AMORES QUE MATAN
«El impulso del amor, llevado hasta
el extremo, es un impulso de
muerte.»
GEORGE BATAILLE
Relaciones peligrosas
Unos capítulos atrás, para reflexionar sobre algunas
cuestiones referidas a la
Represión, nos apoyamos en una escena de la película El príncipe de
las mareas y me gustaría, para entrar en la temática de las relaciones
peligrosas, volver a ese film, pero esta vez a su primera escena.
Una cámara aérea sobrevuela un paisaje hermoso de ríos y
esteros ilustrando el relato en off del protagonista que nos cuenta que
nació en un pueblo de pescadores, que vivió en una
casita blanca que su tatarabuelo ganó en un juego de lanzamiento de herraduras
y que fue quedando como herencia a su padre, el cual era pescador y tenía un
barco camaronero que le permitía manejar algunos días. Vemos imágenes de él y sus dos hermanos corriendo y jugando y todo parece ser un
paraíso.
Hasta que la voz nos dice que ese padre que lo llevaba al
río y le dejaba manejar el barco hubiera podido ser un buen padre si no hubiera
sido tan violento.
En ese momento el director nos muestra desde fuera de la
casa, ensombrecidas por las cortinas, las imágenes de una discusión en la que
el marido acusa a su mujer de no respetarlo y ambos se gritan hasta que se ve a
los niños que abren la puerta y salen corriendo.
El personaje reflexiona y dice que la mayoría de los
niños no pasa por las cosas que pasaron ellos, que tienen
una vida normal y rutinaria, y concluye diciendo: «Siempre he envidiado a esos niños».
Por último su relato pasa a la descripción de la madre y
nos cuenta que era una mujer muy hermosa, que solía llevar a sus hijos a
expediciones por los bosques y que acostumbraba reunidos para
contarles cuentos e inventarles historias fantásticas que
ellos seguían con atención y entusiasmo.
«Cuando era un niño —dice Tom, el protagonista— yo creía
que mi madre era la mujer más maravillosa del mundo... no soy el primer
niño que se equivoca al
juzgar a sus padres.»
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Ya instalados en un clima pesado y un poco angustioso, nos
enteramos de que
esos tres hermanos habían inventado un ritual muy particular: se quitaban
la ropa y corrían por el muelle hasta zambullirse en el agua. Una
vez sumergidos, formaban un círculo tomados de la mano y permanecían allí
todo lo que podían aguantar, hasta que ya no les quedaba más aire y se veían
obligados a subir a la superficie para respirar. Ése era el juego que más les
gustaba, porque debajo del agua existía un mundo silencioso y lleno de paz. Un
mundo en el que no existían padres.
Les pido que incorporen la sensación potente de
desprotección y angustia que esos chicos tenían. Su miedo, su vulnerabilidad y
su necesidad de escapar, aunque más no fuera por unos instantes, de una
realidad cruel y amenazante. Una realidad hecha de relaciones
violentas que ellos no podían evitar.
Y elijo esta escena porque, por lo general, cuando
hablamos de relaciones peligrosas la tendencia inicial es pensarlas dentro del
marco de la pareja, ya que por tratarse de un vínculo tan
fuerte y particular ésta se adueña de nuestros pri- meros pensamientos cuando
hacemos referencia a los celos, la dependencia o la agresión.
La pareja aparece como el núcleo principal de nuestras
relaciones, y eso no tiene por qué extrañarnos, ya que el mundo parece estar
armado para ser vivido de a dos. La sociedad propone un
modelo de vida tan a la medida de dos que confunde no estar en pareja con estar solo, y esa supuesta soledad le resulta
inexplicable e inquietante.
Siempre que alguien nos invita a alguna reunión o a alguna
fiesta nos pregunta con quién vamos a ir. Como si una persona no pudiera estar
sola, ya sea porque lo elige o porque la elección de otro lo ha dejado, como
dice Serrat, «chupando un palo sentado, sobre alguna
calabaza».
Pero preferí elegir como disparador una escena que plantea
las relaciones peligrosas desde el marco mismo de ese primer lazo que
establece una persona en su infancia, que es con los padres. Porque la
influencia que este vínculo fundante tiene en lo que
será el futuro emocional de una persona es de una importancia crucial.
