lunes, 30 de marzo de 2015

HISTORIAS DE DIVÁN-LA DAMA DE LOS DUELOS (LA HISTORIA DE AMALIA)

La dama de los duelos
(La historia de Amalia)




¿Dónde estaba Dios cuando te fuiste?

E. S. DISCÉPOLO



Amalia es una mujer fuerte, a la que le ha toca- do enfrentar cosas muy difíciles en su vida. Sin em- bargo, hoy se dejó caer sobre el sillón destruida, co- mo si le hubieran arrancado de golpe su energía vital.
--Amalia, cuénteme por favor qué ha ocurrido. Me mira con los ojos llenos de lágrimas. Le
cuesta hablar, casi balbucea entre sollozos.
--Mi hija, Romina.
--¿Qué pasa con ella?
--Le han descubierto un cáncer --dice, y estalla
en un llanto angustiado.
Quiero mucho a esta paciente. No quisiera cau- sarle ni el más mínimo dolor. Pero no puedo evitar- lo. Ha llegado el momento. Junto coraje y, muy a
mi pesar, sabiendo que la voy a lastimar, le digo:
--La felicito. Debe de estar usted muy contenta. Levanta los ojos y me clava la vista. Yo le sos-


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tengo la mirada. Para mí es un momento muy in- cómodo. Amalia se queda en silencio un rato largo. Me parece que no puede creer lo que le dije. De a poco su actitud va cambiando. Ya no me mira con asombro, sino con odio.
--Rolón, usted es un hijo de puta.
Tiene razón. Pero a veces, al analista, no le que-
da otra opción.



La muerte es incomprensible, injusta, y el dolor que ocasiona a los que sufren la pérdida de un ser querido es, siempre, tan grande y tan profundo que la propia vida parece haberse ido con la persona muerta. El mundo se ensombrece y nada de lo que nos importaba tiene ya valor. Recuerdo que siendo yo muy chico mi padre intentaba prepararme para enfrentar su muerte.
--Algún día me voy a morir y vos vas a tener que seguir viviendo --me decía.
Yo tendría seis o siete años, y no recuerdo un dolor más grande que el que sentía en aquellos mo- mentos. Un dolor vivido totalmente en vano, por- que mi padre no pudo --nadie hubiera podido--, prepararme para que cuando llegara el instante tan temido, yo sufriera un poco menos.
La muerte de un ser amado nos arroja a ese territorio del sin sentido, allí donde no habita pa- labra alguna que pueda explicar, aunque más no


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sea de un modo torpe e incompleto, lo que ha ocu- rrido.
Saber que no vamos a escuchar más su voz, que no lo vamos a ver nunca jamás, que nos vamos a despertar llorosos al tomar contacto con la vigilia y comprender que, haber estado a su lado, no fue más que una ilusión nocturna, que el día ha llega- do y con él la realidad más cruel: la persona ama- da no está. Como decía Borges: "Ya no es mágico el mundo, te han dejado".
En nuestra práctica clínica el duelo es algo de todos los días. Se nos instala en el consultorio de un modo inapelable y deja a nuestros pacientes, y a nosotros mismos, con una sensación de impoten- cia que es muy difícil de manejar. El duelo se adue- ña de todo el ser de nuestros pacientes y de lo que ocurre en nuestro análisis. Por ende, se adueña también de nosotros.
Cuando estudiaba leí, no menos de veinte veces, en diferentes materias, el texto "Duelo y Melanco- lía", de Sigmund Freud. Creía saberlo casi de me- moria. Sin embargo, mi práctica clínica me ense- ñó que ni toda la literatura del mundo puede dar cuenta del impacto que sentimos al tenerlo frente a nosotros. Y aprendí, además, que no todos los duelos son iguales. Que no deberíamos hablar del duelo, sino de los duelos. Diferente para cada pa- ciente y, aun en la misma persona, diferente para cada pérdida.


