miércoles, 1 de abril de 2015
LOS PADECIENTES-XIII-XIV-XV
XIII
Necesitaba comer algo y el vino le cae bien, lo relaja. Comen en silencio. Un silencio agradable. Después de tragar tres porciones de pizza, Pablo
se limpia con una servilleta y se acerca al ventanal. Los árboles siguen allí, como siempre, hermosos e indiferentes.
—Pablo, tenemos que hablar.
—¿Qué querés decirme?
—Que te dejes de joder con esta historia. —Pablo se da vuelta y lo mira. —Ya está… Se terminó. ¿Mirá cómo estás? Esto no es para nosotros.
Somos analistas, nada más. Tenés que reconocer que esto es demasiado para vos.
El gesto titubeante de Pablo lo anima a continuar.
—Mirá, si querés hacer el informe que te pidió Paula, hacelo. Y si no, no hagas nada. Nadie va a culparte por eso. Tampoco te culpes vos.
Sabe que José tiene razón, sin embargo algo en él se resiste a aceptar su consejo.
—Gitano… ¿vos creés que el pibe lo mató?
Por toda respuesta, José mete la mano en su bolsillo y saca un pequeño grabador digital.
—Antes de responderte quiero que escuches algo. —Pablo lo mira sin entender de qué le habla. —Vos sabés qué clase de analista soy y no tengo
que justificarme por esto que voy a hacer. Después de todo, la ley nos habilita a romper el secreto profesional cuando hay una vida en riesgo, ¿no?
Bueno, yo creo que, en este caso, podemos decir que es así.
—No te entiendo.
—Sabés que yo le pido autorización a mis pacientes para grabar las sesiones, ¿no?
—Sí.
—Bueno, voy a hacerte escuchar la última sesión de Paula Vanussi.
—Pero…
—No digas nada —lo interrumpe—. Sólo escuchá.
Antes de que Pablo pueda protestar, la voz de Paula invade el ambiente y el relato captura su atención.
Pablo cierra los ojos y se deja llevar por la versión que ella cuenta de aquellas noches que él ya conoce por el relato de Camila, pero esta vez
desde la mirada de un adulto. Capta la angustia que se disimula en la ironía y el rencor con el que Paula habla de su padre.
¿De modo que esto era lo que pasaba mientras Camila y su madre se encerraban en la habitación del pánico? Drogas, prostitución de menores,
tipos poderosos e inimputables bebiendo y abusando. Comprende por qué Victoria ponía la música tan fuerte y siente una oleada de asco.
Cuando llega el momento del relato del episodio ocurrido después de la denuncia de Paula, se da cuenta de que, salvo a Roberto Vanussi, conoce a
todos los protagonistas de esa escena y hasta puede reconstruirla en su mente. Imagina a Paula soportando los golpes de su padre, a Javier,
tambaleante, intentando enfrentar al monstruo a pesar de sus limitaciones y a Camila observándolo todo y pidiendo en silencio que todo terminara de
una vez y para siempre.
Cuando el relato concluye, José apaga el grabador y por unos segundos ninguno de los dos dice nada.
—Pablo —rompe el silencio—, yo no sé a vos, pero a mí no me importa quién carajo haya matado a ese hijo de puta. Merecía eso y mucho más.
Estos chicos vivieron un infierno y cada uno lo atravesó como pudo. Pero ahora ya está… pasó… el infierno se acabó con el último suspiro de Vanussi.
¿Me preguntás si creo que Javier mató a su padre? La verdad es que no lo sé. No tengo ni la más puta idea. Pero, ¿sabés qué? No me importa si fue el
pibe o algún mafioso al que Vanussi cagó en un negocio. ¿Querés saber mi opinión? —Lo mira fijo. —Creo que tenemos que pensar en lo que es mejor
para estos chicos y, según me parece, lo mejor es no revolver más toda esta mierda y dejarlos en paz de una buena vez. Vos hablaste con ellos y sabés
que hacer algo por esas cabezas va a ser como intentar rearmar una copa a partir de las astillas que quedaron en el piso. Están hechos pelota. No los
jodamos más. Eso es lo que venía a pedirte. Si tu vida no te importa, al menos pensá en Camila y en Javier. Vos los viste. ¿Querés hacerlos pasar por
un juicio? ¿Querés obligarlos a revivir todo esto? Yo no. Y si vos opinás lo contrario creo, sinceramente, que lo mejor que podría hacer por mi paciente
es aconsejarle que te saque del medio.
—¿Serías capaz de hacer eso?