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¿Un chico que ha tenido una infancia violenta,
será inexorablemente un hombre violento?
En realidad, lo que esta pregunta conlleva es una vieja
discusión entre el libre
albedrío y el determinismo. Y esto me plantea, como analista, una
imposibilidad de tomar partido de manera drástica por una u otra opción.
Ya saben ustedes que el libre albedrío le supone al
hombre la libertad para elegir las cosas de su vida, mientras que el determinismo
sostiene, en cambio, que el destino ya está escrito y es inmodificable.
Evidentemente el psicoanálisis no es una teoría
determinista, ya que mal podría alguien ser analista si no creyera que tiene la
posibilidad de ayudar a alguien a cambiar su
destino. Pero tampoco podemos sostener a rajatabla la postura en favor del libre albedrío, si como tal suponemos la libertad total.
Porque el sujeto, como ya dijimos, está sujetado a su
historia, a su deseo, a su inconsciente y a las palabras
que otros han volcado sobre él. Dentro de esa sujeción tiene un límite en el cual puede moverse y elegir qué tipo de vida o de
relaciones quiere para sí. Pero esa libertad jamás será completa.
No es tan fácil como suponer que alguien pudiera decir:
«Estuve pensando y acabo de decidir que me voy a enamorar de un hombre que
me pegue». No.
Por el contrario, atravesada por el dolor y la
incomprensión, esa persona viene a análisis y dice
que no puede explicarse por qué hizo ese tipo de elección y de dónde le viene esa tendencia autodestructiva. Y lo que ocurre es que una
elección de amor es, muchas veces, una manera más en la que puede
aparecer el inconsciente, un modo particular de recordar, ya no con
ideas o palabras sino con actos, algo que no se pudo
resolver y que tiene su origen en esas relaciones primarias.
Por eso decimos que el análisis no se propone ir en busca
del bienestar de una persona, que el paciente se sienta mejor o que recupere un
equilibrio perdido. De un análisis esperamos mucho más. Esperamos que cambie la
vida y el destino de un paciente. De modo que no podemos pensar que ese destino
ya está escrito y es inmodificable, pero tampoco ignorar que nadie puede
saltar por encima de sus rodillas y que, por ende, la libertad total es una
utopía.
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Ahora bien, nos preguntábamos si alguien que fue golpeado,
necesariamente
será un golpeador y hay que decir que ese tipo de experiencias vividas
en la infancia dejan huellas profundas de las que no es fácil
desprenderse. Porque la violencia es una manera más de
comunicarse que tiene, obviamente, reglas propias y consecuencias tremendas, pero que no deja de ser por eso, un modo de comunicación.
Tanto el que grita, como el que pega, o el que es
amenazado, está estableciendo una dinámica que sostiene el
vínculo a un costo altísimo, un costo que no vale la pena pagar (aclaro para disgusto de los que sustentan lo maravilloso del
amor
incondicional) y hay dos maneras diferentes de repetir este modelo en la
adultez.
Una es quedarse en el mismo lugar del maltratado y elegir
como pareja, por ejemplo, a una persona que le pegue o que le grite como lo
hacían en su infancia sus padres o sus abuelos. Es decir que en este caso lo
que se repite de un modo exacto es el lugar subjetivo en el que esa persona
aprendió a relacionarse.
La otra manera de sostener el modelo es cambiar de lugar
pero no de reglas. Es el caso de aquellos que, habiendo sido golpeados, ahora
son golpeadores. Es decir que repiten la forma de vincularse a través de la
violencia, pero mudan su lugar de agredidos a
agresores.
Pero ¿puede alguien que vivió esas situaciones traumáticas
cambiar su destino
de violencia por otro con reglas más sanas y menos dolorosas?
Como dijimos, es la obligación de un analista evaluar en
cada caso la posibilidad de si eso es o no posible y trabajar con su
paciente para torcer lo que parece inevitable. Para lo cual hay que recorrer un
camino arduo que lleva muchas veces a cuestionar a los padres,
lo cual suele generar mucha angustia en los pacientes.
No es nada sencillo reconocer que se ha tenido unos padres
enfermos. Por lo general, la tendencia es justificarlos ya sea aludiendo a
su ignorancia, o al hecho de que trabajaban mucho y llegaban
cansados y por eso tenían poca paciencia, o que ellos a su
vez habían tenido que pasar por una infancia difícil.