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Esta historia empieza en Buenos Aires. Más precisamente, en Avenida de Mayo al 800. Eran ca- si las doce de la noche de un martes caluroso del mes de diciembre de 1998. Yo me preparaba para empezar el programa radial en el cual trabajaba. Estaba apoyado en la barra del Gran Café Tortoni, lugar desde el cual transmitíamos, hablando con uno de los mozos.
De pronto se me acerca una mujer de baja esta- tura, morocha, muy elegante y me pide un minuto para hablar conmigo. Accedo y mantenemos un breve diálogo.
--Rolón, disculpe que lo moleste, sé que ahora tiene la cabeza puesta en otra cosa. Pero quisiera hacer una consulta profesional con usted.
--Cómo no.
Empecé a hurgar en mis bolsillos buscando una
tarjeta. Encuentro una y se la ofrezco.
--Gracias, pero prefiero anotarlo en mi agenda si no le molesta.
--De ninguna manera --le respondí amable- mente y le pasé el número.
--En enero me voy de vacaciones, pero a la vuel- ta lo llamo para arreglar un encuentro.
--Cuando quiera --respondí sonriendo.
Algo en aquella mujer me cayó bien. Si bien se
la notaba un poco nerviosa, se había acercado


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con decisión y mucho respeto. Detrás de ella, a unos cinco metros de distancia, dos jóvenes mi- raban la escena. Después me enteraría de que eran sus hijos.
Se quedó a ver el programa y a la salida nos sa- ludamos.
--Mire que lo llamo --me dijo a modo de despe- dida.
--Bueno, la espero entonces.
Pero la verdad es que no estaba seguro de que
fuera a llamarme. Llegado a este punto me siento en la obligación de confesar algo. También los psi- cólogos, o al menos yo, corremos el riesgo de caer en pensamientos prejuiciosos. Así como la gente tiene un estereotipo del psicoanalista, a veces tam- bién nosotros tenemos un estereotipo del paciente y, en el caso particular del psicoanálisis, imagina- mos a una persona de entre veinticinco y cincuen- ta años, estudiante o profesional, con algunas ca- racterísticas que reafirmen la imagen del "buen analizante".
Amalia no encajaba en ese modelo. Por el contrario, parecía un ama de casa más dedicada a su esposo y a sus hijos que a la disposición analítica.
Me equivocaba. Y qué grande iba a ser la sor- presa que, como paciente, esa mujer iba a darme.




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Habían pasado casi dos meses cuando me lla- mó a mi consultorio.
--Hola, ¿Rolón?, soy Amalia.
Silencio de mi parte. Ni siquiera le había pre-
guntado el nombre aquella noche, casi ocho sema- nas atrás, de modo que busqué infructuosamente en mi memoria tratando de unir el nombre y la voz. Pero, como en muchas futuras ocasiones, ella me lo hizo fácil.
--¿Me recuerda? Le pedí su teléfono hace unas semanas en el café Tortoni.
--Ah, sí, claro. Discúlpeme. ¿Cómo está?
--Bien, gracias. Llamo para ver si podemos con-
cretar una entrevista.
--Sí, por supuesto. Déjeme ver en la agenda. A ver¼ ¿qué le parece el miércoles a las diez de la
mañana?
--A la hora que usted diga.
Firme. Con determinación. Con un estilo claro
y concreto. Esas características de su personalidad que tan bien yo llegaría a conocer con los años.
--Bueno, nos vemos el miércoles entonces. --Gracias, Rolón. Allí estaré.
Suele ocurrir, al comienzo, que la gente me lla-
me por mi apellido, pero por lo general esto cam- bia a partir de la primera entrevista y salen del con- sultorio llamándome por mi nombre. Pues bien, no es éste el caso de Amalia.
A pesar de los años que llevamos trabajando


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juntos y del gran cariño que nos hemos tomado el uno al otro, ni una sola vez ha dejado de llamarme por el apellido.
Incluso, cuando no concuerda con alguna de mis intervenciones, una de sus frases preferidas es: "Déjeme de joder, Rolón".
Amalia tocó el timbre de mi consultorio exacta- mente a las diez. Según me dijo, había llegado unos minutos antes, pero esperó la hora convenida para llamar a mi puerta.
Traía un libro en la mano. Intenté ver de qué se trataba. Siempre ayuda saber cuáles son los intere- ses de un posible paciente. Ella captó mi mirada y al sentarse frente a mí lo colocó de manera tal que yo pudiera ver claramente la tapa del libro que estaba leyendo. Era un libro sobre historia argentina.
--¿Le gusta la historia? --le pregunté.
--Sí, claro. No dejan de asombrarme las cosas
por las que ha pasado nuestro país. Y no entiendo cómo hay tipos a los que en vez de incinerarlos pú- blicamente para que todo el mundo sepa lo que hi- cieron, encima los honramos poniendo sus nom- bres en las calles.
Insinué una sonrisa y empecé a hacerme una idea de su personalidad. Temperamental. Apasio- nada. Es increíble cuánto nos sirven las primeras impresiones que recibimos de los pacientes. Por eso, siempre estoy especialmente atento a estos contactos iniciales.


