lunes, 30 de marzo de 2015

HISTORIAS DE DIVÁN-LOS CELOS Y SUS MÁSCARAS (LA HISTORIA DE DARÍO)

Los celos y sus máscaras
(La historia de Darío)




Me llevan rumbo al fracaso.
pasos que nacieron antes que mis pasos.

A. DOLINA



Miro mi reloj. Las nueve y cuarto de la noche. Hace quince minutos que Darío debería haber llega- do a sesión. Es muy raro, se trata de un paciente puntual, jamás faltó sin avisar, sería la primera vez. A ver, acá está su historia clínica. ¿De qué estuvimos hablando en el último encuentro? Veamos si hubo
algo que pudo haber motivado esta demora y¼
Timbre.
Debe de ser él.
--Hola. Sí, Darío, subí.
Abro la puerta y me quedo esperando a que lle-
gue el ascensor. No más de un minuto. Ya está acá.
--Pasá, por favor.
Está desencajado. Se lo ve nervioso. Vamos has-
ta mi consultorio. Cierro la puerta, deja su porta- folio apoyado contra la pared y se tira en el diván. Me siento en mi sillón y espero a que hable. Pasan unos minutos.


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--Tocamos fondo, Gabriel.
--No sé a qué te referís.
--Hoy llegué tarde por qué me quedé haciendo
algo.
--¿Qué te quedaste haciendo?
--¿Viste eso que estuvimos hablando de mis di-
ferentes disfraces, mis personajes?
--Sí.
--Bueno, apareció uno nuevo. Pero éste no me
gusta nada, no puedo justificarlo desde ningún punto de vista.
--¿Y de qué te disfrazaste esta vez? Toma aire y suspira.
--De detective privado.
Detective privado. Eso implica que estuvo hur-
gando en la privacidad de otro, tal vez revisando una agenda, un correo electrónico u observando es- condido detrás de un árbol. ¿Qué habrá hecho? Só- lo tengo una manera de saberlo.
--Bien, Darío. Te escucho.



Darío comenzó a analizarse conmigo hace dos
años. Me lo derivó Andrés, otro paciente que era su amigo. Yo lo conocía por dichos de Andrés, quien lo describía como un ganador, un tipo seductor, "entrador" era la palabra que utilizaba. Alguien que se convertía de inmediato en el centro de la escena en cualquier lugar y en cualquier circunstancia. Un


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docente con una altísima capacidad, que lograba llegar a los alumnos con una facilidad envidiable.
--Mi amigo Darío me pidió tu teléfono. ¿Se lo
puedo dar?
--Sí, claro.
--La verdad es que no me imagino para qué
quiere ver a un psicólogo, si todo le sale bien.
A veces es extraño ver cómo la gente se confun- de y genera una imagen de alguien que tan poco tiene que ver con la realidad.
Darío era, efectivamente, un joven muy simpá- tico, agradable, gracioso y seductor. Su ingenio, su buen humor, eran tan excesivos que su conducta me parecía algo maníaca.
Cuando lo conocí tenía treinta años. Era profe- sor de música, egresado del Conservatorio Nacio- nal, y además tocaba el piano y componía maravi- llosamente bien.
Trabajaba en el mismo colegio secundario en el que Andrés daba clases de matemática. Como sue- lo hacer, en las primeras entrevistas indagué un po- co en su historia y pregunté por su familia de ori- gen. Darío es hijo único.
--Mis padres tuvieron siempre la mejor relación del mundo --me dijo--. En mí eso de que la culpa es de los padres no se aplica ni un poco. Debo ser la excepción que confirma la regla. Mis viejos tie- nen una pareja hermosa. Siempre han sido muy compañeros, jamás los he visto pelearse. Por su-


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puesto que han tenido alguna discusión tonta por cosas sin mucha importancia, pero nada de consi- deración. Es más, yo siempre soñé con llegar a te- ner algún día una pareja como la de mi padre¼ Bueno, como la de mis padres debí decir.
Debió decir, pero no dijo.
Dijo que siempre soñó tener una pareja "como la
de su padre". Y la pareja de su padre, es su madre.
Si no hubiera sido una entrevista preliminar yo habría marcado el lapsus y lo hubiera puesto a tra- bajar, pero debía resistir la tentación. El análisis aún no había empezado. De todas maneras lo había es- cuchado. En algún momento, seguramente, lo que
Darío había dicho nos iba a ser de gran utilidad.
El motivo de la consulta era su relación con Sil- vina, su novia. Una chica que por esos días tenía veintiséis años, y que trabajaba como profesora de educación física en el mismo colegio que Darío.
--Es hermosa, tiene un cuerpo¼ Si la ves te morís ahí mismo donde estás sentado. Acá tengo una foto, pero no te la voy a mostrar porque si no "vos también" me la vas a codiciar --bromea.
--¿Yo también¼ y quién más te la codicia? --Todos.
--Eh, ¿no será mucho?
--Te juro que no. Tiene un culo infernal. Es in-
creíble.
--Bueno, te felicito. Tenés una novia que te en- canta. ¿Puedo saber cuál es el problema entonces?