Pero el primer paso que debe dar quien quiera escapar de
ese modelo es reconocer que en esa dinámica vincular con la que se
criaron algo estaba mal y permitirse la sensación de enojo o incluso la
vergüenza que aceptar esto pueda
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generar.
Cierta vez estaba trabajando con un paciente que había
tenido una infancia difícil en un hogar con mucha violencia psicológica. En
ese punto del análisis él había comprendido que repetía,
aunque a su manera y de un modo mucho más sutil, aquellos
mecanismos agresivos y recuerdo que en una sesión en la que estaba muy angustiado hablando del tema, me preguntó: «¿Y qué debería hacer,
entonces... olvidarme de mis padres y cortar mi relación con ellos para
siempre?»
Decía Borges que sólo una cosa no hay, y es el olvido.
Comparto esa sentencia y digo, junto a Freud, que recordar es la mejor manera de
olvidar. De modo que consideré que su pregunta aludía a un hecho imposible de
conseguir, ya que nadie puede ignorar voluntariamente su historia. No es
posible olvidarse de los padres pero, lo que sí alguien puede hacer, es asumir
que ha tenido unos padres enfermos, que se relacionaron a partir de la agresión
y el maltrato y decidir que ese tipo de relaciones no son
las que desea y elige para su vida actual.
Ese mismo paciente me decía que no podía alejarse, no
verlos más y decir: «listo, ya está, no tengo más padres». Y mi intervención
fue aclararle que no se trataba de eso, porque hacerlo sería una negación, un
mecanismo de defensa para no terminar de asumir lo que le había pasado. Claro
que tenía padres, pero debía aceptar que tenía esos padres, y que no los iba a
olvidar ni a dejar de tenerlos, por más que decidiera
no verlos más.
Como imaginarán, este hombre se estaba enfrentando a una
decisión durísima, pero necesaria en su caso.
Y estuvo sin verlos casi tres años. Hasta que un día, después
de haber trabajado mucho sobre esto en análisis y luego de haber resuelto
algunas ataduras que lo ligaban a esos mandatos, ya con una pareja con la que se
sentía feliz y alejado del modelo violento familiar, el paciente recuperó sus
ganas de ver a sus padres... un ratito, como me
decía.
Comprendió que no se trataba de transformarse en agresor y
devolver ojo por ojo y diente por diente, ni tampoco de poner la otra mejilla y
seguir permitiendo que se lo lastimara, sino que la mejor manera era evitar
el golpe y, para lograr esto, el único modo era no estar allí
cuando ese golpe llegara. Es decir, no quedarse ni participar en vínculos que se sostuvieran en una modalidad agresiva de
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comunicación.
Muchos padres al ver las cosas de las que son capaces sus
hijos se preguntan: «¿Pero qué habré hecho yo de mal para que me saliera
así?».
Ésa es, en general, una pregunta retórica que espera una
respuesta segura: nada.
Sin embargo, creo que no estaría mal tomarla como una
pregunta abierta y cuestionarse, seriamente, si algo en el modo en el que fue
vivida la infancia de ese hijo no ha influido de alguna
manera en sus conductas presentes y, en ese caso,
cuánto tienen o no que ver esos padres con la realidad de la cual hoy se
quejan.
En algunos momentos, la cultura ha avalado la violencia
Pero la infancia de este paciente no ha sido una
excepción. Por el contrario, la
historia de la violencia de los padres con respecto a los hijos ha
tenido un consenso imperdonable a lo largo de la historia.
Pensemos un segundo en la palabra «chirlo». Observen cómo
suena casi cariñosa o juguetona.
Y eso no es una mera casualidad sonora, sino que tiene
que ver con la voluntad de dulcificar un hecho agresivo. Pero ¿quién no ha
escuchado decir alguna vez que
un chirlo a tiempo viene bien? ¿Que un chirlo no le hace mal a nadie?
Aún hoy, y a pesar del avance de la psicología y la
pedagogía en el mundo, cuesta desandar ese viejo camino que aceptaba como normal
el uso de la violencia de los padres hacia los hijos.
Recuerdo a un paciente que me dijo con orgullo que su
padre le pegó hasta los veinte
años.