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Cuando recibo por primera vez en mi consulto- rio a una persona, lo que tengo delante es un enigma. Debo tratar de tener la mente abierta, de estar recep- tivo, de no influir demasiado sus dichos con mis in- tervenciones, e incluso de cuidarme de qué y cómo digo lo que digo.
Es sabido que los analistas no proponemos un tema, y menos en la primera entrevista. Dejamos que los propios consultantes (aún no hablamos de pacientes) desplieguen lo que traen. Pero no es me- nos cierto que hay muchas maneras de hacerlo. Al- gunos profesionales simplemente los miran y espe- ran en silencio. Otros los invitan a hablar con frases asépticas que no lo condicionen: "Muy bien", "Usted dirá" o "Lo escucho", por ejemplo.
Yo prefiero, aunque sin proponer tema alguno, demostrarle inmediatamente que me importa lo que le ocurre y que estoy atento y con la mejor vo- luntad de ayudarlo. Prefiero, entonces, frases que no conduzcan el diálogo, pero que sí le transmitan a la persona, desde el comienzo, un compromiso de mi parte. Que sepa que no es un número, que re- gistro su nombre, que para mí es una persona úni- ca y que me importa y mucho ayudarla.
--Bueno, Amalia, cuénteme por favor lo que le está pasando.
Así comencé mi primer encuentro con ella. Y si bien, como dije, la mente está abierta para es- cuchar lo que el otro quiere comunicar, a veces es


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inevitable hacerse una idea anticipada a partir de lo que la persona nos transmite en la primera im- presión.
En este caso, esperaba escuchar cuestiones que hicieran a la crisis generacional con sus hijos, o el conflicto interno de "no saber qué hacer" ante una posible jubilación y, por qué no, algún estado de- presivo generado por esta situación.
Otra vez me equivocaba.
Amalia tomó el libro, lo puso a un costado so-
bre el escritorio, me miró a los ojos, y comenzó a relatarme una hermosa y triste historia de amor.



--Conocí a Julio siendo muy chica. Tendría ca- torce o quince años y él era ya un hombre de trein- ta. Delgado, elegante, hermoso y extremadamente mujeriego. --Me mira. --No sabe cómo le gustaban las minas. Pero claro, yo era una nena en ese mo- mento.
Como su familia estaba ligada a la mía por cuestiones de amistad solía verlo en distintas reu- niones sociales: cumpleaños, Navidad, Año Nue- vo¼ Jamás lo vi acompañado por alguna mujer, nunca presentó una novia --se sonríe--. No se com- prometía con ninguna para poder salir con todas.
--¿A qué edad empezó a gustarle Julio?
--Desde el primer día. Lo vi, y supe que ése se-
ría mi hombre. Lo sentí acá, en el pecho. --Le cues-


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ta hablar por la emoción. --Me lo presentaron y me puse pálida. Me sentí impactada, conmovida. Casi ni pude saludarlo.
--¿Y él?
--Años después me confesó que al verme pen-
só: "Qué linda la morocha. Lástima que sea tan chi- ca". Y efectivamente, yo era muy jovencita.
--Bueno, pero como dice el refrán: "la juventud es una enfermedad que se cura con el tiempo".
--Sí. Y para qué se curará uno, ¿no? Con lo lin- do que es ser joven. --No lo dice como una frase he- cha. Me doy cuenta de que hay algo en este tema que la moviliza.
--La verdad es que sí. Pero también es cierto que en todas las edades uno puede encontrar cosas
que lo gratifiquen, ¿no cree?
--¿Usted me está hablando en serio? --Sí, por supuesto.
--Déjeme de joder, Rolón. ¿Para qué quiere uno
llegar a viejo? Andar dando lástima por ahí. Sien- do una carga para los hijos. De ninguna manera. Por eso yo digo: "Qué bien que la hizo Julio". Vivió hasta que quiso y se fue. Joven, fuerte, sin pasar por toda la degradación de la vejez. Fue tan inteli-
gente¼
--Pero se podría haber quedado un poco más a
su lado, ¿no?
Se le llenan los ojos de lágrimas.
--Él está a mi lado. No se va ni un segundo de