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--Y, que no sólo me encanta a mí. Como te de- cía, todos mueren por ella, todos la miran. Ella pre- para a las alumnas para las competencias de gim- nasia artística del colegio, y cuando ensayan va con la mallita de baile y con las medias que se le meten bien en la cola, y los babosos de los padres y los otros profesores no dejan de mirarla. Se les cae la baba.
Lo primero que me llama la atención es la fuer- za que la mirada tiene en el discurso de Darío: "Si la ves te morís", "todos la miran", "aquí tengo una foto" (que sólo mira él, siendo de alguna manera dueño de lo que yo puedo o no mirar). Nuevamen- te decido guardar este dato y no marcarlo por aho- ra. Prefiero que me siga contando qué le pasa a él con la atracción que Silvina parece tener sobre los demás que "no dejan de mirarla".
--Y eso te molesta.
--¿Si me molesta? Me pone loco. Es el motivo
de todas nuestras discusiones.
--¿Discuten seguido?
--Todo el día, todo el tiempo.
--¿Quién de los dos empieza las discusiones? --Ella, o no, en realidad yo¼ Bah, no sé.
--Disculpame, pero no entiendo. ¿Ella, vos, o no
sabés?
--Bueno, ella empieza cuando decide ponerse esos pantalones que le marcan todo, o unas mini- faldas que son ya una provocación.


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--Esperá un poquito ¿Vos me estás diciendo que considerás que cada vez que ella se viste está
iniciando una discusión?
Se ríe.
--Suena medio boludo ¿no?
--Al menos un poco raro. ¿Querés que hable-
mos del tema?
--Mirá, Gabriel, yo estoy seguro de que ella no provoca a nadie voluntariamente y de que es una mujer de una integridad tal que sería incapaz de engañarme. Lo sé acá, en mi cabeza, pero acá --se toca el pecho-- no puedo evitar sentir lo contrario. Sentir que sí quiere provocar a los demás. No qui- siera sentirlo, pero esto de los celos es incontrola- ble, se me escapa, no lo puedo evitar.
Pues bien, ha hecho aparición el síntoma.
Cuando un paciente reconoce "que no lo puede
evitar" está diciendo: "lo sé, lo entiendo, pero no puedo, es más fuerte que yo". Y es allí cuando nos convoca a ayudarlo.
--Darío, te comprendo. --Muchas veces hacer- le saber al paciente que uno lo entiende, que pue- de hablar de lo que le pasa sin vergüenza, que no lo vamos a tomar como un bicho raro, ya ejerce una influencia tranquilizadora. --Y si vos querés me comprometo a intentar ayudarte con este tema y a ver qué podemos hacer con eso que tanto te mo- lesta y que no podés evitar.
Estuvo de acuerdo e hicimos el contrato analí-


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tico. Vendría a sesiones una vez por semana y tra- bajaríamos con la técnica del diván.
Y así empezó nuestro análisis. Durante el pri- mer tramo me dediqué a escucharlo mucho e inter- venir poco, cosa que no era sencilla porque Darío siempre me preguntaba acerca de lo que debía ha- cer, cómo íbamos a seguir o me solicitaba algún consejo.
Trabajamos mucho el tema de sus celos y la re- lación con su autoestima.
Le expliqué que los celos se encuadran en el marco de una relación triangular. Que en esta pro- blemática hay tres elementos en juego: él, su ama- da y "el otro", y que el temor que tiene el celoso es que la persona que él ama le dé a "ese" otro (que suele ir cambiando con el tiempo) lo que sólo le de- bería dar a él. ¿Y por qué se lo va a dar a otro? Allí se le impone inconscientemente el siguiente razo- namiento: se lo da a otro porque lo quiere más que a él. Y lo quiere más porque seguramente el otro es mejor y más valioso.
Vimos cómo entraban en juego la inseguridad y la baja autoestima.
Esta manera de relacionarse tiene mucha inci- dencia en lo que respecta al tabú de la virginidad, tema con el cual Darío tenía muchos problemas, ya que Silvina había tenido relaciones con dos hombres antes que él. Llegamos a la conclusión de que no era la mera falta del himen lo que lo acon-


