lunes, 30 de marzo de 2015

HISTORIAS DE DIVAN-ENTRE EL AMOR Y EL DESEO, LA INDECISION (LA HISTORIA DE MARIANO)

Entre el amor y el deseo,
la indecisión
(La historia de Mariano)




E se dal fummo foco s' argomenta, cotesta oblivion chiaro conchiude colpa ne la tua voglia.

(Y si del humo fuego se deduce,
de este olvido se concluye claramente culpa en tu voluntad).
DANTE, La Divina Comedia,
"Paraíso", 33, 97-99



--No doy más. Por eso vengo a verlo. Estoy agotado. Para decirlo claramente, tengo los hue- vos llenos.
--A ver, cuénteme un poco qué cosas lo tienen
tan¼ ¿Cómo definiría su estado emocional?
--No sé. Extenuado, molesto¼ --Yo lo noto enojado.
--Está bien. Creo que ésa es la palabra. Sí. Es-
toy enojado.
--¿Y puedo saber con quién está tan enojado? --Con el mundo.
--Mariano, el mundo es algo demasiado am-
plio. ¿Por qué no tratamos de acotarlo un poco?
--Era un modo de decir.
--Ya lo sé. Pero es importante cómo dice uno las
cosas, ¿no cree? Porque es con palabras como uno piensa y traduce lo que siente. Y si uno siente que el enojo es contra el mundo, las cosas parecen im-


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posibles de solucionar. Porque nadie puede contra "el mundo". En cambio, si podemos identificar las cosas que le molestan, que seguramente no serán todas, a lo mejor algo podemos hacer.
--Bueno, está bien. Estoy molesto con mi socio que es un infradotado al cual no le puedo encargar nada; con mis clientes que no entienden que yo no manejo los tiempos judiciales; con el hecho de te- ner que ir a tribunales; con mis viejos que se ofen- den si no voy a comer los domingos; con mi herma-
na que me dice que no me ocupo de ellos¼
--Bueno, veo que el espectro es amplio. Y en lo referente a lo emocional, digo, a su rol como hom-
bre, ¿cómo se siente?
--No, con eso todo bien. En realidad es el úni- co aspecto de mi vida que no presenta conflictos.
--Algo que no es poco. No es tan fácil sentirse
pleno en pareja, ¿no?
--Claro, y menos en mi caso.
--¿Por qué? ¿Qué tiene de particular su caso?
--Y, que yo debo complacer no a una, sino a dos
mujeres.
No esperaba esa respuesta. De todas maneras, un analista debe estar preparado para escuchar cosas que no espera, de modo que no hice gesto alguno.
--Son mi cable a tierra --continuó--, no sabría qué hacer sin ellas.
Eso dijo Mariano en la primera entrevista. Que no sabría qué hacer "sin" ellas. A lo largo del aná-


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lisis cambiaría un poco su cuestionamiento, hasta el momento crucial en el cual no sabría qué hacer "con" ellas.



Conocí a Mariano justo una semana antes de que cumpliera los cuarenta años. Se había recibi- do de abogado hacía ya más de quince y su creci- miento profesional había sido notorio. De hecho, en el momento de comenzar su análisis conmigo, gozaba de una excelente posición económica y, po- co a poco, iba haciéndose de un nombre y empeza- ba a llevar adelante casos importantes.
Un año después de recibirse se casó con Débo- ra, una mujer tres años menor que él con quien, en la actualidad, tenía dos hijos: Luciano de doce años y Ramiro de ocho.
Su relación don Débora era buena y tierna.
--Es una gran madre --me decía--, una gran
compañera. No podría haber encontrado una mu- jer mejor.
La describió como una compañera bella y com- prensiva. Los había presentado una pareja de ami- gos y, luego de la primera salida habían quedado ambos profundamente conmovidos por este encuen- tro. Un año después se casaron, y al siguiente nacía su primer hijo. Cuatro años más tarde tuvieron al se- gundo y allí "La familia Ingalls", como Mariano mis- mo la denominaba, quedó conformada.


