jueves, 9 de abril de 2015

HISTORIAS INCONSCIENTES-LA MIRADA DEL OTRO (La historia de Ayelén)

LA MIRADA
DEL OTRO



(La historia de Ayelén)


No prosperan las
malas acciones y el
más tardo alcanza
al más ágil, como
ahora Hefesto, que
es cojo y lento,
aprisionó con su
artificio a Ares, el
más veloz de los
dioses que posee el
Olimpo.


HOMERO


Ayelén  llegó  a  mí  derivada
por el analista de su hermana. Según  él  me  comentó, estudiaba  psicología  y  había leído  todos  mis  libros.  Su paciente, que sabía de nuestro conocimiento,  le  pidió  mi teléfono.  Me  llamó  de inmediato.
En esa charla telefónica la noté  jovial  y  agradable.  Dijo que estaba muy entusiasmada


con  la  idea  de  tener  su
espacio  analítico  ya  que pronto  se  recibiría  y  que, como  el  Psicoanálisis  era  la técnica  que  había  elegido para especializarse, sabía que lo  primero  que  tenía  que hacer era tener un lugar como paciente en un diván. Y no se equivocaba.
El  Psicoanálisis  es  una técnica  diferente  a  todas  las


demás y tiene como principal
requisito  que  el  aspirante  a analista  realice  un  análisis personal  muy  profundo.  A diferencia  de  otras  escuelas, es imposible para alguien que no  haya  transitado,  y  mucho, por  los  territorios  de  su inconsciente,  que  pueda ejercer. Ayelén lo sabía y por eso quería analizarse. Pero en este  caso,  para  ella,  el  diván


sería             una                 alternativa
imposible.




Lo  primero  que  vi  al abrirle la puerta fue su sonrisa enorme  y  blanca.  Su  cara  era hermosa  y  tenía  unos  ojos grandes y chispeantes.
—Hola  —me  saludó amablemente—,  es  un  placer conocerlo.


Le sonreí.
—Gracias.                        Ayelén,
supongo.
Asintió. Le estiré la mano para  saludarla  y  en  ese momento me di cuenta de que
estaba                 inclinada                hacia
adelante y apoyada sobre dos bastones  antebraquiales.  Ella miró  mi  mano  extendida  e hizo un gesto travieso.
—Me  encantaría  pero,


como  verás,  no  puedo  soltar
los bastones.
—Sí,  claro.  Perdón  — respondí  aún  sorprendido—. Pero pasá, por favor.
Ayelén  se  desplazó  para entrar  arrastrando  apenas  los pies  y  tropezó  con  el  marco de la puerta. Yo me puse algo incómodo,  pero  ella  estaba sonriente,  casi  divertida.  En un  momento,  sin  saber  muy


bien  qué  hacer,  quise
ayudarla                   con               algunos
movimientos  que  resultaron torpes e ineficaces.
—¿Sabe  qué?  —me  dijo —,  o  va  para  un  lado  o  va para el otro, porque tengo que maniobrar  y  siempre  me cuesta al principio, cuando no conozco el lugar. Pero ya va a ver. Con un par de veces que venga lo voy a hacer bien.


—Por supuesto.
Me  corrí  de  la  puerta  y
ella  pudo  moverse  con libertad  y  entrar,  aunque  no sin  alguna  dificultad.  Me adelanté  y  le  indiqué  el camino.
—No se quede mal —dijo comprensiva—.  Igual,  ya estoy acostumbrada.
—¿A              qué               estás
acostumbrada?


—A  que  la  gente  se
impresione  un  poco  cuando me  ve  por  primera  vez.  Pero eso  mejor  se  lo  cuento después, cuando arranquemos la sesión.
Me  senté  en  mi  sillón mientras  ella  se  acomodaba en  el  suyo  e  intenté  una broma  para  distender  la situación.  Es  una  primera entrevista  y  quiero  que  se


sienta cómoda para que pueda
hablar  con  tranquilidad  de  lo que la trae a análisis.
—Lo siento por vos, pero desde  el  momento  en  el  que atravesaste esa puerta ya estás en  sesión,  así  que  tené cuidado.  Todo  lo  que  digas puede ser usado en tu contra.
Ayelén  dejó  escapar  una risa agradable. Se la veía bien dispuesta.


—Qué  bien  me  voy  a
llevar  con  usted.  Me  parece que esto me va a gustar.
—Bueno,  veremos.  Ojalá sea  así  —pausa—.  ¿Estás
cómoda?
—Sí, perfecto.
—¿Querés  un  vaso  de
agua?
Me mira y se ríe.
—No,  gracias.  Tengo  un
problema  en  las  piernas,  no


en la garganta.
Hice  un  gesto  para disculparme  al  percibir  la tontería que acababa de decir y  la  invité  a  hablar.  Ella asintió.
—¿Por                                dónde
empezamos?
—Por donde quieras.
Piensa unos segundos.
—Bueno, tengo veintiséis
años.  Estudio  psicología  —


me  mira—,  pronto  me  voy  a
recibir.                       Quiero                     ser
psicoanalista,  y  lo  voy  a lograr. Ya va a ver. Algún día voy a ser como usted.
El comentario me pareció muy  auspicioso  ya  que  el hecho  de  que  me  ubicara  en ese  lugar  de  respeto  hablaba de  una  transferencia  ya instalada,  seguramente  a partir  de  la  lectura  de  mis