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gojaba, porque no era ese objeto lo que a él le im- portaba. Lo que a Darío le molestaba era que hu- biera existido alguien al cual Silvina le entregó al- go que a él no. Esto se agudizaba por tratarse de un objeto irrecuperable. Algo que no podía darse dos veces.
Las sesiones en las que trabajamos sobre todo esto para él fueron muy angustiantes.
En el tiempo dedicado a aquella temática apa- recía muy seguido en su discurso la siguiente fra- se: "Necesito ser el centro de todo". Yo seguía guar- dando en mi mente estos datos esperando el momento preciso para usarlos en favor del trata- miento. Honesto es decir que, muchas veces, esos momentos no llegan nunca. Pero ésa es la apuesta del analista. Esperar y confiar en que el trabajo va a ir abriendo puertas que nos permitan acercarnos a la verdad del paciente.
En una sesión hablábamos con Darío acerca de
su relación de pareja y surgió el tema del amor.
--Obvio que la amo. ¡Mirá lo que me preguntás! --Yo no lo veo tan obvio. El amor es algo mu-
cho más complejo de lo que uno cree.
--Explicate.
Como buen docente, Darío amaba las explica-
ciones. Yo solía no dárselas, pero esa vez me pare- ció oportuno introducir una visión nueva sobre el tema para que pudiera pensar en lo que le pasaba.
--Podríamos decir, aunque suene esquemático,


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que hay tres momentos en el desarrollo de un amor maduro: enamoramiento, desilusión y aceptación de la realidad.
En el primer momento, el amado es alguien maravilloso, no tiene defectos, nadie es mejor que él, está terriblemente idealizado, casi endiosado. El amado se ve engrandecido y en cambio uno se va empequeñeciendo, hasta el punto tal de no po- der entender cómo alguien tan perfecto se ha fija- do en uno.
En el segundo momento comenzamos a perci- bir algunas imperfecciones en la persona amada. Vemos que ante determinadas situaciones su carác- ter no es el mejor, que en algunas cosas se equivo- ca, y esos rasgos, que ya estaban pero que el ena- moramiento nos impedía percibir, nos producen pena y desilusión y así como en el primer momen- to ya queríamos casarnos y estar juntos para toda la vida, en este segundo momento es probable que queramos que se vaya para siempre.
--Entonces, ¿qué se debe hacer?
--Reconocer que ambos momentos son engaño-
sos, y que ninguno de los dos es el amor.
--¿Y qué es el amor, entonces?
--El amor sería un tercer momento en el cual
vemos al otro como es. Ni tan idealizado ni tan degradado. No es ni Dios ni el demonio. Disfru- tamos de sus virtudes y aceptamos sus faltas. Y a pesar de ellas lo aceptamos y podemos ser felices


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a su lado. Recién ahí podemos hablar de un amor maduro con posibilidades de proyectarse en el tiempo de una manera sana. Porque la clave del amor, como me dijo alguna vez mi analista, está en reconocer los defectos del otro y preguntarse sinceramente si uno puede tolerarlos sin estar to- do el tiempo protestando, y ser feliz a pesar de ellos.
Silencio.
--No sé si me gusta lo que me decís.
--¿Por qué?
--Y, porque para mí Silvina sigue siendo mara-
villosa e incomparable. Siento que ella hace todo bien y yo todo mal y, a partir de lo que hablamos, yo ubicaría mi manera de amarla en esa primera etapa.
--¿Entonces?
--Entonces eso querría decir que lo que yo sien-
to por ella no es un amor maduro.
--A lo mejor es así. Yo creo que en tu caso, efec- tivamente, parecería que tu modo de amarla ha quedado atrapado en el plano del enamoramiento. Silvina permanece en el lugar de la idealización. Ella es la valiosa, vos no. Ella está con vos porque es generosa y no porque la merezcas. Es como si en el fondo pensaras que ella te hace un favor estan- do a tu lado. Y seguramente no sea así. Algo ten- drás para que alguien tan especial como Silvina te
elija como pareja. ¿No te parece?


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--Bueno, a lo mejor no está conmigo por lo que tengo, si no por lo que hago.
--Explicate, por favor.
--Es que yo hago mucho para que me quiera.
--A ver, contame. ¿Qué cosas hacés?
--La paso a buscar todos los días para llevarla
al colegio, aun cuando yo no tenga que dictar cla- se, acomodo mis horarios. Le regalo cosas todo el tiempo, le cocino lo que a ella le gusta, le hago los trámites, le pago las cuentas para que no tenga que
molestarse. ¿Querés que siga?
--Como quieras. Pero antes dejame preguntar-
te algo. ¿Vos disfrutás de hacer todo eso?
--No, qué voy a disfrutar¼ Eso no tiene nada que ver conmigo, pero lo hago para que me quiera.
--Es decir que sos un farsante, un simulador.
--¿Qué?
--Claro. Dejame ver. ¿Cómo podríamos decirlo?
--Pienso unos segundos. --Veamos, creo que esta imagen puede servirte. Vos te disfrazás, te enmas- carás para agradarle.
--No entiendo.
--Es sencillo. Te disfrazás de chofer y la pasás
a buscar para llevarla a todos lados, te disfrazás de Papá Noel y aparecés todos los días con el re- galito bajo el brazo, te disfrazás de cocinero --o de chef, si te parece más fino--, para agasajarla, te disfrazás de gestor gratuito y le pagás las cuen- tas. Pero vos no sos, según me decís, ninguno de


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esos personajes. Y es allí donde me pregunto ¿có- mo va a hacer Silvina para amarte a vos si no te conoce, si siempre estás escondido detrás de algu- na máscara que a vos te parece que a ella le va a gustar? --Llegado a ese punto, algo vino a mi mente: "La importancia que para Darío tiene la mirada". --Y me pregunto --continué-- ¿por qué usás tantos disfraces? ¿Para que ella vea algo que le guste?, como decís vos, o, y esto es lo que creo yo, ¿porque hay algo que necesitás ocultar a la mi-
rada de los demás?