Y que por eso él había salido tan derecho... es decir, sin
posibilidad de elegir ninguna curva... El paciente era homosexual y, aunque ya
dijimos que es una elección de amor perfectamente sana, este desdén por las
curvas no había sido un mandato menor en su vida.
En una película en la que la actriz Niní Marshall
interpretaba su recordado personaje «Catita» —caracterizada
como esa mujer un poco cursi, de clase humilde y poca
instrucción, pero con mucho coraje y una enorme dignidad—, hay una
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escena en la que un hombre la hace a un lado con un pequeño empujón y
ella,
enojada, lo mira y le dice: «Oiga, diga... tenga cuidado, que yo ya
tengo marido para que me pegue».
Fíjense qué graciosa es la escena, pero qué
significativo, a la vez, es esto de que en el imaginario
social el marido tuviera el derecho de pegarle a su mujer. Y esta idea sostenida por muchos años, desgraciadamente, no ha sido del todo
superada y, aún hoy si una mujer va a contarle a alguien que su marido
la ha golpeado no es extraño que reciba el siguiente comentario: «Pero... ¿por
qué se enojó tanto? ¿vos
qué le hiciste?»
Estas preguntas, que a veces son formuladas sin ninguna
mala fe, no hacen sino develar una idea inconsciente que todavía recorre a
muchos sectores de la sociedad: la idea de que la persona golpeada es de algún
modo responsable por lo que le ha pasado; una variante más del fatídico: «algo
habrán hecho».
Pero, por suerte, las sociedades avanzan y en ese camino
han empezado a darle un lugar a estos reclamos. De este modo se ha instalado la
cuestión de la violencia de género como algo importante y ese aporte no es menor.
Pero, si queremos ser justos, debemos establecer que la
violencia es algo que, por lo general, ejerce el más fuerte sobre el más débil,
y por eso las personas que más sufren la violencia son los
niños y las mujeres, porque es más fácil pegarle a un chico que a un grande, a
una mujer que a un hombre.
Pero esto no quiere decir que no haya mujeres golpeadoras,
ni mucho menos niega la existencia de la violencia psicológica, algo en
lo que las mujeres pueden ser tan fuertes y crueles como los hombres.
No son pocas las veces que el maltrato aparece bajo la
forma de la palabra, y ya hemos resaltado en este libro
cómo la palabra tiene el poder de lastimar a una persona y de
condicionar su destino.
Un paciente joven, profesional, que se desempeñaba como
empleado jerárquico en una empresa multinacional, me relató que su esposa, a
la que describía como una mujer afectuosa y muy compañera, a veces se enojaba y
le recriminaba que era siempre el mismo quedado, que no se sabía defender y que
por eso su jefe hacía con él lo que quería. Ahí podemos
observar un acto de suma violencia disimulado ya que, ocultas
detrás de un tono tranquilo y una actitud de crítica reflexiva, esas
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palabras son dardos que humillan y lastiman el narcisismo de alguien.
No son pocas las personas que establecen ese tipo de
vínculos que no dañan el cuerpo, pero cuya peligrosidad es tal que generan
insatisfacción y dolor psíquico permanentes.
Por eso debemos tener cuidado y no estigmatizar a la
violencia solamente como una cuestión de género, sino más bien prestarle atención
en todas sus manifestaciones, independientemente de que venga de un
padre a un hijo, de un joven a un anciano o de un hombre a una mujer. La
violencia es violencia por el modo de relación que establece y el daño que
causa y no por las características de los actores en juego.
El dolor de Luciana
En mi libro Palabras cruzadas está relatado el caso de
una paciente joven de
nombre Luciana.
Luciana llegó a la primera entrevista casi sin poder
hablar. Dijo que era una basura y que se merecía todo lo que le ocurría. En un
momento, muy fuerte para mí, se abrió apenas la camisa y me mostró un moretón
que era la prueba innegable de que estaba siendo golpeada.
No es sencillo ver eso y mantenerse equilibrado. Recuerdo
que me invadió una sensación de rabia y de impotencia. Más aún, cuando me
dijo que ella se lo merecía porque era mala.