libros  y  la  sensación  de
confiabilidad  que  le  habían dado. De todos modos, ese es sólo  el  primero  de  los  pasos en la construcción del vínculo entre  paciente  y  analista.  La transferencia  puede  mudar con el tiempo, y en este caso lo haría.
—Soy                muy               buena
alumna, me gusta estudiar — se  interrumpe—.  Bueno,


muchas  opciones  no  me
quedan, ¿no?
—¿Por qué decís eso?
Hace  un  gesto  señalando
su  cuerpo.  Es  evidente  que quiere  darme  a  entender  que, dada  su  discapacidad  y  las limitaciones  que  le  impone, no  tiene  muchas  alternativas más  que  el  estudio.  Lo entiendo,  pero  no  quiero  un gesto,  el  análisis  necesita  de


palabras,  por  eso  decido  usar
las  que  considero  necesarias en este momento y exponer el tema  con  claridad  desde  el comienzo. Lo no dicho, tarde o  temprano,  genera  alguna
dificultad y decidí evitarla.
—Hablame                 de                tu
discapacidad.
Me  mira  y  una  expresión rara cruza su cara, aunque no llega  a  ensombrecer  su


sonrisa.  Después  de  unos
segundos retoma la palabra y habla con naturalidad.
—Dis-ca-pa-ci-dad¼
Mire usted. Si se lo cuento al INADI le harían un juicio.
—¿Ah, sí? ¿Y por qué?
—Y,  porque  algunos
prefieren                            llamarlas «capacidades      diferentes»,
pero  supongo  que  está  bien. Estamos  aquí  para  decir  la


verdad, ¿no?
Me  mira  fijo  y  no  le devuelvo gesto alguno.
—Tengo  un  ECNE  —
continúa—,  producto  de  un
doble  circular  del  cordón  en el  momento  del  parto  —se detiene  y  piensa—.  ¿Qué justo,  no?  Casi,  casi,  salgo bien,  pero  a  último momento¼  Como  decían  los griegos:  «Nunca  hay  que


confiar  en  el  destino».  Pero
bueno,  son  cosas  que  pasan, así  que  ¿por  qué  no  iba  a pasarme a mí? Y ¿sabe qué?, por  ahí  es  mejor  que  haya sido así.
—¿Por qué lo decís?
Se encoge de hombros.
—Porque  en  los  centros
de rehabilitación me encontré con  muchos  chicos  que tuvieron  algún  accidente  y


que  antes  eran  normales,  y
me  di  cuenta  de  que  la adaptación a su nuevo estado les  costaba  mucho.  Se  la pasaban  llorando  todo  el tiempo  por  lo  que  habían perdido, por lo que ya no iban a  poder  hacer  de  nuevo.  En
cambio yo¼
—¿Vos qué?
Intenta una sonrisa.
—Yo siempre fui así.


Asiento.
—Ayelén,  recién  dijiste
que  ellos  antes  del  accidente eran  normales,  en  cambio vos¼  ¿Qué  querés  decir  con eso?  ¿Que  nunca  te consideraste  una  persona
normal?
Su sonrisa se diluye y, por un  instante,  me  mira  de  un modo diferente.


Después  de  aquella
entrevista  me  comuniqué  con un  médico  amigo  que  trabaja en  un  importante  centro  de rehabilitación  y  le  pregunté exactamente  qué  era  un ECNE.
—Es  una  Encefalopatía
Crónica  No  Evolutiva  —me dijo.
—¿Y eso qué significa?


Él  suspiró  y  se  preparó
para  darme  una  explicación comprensible.
—En  buen  criollo,  eso significa  que  tiene  una parálisis cerebral permanente.
Repaso sus dichos.
—Ajá. Pero dijiste que es
no evolutiva, eso quiere decir que no va a empeorar.
—Sí.  Esa  es  la  parte buena.


—¿Y cuál es la mala?
—Que  tampoco  va  a
mejorar.
—¿O sea?
—Que  tu  paciente  va  a
andar  con  los  bastones canadienses  toda  su  vida. ¿Qué  edad  me  dijiste  que
tiene?
—Veintiséis.
—Qué cagada. Pobrecita.
Me                   disgustó              su


comentario  y  sin  darme
cuenta  le  respondí  en  tono molesto.
—No le digas así.
—Ehhh                —protestó—,
¿por qué te enojás? ¿Se puede
saber qué bicho te picó?
—Ningún  bicho.  Pero  no me  gusta  que  hables  de  esa manera  de  ella.  Yo  soy  su analista  y  no  puedo  tenerle lástima,  si  no,  no  la  voy  a


poder analizar.
—Ah,  claro  —ironizó—, cierto  que  vos  no  podés  ser humano. Pero ¿sabés qué?, yo sí. Además, es paciente tuya y
no mía, ¿no?
Relajo¼
—Tenés                           razón,
perdoname.