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mí. Ése es mi problema. Por eso vengo. Porque ne- cesito dejar de ser tan egoísta.
--¿Egoísta?
--Sí. Porque él hizo lo que quería. Pero yo me
siento mal por extrañarlo tanto y todo el tiempo. Y --se interrumpe por el llanto-- odio que me pase esto, pero no puedo ni nombrarlo sin quebrarme y ponerme a llorar. Y no sé por qué. Si yo sé que don- de está ahora, está mejor.
--Bueno, a lo mejor la que no está mejor es usted. --Seguro. Pero dígame, ¿no es eso un acto de
egoísmo?
--Y si fuera así, ¿qué tendría de malo?
--¼
--Amalia, ¿está mal querer que la persona que
amamos esté a nuestro lado todo el tiempo posible?
--No. Pero hay que saber aceptar las elecciones de los demás. Yo lo necesito cada día de mi vida,
pero de todas maneras sé que él hizo lo correcto.
--¿Muriéndose?
--No, no llegando a viejo. ¿Para qué? Siempre
me decía: "Amalita, hay que morirse joven".
--Y cagarse en los demás, ¿no?
--¿Por qué me dice eso?
--Dígame: ¿qué edad tenían sus hijos cuando su
esposo murió?
--Romina once y Sebastián diez.
--Muy chiquitos para quedarse sin papá, ¿no le
parece?


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Adrede utilizo el diminutivo para referirme a sus hijos y la palabra "papá" en lugar de padre. Tra- to de conectarla con el vacío de protección que de- ben haber experimentado al morir Julio.
--Sí, pero él sabía que yo iba a poder. Siempre pude.
No hay caso. Es muy difícil lograr que alguien se enoje con un muerto querido. La pérdida pare- ce agrandar aún más su figura, hasta volverlo into- cable, inmaculado. Yo quería que ella pudiera lo- grar ese enfado, y tan empecinado debo de haber estado que no escuché lo que Amalia dijo: "Siem- pre pude". ¿Qué quería decir con "siempre"? ¿A qué
remitía esa palabra?
Seguramente a algo anterior a la pérdida de su marido. Pero así son las cosas. Cuando un analista se deja invadir por una idea fija, pierde la capaci- dad de escuchar. Y esa vez me tocó a mí. Me equi- voqué. Sólo después descubrí mi error.



Tomé a Amalia como paciente sin dudarlo. Era inteligente, sensible, de carácter fuerte, a veces de- masiado, y trabajar con ella se convirtió para mí, de inmediato, en algo muy placentero.
Sin embargo, me costaba escucharla.
Solía ocurrirme que cuando ella dejaba el con-
sultorio y me ponía a revisar lo acontecido me eno- jaba conmigo mismo: "¿Cómo no me di cuenta?"


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--me reprochaba. Y tuve que asumir que, segura- mente, algo de su historia entraba en relación con la mía. Por eso no podía ver con claridad aquello
que sus palabras me mostraban. Pero, ¿qué era?
La respuesta me llegó poco tiempo después. Ella estaba hablando de Julio y, como casi siempre, la había desbordado la angustia.
--Muchas veces lo extraño tanto que creo que no voy a poder soportar su ausencia. Necesito su piel a mi lado, anhelo recostarme en su pecho, quiero vol- ver a sentir su olor. Jamás volví a experimentar esa sensación de éxtasis que me generaba tocarlo, amar- lo. Rolón, yo quedé viuda muy joven, pero nunca más salí con ningún otro hombre. No puedo ni siquiera imaginar tocar otra piel que la de Julio. Sé que voy a morirme sola y que no volveré a ser una mujer jamás. Pero creo que es el precio que debo pagar por haber amado tanto y haber sido tan feliz.
La miré y comprendí todo: No tenía a Amalia delante de mí. Todo este tiempo, sin saberlo, había estado hablando con mi madre. Por eso mi impoten- cia, mis ganas de sacarla a cualquier precio de ese dolor, de ese duelo inacabable, de ese llanto perma- nente por el marido muerto tan joven. Eso era lo que no me permitía escuchar.
Ella había actualizado en mi consultorio mi propio drama familiar, y yo no había sido realmen- te su analista. Todo ese tiempo la había escuchado como si fuera su hijo.