—No lo sé, carajo —levanta la voz—, pero no quiero que ella sufra y… y no quiero que te pase nada. —Se le acerca y le acaricia la cabeza. —Pablo,
yo pude defenderte de las críticas injustas de los colegas, de la envidia de algunos mediocres… pero esto es otra cosa. Pensalo.
Se levanta y toma su campera. Estira la mano para agarrar el grabador pero la voz de Pablo lo interrumpe.
—No, dejámelo, por favor. Necesito escucharlo una vez más.
José sabe que eso sí implica una violación de todos los códigos de ética posibles, pero ya es tarde para esas sutilezas.
—Está bien. Pero tenés que tomar una decisión ya. Sabés que no tenemos mucho tiempo, ¿no?
—Sí.
—Muy bien. Mañana hablamos, entonces. Y ojalá decidas lo correcto.
Se levanta y cierra la puerta tras de sí. Pablo toma el grabador, el sobre que le envió Rasseri, el otro, el que Luciana le tiró por debajo de la
puerta y se dirige a su cuarto. José tiene razón. No hay tiempo que perder.
XIV
Cuatro horas más tarde, aún despierto, Pablo intenta ordenar en su mente toda la información para ver si puede hacerse alguna idea de lo
ocurrido. Ha escuchado nuevamente la sesión de Paula y acaba de ver, por segunda vez, el video de su encuentro con Javier, que estaba dentro del
sobre que le envió Rasseri. Asimismo, va reconstruyendo en su mente cada una de las conversaciones que tuvo en estos días.
Las situaciones y las personas cruzan sus pensamientos de un modo desordenado. José, Paula, Francisca, Camila, Bermúdez, Javier, Rasseri…
cada una de esas charlas empiezan a ocupar un lugar en su cabeza. Y, tal cual lo hace cuando piensa en un caso clínico, hace una lista de preguntas que
le permitan realizar hipótesis a partir del material con el que cuenta.
¿Tenía Javier Vanussi un motivo para matar a su padre?
La respuesta es claramente afirmativa. Aunque de un modo injusto se culpara por ello, lo cierto es que Javier nunca se sintió amado por su
padre:
“…me dolió saber desde siempre que, por ser así, mi papá jamás me aceptó y nunca pudo quererme”.
Sin que le importara y, sin siquiera sospecharlo, con esa falta de reconocimiento, es posible que Vanussi haya empujado a su hijo hacia un camino
sin retorno. Lo humilló con su indiferencia, lo lastimó físicamente y mucho más con su falta de aceptación y con la vergüenza que sentía por él. Javier
había intentado salvar a un padre para sí culpándose él mismo “por ser así”, pero su sentimiento de frustración, seguramente, se trocó en ansiedad y
angustia.
¿Podía la estructura psíquica de Javier derivar esos afectos a reacciones tan violentas como para que lo llevaran a cometer un crimen?
Tampoco tiene dudas de que esto es así. Javier no cuenta con las herramientas necesarias para poder hacer algo mejor con su dolor que destruir
a otros o a sí mismo. No tuvo la suerte de su madre o sus hermanas. En su caso, ni el arte ni el estudio vinieron en su ayuda y quedó solo e indefenso
frente a tanto dolor. Su mente enferma debe haber intentado por todos los caminos posibles, pero no tenía con qué hacer algo mejor que lo que hizo:
lastimarse a sí mismo y probablemente a su padre.
Su cuerpo es el campo de batalla en el cual los restos de esta lucha aparecen del modo más claro. Recuerda haberle preguntado qué era lo que
más le dolía de todo lo que le había pasado en su vida. No necesita volver a ver el video para recordar cada una de las palabras de Javier:
“… En primer lugar, el cuerpo… Sentir que mi cuerpo no me obedece, mirarme a veces al espejo y no poder reconocerme o, como ahora, sentir
que estoy lastimado, consumido.”
Ése fue, seguramente, el primer movimiento defensivo que en su niñez intentó hacer para poner un límite a su dolor: volcar contra sí mismo toda
la ira y la frustración de saberse un hijo no querido ni valorado por su padre. Un movimiento fatal que lo empujó de lleno a la locura, a ese estado en el
cual todo se transformó en una tortura de alucinaciones auditivas:
“…no podía evitar los gritos… esos gritos siniestros que me lastimaban los oídos.”
Gritos que marcaron su cuerpo con los signos del horror. Un horror que era un puro dolor sin sentido, hasta que un delirio vino en su auxilio para
intentar quitar tanta muerte del cuerpo. Y así, esos gritos insensatos encontraron una fuente y un motivo:
“…Era la voz de mi mamá. Era ella a quien mi papá maltrataba noche tras noche.”