En                las                entrevistas


siguientes, Ayelén aprendió a
entrar  a  mi  consultorio  sin golpearse  con  la  puerta  ni llevarse nada por delante. Ella iba  adaptándose  al  espacio  y yo  a  ver  sus  bastones apoyados  siempre  a  un
costado, sobre el sillón.
Era ciertamente una joven inteligente,  sensible,  de  buen humor  y  mucho  carácter. Hablaba  de  sus  sueños,  de  la


facultad, de la buena relación
que tenía con sus padres y de lo  mucho  que  anhelaba
convertirse en analista.
Rara  vez  tocaba  el  tema de  su  discapacidad,  pero  a una  sesión  llegó  enojada  y
encaró          directamente                la
cuestión.
—Gabriel,  para  mí  el tema  de  la  discriminación  no es  nuevo,  lo  sufrí  muchas


veces. Sin embargo aprendí a
lidiar                  con                eso,                 a
comprenderlo.
—¿Comprenderlo?
—Y  sí.  Yo  puedo
entender  que  cuando  alguien me ve por primera vez pueda sentirse  apabullado  —me mira  y  bromea—,  ¿o  no  se dio  cuenta  de  que  mis  ojos
son irresistibles?
Muchas veces un chiste es


una  manera  de  escapar  de
algo  que  nos  angustia.  Un mecanismo  de  defensa  o  un modo  de  develar  algo  que seriamente  alguien  no  puede decir.  Tengo  la  sensación  de que  algo  así  ocurre  en  esta ocasión.
—Bueno,  por  lo  que  veo te lo tomás con humor.
Se pone seria y reflexiva. —¿Qué  otra  cosa  puedo


hacer? Si pierdo el humor me
muero,  y  le  aseguro  que  si algo  no  quiero  hacer  en  esta vida es morirme.
Asiento.
—Pero  decime,  ahora
¿qué  pasó?  ¿Por  qué reaparece  la  cuestión  de  la
discriminación?
Se  pone  incómoda  y  se toma  unos  segundos  antes  de responder.  Ella  dice  que


acepta  y  entiende  el  tema,
pero  su  actitud  denota angustia.  Una  angustia  de  la que  aún  no  puede  hacerse cargo.
—Porque  hay  un  titular de  cátedra  en  la  facultad,  un psicoanalista  renombrado,  a lo  mejor  lo  conoce:  Jorge Castells[1].
No  hice  gesto  alguno  al escuchar  el  nombre.  Por


supuesto  que  conocía  a
Castells,  es  más,  lo  había tenido  como  docente  cuando cursé  la  carrera.  Era  un profesor  extraordinario  y  un gran  analista.  Con  el  tiempo,
algunas                                   actividades
profesionales  me  permitieron tratarlo  y  descubrí  a  una persona  sensible,  ética  y amable. Por eso me extrañó el comentario de Ayelén.


Pero  hace  tiempo  que
aprendí  la  diferencia  entre  lo que  llamamos  realidad  y  la realidad  psíquica  de  cada sujeto.  Y  los  analistas sabemos  que  es  con  esta última  con  la  cual  debemos trabajar.
Estaba  seguro  de  que Castells  jamás  podría  haber
tenido                         un                        gesto
discriminatorio  para  con


Ayelén,  pero  así  lo  había
vivido  ella  y  yo  quería  saber por qué.




—Contame,  ¿qué  pasó
con Castells?
Lucha  con  sus  emociones
y trata de hablar con calma.
—El  tipo  es  un  genio  y por eso, cuando da las clases, el  aula  magna  revienta  de


alumnos.  Todos  quieren
escucharlo.  Gabriel,  yo conozco  mis  limitaciones  y por  eso  intento  llegar  antes que los demás, para ubicarme sin  joder  a  nadie,  ¿me entiende?  —asiento—.  Pero el otro día me demoré porque llovía  y  no  conseguía  taxi  — se  detiene  y  hace  un  gesto resignado—,  se  imagina  que en colectivo me cuesta mucho


andar.
Silencio.
—¿Y entonces?
—Nada¼  que  llegué  con
la clase empezada y tuve que pasar  entre  los  alumnos  que
estaban                  sentados                  para
conseguir  un  lugar  —a medida  que  me  cuenta  lo ocurrido  su  voz  se  quiebra  y sus ojos se llenan de lágrimas —.  Le  juro  que  yo  intenté


pasar  lo  más  desapercibida
que  me  fue  posible,  pero  no
pude.                   Entonces                     mis
compañeros  tuvieron  que pararse,  mover  las  sillas, correrse  para  adelante,  para atrás: un desastre.
—¿Y qué pasó?
Me  mira  con  los  ojos
encendidos de rabia.
—Pasó  que  Castells escuchó  los  ruidos  y  paró  la


clase  —disimula  su  voz  en
una  torpe  e  irónica  imitación del  docente—:  «Vamos  a interrumpir  unos  segundos hasta  que  la  compañera  se acomode»  —pone  un  gesto contrariado—.  ¡Qué  hijo  de
puta!
Ayelén está dolida porque siente que la situación la puso en  ridículo  frente  al  resto  y culpa a su profesor por esto.


—Ayelén,  veo  que  estás
muy  enojada,  pero  te pregunto: ¿No es posible que Castells  realmente  haya querido darte tiempo para que
te ubicaras con tranquilidad?
Niega  con  la  cabeza, totalmente  captada  por  su enojo.
—Si eso fue lo que quiso, se  equivocó  feo,  porque  lo único  que  consiguió  es  que


todo el mundo se fijara en mí
—pausa—.  Le  juro  que  me hubiera  ido  a  la  mierda,  pero ya  era  más  difícil  irme  que quedarme, así que me la tuve que bancar.
—¿Y cómo te sentiste?
—Como el orto. No pude
escuchar nada de la clase y lo único  que  quería  era desaparecer.
En  ocasiones,  la  mejor


intervención  es  llevar  al
paciente  a  que  se  haga  cargo de  lo  que  siente,  que  se involucre con sus emociones. Claramente  Ayelén  está proyectando  en  la  figura  de Castells  un  enojo  anterior, que  la  recorre  quizás  desde siempre,  y  esta  es  la oportunidad  que  tengo  de intentar  que  se  apropie  de algo de esto que le pasa.