La siguiente sesión, Darío trae un sueño.
--Yo estaba en una fiesta de casamiento. No sa-
bía bien quiénes se casaban, pero era una fiesta muy grande. Habría unas doscientas personas. Yo iba ca- minando por el salón con Silvina de la mano. En un momento, me doy cuenta de que todo el mundo nos está mirando. ¿Qué pasa, me pregunto? Giro la ca- beza hacia ella y veo que está con malla de baile. ¿Qué hacés --le pregunto--, todas de largo y vos te
venís así?
Pero ella no me hace caso, ni me mira. Me suel- ta la mano y va hacia el centro del salón donde se po- ne a bailar de modo provocativo. Todas las miradas están puestas en ella. La gente empieza a acercarse y hacen una ronda a su alrededor.
Allí Darío hace un chiste.


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--Como en el tango: "Se formaba rueda pa' ver- la bailar". Silvina era Mireya.
Éste es un momento decisivo. Darío me está ofreciendo, no una puerta de entrada a su incons- ciente, sino dos. Un sueño y un chiste al mismo tiempo. Y además, me convoca a escuchar algo allí, en ese relato. Pero no puedo esperar, porque su convocatoria es urgente y clara: Mireya¼ Mire --ya. Es decir: Mire (escuche) ya (ahora) que estoy diciendo algo importante.
¿Qué es lo que quiere que mire ya, antes de que
se nos escape?
En el psicoanálisis así como el paciente debe decir todo lo que se le venga a la mente, sin evaluar si le parece relevante o no (ésa es la asociación li- bre) los analistas tenemos un equivalente en nues- tras intervenciones: la "atención flotante" que nos compromete a darle importancia a las ideas que se nos cruzan por la cabeza. Y así lo hago. Tomo la primera idea que se me ocurre e intervengo.
--Decís que "todas las miradas están puestas en
ella". ¿Preferirías que estuvieran puestas en vos?
¿Qué dije? Al escucharme sentí que mi pregun- ta no tenía demasiado sentido, que había interrum- pido su relato de manera torpe. Pero para mi sor- presa, Darío se quedó mudo unos segundos y, con gran esfuerzo de su parte me devolvió una respues- ta inesperada. Algo que jamás pude sospechar.
--Gabriel, me da mucha vergüenza esto que voy


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a contarte. Resulta que yo, a veces, muy de vez en cuando¼ --Suspira. Se toma un tiempo más. --Obli- go a la gente a que me mire.
Silencio.
--¿Darío, podrías ser un poco más preciso?
--Ufa, qué difícil --protesta--. Vos sabés que yo
vivo en un country de zona norte. Bueno, a veces, antes de volver a casa, suelo ir con el auto hasta al- gún barrio humilde del conurbano. A esa hora hay muy poca gente y empiezo a recorrer las calles.
--¿Buscando algo?
--¼
--¿Buscando a alguien? --Sí.
--¿A quién?
--A una mujer.
--¿Cuál?
--A cualquiera. --¿Y qué hacés?
--Gabriel, vos no me vas a querer atender más
después de saber esto.
--Darío, hagámonos cargo de que eso es posi- ble, si es que estás por contarme que cometés al- gún delito. Pero recordá que yo no estoy aquí para juzgarte, sino para ayudarte. Y para que yo pueda hacer eso, vos tenés que confiar en mí.
--Bueno, alguna vez tenía que ser. --Te escucho.
--Paro en alguna calle oscura y empiezo a mas-


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turbarme. Pero sólo hasta excitarme, y una vez que estoy así, caliente, empiezo a dar vueltas con el pe- ne afuera. Y cuando veo a una mujer que me pare- ce adecuada me acerco, bajo la ventanilla y le digo algo. A veces, una pregunta cualquiera para que se arrime. No sé, le pregunto por una calle o algo así, y entonces, ella mira y me ve, con el pene erecto¼ Y ahí sí, le digo algunas cosas.
--¿Y?
--Y me voy.
Se hace un silencio bastante incómodo. Perci-
bo su angustia y, por qué negarlo, también la mía. Él teme que yo no quiera seguir atendiéndolo des- pués de lo que estamos hablando, y yo no sé si quie- ro seguir escuchando lo que tiene para decirme.
Por un momento no pude evitar imaginar a Darío, por las noches, dando vueltas en su BMW, llevándose la mano a su pene erecto, acechando con su mirada, buscando una víctima. Su auto caro circulando con las luces apagadas y adentro so- nando, como en una enorme paradoja, la música sublime de Chopin, su músico favorito. No pue- do evitar sentir asco por lo que hace. Pero no de- bo permitir que mis emociones se entrometan en la sesión. Así es el análisis. Muchas veces, no só- lo el paciente debe continuar a pesar de sus resis- tencias.
--Darío, yo creo que no se trata de "cualquier mujer", porque vos decís que das vueltas hasta en-