Supe después que su familia la acusaba de haber abandonado
a su madre cuando ésta estaba enferma y su novio, lejos de
contenerla, era quien la golpeaba. Y no sólo eso ya que,
incluso, la obligaba a que cumpliera algunas fantasías sexuales que ella no
deseaba en lo más mínimo, pero a las que en principio accedió de un modo sufriente para no contradecirlo.
Fue un largo camino el que nos permitió sacar a la luz el
origen de esa sensación de ser merecedora de castigo y su falta de
autoestima; origen que encontraba su raíz en un secreto familiar jamás contado.
Como analista, siempre me ha ocurrido sentir ese impacto
cuando estoy frente a alguien maltratado, ya sea este maltrato físico o
psicológico. Pero
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inmediatamente sé que no puedo quedar preso de esa angustia, y que tengo
que
ponerme a trabajar con todas mis herramientas para ver si, junto al
paciente, logramos que se mueva de ese lugar sufriente.
Me ha ocurrido que, muchas veces, la sensación que tenían
de que ese castigo era merecido era tan grande que no estaban dispuestos a
abandonar su rol de maltratados.
En esos casos, siempre opté por interrumpir el
tratamiento. Porque en el análisis no se trata de brindar
un lugar para la queja o la pura catarsis del paciente, sino de cambiar el
lugar subjetivo en el que está posicionado. Y si no quiere o no puede hacerlo,
sostener el tratamiento deja al analista entrampado en el lugar de ser el testigo mudo y pasivo de un hecho de violencia. Y eso genera
entre paciente y analista un vínculo perverso que de ninguna manera debemos
permitir.
Pero, volviendo a Luciana, llevó mucho tiempo que
decidiera que nadie podía tratarla de ese modo y que en
definitiva, el lugar para hacerse cargo de sus culpas si es que existían motivos para ella, era el diván y no su casa y el medio
la palabra y no los insultos o golpes que recibía.
Pero cuando por fin logró animarse y le comunicó a su
novio que si volvía a agredirla ella iba a denunciarlo, él se rio y le dijo que
podía denunciarlo todas las veces que quisiera ya que, de
todos modos, no iba a pasar nada.
Y yo pregunto: ¿quién de nosotros no ha escuchado decir
eso; que para qué vamos a denunciar un acto de violencia familiar si después
no pasa nada? ¿Que lo que vamos a provocar es que el agresor se enoje aún más y
entonces, cuando vuelva
de la comisaría, todo sea todavía peor?
Dadas estas creencias, no es raro que la mayoría de las
agresiones no se denuncie. Pero, además, a este motivo que de por sí es
siniestro, porque deja a la persona perjudicada con una sensación de
desprotección, se suma otro no menos grave. Y es que en este tipo de delitos en
los que alguien es abusado, suele ocurrir que es la víctima y
no el victimario quien siente vergüenza.
Nadie se avergüenza de haber sufrido un robo, o de haber
sido agredido por una patota. Pero en cambio, cuando alguien sufre una
violación o es golpeado sistemáticamente por alguien de su entorno íntimo tiene la
sensación de sentirse
humillado y, por ende, tiende a esconder el ultraje del que está siendo
víctima.
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A todos nos resulta indignante que esto sea así. Pero
ocurre que los tiempos de
las sociedades tienen una escala distinta de la de los hombres.
Cuando decimos que Argentina es un país muy joven, de
apenas doscientos años, tenemos razón. Un hombre, en cambio, es ya un
anciano a los noventa. Porque las sociedades tienen otros tiempos y, por ende,
los cambios se van dando de
a poco.
Hasta hace unos años las mujeres no votaban, si alguien
se equivocaba o dejaba de amar a la persona con la cual se había casado, no se
podía divorciar y debía sostener toda la vida una decisión tomada a lo mejor a
los veinte años. No hace tanto que la patria potestad es compartida por ambos
padres y el matrimonio igualitario, como dijimos con anterioridad, aun está en
pañales. Y esto ocurre así porque la ley casi siempre va detrás de la realidad
ya que es muy difícil legislar lo que aún no ha
pasado.
Hasta que existió el primer robo nadie hubiera pensado en
promulgar una ley que lo prohibiera. Había que esperar que esto ocurriera
para que los legisladores se pusieran a discutir cuál era la
mejor manera de evitarlo y cómo se iba a castigar a quienes incurrieran en ese delito.