Y entonces apareció por fin una idea para poner fin a tanta angustia: acallar esa voz que lo torturaba, seguramente desde su niñez. Tenía que
silenciar a su madre, pero la madre real ya no podía ser silenciada porque estaba muerta hacía ya mucho tiempo y tenía un lugar ambivalente en el
recuerdo de Javier. Por un lado su belleza y su ternura y, por el otro, su enorme desamparo:
“Mamá era hermosa… Era una persona tan dulce y a la vez tan indefensa”.
Y fue esa indefensión la que, de alguna manera, convocó a Javier a hacer algo para terminar con el dolor de esa madre, no la dulce y hermosa a la
que guardó en su recuerdo, sino a la otra, la indefensa, la de los gritos que lastiman. Así, es probable que la idea de matar a su padre fuera apareciendo
para él como la única solución posible.
¿Es realmente Javier un psicótico, como le sugirió a Rasseri?
Como analista, Pablo no diagnostica por la presencia o ausencia de síntomas, sino por cuestiones estructurales. De modo que, la existencia de
alucinaciones y delirios no le alcanzan ya que pueden en algunos casos particulares, como el duelo por ejemplo, aparecer en personas totalmente
normales.
Debe encontrar algo más profundo que los síntomas visibles, algo en su manera de decir las cosas, en el uso de su lenguaje, un neologismo, una
holofrase, o ese rasgo presente en toda locura: la certeza, una idea inconmovible que no deja espacio a ninguna duda.
Y es allí donde el video le devuelve la mirada fría y ausente de un Javier sin rasgo alguno de emoción. Un organismo vaciado de sentido.
El cuerpo de un humano es mucho más que un puro cuerpo. Por el contrario, es un cuerpo recubierto de palabras y deseos. Basta mirar un
cadáver para entender que allí ya no hay un sujeto, porque ese cuerpo se ha quedado sin palabras. Y he allí el cuerpo de Javier, resistiendo la muerte
subjetiva y hablando con un decir que apenas está atravesado por la certeza:
“Vos no me creés. Pensás que estoy inventando, o que estoy loco. Pero ni invento ni estoy loco… Sé muy bien lo que digo y lo que hice. Yo maté a
mi papá.”
Ahora bien, más allá de las cuestiones psicológicas, desde lo fáctico, ¿pudo Javier haber matado a su padre?
Según sus propias palabras, la respuesta es sí.
“Yo estoy enfermo y lo sé. Mi cabeza no funciona como debería y suelo tener reacciones que no puedo contener o, incluso, hacer cosas que
después ni siquiera soy capaz de recordar.”
También Rasseri parece compartir esta idea al darle un diagnóstico de Trastorno límite de la Personalidad. Todo profesional, al diagnosticar, dice
algo de alguien y, en este caso, Rasseri dice que, según él, Javier es capaz de actos de violencia, de ira incontrolable, de estados de despersonalización
en los que no le es posible medir las consecuencias de sus actos.
Recuerda además lo que le dijo Camila:
“…Paula siempre hizo lo que pudo y Javier nunca pudo nada… Excepto esa noche”.
Excepto esa noche —repite Pablo. ¿Pero qué es lo que realmente pudo hacer Javier esa noche y a qué noche se refirió Camila? Podría ser
perfectamente la noche del asesinato de su padre, esa que Javier le contó con todo detalle.
Y la pregunta final.
¿Hay pruebas suficientes para aseverar que Javier ha sido el asesino?
No. No las hay y lo sabe. Por eso tiene dudas, pero eso es inevitable. En un mundo sin locura no es posible estar convencido de todo. Es muy
probable que, como lo sugirió José, el asesino sea algún mafioso con algunas cuentas pendientes con Vanussi. Tampoco lo sabe. Lo que sí sabe es que
Javier está mucho más tranquilo desde que su padre murió y Pablo cree, como su amigo, que Vanussi merece estar muerto y que sus hijos tienen
derecho a un poco de paz.
No tiene datos que confirmen la culpabilidad de Javier, es cierto, pero tampoco que la desestimen, y la duda es suficiente como para que pueda
apoyar su defensa psicológica. Porque eso es lo único que hará. No va a dar cuenta de que Javier es el asesino, sino de algo acerca de lo cual sí, no tiene
dudas. Si Javier Vanussi mató a su padre, no es penalmente imputable por ese crimen. Sus condiciones psicológicas, sus delirios, sus alucinaciones, su
grado de despersonalización, sus estados de confusión y su labilidad afectiva son tan claras que nadie podría creer que ese chico es capaz, en un estado
de emoción violenta, de comprender la peligrosidad de sus actos.