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contrar: "una mujer que te parece adecuada". ¿Ade-
cuada para qué?
--Para llevar adelante ese acto.
--¿Y qué características debe tener esa mujer? --Mirá, yo puedo estar loco pero no soy un de-
generado. Yo no jodo a nenas ni a adolescentes. Por lo general, tienen que ser mujeres a las que no pue- da hacerles demasiado mal con mi actitud. Muje- res ya hechas.
--¿Mujeres grandes, querés decir?
--Sí. --Darío mira su reloj e intenta una huida.
--Nos pasamos del tiempo de sesión.
--¿En qué momento convinimos nosotros que la sesión tenía un tiempo predeterminado? Siga- mos. --Se quiere escapar. Pero necesitamos aún al- gunos datos más. --¿Esas mujeres tienen alguna
característica en particular?
--No entiendo.
--Pregunto si tienen que ser rubias o morochas
o muy lindas o¼
--No, qué va. Al contrario, por lo general son feas. No tienen lindo cuerpo ni linda cara, no están vestidas para salir sino que vienen de trabajar, se las ve cansadas, mal vestidas a veces. No tiene na-
da que ver con nada, ¿no?
Sí que tiene que ver. ¿Pero con qué? Aún no lo sé.
--¿Y cómo terminan generalmente estos episo-
dios?


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--Y¼ me putean, o le pegan una patada al co- che. Yo arranco a toda velocidad y me voy. Siempre vuelvo a mi casa. Voy al baño, me masturbo, me la- vo las manos y, como vuelvo a la hora de la cena, me siento a la mesa a comer con mis viejos.
--Y en esos momentos, ¿pensás algo en parti-
cular?
--Sí, en que ni mi papá ni mi mamá saben lo que hago. Y por dentro es como si les gritara: "¿Có- mo carajo no se dan cuenta, tan poco me conocen?
¡Miren lo que hace su hijito!"
"Miren" lo que hace su hijito. Parece que Da- río necesita de esa mirada de sus padres. Pero,
¿para qué?
--Darío, creo que esto que me contás tiene mu-
cho que ver con el tema de tus celos con Silvina.
--¿Qué? ¿Qué puede tener que ver ella con esto? --No ella, si no tu actitud con ella. --No entiendo.
--Lo que te estoy queriendo decir es que debe-
rías preguntarte si no estás proyectando en Silvina la culpa que te generan tus actos exhibicionistas.
--¿Querés decir que yo muestro y después me
enojo con ella?
--Sí, pero hay un mecanismo previo.
--¿Cuál?
--El de proyectar en ella tus deseos.
--¿Y cómo funcionaría eso?
--Fácil. Vos decís que ella se viste con mallas


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que se le meten en el culo, con minifaldas que muestran todo, con remeras que le marcan los pechos. Es decir, que la estás acusando de desear que los demás "la miren todo el tiempo". Y yo me pregunto: ¿es ella o sos vos el que necesita "ser el centro de las miradas"? Pensémoslo. Porque, a lo mejor, enojarse con Silvina es una manera pato- lógica de llevar tu atención afuera, y si es así, se- ría bueno volver esa energía que gastás en ella ha- cia vos. Tal vez podamos descubrir algo que nos ayude.
Silencio.
--¿Vas a seguir atendiéndome?
--Darío, pensá en lo que hablamos. Nos vemos
la próxima.



La sesión siguiente trajo otro sueño.
--Subo las escaleras de una mansión. Sé que no
debería estar allí y que quisiera no estar, pero no sé cómo terminé en esa casa. Llego a la planta alta y me detengo ante la puerta de una habitación. Escucho el llanto de un chico, un nene de unos cinco o seis años. Quiero entrar a ayudarlo, pero el miedo me pa- raliza. No sé qué pasa en el medio, pero de repente me veo ante la puerta de otra habitación. Adentro hay una pareja peleando. Yo no puedo verlos, pero escucho cómo el hombre maltrata a la mujer, la in- sulta, le pega. Otra vez quiero intervenir, y otra vez


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no puedo. Estoy realmente paralizado. De repente, ella grita y yo me despierto.
La gente piensa que los analistas tenemos el po- der de descifrar los sueños ajenos. Pero no es así. Son los pacientes los que conocen, aunque no lo se- pan, lo que sus propios sueños quieren significar. Nosotros sólo los ayudamos a traducir lo que ellos dicen en un idioma que les es desconocido. Somos como modernos "champolliones", pero para poder descifrar el sentido oculto de un sueño hay que tra- bajar mucho y en conjunto. De modo que comienzo este trabajo, como no puede ser de otro modo, pi- diéndole a Darío que hable acerca del sueño para ver si puedo escuchar algo de lo que él inconscientemen- te sabe pero conscientemente no puede decir.
--Te escucho. Decime qué se te ocurre con res- pecto a este sueño.
--Lo que sé es que yo sentía mucha bronca y mucha impotencia.
--¿Por qué?
--Por no poder hacer nada. Por tener que con-
tentarme con escuchar y no poder intervenir.
--¿Y cómo sentís que deberías haber interveni-
do?
--Por empezar, ayudando al pibe. Ese chico es- tá escuchando todo, está asustado, está¼ abando- nado.
--¿Y quién lo abandonó? --No sé.