Así funcionan las cosas. Pero, por suerte, la instalación
de la temática de la violencia de género ha impulsado muchos cambios que han venido
a hacerse cargo de una realidad que demandaba alguna respuesta para un grave
problema. Ya no desalientan en la comisaría a la mujer que va a denunciar una
agresión sino que, por el contrario, la asesoran y la protegen; tampoco ya
nadie mira con naturalidad que un padre golpee a sus
hijos.
Mi pensamiento se aleja del de aquellos que sostienen que
el mundo está cada vez peor. Por el contrario, creo que las sociedades van
evolucionando, a sus tiempos, de modo tal que sin ser el nuestro un mundo
perfecto —jamás lo será— al menos ya no mandan a las
histéricas a las hogueras y nadie soportaría, sin asombro al menos, que
ocurrieran las atrocidades cometidas durante la Edad Media.
Sigmund Freud, el creador del psicoanálisis, fue un hombre
que atravesó muchos momentos difíciles en su vida. La muerte de una hija, sus
hermanos exterminados por el antisemitismo, sus hijos detenidos e interrogados.
Fue declarado enemigo del régimen y sus libros fueron
quemados por los nazis.
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Sin embargo sostuvo que, por suerte, la humanidad había
progresado.
«Durante la Edad Media me hubieran quemado a mí. Ahora se contentan con quemar mis libros».
Violentar a otro es no respetar sus deseos
Hemos dicho repetidas veces que el hombre es un sujeto del
deseo y no de la
necesidad y esto se ve claramente en la manera en la que han
evolucionado las reglas de las relaciones de pareja.
Hasta hace un tiempo, la mujer necesitaba del hombre para
subsistir. Por eso, cuando se acercaba a los 30 años y estaba soltera, todos
empezaban a preocuparse en su entorno. «¿Vos no serás demasiado pretenciosa?»,
le decía la madre a una de mis pacientes.
Porque en ese momento la mujer era un sujeto de quien
alguien debía hacerse cargo; en un principio el padre, más tarde el esposo. Y,
obviamente, una situación así instaura algo que es ya de
por sí peligroso, que es la dependencia. Porque el que se hace cargo de alguien
adquiere derechos sobre esta persona.
El mejor ejemplo son los padres cuando el hijo es menor
de edad. Ejercen sobre él un derecho que genera, a su vez, obligaciones, pero
que coloca al dependiente en una situación de inferioridad. Y
esto, cuando se da en una relación que debería ser de paridad, como la pareja, por ejemplo, es ya un acto agresivo.
Por suerte, en la actualidad, esta manera de relacionarse
ha cambiado y las mujeres se han corrido de ese lugar de dependencia. Hoy, una
mujer de treinta años no está pensando quién la va a mantener sino con qué
se va a mantener a sí misma, qué va a estudiar, de qué desea trabajar e incluso
si desea o no casarse o tener hijos. Cosas que eran impensadas hace apenas
cincuenta años atrás.
Pero este hecho, que la mujer ya no necesite del hombre,
lejos de ser algo menor, pone a ambos ante un desafío maravilloso que es el
de hacerse desear mutuamente, ya que dos personas que no se necesitan eligen
de todos modos estar juntos sólo cuando eso es lo que desean. Y esto los
obliga a seducirse, escucharse y hacer esfuerzos por comprenderse y establecer
acuerdos para vivir en pareja.
Una de mis pacientes me contó que, antes de ir a
acostarse, se acercó a su
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marido que leía en el living y le preguntó si no quería quedarse a dormir
con ella
esa noche.
Obviamente que era un juego de seducción, dado que el
esposo vive allí, pero aun así es maravilloso que alguien pueda ejercer ese
derecho de decirle al otro que aún lo quiere en su vida, que
lo sigue eligiendo.
En épocas más injustas, si una mujer quería separarse no
tenía adonde ir, a no ser que volviera a casa de sus padres, si es que éstos se
lo permitían. Por suerte ése no es ya un problema, dado que
una mujer puede mantenerse sola, tener una vida autosuficiente
y plena, y esto ya pone en juego algo que es mucho más sano, porque es del
orden del deseo y no de la necesidad.
