?
- La dignidad.
Se conmueve.
Le doy tiempo para que asimile lo que acabo de decirle.
- Es cierto – me dice llorando -, porque yo con
ella me convertí en un hombre digno. Y a
lo mejor por eso, a pesar del final que tuvo la historia, me sentí feliz.
Ratifico sus palabras con un gesto.
- Pero casi a los dos años se repite un nuevo
hecho traumático. La muerte de Valeria.
- Sí. Y
nuevamente me aislé de las mujeres.
¿Otra vez sublimé?
- Creo que sí.
Te dedicaste a dos cosas, una afectiva y otra material. La amistad con aquellos amigos que Valeria te
dejó, esos que son ‹‹las personas más importantes de tu vida››, según tus
propias palabras, y el trabajo. Porque
en ese lapso vos te volviste un ingeniero exitoso. Pusiste todas tus energías en eso, y lo
lograste.
- Hasta que a los siete años aparece Julieta
con la cual estoy dos años y me peleo.
Es tan obsesivo, tan mecánico, que me siento un pelotudo.
Sonrío.
- Muchas personas tienen sus tiempos psíquicos
que de alguna manera los condicionan.
Solo que no todos se dan, como vos, el lugar para conocerlos y a partir
de eso modificarlos.
Piensa unos segundos.
- Y con Julieta ‹‹logré›› que me abandonara
para seguir cumpliendo mi mandato.
- Eso creo, pero no sin antes enojarte con
ella.
- Es cierto, aunque aún no sé por qué.
- Me parece que por dos cosas.
Me mira.
- La primera, porque era una insensible que
vivía encandilada con valores superfluos.
- Eso es cierto.
- Sí, pero ¿no te parece que lo que realmente
te enojó es que Julieta fue el espejo de tu deseo incumplido?
- ¿Qué querés decir?
- ¿Te acordás que, al empezar el tratamiento,
te dije que cuando alguien se enoja tanto con algo es porque en algún punto
esto lo implica?
- Sí.
- Bueno, creo que lo que Julieta logró, a pesar
de su supuesta superficialidad, probablemente te remita a lo que vos no pudiste
lograr a pesar de tu capacidad e inteligencia.
¿No te parece? Vos tenías todo
para hacerlo y no lo hiciste. Como
Sergio. En cambio ella sí lo hizo.
No dice nada.
Me mira. Está procesando lo que
dije. Seguramente ahora todo le parece
tan obvio, tan fácil. Pero suele ocurrir
de esta manera. Cuando uno comienza a
acomodar las piezas de rompecabezas hay un momento en que parece sencillo. Pero no lo es. Por el contrario, es el fruto de un enorme
esfuerzo.
- Y la segunda cosa por la que creo que te
enojaste tanto con ella es porque sentiste que esta historia te volvió a quitar
la dignidad.
Nuevamente hace silencio. Sus ojos se enrojecen de rabia y tristeza.
- Es cierto.
Yo me había degradado al querer disfrazarme de lo que no era.
Recuerdo que cuando lo vi entrar en el
consultorio por primera vez me llamó la atención su desprolijidad. Ese intento de diferenciarse de la familia
acomodada de Julieta que, en realidad lo alejó de quien él era en verdad. Recién ahora percibo que esto ha cambiado
hace ya un tiempo. A veces los analistas
también tardamos en darnos cuenta de lo obvio.
Me mira con una mezcla de emociones.
- Me siento raro – dice después de unos
segundos de silencio.
- Contame.
- Sí, porque al mismo tiempo estoy contento,
enojado, angustiado, ansioso e ilusionado – bromea -. ¿Se habrá desencadenado mi psicosis?
- No – me río -. Loco no se vuelve el que quiere sino el que
puede. Y vos, por estructura, no podés.
- ¿Entonces?
- Entonces tenés que pensar en todo esto y
saber que cada una de esas emociones tiene su sentido y su justificación. Tenés por qué estar triste y por qué estar
alegre. Tenés motivos para la angustia y
también para la ilusión. Esto es todo un
avance.
- La verdad que sí.