—Ayelén,  yo  no  sé  si  tu
profesor hizo lo que hizo para cuidarte  o,  como  decís  vos, para  molestarte.  Pero,  sea como  fuere,  me  gustaría hacerte  una  pregunta:  ¿Estás segura  de  que  lo  que  me dijiste en la primera sesión es verdad? ¿Será cierto que este es  un  tema  que  tenés
asumido?
No              duda,               responde


rápidamente,  como  siempre
que alguien se defiende.
—Segurísima. Yo aprendí a aceptarme, a valerme sola a pesar  de  esto  —golpea  sus piernas—.  ¿Sabe,  Gabriel?, no  me  importa  lo  que  usted piense,  pero  sepa  que  yo  no necesito de nadie.
Me  doy  cuenta  de  que
está          cerrada                            toda
posibilidad  de  razonar  y  por


eso,  luego  de  una  pausa,  me
pongo  de  pie  y  doy  por terminada la sesión.
—Bueno,  entonces,  tal vez tengas razón.
Empiezo  a  caminar  hacia la  salida  y  un  ruido  me sorprende.  Me  doy  vuelta  y veo  que,  al  intentar levantarse,  Ayelén  tiró  sin querer uno de sus bastones al piso.  Lo  mira,  incómoda.


Trata  de  levantarlo,  pero  no
puede, ha quedado demasiado lejos  de  su  alcance.  Prueba agacharse un poco para ver si llega  hasta  él,  pero  le  es imposible.
Mi  primer  impulso,  por supuesto,  fue  ir  hacia  ella  y acercarle  el  bastón,  sin embargo  no  me  moví  de  mi lugar  y  miré  todo  sin  hacer ningún  movimiento,  ni


siquiera un gesto.
Luego  de  unos  segundos muy  incómodos,  me  mira enojada.
—¿Qué¼  No  va  a
ayudarme?
Me  acerco,  me  agacho, levanto  el  bastón  y  lo  pongo en su mano.
—Sí,  por  supuesto.  Sólo que no quise ofenderte. Como me  dijiste  recién  que  vos  no


necesitás de nadie.
Se  pone  de  pie  con dificultad  y  me  mira sorprendida  e  indignada  por mi  intervención.  Empieza  a caminar  hacia  la  puerta  en silencio.  Cuando  llegamos, sale  a  la  calle  y  me  clava  la mirada.
—Y  bueno,  se  ve  que Castells  no  es  el  único analista  hijo  de  puta  de  este


mundo.




Sabía,  desde  antes  de realizar  aquella  intervención, que  iba  a  provocar  la  ira  de Ayelén.
Pero aquel hecho, la caída de  su  bastón,  me  había  dado la oportunidad de contrastarla con  sus  dichos.  No  era  cierto que  no  necesitaba  de  nadie.


Todos necesitamos de alguien
y  ella,  dada  su  enfermedad, aún más; y tenía que asumirlo y empezar a convivir con eso.
Yo  había  echado  por tierra  su  mecanismo  de defensa:  negar  la  realidad para  hacer  de  cuenta  de  que no  existía.  Y  es  común, cuando  esto  ocurre,  que aparezcan  la  angustia  o  el enojo.


En  la  sesión  siguiente,
entró  sin  saludarme  y  se dirigió  al  sillón.  Esta  vez colocó  los  bastones  sobre  su falda  y  los  apretó  contra  su cuerpo.  Nos  quedamos  en  un silencio  incómodo  durante algunos minutos.
—¿Qué  pasa,  Ayelén? ¿No  tenés  nada  para  decir,
hoy?
Suspira.


—Estuve  debatiéndome
para decidir si venía o no.
—Pero  viniste,  así  que supongo  que  el  debate terminó bien.
—¿Quién        dice               que
terminó  bien?  ¿Usted?  —me mira  desafiante—.  ¿Por  qué? ¿Porque  vine  a  verlo?  Claro, como escribe libros y está en la  tele  —ironiza—.  ¿Tan
importante se cree?


El  momento  es  tenso
pero,  justamente  por  eso,  mi voz debe ser calma y firme.
—Yo no. Pero vos, tal vez sí.  De  hecho,  en  la  primera entrevista  me  dijiste  que algún  día  te  gustaría  ser  una analista como yo.
—No,  Rolón  —me contesta  en  tono  duro—, como  usted  no.  Yo  no  voy  a discriminar a mis pacientes.


Pausa.
—Ah,  resulta  que  ahora
yo  también  te  discrimino. Primero Castells, ahora yo. A ver,  decime,  ¿quién  más  está en  la  lista  de  los  que  te
discriminamos, Ayelén?
Al  escuchar  mi  pregunta se  conmociona.  Algo  dentro de ella intenta aflorar, pero lo retiene.  Lucha  por  callarlo, pero  sé  que  mi  intervención


llegó a algo de lo que aún no
hemos  hablado.  Es  momento de insistir, de ayudarla a decir lo que ya puja por salir.
—Decime  lo  primero  que se te venga a la mente.
—Bueno, yo¼
—No                 lo                 pienses.
Simplemente decilo.
Hace una pausa. Le cuesta hablar,  pero  finalmente  lo hace.