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--¿Los padres?
--No sé --eleva la voz--. Perdoname. Pero de re-
pente me angustié.
--Como el chico. --Sí.
--La pareja que está en la habitación, ¿son los
padres?
--Sí --contesta seguro.
--¿Y son los que lo abandonaron? --Sí.
Está terriblemente resistente. Debo preguntar
todo el tiempo. Pero si utiliza tanta energía en de- fenderse, es porque lo que está detrás del sueño de- be de ser algo muy importante para él. De modo que continúo mi asedio.
--¿Y por qué pensás que lo abandonaron? --No lo sé.
--Decime lo primero que se te venga a la mente. --Porque tenían algo que hacer.
--¿Qué? --No sé.
--Vamos. ¿Qué creés que tenían que hacer?
--¡Tenían que coger! --grita y se pone a llorar.
Llora desconsolado. Y yo, llegado a este punto,
lo dejo. Hago silencio y le permito estar a solas con sus pensamientos y con su dolor. Minutos después retomo la palabra.
--Darío, sé que no es fácil entender cómo fun- cionan los sueños, pero voy a tratar de ser lo más


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claro posible. Para armar un sueño, la psiquis ne- cesita algunos elementos. Uno de ellos son los res- tos diurnos. Es decir, todas aquellas cosas que ocu- rrieron en el día o que vienen ocupando nuestros pensamientos durante la vigilia. El otro elemento, el fundamental, el que funciona como energía pa- ra generar un sueño, está constituido por deseos in- conscientes que van a intentar una satisfacción, ya que no pueden lograrlo en la realidad, a través del
sueño. ¿Me entendés?
--Sí. Pero si ese deseo está reprimido es por algo. --Por supuesto.
--¿Por qué?
--Porque es el deseo de algo tan fuerte y, por lo
general, tan prohibido que no podríamos soportar ni siquiera saber acerca de él.
--Pero en el sueño aparece.
--Sí, pero aparece disfrazado. Por eso cuando
uno cuenta un sueño dice frases del estilo de: "es- taba vestido como mi padre, pero no era mi padre".
--¿Y para qué se disfraza?
--Para eludir la represión. La misma represión
que no lo deja surgir durante la vigilia.
--Comprendo.
--Bueno, además, suele ocurrir que en el sueño
se revivan situaciones traumáticas que no han po- dido resolverse y que, por eso, reaparecen en la vi- da onírica buscando encontrar, justamente, esa re- solución.


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--Seguí, por favor.
--Ocurre que a veces, en este trabajo de armar el sueño, la psiquis no consigue disfrazar lo sufi- ciente el deseo real o el hecho traumático.
--¿Y qué pasa en esos casos?
--En esos casos uno se despierta, generalmen-
te angustiado. Es lo que los psicólogos llamamos un "sueño de angustia".
--Mi sueño, entonces, fue un sueño de angustia. --Sí.
--¿Querés decir que lo que vi en el sueño se pa-
rece demasiado a algo que deseo inconscientemen-
te o a algo que viví?
--O que creíste haber vivido. Pero sí. Eso quie- ro decir.
--¿Entonces?
--Dale. Hagámoslo juntos. ¿Quién es el chico?
--Soy yo. ¿No?
--Creo que sí.
--¿Y entonces quién es el protagonista del sue-
ño, el que recorría la casa?
--Vos también. Los sueños permiten esas cosas, que uno vuele, que uno atraviese tiempos y espa- cios o, como en este caso, que uno se desdoble.
--¿Entonces yo soy ambos?
--Sí, y por eso me parece importante registrar
las emociones de los dos. Sabemos que vos "no de- berías haber estado allí". Decime entonces: ¿dónde
deberías haber estado?