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Comprender eso fue algo muy fuerte para mí. A punto tal de que no pude continuar con la sesión.
--Amalia, voy a serle sincero. Voy a pedirle que dejemos aquí, pero no por usted, sino por una ne- cesidad mía.
--¿Le pasa algo, Rolón?
--Sí, me pasa que escuchándola no pude menos
que pensar en mis padres. Y eso hizo que me an- gustie y que me enoje mucho. Y en esta condición no puedo serle útil. Así que le pido disculpas, pero prefiero que nos veamos la próxima semana.
--Por supuesto, está bien. Pero, ¿puedo saber
con quién se ha enojado?
--Con los dos. Con mi padre por morirse tan jo- ven y con mi madre por no haber podido superar- lo y dejar que su vida fuera un duelo eterno. Pero no corresponde que le cuente más. Ojalá pueda en- tenderme y sepa disculparme.
--Faltaba más. Los psicólogos también son hu-
manos y todos tenemos una historia, ¿no?
--Así es --dije, y la acompañé hasta la puerta.



En la sesión siguiente, al recibirla, intenté una
nueva disculpa, pero me detuvo.
--Al contrario. El otro día, cuando usted me ha- bló de su papá, caí en la cuenta de que yo nunca le había hablado del mío. --Era cierto. Yo tampoco le había preguntado sobre el tema. Y no era extraño.


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Al haber quedado capturado por su imagen de ma- dre no pude imaginármela siendo hija.
--Mi papá --continuó-- también como Julio, murió muy joven. Era operario en una fábrica y su- frió un pico de presión. Se fue una mañana al tra- bajo y, cuando volví a verlo, estaba en un cajón.
--¿Qué edad tenía usted? --Cinco.
Amalia no tenía de su padre más que dos o tres
recuerdos. Uno de ellos era el recuerdo de una ma- ñana en la cual su padre, a quien ella veía enorme, la alzaba tiernamente y le daba un beso. Su papá se estaba afeitando, razón por la cual le llenó la ca- ra de jabón.
--Debo de haber estado muy graciosa, porque estalló en carcajadas. Aún recuerdo la sensación de humedad en mi cara. Fue un momento feliz.
Había llorado mucho por Julio en el tiempo en el que nos conocíamos, pero jamás tanto ni tan an- gustiosamente como ahora. Yo podía imaginarla como una nena desprotegida y supe que algo en mi interior se había destrabado. Ahora sí, tal vez, po- dría ayudarla de verdad. Y, no casualmente, aque- lla frase "siempre pude" volvió como por arte de magia a mi cabeza.
--¿Qué pasó a partir de ese momento?
--Nos quedamos los tres solos, mi mamá, mi
hermano menor y yo. Y sentí que iba a tener que hacerme cargo de la familia.


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--¿A los cinco años?
--Le juro que lo sentí así. Mi hermano apenas caminaba y a mi mamá la veía tan débil, tan vulne- rable, que comprendí que yo debía ocupar el lugar de mi papá. Y así fue que me convertí "en el pro- tector de mi familia".
Amalia lloraba desconsoladamente.
--Es decir que cuando su esposo murió usted
volvió a vivir una experiencia que le era conocida. --Asintió con la cabeza. --Creo que por eso usted no puede enojarse con Julio, porque en realidad si lo hiciera estaría reconociendo que también tiene derecho a enojarse con su papá. Y me parece que eso es lo que usted no puede permitirse.
--A mi papá sólo lo tuve cinco años de mi vida, Rolón. Sin embargo, es lo más importante que he tenido jamás.
Es muy fuerte lo que acaba de decir. --Vamos a interrumpir acá --le digo.
--¿Le pasa algo?
--No, Amalia, nada. Esta vez es por usted.