—Raúl.
—¿Y quién es Raúl? —Raúl era mi novio.
Vuelve a hacer una pausa.
Se  está  conectando  con  esta
vivencia.               Pero               percibo
claramente  que  ha  cambiado de estado. El enojo dio paso a la confusión.
—Contame.
—Nos  conocimos  en  la
secundaria,  pero  nunca  nos


dimos  mucha  bola.  Usted
sabe, los varones son crueles, y más a esa edad.
—¿Qué  querés  decir  con
eso?
—Que yo me daba cuenta de que a veces se reían de mí —baja  la  mirada  apenas  un segundo—,  pero  él  era distinto,  y  en  el  viaje  a Bariloche  pegamos  onda  — recuerda con un dejo de dolor


—. Ese viaje no fue fácil para
mí.
—¿Por qué?
—Y¼,  por  esto  de  subir
y  bajar  del  micro  todo  el tiempo,  las  excursiones  y  la aerosilla  esa  de  mierda.  Pero por suerte estaba Raúl.
—¿Por  qué  decís  «por
suerte»?
Sonríe.
—Porque  él  me  cuidó


mucho y de algún modo hizo
que  tomara  todo  con  más naturalidad. Y yo me pegué a él primero con desesperación, después  con  gratitud,  y  al final¼ —se interrumpe.
—¿Y  al  final  qué,
Ayelén?
Hace  un  gesto  de contrariedad.
—Al final con amor. Pausa.


—¿Y por qué ese gesto?
—Porque  nunca  creí  que
podía  pasar  algo  entre nosotros.
La  interrogo  con  la mirada.
—Usted no entiende.
—¿Y  qué  es  lo  que
debería entender?
—Que  era  algo  que  ni siquiera  tenía  derecho  a soñar.


—¿Por qué no?
—Porque  Raúl  era  un
chico normal.
—Ah,  claro.  Y,  según veo,  mi  duda  de  la  primera entrevista  tenía  fundamento, ¿no?  Vos  nunca  te  sentiste una persona normal.
Silencio.
—¿Y qué pasó después?
—Para  mi  sorpresa,  a  la
vuelta del viaje me llamó. Me


dijo  que  se  había  enamorado
de  mí  y  que  quería  que empezáramos a salir.
—Ah, bueno, entonces no era un sueño tan imposible — pausa—.  ¿Y  cómo  anduvo
todo?
—Bien,  muy  bien.  Fue una  linda  historia  —se detiene.  Le  cuesta  hablar  de este tema—. ¿Sabe?, Raúl fue mi  primer  hombre.  En


realidad,  el  único  con  el  que
me acosté en mi vida.
Percibo que el recuerdo le genera  vergüenza,  ternura  y algo  de  malestar.  En  esta sesión,  sus  emociones  se
entrecruzan todo el tiempo.
—Para  mí,  todo  lo  que tenga  que  ver  con  el  sexo  es aún  más  difícil  que  para  el resto.
Lo imagino, pero necesito


que pueda decirlo.
—¿Por qué?
Me mira con disgusto por
tener  que  explayarse  sobre  el tema.
—Y¼,  porque  yo  no puedo abrazarme al cuello de un  hombre  para  besarlo,
porque                       me                     caigo.
Desvestirme  es  un  trámite muy  complicado  y  además, en  aquel  momento,  tenía


mucha  vergüenza  de  mi
cuerpo.  Pero  él  fue  tan  dulce y todo fue tan lindo.
—¿Sí? Qué bueno.
—Sí.  Porque  yo  disfruté
mucho  del  sexo  con  él  — pausa—,  a  pesar  de  las limitaciones.
—¿Qué             tipo                   de
limitaciones?
Me  mira  casi  suplicante, como  pidiéndome  que  no  le


haga  todo  más  difícil.  Me
mantengo                    imperturbable,
hasta  que  después  de  unos segundos continúa su relato.
—Usted se imaginará que yo  no  puedo  desplazarme libremente  por  la  cama,  no puedo  ir  arriba  y¼  —vuelve a interrumpirse.
—¿Y qué?
—Que  hay  tantas  cosas
que  no  puedo  hacer.  Pero  él


se encargó de que siempre me
sintiera bien, plena.
—¿Y entonces, por qué lo pusiste  en  esa  lista  de personas que te discriminan?
Se  queda  pensando  y empieza a lagrimear.
—Porque                todo                lo
hacíamos en privado; todo, no sólo  el  sexo.  Al  principio  no lo  percibía,  hasta  que  un  día me  di  cuenta  de  que  nunca


íbamos  a  fiestas,  que  nunca
salíamos  al  cine,  a  comer afuera¼  Nunca.  Y  entonces entendí.
—¿Qué  es  lo  que
entendiste, Ayelén?
Ahora  sí  deja  que  las lágrimas  le  mojen  la  cara  sin pudor.  Ya  nada  queda  de  su enojo  inicial.  Tan  sólo  una profunda tristeza y un enorme dolor.


—Que  me  escondía,  que
le  daba  vergüenza  mostrar¼ —se angustia.
—¿Mostrar qué? —Esto que soy.
Me golpea la manera en la
que  lo  dice  y  la  fuerza emocional que pone en juego. Pero,  como  yo  mismo  le había  dicho  a  mi  amigo,  no puedo  permitirme  el  lujo  de tenerle  lástima.  Yo  también


tengo  que  entender  que
Ayelén  es  una  persona «normal»  a  pesar  de  sus dificultades y darle el derecho a  ser  analizada  como  tal.  Por eso  no  hago  el  menor  gesto de compasión.
—¿Y  qué  pasó  con  esa
relación?
Suspira.
—Estuvimos                      juntos
muchos  años,  hasta  que  un


día  le  dije  que  no  quería
seguir y me fui.
—¿Y  le  explicaste  el
porqué de tu decisión?
Ayelén  niega  con  la cabeza.
—¿No?
—Jamás.
—Entonces,  ¿Raúl  nunca
se enteró de que pensás que él
se avergonzaba de vos?
—Nunca.