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--En cualquier otro lugar.
--En cualquiera menos ése, y en ese momento. --Sí.
--¿Por qué? --No sé.
--A lo mejor porque "ese pibe está escuchando
todo". Pero, ¿qué está escuchando, Darío?
--Lo que pasa en la habitación de al lado.
--¿Y qué es lo que pasa allí? --No sé.
--Darío, no te hablo del sueño ahora, sino de tu
pasado. ¿Qué pasó en la habitación de al lado que
vos no deberías haber escuchado?
--Gabriel, en el sueño a la mujer le pegan. Mi papá nunca le pegó a mi mamá.
--¿Le pegan? Para la psiquis de un chico lo que pasa en esa habitación podría ser interpretado co- mo algo violento. Pero analicémoslo a los ojos del adulto que sos hoy.
Lo que me dijiste es que desde afuera se escu- chaban ruidos, un hombre que la insulta, ¿qué le dice? ¿Puta, perra? Él parece ejercer un dominio. ¿De qué manera? ¿Vení, tomá, ponete así, hacé es- to o aquello? Y una mujer que se queja. ¿Tal vez gi- me? Hasta que llega un momento en el cual pega un grito, ¿podríamos decir que tiene un orgasmo? Y vos te angustiás y te despertás. ¿Estás seguro de que a esa mujer le están pegando y no es que está teniendo sexo? --Silencio. --Dejemos aquí.


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Se levantó, salimos del consultorio, fuimos has- ta el ascensor, atravesamos el hall y salió a la calle sin decir ni una sola palabra.



Volvió a la semana siguiente, y a la otra. En nin- guna de esas dos sesiones retomó el tema que ha- bíamos trabajado. La tercera sesión posterior al análisis del sueño faltó. De modo que lo vi quince días después.
--El otro día estaba acostado en mi cuarto y me acordé de lo que hablamos hace como un mes, ¿te
acordás? A raíz de mi sueño¼
--Me acuerdo. Contame qué pasó. --Pasó que tuve un recuerdo.
--¿Qué recuerdo tuviste?
--Me acordé de una noche cuando yo tendría
seis o siete años. Me vi acostado boca abajo, po- niéndome la almohada en la cabeza para no escu- char lo que pasaba en la pieza de al lado. Entonces recordé que no fue la única noche en la que ocurrió eso¼ que fueron muchas. Vos tenías razón: yo era ese chico que abandonaban en su cuarto y al que obligaban a escuchar lo que no debía escuchar. Y me resonaban los gemidos de mi vieja. Es horrible.
--¿Qué cosa?
--Tener una madre a la que le guste tanto coger. --Darío, eso no es horrible. Al contrario. Te di-
ría que una mujer que disfruta del sexo seguramen-


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Los celos y sus máscaras


te estará más satisfecha, más sana y podrá llevar adelante sus roles, incluso el de madre, con mayor sanidad. Sólo que los hijos no tienen por qué saber, ni deben participar de ningún modo de la sexuali- dad de los padres. Eso es lo terrible, "lo siniestro". Porque, justamente, si algo está excluido entre pa- dres e hijos es la posibilidad de compartir la sexua- lidad. Porque eso es algo incestuoso. Y por eso la angustia. Aunque, seguramente, también te excita- ba, lo cual también te generaba un profundo senti- miento de culpa.
Silencio breve.
--Y pensar que yo te dije que mi familia era un
ejemplo, la excepción que confirmaba la regla.
--Darío, vos nunca me dijiste que tu familia era un ejemplo. Me dijiste que la pareja de tus padres era un ejemplo. Y es posible que eso sea cierto. Pe- ro a lo mejor, digo a riesgo de equivocarme, es po- sible que de tanto ser pareja no se ocuparon de ser padres. Por eso lo del chico "abandonado" de tu sueño. Abandonado porque estaba solo en su pie- za, y abandonado porque como con vos, su mamá no supo deserotizarse ante sus ojos.
"¿Te acordás de que me dijiste que te gustaría algún día tener una pareja como la de tu papá? Bueno, creo que eso ha tenido que ver con tus epi- sodios de exhibicionismo.
--¿De qué manera? --me pregunta sorprendido. --De dos maneras diferentes. La primera, es que


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HISTORIAS          DE DIVÁN


creo que en cada exhibición vos actuás de modo ac- tivo lo que tuviste que padecer de un modo pasivo. Con una pequeña modificación.
--¿Cuál?
--A vos te obligaban a escuchar. Vos, a esas mu-
jeres, las obligás a mirar. Pero salvando esa diferen- cia, vos les hacés lo que te hicieron.
--No entiendo bien.
--Es un mecanismo que se arrastra desde la in-
fancia y que sirve para aliviar la angustia proyec- tándola afuera. Pensá en una nena a la que acaban de ponerle una inyección. Es muy probable que va- ya a su habitación y juegue a que ella es la doctora que le pone inyecciones a sus muñecas.
--Comprendo. ¿Y la segunda manera?
--La segunda tiene que ver con la búsqueda de
concretar ese deseo de "tener a la pareja de tu pa-
dre", es decir¼
--Acostarme con mi mamá¼ Es terrible, estoy loco.
Éste es un momento muy complicado. El aná- lisis de los sueños develó una problemática edípi- ca sin resolver que ha arrojado a Darío a las puer- tas mismas de su propio infierno. Es necesario que intente detener su descenso antes de que la angus- tia sea inmanejable.
--Darío, tranquilizate. Hablemos un poco de esto.
--¿Qué querés que diga? Soy un enfermo.


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--Esperá un poco. Supongo que escuchaste ha- blar del complejo de Edipo.
--Sí, claro. Pero esto¼
--Calmate. Mirá, todos los seres humanos nace-
mos unidos, y no sólo físicamente, a nuestra ma- dre. De ella depende nuestra vida en los primeros meses. Nos da alimento, nos da ternura, nos da amor, nos da sentido decodificando cada uno de nuestros llantos para saber si lloramos por hambre, por frío o por sueño. Estamos casi desesperada- mente unidos a ella. --Utilizo intencionalmente el "nosotros" para hacerle sentir que estoy hablando de algo que nos ocurre a todos. Es menester que no se sienta un bicho raro. --Pues bien, en estas con- diciones es inevitable que se convierta en nuestro objeto de amor más preciado. Es más, es la prime- ra en tocarnos y acariciarnos cuando nos duerme o nos baña. Nos abraza mientras nos da la teta. Por ende, tampoco es raro que sea quien desarrolla nuestra sensibilidad y, con ella, nuestro erotismo.
¿Me entendés?
--Sí.
--El tema es que al crecer vamos dejando de de-
pender de ella y poco a poco esa relación erótica se va sublimando.
--¿Sublimando?
--Sí. Quiere decir que va dejando de tener un
fin sexual y el erotismo se transforma en otra cosa, por ejemplo, en ternura.


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HISTORIAS          DE DIVÁN


--¿Y cuándo se da este proceso?
--Alrededor de los seis años más o menos. Pero
para que esto suceda, son necesarias dos condicio- nes. Una, que aparezca el padre para "separar" al hijo de la mamá y la segunda, que la madre esté dispuesta a renunciar a su imagen sexuada y se de- je transformar en un ser cariñoso y tierno.
--Y en mi caso¼
--En tu caso, a los seis años te estabas defen-
diendo solo de la sexualidad de tu mamá, tapándo- te la cabeza con la almohada. Darío, todos pasamos por esto, sólo que a vos no te permitieron desarro- llar los mecanismos para sublimar ese deseo y, cuando esto ocurre, suelen aparecer efectos sinto- máticos. A vos no te quedó otra opción que despla- zarlo hacia otras mujeres. Y pensá un poco en las características de aquellas mujeres "adecuadas". Mujeres grandes, dijiste. Mujeres que podrían ser tu madre.
--Sí, pero feas. Mi vieja es hermosa. Además eran mujeres descuidadas, cansadas de trabajar, no como mi mamá.
"Eran." Por primera vez las ubica en el pasado. --Exacto. Esas mujeres no son como tu mamá,
sino como vos hubieras querido que fuera tu ma- má. Mujeres que uno ve grandes y carentes de ero- tismo. Están cansadas, vienen de trabajar y no de coger por ahí. Además, tenías que alejar la imagen lo más que se pudiera de tu madre real, para no le-


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Los celos y sus máscaras


vantar tus propias sospechas. Y, como corolario, te diría que también todo esto ha tenido una determi- nación fundamental en tu personalidad celosa.
--¿Cómo?
--Creo que vos les has hecho a tus parejas un re-
clamo que, verdaderamente, iba dirigido a tu ma- má: "¿Por qué le das a otro lo que yo deseo que me des a mí?" Y esa realidad, sana realidad de que tu mamá eligió a otro como partenaire sexual, se trans- forma en el terror de que tus mujeres, en este caso Silvina, hagan lo mismo. Ya que si tu mamá, la mu- jer más importante de tu vida, fue capaz de hacer- te esto, ¿por qué no las demás, que son simples mu-
jeres?
Nos quedamos callados unos instantes.
--Pero en el Edipo es entonces importante el rol
del padre, ¿no?
--Sí. Importantísimo.
--¿Y mi papá de qué jugó en todo esto?
--No lo sé. Casi no hablamos de él en todo este
tiempo. Tu conflicto inconsciente con tu mamá acaparó todo nuestro análisis hasta ahora. Sería in- teresante y productivo empezar a hablar un poco
de él, ¿no te parece?
--Creo que sí.



Un año después de trabajar sobre estos temas,
Darío tomó la decisión de irse de su casa. Con unos


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ahorros que tenía se compró un departamento pe- queño en Capital y se mudó.
La relación con sus padres es buena y menos conflictiva que antes.
Rompió con Silvina y está solo desde hace me- ses. No quiere tener pareja estable hasta que no pueda superar su problema de celos que, si bien ha mejorado mucho, aún sigue estando muy presente en nuestras charlas.
A veces se siente muy solo y pelea duro contra el deseo de volver a casa de sus padres, a cobijarse en aquella habitación en la cual de niño se tapaba la cabeza para no oír cómo ellos mantenían rela- ciones sexuales.

Desde aquella última charla, Darío no volvió a cometer actos de exhibicionismo. 

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