A partir de esa sesión pudo hablar de Julio sin
llorar y fuimos recorriendo juntos su apasionada historia con él. El llanto aparecía ahora cuando ha- blábamos de su padre. Sin embargo, seguía soste- niendo que era inteligente morirse joven. Y no es para menos. Los dos hombres más importantes de


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su vida lo habían hecho y ella aún no estaba en condiciones de ver que no había sido una "decisión inteligente", sino una tragedia, que estos hombres tan idealizados no habían sido dueños de su desti- no sino víctimas de las circunstancias.
En esa época aparecieron en ella dos síntomas que tuvimos que trabajar. Uno, no quería que su hi- jo que se había ido a vivir solo, la visitara. El otro, un enojo con su madre.
--Sebastián dice que yo no quiero que venga a
casa. Que lo castigo por haberse ido. Y no es así.
--¿Seguro?
--Sí, Rolón. Es cierto que no tengo muchas ga-
nas de que venga. Pero en realidad lo que no quie- ro es que se moleste. Trabaja todo el día, llega can- sado, ¿para qué va a venir hasta casa si yo puedo ir a la de él? Vamos con Romina, le llevamos la co- mida, le acomodo un poco el departamento y así, cuando terminamos de comer, ya se puede acostar y descansar. En esta época está agotado. Usted sa- be que hay fechas del mes en que los contadores trabajan como locos. Bueno, yo quiero ayudarlo, nada más.
--¿Cuánto hace que no lo invita a su casa? --No sé, no llevo la cuenta.
--Amalia, déjese de joder usted, ahora. ¿Cuánto? --No sé. Tres meses más o menos.
--¿No le parece mucho?
--Y, ahora que lo pienso, sí. Pero le juro que yo


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no estoy enojada porque se fue a vivir solo. Al con- trario. Yo quiero que mis hijos hagan su vida y se independicen. Ya sabe cómo pienso. En cualquier momento yo me voy a morir y ellos deben estar preparados. De modo que, le juro, no me enoja que viva solo. Pero no sé por qué no quiero que venga --admite sin darse cuenta.
Trabajamos algunas sesiones sobre esto hasta que en una de ellas, hablando del tema, Amalia tu- vo un lapsus.
--Me peleé con Romina.
--¿Por qué?
--Usted sabe que está muy unida a su hermano.
Bueno, me dijo que lo invitara a cenar, pero como yo estoy con esto de que "no quiero que se vaya" le dije que mejor fuéramos a comer a algún restau-
rante. Y entonces¼
--Amalia, ¿escuchó lo que dijo?
--¿Qué cosa?
--Que no quiere que su hijo "se vaya". --No, yo dije que no quiero que venga.
--No, Amalia, eso fue lo que quiso decir, pero
dijo exactamente lo contrario. Así que dígame, ¿por
qué no quiere que su hijo se vaya?
Fueron dos sesiones muy fuertes en las que ha- blamos de muchas cosas y llegamos a una conclu- sión: en realidad, lo que a Amalia la angustiaba no era que su hijo la visitara, sino el momento en el que él se iba.


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--Amalia, su papá se fue y volvió muerto. Julio se fue y la llamaron del hospital porque tuvo el in- farto. Pero eso no quiere decir que cada vez que al- guien se vaya usted no va a volver a verlo con vida. Esto es diferente. Usted siente que el que se va no vuelve y por eso no quiere que su hijo venga a su casa, porque después se va a tener que ir. Y cada vez que lo despide, inconscientemente, lo está ha- ciendo para siempre.
Creo que sería bueno que lo invitara más segui- do y comprobara que hay personas que se van, pe- ro no mueren.