Y, en este mismo instante, toma una importante decisión. En su informe va a solicitarle al juez que no traslade a Javier a ningún otro lugar, ya
que lo mejor para su salud es permanecer internado en la Clínica Ferro hasta que alguna auditoría médica dé cuenta de que está en condiciones de
volver a su casa, si es que ese momento llega algún día.
Rasseri va a garantizar que tiene los medios necesarios como para mantenerlo bajo control y asunto cerrado. Javier cuidado, Paula tranquila,
Camila avanzando en su carrera de violinista y ahora, además, en análisis con él. Y Vanussi… pudriéndose como la basura que era.
Suspira, saca un inductor de sueño de la mesa de luz y se lo toma. Hace tiempo que lo necesita para poder dormir. Desde que Alejandra se fue. Se
levanta y toma el teléfono. El timbre suena dos, tres veces, antes de que la mujer atienda.
—Hola.
—Hola, soy Pablo. Disculpá la hora.
—No te preocupes, de todas maneras no me podía dormir.
—Te entiendo. Quería decirte que voy a hacer el informe que me pediste.
Se produce una pausa hasta que, del otro lado, la voz aliviada de Paula le responde.
—Gracias. No sabés lo importante que es esto para mí.
—Lo imagino. —Se hace un silencio prolongado. No hay mucho más de qué hablar. —Bueno, si te parece, mañana combinamos y te lo llevo.
—Como gustes. También puedo pasar a buscarlo yo.
—Vemos.
—Dale, gracias.
Corta y el cansancio se le viene encima. La medicación va haciendo su trabajo y siente muchas ganas de dormir. Lo necesita. Pero no quiere
entrar en el sueño con estas ideas en la mente. Siente que merece algo mejor. Se acuesta, entonces, y abre el sobre de Luciana esperando encontrar
una nota personal, alguna frase afectuosa o, por qué no, erótica. Ya sabe que ella es capaz de permitirse esas cosas.
Con los ojos casi cerrándosele saca los papeles del sobre y lo que encuentra lo impacta. No son palabras de amor sino anotaciones pertenecientes
a una historia clínica. Hace un esfuerzo enorme por leer lo que dice en esas hojas, pero el sueño se le impone de un modo inevitable. De todos modos,
algunas palabras quedan dando vueltas en su mente: Mirethol 200 mgs. Alcorex 4 mgs. Epafenol 3.000 y… Y la oscuridad se apodera de él.
XV
Media hora después, el abogado Alberto Míguez hace una llamada y siente que el alma le vuelve al cuerpo.
—Ya está todo arreglado. Le dije que iba a solucionarlo.
—¿Está completamente seguro?
—Por supuesto.
—También lo estaba antes.
—Lo sé. Pero puede quedarse tranquilo. Es más, le diría que ha sido una intromisión que terminará siendo muy favorable para nosotros.
—Explíquese.
—El licenciado Rouviot es un hombre prestigioso, reconocido aun en los medios externos a la psicología.
—¿Y con eso, qué?
—Ya sabe cómo son estas cosas. Hasta los jueces sienten la presión de tener enfrente a alguien de peso. Y esta vez, ese peso inclinará la balanza
hacia el lado que más nos conviene.
—Eso espero.
—Se lo garantizo. Es más, de ser posible, mañana mismo voy a adjuntar su informe al legajo y le aseguro que ya no habrá más complicaciones.
—Mejor para todos, entonces… ¿Sabe? Me había preocupado por usted. Me cae bien y no me hubiera gustado que le pasara nada desagradable. Míguez traga saliva y responde intentando que su voz no delate el escalofrío que acaba de subir por su columna vertebral.
—Le agradezco su preocupación, pero ya no tiene motivos para inquietarse.
Una nueva pausa. Esta vez muy breve, aunque a Míguez le parece eterna.
—Bueno, muy bien, entonces. Ya sabe. Cuando el caso se cierre recibirá el resto del dinero. Le ruego que no vuelva a llamarme. Cuando sea el
momento nosotros lo contactaremos. Y si alguna vez volvemos a necesitar de sus servicios, espero que esté interesado en continuar trabajando para
nosotros.
—Por supuesto —miente Míguez. Jamás quiere volver a escuchar esa voz.
—Me alegro. Será hasta entonces.
El hombre corta y Míguez se queda unos segundos con el teléfono en la mano. Esta noche volverá a dormir en paz. Al menos, eso cree
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