Hace un silencio prolongado. Estoy por dar por terminada la sesión cuando
me detiene.
- Solo una pregunta más.
- Te escucho.
- Esa serie parece haberse interrumpido
ahora. Ya que ni me volqué a la
abstinencia, ni al reviente, ni esperé siete años para salir con otra mujer.
- Así es.
- ¿Qué hice de diferente?
- Pediste ayuda.
Piensa.
- Es cierto.
Porque yo hice unos cuantos análisis antes de éste, lo sabés. Pero ahora que lo pienso siempre los empezaba
y los terminaba en medio de esos períodos, nunca en alguno de sus puntos de
quiebre. A lo mejor eso tuvo que ver.
- Puede ser.
- ¿Y Analía?
- ¿Qué pasa con ella?
- Quiero saber cómo encaja en esta historia.
Pienso un segundo. No sé si hablar o no. Al fin me decido.
- Creo que es probable que remita a los dos
amores importantes de tu vida. Porque
por un lado es una chica hermosa y pequeña a la que conociste siendo una niña
como a Lucía, y por otro, la cercanía con ‹‹la tía Valeria›› es más que
obvia. ¿No te parece?
Breve silencio.
- ¿Eso quiere decir que es una elección
enferma? ¿Que no puedo amarla de verdad?
- No.
Eso quiere decir que tenés la opción de no repetir con ella o sin ella
la historia de siempre. Rodolfo, lo que
hagas de aquí en más está en tus manos.
Vos elegís.
Ha pasado un año desde aquella sesión. Rodolfo estuvo trabajando sobre todas sus
pérdidas: la inocencia, la libertad para amar, Valeria, la dignidad, el máster,
entre otras. También nos dedicamos a
elaborar su ambivalencia de amor y odio con respecto a su madre. Necesitaba reconciliarse con ella y lo ha
logrado.
Esto reinstaló el tema de sus viajes de
estudio, ya que llegó a la conclusión de que para él, hacer un doctorado era
lograr un nombre propio, y eso era equivalente a dejar de ser hijo para abrir
la posibilidad de ser padre.
Terminó su relación con Analía sin que jamás
hubieran tenido relaciones. Trabajó duro
para ver qué era lo que tanto lo enojaba de ella, y pudo descubrirlo: Analía
representaba para él una mujer posible.
La única que no podía prohibirle su madre, que no estaba a punto de
morir y que le permitía estar en pareja sin perder la dignidad. La única relación con un futuro probable, no
condenada de antemano al tiempo o al fracaso.
La que le permitía desafiar la promesa hecha a Lucía hacía tantos
años. Por eso prefirió no avanzar en la
relación.
Está solo y tranquilo, aunque sueña con la
posibilidad de una familia.
Hace un mes me manifestó su deseo de
interrumpir el análisis, y así lo hemos hecho.
Él se sentía bien con su vida y consigo mismo, y no tenía el deseo de
continuar.
A mí me quedaron algunas preguntas sin
responder. Datos que fueron encajando en
mi cabeza y que no llegamos a trabajar.
Porque, de esto estoy convencido, el ciclo había empezado antes. Porque siete años estudió de la mano de
Amelia y dos años cursó el conservatorio.
Dos años pasaron también entre la pelea de su madre con su profesora y
el comienzo de su noviazgo con Lucía. Y
me pregunto: ¿No habrá ocurrido algo
importante allá en su infancia, a los dos años, o tal vez a los siete, que
hubiera dado origen a esa cadena temporal de dolorosas repeticiones? ¿Tendría que ver con su padre, al cual se
encargó de mantener lejos de su discurso durante casi todo el análisis?
Me hubiera gustado, además, que Rodolfo se
permitiera de alguna manera recuperar al músico que vive en él. Que hubiera podido desarrollar ese deseo, tal
vez el más grande de su vida, aun con las limitaciones que la realidad impone. Pero no fue así. Su piano sigue silencioso y arrumbado en un
rincón del comedor. Tal vez esperando. Como su sueño de familia y su paternidad. Pero bueno, tal vez ésas eran mis
expectativas. Y Rodolfo tenía derecho a
elegir su propia vida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario