Cada vez que suena el teléfono de mi consulto- rio, sé que
del otro lado de la línea alguien me está pidiendo ayuda. Y es allí en donde encuentro mi lu- gar como
analista. En ese espacio que una persona abre entre la angustia y el dolor,
entre la impoten- cia y el deseo de salir de un lugar de sufrimiento.
Cuando un paciente (padeciente) viene a mí, sé que me está
invitando a compartir un desafío. El desafío de que lo acompañe en un recorrido tan in- cierto
como peligroso: el que lo lleva hacia lo más profundo y secreto de su alma.
¿Qué hay allí? No lo sé. Cada persona es única. Su historia, sus anhe- los, sus
temores y sus deseos más profundos la con- vierten en un ser irrepetible,
dueño de una verdad oculta que debo ayudarle a develar.
Por estas páginas transitan emociones fuertes que
desequilibran a quienes las sienten. El terror al abandono y la
incertidumbre que genera en una mujer llegar a los cuarenta años y tener que armar su vida
nuevamente. La confusión de un hombre que se debate entre dos mujeres sin poder optar por el amor o
la pasión. El sufrimiento de una mu- jer mayor ante la pérdida de su esposo y
la imposi- bilidad de superarla, un sentimiento que la conde- na a un duelo
eterno. Una joven homosexual que se ve obligada a callar lo que todos saben y a
negar su verdadero ser por temor al rechazo familiar. La for- taleza de una
adolescente que le pelea a una enfer- medad terminal y que decide apostar a la
vida. Ce- los tan inmanejables que le impiden a un hombre joven,
inteligente y culto llevar adelante una rela- ción afectiva sana y que, en
realidad, son el produc- to de una dolorosa historia infantil. Una mujer jo- ven con
problemas sexuales que esconde una vivencia trágica sufrida en su pubertad. Y la culpa, ese afecto
eternamente presente en todos que, en este caso, le imposibilita a un hombre realizar ple- namente
su vocación.
Celos, duelo, culpa, amor, pasión, angustia, es- tados de
crisis y actitudes perversas. La vida y la muerte. Pero, por sobre todas
las cosas, el deseo de luchar y la valentía de personas que decidieron ir en busca de
su verdad para poner fin a tanto pade- cimiento.

Porque eso es un paciente: alguien que sufre y que a la
vez está dispuesto a luchar para dejar de hacerlo. Y en el medio de ese dolor, al tomar con- ciencia de
que solo no puede, llega al consultorio con dudas, temores e imposibilidades.
Pero tam- bién con confianza. Con la confianza en que pue- da ayudarlo a
atravesar el momento difícil que es- tá pasando. Para eso me expone su historia, me abre su vida,
me muestra aquello que lo avergüen- za y espera, con toda justicia, que yo haga
algo con eso que me brinda.
Muchas son las alternativas terapéuticas que pueden
ofrecerse a quienes desean iniciar un trata- miento psicológico, y siento
respeto por todas ellas. El psicoanálisis es sólo una más. Pero la persona que
opte por este método debe saber que va a en- trar en un mundo que lo llenará
de confusión y per- plejidad. Un universo que, al principio, puede in- cluso hasta
parecerle absurdo y en el que las cosas supuestamente insignificantes se
vuelven relevan- tes. Un chiste, un sueño, una idea en apariencia ex- traña, una
palabra mal pronunciada, un olvido o un descuido, todas cosas que en nuestra vida coti- diana
serían desechadas, adquieren un valor inima- ginable en el ámbito analítico.
Porque todas repre- sentan potenciales puertas que, de abrirse, nos permitirían
acercarnos a ese "otro mundo" que ha-
bita en cada
paciente, la mayoría de las veces sin que ni siquiera lo sospeche. Cada
analizante trae con él un jeroglífico, algo que se oculta y que des- de su
escondite se resiste a salir a la luz. Mi deber es ayudarlo a descifrarlo, y
para llevar adelante esa misión dispongo nada más que de tres armas: el paciente, el
analista y la palabra.
Para muchos, la historia de Orfeo y Eurídice es bastante
conocida. Según narra el mito, Eurídice encontró la muerte al ser picada por una serpiente y
descendió hasta el Hades, el infierno de los grie- gos. Su esposo, Orfeo, la
amaba tanto que decidió ir en su búsqueda. Para esta misión contaba nada más que
con su lira y su voz: el enamorado era el mejor músico del mundo, y su talento
era tal que las fieras se rendían al oírlo y los ejércitos detenían sus combates
para disfrutar de su arte. Sin demo- ras, Orfeo inició el camino que lo llevaba directa- mente hasta
el infierno. Una vez sorteados varios obstáculos, llegó hasta los mismísimos Hades y Proserpina
para solicitarles que le permitieran lle- varse de sus dominios a su esposa.
Tanta paz y tan- to gozo produjo con su música que los reyes deci- dieron
aceptar su pedido y dejaron salir a Eurídice del infierno. Pero todo tenía un
precio, y a cambio de la libertad de la mujer, se les impuso una condi- ción: Orfeo
debía caminar delante de su esposa y
en ningún
momento, bajo ninguna circunstancia, debía mirar hacia atrás hasta encontrarse
afuera. Una vez aceptada la condición, la pareja comenzó el ascenso. Caminaron un
trecho bastante largo, y ya se veía la luz del sol, cuando Eurídice, que venía detrás de su
amado, resbaló con unas piedras. Or- feo, asustado, se volvió para ver qué había ocurri- do. Entonces
la figura de su mujer empezó a des- vanecerse y él supo que la había perdido para siempre.
Triste final el de esta historia. Pero así son los mitos griegos, cargan
siempre con un detalle que cumplir. Una particularidad fatal e ineludible.
Esta historia, a modo de metáfora, representa la batalla
que, creo, debe librar cada paciente. La de vencer sus miedos, sus creencias y sus prejuicios para
adentrarse a su infierno individual, con sus propias reglas, con sus fuegos
eternos, sus panta- nos y sus tormentos. Impulsado, también en este caso, por el
amor. Porque el psicoanálisis es, antes que nada, un acto de amor.
Al analista y al analizante, como a Orfeo, nos mueve un
sentimiento grande y profundo. Pero en nuestro caso no se trata, como en el del mito, del amor a una
mujer sino del amor a la verdad. A esa verdad única y personal que cada
paciente trae, que vive en él y que no puede terminar de decirse, pero que
aparece disfrazada en algún sueño, en un chis-

te o en un
lapsus. Una verdad difícil de alcanzar, y a la que, para llegar, los analistas
debemos utilizar todas las herramientas que hemos adquirido en nuestra
formación profesional, y también en la tra- vesía recorrida en nuestro propio
análisis. Decidir- nos, como Virgilio lo hiciera con el Dante, a acom- pañar a
nuestro paciente en tan difícil recorrido.
En este punto, me veo en la obligación de hacer dos
aclaraciones. La primera es que éste no es un li- bro escrito exclusivamente
para psicólogos --si bien espero que a éstos les resulte de algún interés--, si- no para toda
persona sensible al dolor humano y que se interese en la posibilidad de superarlo. La se-
gunda, que las historias aquí contadas son absoluta- mente reales,
aunque los relatos de estos pacientes, como decía Hermann Hesse: "¼saben a insensatez y a
confusión, a locura y a ensueño, como la vida de todos los hombres que no quieren
mentirse más a sí mismos". Sus protagonistas no son el fruto de un ca-
pricho
literario, sino que los he visto desgarrarse, reír, llorar, frustrarse y
enojarse en mi consultorio se- mana tras semana. He debido, eso sí, novelar en
par- te algunas de las situaciones para trasmitir mejor, de un modo
ordenado y en pocas páginas, aquello que ha sido resultado de meses, cuando no
de años, de un intenso trabajo. Pero quiero dejar en claro que todos y cada
uno de los acontecimientos, diálogos,
sueños e interpretaciones que aparecen en estas pá- ginas
han tenido lugar en el transcurso de los dife- rentes tratamientos.

Este libro contiene fragmentos de diferentes ca- sos
clínicos que me ha tocado dirigir. Porciones de vida de personas que tuvieron
la generosidad de confiar en mí y de dejarme acompañarlas en sus momentos más
difíciles. En todos los casos, se han cambiado los nombres, las edades y las
situaciones personales. Todo ha sido cuidadosamente modifi- cado para
resguardar la identidad y la privacidad de los pacientes reales, aunque las temáticas desa- rrolladas
--celos, anorgasmia, homosexualidad, duelos, infidelidad, culpa, abuso, entre otras-- son tan comunes y
habituales por estos días que velan por sí mismas el reconocimiento de los
protagonis- tas de carne y hueso. He contado, además, con la generosa
autorización de los involucrados, a quie- nes les he dado a leer el capítulo
que se ha basado en su historial clínico para que la otorgaran.
Agradezco, además, a todos los que, confiando en mí,
pasaron por mi consultorio en estos años, hayan sido sus tratamientos exitosos o fallidos, ya que en ambos
casos me han permitido aprender mucho y me han ayudado a crecer tanto en lo hu- mano como en
lo profesional.
Les pido permiso a ustedes, entonces, como lec- tores, para
hacer por lo menos el intento de insta- lar el discurrir de estas "historias de diván"
en tiem- pos difíciles para el psicoanálisis. En una época cruzada por
la globalización, por "el todo ya", por la terapia "breve" y
"focalizada" de la prepaga que cubre
"no más de tantas sesiones", y por una cul- tura que quiere imponerle al dolor los tiempos de la economía de mercado.
Mucho se ha dicho y se le ha cuestionado al psi- coanálisis
sobre su pertenencia --o no-- al corpus de las ciencias tradicionales. No creo
que ingresar en ese debate sea algo recomendable para nosotros, los analistas.
Porque, en lo personal, me gusta con- cebir a la labor terapéutica más como un arte. El arte de
interpretar, de construir sentidos diferen- tes, de ayudar a quien sufre
para que pueda orien- tar su angustia en otra dirección.
Y para cerrar, quiero remarcar que éste no es un libro de
autoayuda. Porque creo en el dispositivo clínico y sostengo que ningún texto puede suplan- tar ese espacio, ese
"concubinato" --como decía La- can--
que, de común acuerdo, construimos en con- fianza, con pasión y mutua entrega, analistas y pacientes.
Licenciado Gabriel Rolón
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