La necesidad, como ya dijimos, es uno de los pocos rasgos
animales que aún nos queda; necesidad de respirar o de alimentarnos, por
ejemplo. Pero cuando esa necesidad se instala en el ámbito del amor, todo se
corrompe. El deseo, en cambio, introduce la capacidad de
elegir y es allí donde encontramos un valor importante.
Retomando el tema de la violencia, digamos que el
violento, como el posesivo, es alguien que básicamente no
tiene respeto por el deseo ajeno. Pero esto que de alguna manera fue apañado o
al menos, silenciado en otros tiempos, es algo de lo que ahora se habla y mucho.
Por eso no es lo mismo la mujer que en los años treinta
soportaba una bofetada que la que lo hace hoy. Porque en aquellos tiempos, esta
aberración culturalmente formaba parte de los usos corrientes y, además, no tenía
adonde ir. En la actua- lidad, esa actitud de quedarse no responde a una
dificultad de la época y la cultura, sino que es una
conducta derivada de su propia subjetividad, algo de lo cual debe hacerse cargo para poder cambiarlo. Y allí es donde los analistas tenemos
la posibilidad de hacer algo para revertir esa situación.
La violencia también tiene un comienzo
Es muy común que alguien no le dé importancia a las
primeras señales que
anuncian la presencia de una conducta violenta. Lo que la experiencia
demuestra es que es muy raro que el maltrato comience desde el vamos
con una agresión física. Por lo general, lo que se encuentra es que ya antes
habían aparecido algunos signos
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más sutiles, un insulto, un portazo o una mala contestación, a los que
la persona no
le dio la debida magnitud.
En el caso de Luciana, la primera situación que ella
recordó al repasar la historia de su pareja tuvo que ver con un enojo que
tuvieron por una causa insignificante. En esa discusión su novio se puso muy
tenso y le gritó que se fuera y saliera de su vista.
Unas semanas después, cuando ella salía rumbo al trabajo,
la tomó con fuerza
del brazo y la detuvo diciéndole que a él nadie lo dejaba con la palabra
en la boca.
El último aviso fue ya mucho más claro. Habían peleado
porque ella había llegado tarde luego de ir al cine con una amiga. Su
pareja la acusó de estar con otro hombre y le advirtió que se cuidara mucho
porque ella no sabía de lo que era capaz.
En la próxima discusión la tomó del cabello y la golpeó por primera vez.
Observemos cómo la violencia suele ir creciendo si no se la detiene. Es
como un
alud de piedras que caen barranca abajo y aumentan su velocidad y su
fuerza en su recorrido hasta el instante del impacto final. Por eso el
momento de marcar las pautas de una relación es al comienzo. Ante la aparición
de ese primer grito o insulto es cuando alguien debe parar esa actitud con
firmeza. Como le decía un paciente a su esposa que
acostumbraba a gritar: «yo, en estas condiciones, no voy a seguir hablando».
Porque es innegable que, en muchas ocasiones, una
discusión puede ser algo productivo, pero jamás lo será un insulto. Por el
contrario, éste genera en el agresor la tentación de
avanzar aún más, porque con cada uno de estos actos va perdiendo el respeto por el otro.
Y es en situaciones como éstas donde podemos observar lo
peligroso de la idealización del amor de la que hablamos, de creer que con
el amor todo se puede. Eso es mentira. Con el amor no basta.
Haciendo una analogía, podríamos decir con términos
matemáticos que el
amor es condición necesaria pero no suficiente para que un vínculo sea
viable. Pongamos un ejemplo.
Es necesario que una figura tenga cuatro lados para que
sea un cuadrado, pero no basta con eso. Además, es condición que esos cuatro
lados sean iguales y que los
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cuatro ángulos sean rectos, si no, por más que la figura tenga cuatro
lados, con eso
no tendremos un cuadrado.
Lo mismo podríamos decir de la relación entre los vínculos
y el amor. Es importantísimo amar a alguien para construir algo en
común, pero no alcanza con eso y, si no le sumamos el
respeto y la confianza, por ejemplo, no encontraremos en esa unión el clima
necesario para, al menos, sentirnos bien.
Sin embargo, tras tanto tiempo de insistir con que el amor
todo lo puede, no es de extrañar que alguien quiera sostener la relación a
cualquier costo sólo por estar enamorado, cuando lo más sensato
sería hacer el duelo por la ruptura de esa
relación y verse libre para construir luego, una nueva, con reglas más
sanas.