Pausa breve.
—¿Y  no  te  parece  que
deberías decírselo?
Noto su duda.
—¿Cuánto  hace  que
terminaste con él?
—Hace poco.
La  escucho  y  algunos
sucesos                   comienzan                 a
ordenarse.
—Ajá.  ¿Más  o  menos  el mismo tiempo en el que pasó


lo  de  Castells?  —desvía  la
mirada—.  Decime,  Ayelén, ¿estás  segura  de  que  no proyectaste  en  tu  profesor  la
rabia que sentías con Raúl?
No  responde.  Decido continuar  trabajando  este tema.
—¿Sabés?,  me  gustaría que pensaras en algo.
—¿En qué?
—En  que  a  lo  mejor,  un


hombre  que  estuvo  con  vos
durante tanto tiempo y que te cuidó  como  lo  hizo  Raúl, merece  al  menos  saber  por qué decidiste terminar con él,
¿no te parece?
Me mira.
—Tengo miedo.
—Lo  sé.  Pero  estoy
seguro  de  que  no  es  la primera vez que te enfrentás a
esa sensación, ¿no?


Asiente.
—Al menos, pensalo. Por
lo  que  me  dijiste,  Raúl siempre  te  trató  con  mucho amor  e  imagino  que  debe  de
haberse                  quedado                 muy
desolado,  o  al  menos confundido  cuando  decidiste terminar  la  relación  sin siquiera  decirle  el  porqué.  A lo  mejor,  incluso,  piense  que vos ya no lo querés más.


Me mira asombrada.
—¿Cómo  se  le  podría
ocurrir eso?
—Bueno,  ¿qué  pensarías vos si él te hubiera dejado sin
darte ninguna explicación?
Menea la cabeza.
—Pero no es lo mismo.
—Ah,  cierto  —le  digo
con  ironía—,  él  es  una
persona normal, ¿no?
No  dice  nada.  Y  después


de  unos  minutos  doy  por
terminada la sesión.




Durante  varias  semanas trabajamos  el  tema  de  su relación con Raúl, y cada vez más  me  convencía  de  que sólo  el  miedo  y  la autodiscriminación  la  habían llevado  a  tomar  aquella decisión.


Ella  aún  lo  amaba  con
todo su ser. Raúl había sido el único  hombre  que  había logrado  hacerla  sentir  una mujer  y  le  había  permitido soñar con un futuro.




En  medio  de  una  de aquellas  sesiones  la  angustia
la desbordó y gritó:
—Si  no  hubiera  sido  por


estos bastones de mierda —y
los arrojó.
Fue  muy  movilizante vivir  esa  situación.  La  dejé llorar.  Después  me  levanté, busqué los bastones y volví a ponerlos a su alcance. Ayelén
lloraba                         de                       modo
desconsolado  mientras  decía que  sabía  que  no  había posibilidad  de  ser  feliz  para ella.


Escuchaba  su  dolor,  su
justificado  enojo  con  la  vida. Pero  esta  era  su  vida  y  algo debía  hacer  para  que  pudiera moverse  de  ese  lugar sufriente.  Y  cada  vez  más,  la opción  de  que  hablara  con Raúl  se  me  aparecía  como  la mejor  manera  de  poner palabras  a  lo  que  le  ocurría. Sabía  que  podía  ser  que
efectivamente                      él               le


confirmara sus temores y que
esto  iba  a  derrumbarla  aún más, en cuyo caso allí estaría yo  para  contenerla.  Pero  ella misma no podía albergar más tanto silencio.
Le costó aceptarlo, pero al final me dijo que lo llamaría, pero  que  por  favor  no  la apurara.  Le  respondí  que  la única  urgencia  era  la  que  le impusiera  su  angustia.  El


Psicoanálisis  jamás  le  pone
tiempo  al  dolor  de  un paciente.
Un  mes  después,  vino  a sesión y me contó.
—Lo hice.
—¿Qué cosa hiciste? —Hablé con Raúl.
—Ajá. ¿Me querés contar
cómo fue?
—Bueno,  lo  llamé  y  nos encontramos en un café.


—¿Y qué pasó?
Sonríe conmovida.
—Él me vio llegar y se le
llenaron  los  ojos  de  lágrimas —hace  una  pausa—,  yo
estaba tan nerviosa¼
—¿Y  qué  sentiste  al
verlo?
Percibo  la  emoción  en  su mirada.
—Fue  como  si  nunca  me hubiera  separado  de  él.  Me


abrazó, me ayudó a sentarme,
me  acomodó  los  bastones  al costado  de  la  mesa  con  tanta naturalidad.  Claro,  fueron muchos años.
—¿Y después?
Le  cuesta  hablar.  Su  voz
se entrecorta.
—Me miró y me preguntó qué  hacíamos  nosotros separados. Me dijo que no me había  llamado  porque  quería


respetar  mi  decisión,  pero  ya
no  daba  más,  que  no  podía vivir  sin  mí  y  que  nunca había  entendido  por  qué decidí cortar lo nuestro.
—¿Y  vos  le  contaste  lo
que te había pasado?
—Sí.
—¿Y él, qué dijo?
—Se  asombró  y¼  —se
interrumpe.
—¿Y qué?