Amalia es una gran paciente. Se mete de mane- ra valiente en los territorios del inconsciente y en- frenta a sus fantasmas con la misma decisión que enfrentó siempre la vida. Pudo superar la inhibi- ción que tenía con su hijo y estábamos analizando los posibles motivos del enojo con su madre, cuan- do nos enteramos de la enfermedad de Romina.
--La felicito. Debe de estar usted muy contenta. --Rolón, usted es un hijo de puta. Silencio.
--¿Por qué?, ¿no era usted la que decía que ha-
bía que morirse joven, que eso era de gente inteli- gente? Bueno, dígame ahora: ¿tiene ganas de que su hija se muera tan joven? --Llora. --Acéptelo, Amalia, su padre y Julio no fueron inteligentes. Tal


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vez no se cuidaron lo suficiente, quizá fue una fa- talidad, no lo sé. Pero lo que sí sé es que no murie- ron por un acto de libre albedrío. Les sucedió algo terrible. Como lo que le pasa ahora a Romina. Pe- ro ella está viva, ¿me entiende? Y, al menos aquí, no vamos a velarla antes de tiempo. Su hija la ne-
cesita del lado de la vida. ¿Qué va a hacer usted?
--Pelear con ella en todo lo que haga falta. Lu- char por su curación.
Me acerco y le acaricio la cabeza.
--Entonces este hijo de puta la va a acompañar
en todo lo que pueda.



Fue un período muy duro en la vida de Amalia. Su madre anciana le peleaba a los años, se iba apa- gando pero no se entregaba. Su hija tampoco. Ha- blamos mucho de su "histórica" idea acerca de la muerte y pudo cuestionarse muchas cosas.
Admitió su ambivalencia de amor y enojo con su padre y su esposo, porque ambos la habían abandonado siendo ella tan joven y pudo, interna- mente, reconciliarse con su madre y agradecerle el hecho de haber sido la única que se había quedado a su lado durante toda la vida.
--Amo a mi mamá, Rolón.
--Ya lo sé. Siempre lo supe y usted también.
--Sí. Me enojaba porque contrariaba mi ideal de
no envejecer. Pero creo que no. Que en realidad lo


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mío no era enojo sino angustia. Una angustia que me surge de saber que muy pronto me va a dejar.
--Es cierto, Amalia. Pero eso es la vida. Además, reconozcamos que ya la ha acompañado un largo tramo de su camino.
--Así es. Yo misma soy ya una mujer grande. Debo agradecer haber podido tenerla tanto tiempo.
Asentí con la cabeza y no dije nada.



Un día llegó con los ojos llenos de lágrimas y
una sonrisa emocionada.
--Rolón, nos dieron los análisis de Romina --me abrazó y se puso a llorar--. Están perfectos.
¡Mi hija se curó!
La abracé fuerte. Yo también estaba conmovido. Diez días después su madre murió.



--La extraño mucho. ¿Qué quiere que le diga?
Yo sé que era muy mayor, pero era mi mamá.
Me gusta escucharla hablar así. A pesar del do- lor. Así son los duelos.
Dos meses después tuvimos la siguiente conver- sación.
--Rolón, yo quiero comentarle algo. Sé que a lo mejor lo pongo en un compromiso, pero bueno, es lo que siento.
--Dígame, Amalia.


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--El sábado cumplo años. Setenta. No sé si es- tá bien o mal a tan poco tiempo de la muerte de mi
mamá, pero quiero festejarlo. ¿Está mal?
--Para nada. Me parece una buena idea.
--Algo chiquito, íntimo, para mis seres queri-
dos. --Me sonríe. --Sé que no es lo más común, pe- ro¼ usted es alguien muy importante para mí. Y, ¿qué quiere que le diga? Será un hijo de puta pero yo lo quiero mucho. --Nos reímos. --Me gustaría que estuviera esa noche conmigo.
La miré sin saber qué responder. ¿Qué debía ha- cer, qué sería lo correcto? Entonces, al ver sus ojos sentí unas ganas enormes de estar en esa fiesta jun- to a ella.
--Cuente conmigo --le dije.
Me devolvió una mirada agradecida.



El sábado fui a su reunión, nos sentamos jun-
tos y charlamos distendidamente durante toda la noche. Fui uno más de sus invitados. Estaba emocionada. Seguramente pensaría en su madre ausente, pero también en su hija presente, pues hasta hace poco no sabía si estaría viva para esa fecha.
En un momento sentí que debía retirarme. Ya habíamos compartido el tiempo que ambos nece- sitábamos. Me acerqué para despedirme.
--Espere. Antes¼ un brindis.


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--Cómo no. --Sirvió dos copas. Yo levanté la mía. --Brindemos por usted, Amalia.

--No, Rolón. --Me miró profundamente y me sonrió. --Brindemos por la vida. 

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