Pero claro, nos fue dicho también que lo hermoso es amar a
alguien con locura y, si eso es sólo una metáfora, no hay problemas a la
vista, pero cuando eso es cierto, estamos ante una
situación peligrosa.
Me permito insistir en la necesidad de quitarle a la
locura esa mirada romántica que ve en ella visos de genialidad o
excentricismo. La locura es algo doloroso que lastima
al enfermo y a su entorno. Nada hay en ella de atractivo ni envidiable.
Lo difícil no es amar con locura, para eso basta con
entregarse sin oponer resistencia a lo peor de nosotros. Lo difícil es amar
sanamente, controlando la ira, el malhumor, poniendo palabras en lugar de actos
y comprendiendo que la pasión, cuando está al servicio del
erotismo, puede llevar a disfrutes maravillosos, pero cuando esa misma pasión se vuelca sin freno en las discusiones puede
tener consecuencias lamentables.
No es sencillo manejar esto, porque la pasión suele
desplazarse por los diferentes afectos y mezclarse de un modo indiscriminado;
por eso muchas parejas después de grandes peleas, en las que no faltan los
gritos e incluso el maltrato físi- co, terminan
teniendo relaciones sexuales, como si la situación de violencia los erotizara.
Y es posible que así sea; ya que la violencia, muchas
veces, es una manera errónea de incentivar la pasión en una pareja. Errónea
porque, en esos casos, la pasión aflora de una manera
destructiva. Lo cual nos lleva a la conclusión de que, así como el amor, tampoco la pasión es intrínsecamente buena o mala,
sino que
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esto dependerá de qué es lo que haga arder con su fuego.
Recuerdo que siendo chico asistí a un encuentro en el
cual un sacerdote nos habló de lo que él llamó «la Pasión del Cristo». Sentado
en un banco escuché ese relato primero con curiosidad, luego con atención y
finalmente con horror.
Y ciertamente no entendí qué de todo lo que el sacerdote
acababa de contarnos podía haber sido erotizante para Jesús. Tiempo después
comprendí que pasión significa también padecimiento.
Resulta muy interesante ver que se utilice una misma
palabra para hablar del máximo placer y del máximo dolor, porque es una forma en
la que el lenguaje desnuda la dualidad esencial que recorre al ser humano desde
su propia sangre: Eros y Tánatos, la pulsión de vida enfrentada y
entremezclada todo el tiempo con la pulsión de muerte.
¿Puede cambiar una persona violenta?
El cambio, como ya dijimos, es algo posible, pero muy
difícil. Es el fruto de un
proceso que implica, antes que nada, reconocerse enfermo y entregarse a
una ardua lucha por controlar sus impulsos en tanto que se encuentra
el origen de tanta agresividad. Pero lo que de ningún modo existe es el
cambio milagroso.
Pensemos que si ni siquiera el menor de los hábitos puede
cambiarse de un día para el otro, mucho menos algo tan arraigado en la
personalidad.
Retomemos el
caso clínico.
En el último tiempo de su relación, el novio de Luciana viendo que ella
estaba a
punto de denunciarlo, le prometió que sería otra persona distinta de la
que ella había conocido hasta ese momento.
«Hablamos y él quedó en que iba a cambiar —me dijo en una
sesión— y de
verdad parece otro.»
Obviamente no le creí. Por supuesto que parecía otro,
porque estaba fingiendo ser quien no era.
Por miedo a que lo echara de la casa o fuera a la policía
él había cambiado todas sus actitudes de un modo exagerado. Ése no era un cambio,
era apenas un fingimiento, como quedaría demostrado poco tiempo
después.
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Pero hay algo que es tanto o más importante que
preguntarse si la persona con
la que estamos puede cambiar su conducta agresiva. Y es entender que
podemos elegir en qué vínculo nos quedamos y en cuál no.
Por supuesto que si alguien ha sostenido una relación de
esas características es porque en algún punto está implicado en ese modelo
enfermo, pero es preferible trabajar sobre uno mismo, preguntarse y analizar el
porqué de esas elecciones, en lugar de esperar a que el
cambio venga desde el otro.
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