—Y  se  puso  a  llorar  —
ahora  la  que  llora  es  ella—. Me  dijo  que  no  entendía cómo  podía  haber  pensado eso.  Que  yo  sabía  que  él siempre  había  estado  muy orgulloso de mí.
Se detiene. —Continuá.
—Y me preguntó por qué
lo  dejé  justo  cuando  él  me había propuesto casamiento.


Ayelén  rompió  en  llanto,
tal  vez  comprendiendo  que Raúl era inocente de todas sus acusaciones.
—¿Raúl           te                 había
propuesto casamiento?
Asiente  en  tanto  su cuerpo  se  sacude  por  el llanto.
—¿Y  por  qué  decidiste
cortar en ese momento?
No  responde.  No  hace


falta.  La  ficha  que  faltaba
para  armar  el  rompecabezas ha aparecido.
—Ayelén, ¿te acordás que al principio vos me dijiste que
habías                  sufrido                        la
discriminación                  muchas
veces?
—Sí.
—Creo  que  eso  no  es cierto.  Me  parece  que  en realidad  no  fueron  muchas


veces,  sino  siempre.  Pero  no
por  parte  de  los  demás,  sino por  parte  tuya  —espero  que asimile  lo  que  le  estoy
diciendo—.               Tenés          que
aceptar  que  esa  actitud  de superación  que  me  mostraste en las primeras sesiones no es más  que  un  disfraz,  pero ¿sabés qué?, aquí no necesitás usarlo.
Llora. Le cuesta hablar.


—No pude, Gabriel.
—¿Qué no pudiste? —Casarme.
—Pero  ¿por  qué  no?,  si
vos amás a este hombre¼
—Claro  que  lo  amo.  Con todo mi corazón, pero ¿cómo
iba a hacer?
—¿Cómo ibas a hacer con
qué?
—¿Cómo iba a entrar a la iglesia  caminando,  dando


lástima?  ¿No  se  da  cuenta?
Apenas  si  iba  a  ser  la caricatura de una novia.
—Para  vos,  pero  no  para Raúl.  Porque  él  te  ama,  y  te iba  a  estar  esperando  en  el altar  para  recibirte  y  cuidarte como  lo  hizo  todos  estos años.
Ayelén  no  deja  de  llorar, pero  algo  me  dice  que  su angustia  viene  aún  desde


mucho  más  lejos  que  esta
experiencia.                 Está          muy
quebrada,  pero  tengo  que seguir.
—Vos  no  te  creíste merecedora  de  eso,  ¿no?  Ya lo dijiste en la primera sesión: no  te  considerás  normal,  y nunca  te  perdonaste  ser diferente. Pero no te mientas, Ayelén.  No  éramos  ni  tus compañeros,  ni  Castells,  ni


Raúl,  ni  yo  los  que  te
discriminábamos.  Tenés  que hacerte  cargo  de  que  sos  vos la que no puede aceptarse.
Llora  unos  minutos  en silencio, hasta que por fin me mira.
—Gabriel,  hay  algo  que tengo que contarle.
—Te escucho.
—Cuando  Raúl  me
propuso  casamiento,  no


solamente me fui de su lado.
—¿Ah, no?
—No.  Yo  no  quería  vivir
más  y  —pausa—  me  quise matar.
—¿Qué hiciste, Ayelén? Silencio.
—Intenté             ahorcarme.
Agarré una soga que había en el  taller  de  mi  papá,  la  crucé como  pude  por  el  tirante  del techo,  me  senté  en  mi  cama,


me  la  puse  alrededor  del
cuello y me quedé inmóvil — solloza—.  Sabía  que  sólo tenía que intentar ponerme de pie  sin  los  bastones  y  mi cuerpo  haría  el  resto.  Iba  a caerme  y  a  morir.  Pero  no pude.
Se quiebra.
—¿Y qué pasó después?
—Me saqué la soga y me
quedé  sentada,  llorando.  ¿Se


da  cuenta?,  ni  siquiera  me
alcanzó el valor para eso.
—No,  Ayelén,  no  te confundas.  Morir  no  es difícil, lo difícil es vivir. Y si vos  no  te  mataste  es justamente  porque  tenés valor,  porque  te  bancás  la vida  difícil  que  te  tocó. Además,  no  creo  que  tu
verdadero                deseo                fuera
matarte.


Me  interroga  con  la
mirada.
—Me  parece  que  lo  que intentaste  fue  corregir  algo que  no  pudiste  cambiar  en  el pasado.
—No lo entiendo.
—Sí.  Vos  me  dijiste  que
tu enfermedad se produjo por un  doble  circular  del  cordón umbilical  en  el  momento  en el  que  naciste.  Bueno,  creo


que la soga que te sacaste del
cuello,  en  realidad  fue  el cordón  que  no  te  pudiste sacar  al  nacer.  Ese  que  te causó esta lesión que tanto te angustia.  Pero  ¿sabés  qué?, eso  es  imposible.  Y  esta,  te guste  o  no,  sos  vos.  Con  tu discapacidad,  es  cierto,  pero también  con  tu  coraje,  tu espíritu  de  lucha,  tu inteligencia y, por sobre todas


las cosas, con ese hombre que
te  ama,  que  te  desea  y  que quiere  armar  una  vida  a  tu lado.  Así  que,  pensalo  bien, porque tenés que elegir si vas a odiar a esos bastones que te recuerdan  todo  el  tiempo  lo que  no  podés  hacer,  o  si  les vas  a  agradecer  que  te permitan  caminar  hacia  lo que te atrevas a soñar.
Aquella  sesión  duró  casi


dos  horas  y  fue  muy  dura
para ambos.
Hay  quienes  creen  que  el compromiso  afectivo  del analista  con  sus  pacientes  es muy  bajo,  cuando  no  nulo. Poco  saben  esas  personas acerca  de  lo  que  es  tener alguien  angustiado  enfrente. Alguien  que,  como  Ayelén, habla incluso de sus ganas de morir.


La  vida  puede  ser  muy
difícil  para  algunas  personas. Injusta,  a  veces.  Pero  a  pesar de  eso,  cuando  un  paciente viene a vernos es porque pone en  juego  su  deseo  de  hacer algo  diferente  con  esa  vida
que              tanto               le              cuesta
sobrellevar.  Y  es  en  esos momentos  cruciales  en  los que se evidencia el temple del analista.  Y  el  que  no  esté


dispuesto  a  involucrarse  con
ese dolor no debería ejercer el Psicoanálisis.
Que  nuestra  técnica  nos lleve  a  renunciar  al  consejo, la  intervención  directiva  o  la «palmoterapia»  no  implica que  no  sintamos  con  una fuerza aun mayor lo que pasa por  el  pensamiento  y  la
emoción            de                 nuestros
pacientes.


Muy  por  el  contrario,  en
transferencia,  en  esa  relación tan  fuerte  en  la  que  se actualiza el pasado, en la que
somos               improntados                en
lugares incómodos y difíciles, el  inconsciente  del  paciente se  anuda  a  nuestro  propio inconsciente  y  nos  permite vivenciar esas emociones con una  potencia  que  muchos  de
los               que               critican                  al


Psicoanálisis jamás sentirán.





Dos  o  tres  sesiones
después,          Ayelén          llegó
radiante. Estaba hermosa y se la  veía  muy  contenta.  Se  lo hice notar.
—Estás  muy  sonriente
hoy. ¿Pasó algo?
Asintió  con  una  mirada pícara.


—Hoy no vine en taxi.
—¿Ah, no? —No.
—¿Y cómo viniste?
—Me  trajo  Raúl,  en  el
coche.
—Ah,  mirá  vos  qué  bien. ¿Y  no  tenés  nada  más  que
decirme al respecto?
—Sí.
—¿Qué?
—Que                            estuvimos


hablando  mucho,  y  me  dijo
que  sigue  queriendo  casarse conmigo.
—¿Y  vos?  ¿Vos  qué
querés?
—Yo  también  quiero
casarme con él. Pero¼
—¿Pero qué?
—Es  que  tengo  tanto
miedo.
La miro y la veo como si fuera  una  nena  asustada  en


busca de protección. Pero por
sobre  todas  las  cosas, comprendo  ese  miedo  y  sé que  debo  ayudarla  a  que  esta vez no detenga su deseo.
—Y  bueno,  habrá  que enfrentarlo,  entonces.  Ya sabés  lo  que  dicen,  ¿no?  Los cobardes no hacen historia. Y esta es tu historia.
Ella  asiente  y  se  permite una  sonrisa  tierna  y


agradecida.
—Igual, ya le dije que sí.
—¿En serio?
—Sí.  Y  usted  va  a  tener
que  venir  a  la  iglesia.  Digo, para acompañarme, por si me dan  ganas  de  escaparme  otra vez.
Se  ríe.  Pero  no  es  una broma,  sé  que  de  verdad  me está  pidiendo  que  esté  a  su lado  en  un  momento  tan


hermoso  y  difícil  a  la  vez.  Y
tomo el guante.
—Claro que voy a ir. Y te aseguro  que  para  mí  va  a  ser muy  lindo  verte  entrar,  con esta  sonrisa  hermosa  que tenés ahora.
Ayelén  llora,  pero  de felicidad.  Entonces  decido que  este  es  el  momento  para dar un paso más. Me levanto, me  paro  a  su  lado  y  le  estiro


las  manos.  Ella  me  observa,
después  mira  los  bastones  e intenta agarrarlos.
—No              —le              digo—,
dejalos. Vení.
Se sorprende.
—No entiendo.
—Ayelén,  una  vez  me
dijiste  que  no  podías  abrazar a alguien sin caerte. ¿Y sabés qué?,  los  bastones  están  para ayudarte, no para atarte. Y no


estoy de acuerdo con vos. Por
el  contrario,  creo  que  sí,  sos capaz de dar un abrazo sin su ayuda.
Está  confundida,  pero sonríe.
—No                 puedo.                   Es
imposible.
—Tan  imposible  como que  Raúl  se  enamorara  de vos, ¿no? —me mira asustada —.  ¿Sabés  qué  dijo  una  vez


Nelson Mandela?
Niega con la cabeza.
—Que  todo  parece
imposible hasta que se hace.
Se  muerde  el  labio.  Noto su ansiedad, pero aun así, me sonríe.
—¿Y si me caigo?
Le devuelvo la sonrisa.
—Te ayudo a levantarte.
Ayelén duda, tiene miedo,
pero  confía  en  mí,  de  modo


que,  con  dificultad,  se  toma

de  mis  manos  e  intenta pararse. La siento tensa, pero la sostengo, hasta que por fin se pone de pie y me echa los brazos  al  cuello.  Se  aprieta fuerte  contra  mí  y  estalla. Entonces  su  llanto  de felicidad  inunda  el  silencio. Miro  y  veo,  como  únicos testigos,  sus  bastones  que yacen quietos en el piso. 

1 comentario:

  1. Hola Mari me gustaría publicar algunos fragmentos de este post en mí instagram. Me autorizas?

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