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Casi todas las sesiones comenzaban de mane- ra similar. Mariano entraba en el consultorio, de- jaba el saco en el perchero, se desabrochaba el úl- timo botón de la camisa, se aflojaba la corbata, apagaba el celular y lo dejaba sobre la mesa baja que nos separaba.
El celular¼ cuánta utilidad tendría en nuestro tratamiento.
Trabajábamos cara a cara y las conversaciones solían transcurrir en medio de las protestas perma- nentes de Mariano. Básicamente, se quejaba de que debía ocuparse de todo y de que no podía descan- sar en nadie.
--Es que no puedo delegar las cosas.
--¿Por qué?
--Porque nadie las hace bien.
--Nadie, excepto usted, por supuesto.
--¼
--Mariano, ¿ésa no es una postura un poco om-
nipotente? ¿No es difícil que a uno lo ayuden si se
para en ese lugar?
--Puede ser. Pero usted no conoce a los incapa-
ces que me rodean --decía, y seguía quejándose.
Era un paciente muy inteligente, pero no acce- día fácilmente al territorio del análisis profundo. Por lo general tratábamos temas que lo desborda- ban con cierta urgencia. La mayoría de las veces, la- borales, aunque por momentos traía algunas cues- tiones con su familia de origen.


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--Mi viejo ya me tiene harto. No me lo banco
más.
--¿Qué es lo que pasa ahora?
--Mi hermana tiene problemas con su marido,
parece que se van a separar, y a él se le ocurrió que
yo tome cartas en el asunto¼
--¿Pero qué es exactamente lo que le pide su pa-
dre que haga?
--Que hable con mi cuñado. Justo a mí me pi- de eso. ¿Qué puedo hacer, si casi ni lo conozco? Más allá de las reuniones familiares no hemos cru- zado palabra. Es un imbécil. Ni de fútbol podemos hablar, porque él es de Platense y yo de Boca. Pero mi viejo cree que yo puedo hacerlo todo.
--Bueno, a lo mejor usted ayudó a generar esa idea.
--¿Por qué dice eso?
--Tal vez, como le ha ido en todo tan bien¼ tie-
ne un trabajo bien remunerado, una profesión exi- tosa, una familia envidiable¼ No sé, a lo mejor transmite la imagen de que posee el elixir secreto de la felicidad.
Sonríe.
--Y un poco así es. Pero apenas si me alcanza
para conseguir mi propia felicidad.



De esta manera pasaban las semanas y los me- ses. Hablando de cosas muy puntuales, de conflic-


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tos presentes, sin entrar demasiado en cuestiones profundas. Alguna vez pensé en interrumpir el aná- lisis, ya que no podíamos ingresar en ese territorio oculto de su ser y sentía que él tiraba su dinero y yo malgastaba mi tiempo. Las sesiones me resulta- ban largas y aburridas, y debía hacer un gran es- fuerzo para estar atento.
Hasta que un día, por primera vez, me pidió dis- culpas por no apagar el celular. Me dijo que era probable que recibiera una llamada importante. Casi de inmediato sonó el teléfono. Miró el núme- ro desde el cual lo llamaban. Lo identificó y deci- dió contestar.
--Perdón, Gabriel, pero tengo que atender. --Hágalo, entonces.
--Hola¼ sí, estoy en lo del psicólogo. No, no,
pará, igual puedo hablar.
Valentina, de quien jamás había hablado explí- citamente hasta entonces, dijo presente.
No podía entender lo que le decía, pero era evi- dente que la mujer estaba enojada y, aunque yo no captara sus palabras, sí podía escuchar su tono ele- vado. Estaba gritando.
--¿Pero, cómo iba a imaginarme que vos ibas a estar ahí?¼ ¿Y qué querías que hiciera?¼ Estaba con los nenes y¼ No, no¼ Escuchame¼ por favor,
no me cortes¼ ¿Hola? ¿Hola, Valentina?
Deja el celular. Está desencajado, angustiado por primera vez desde que arrancamos con el tra-


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tamiento. Se lleva la mano a la frente, mira hacia abajo y niega con la cabeza. No pregunto nada. Un minuto después respira profundo y me mira.
--Estoy metido en un problema. --¿Qué es lo que pasa, Mariano?
--¿Recuerda que en la primera entrevista yo le
dije que tenía dos mujeres?
--Sí. --Obviamente que lo recordaba. ¿Cómo no recordarlo? Es más, yo había estado esperando que hablara de esto casi desde entonces.
--Su nombre es Valentina. Pero no es cierto que yo tenga dos mujeres. En realidad no es otra espo- sa, no tengo un hogar paralelo. Pero sí es una rela- ción que arrastro desde hace seis años.
Escucho cómo lo dice. Con Valentina no tiene una relación, "la arrastra", como si fuera un peso.
--La conocí el día que nació mi hijo Ramiro. Era la secretaria de un escribano amigo con quien teníamos algunos negocios en común. Te- nía veintiún años, y si bien yo no tuve nada con ella hasta un año después, me impactó desde el momento de conocerla.
--¿Le pareció bonita?
--No, bonita es Débora. Valentina era¼ una lo-
ba. Si bien era muy joven, tenía una mirada¼ ex- perimentada.
--¿A qué tipo de experiencia se refiere? --Sexual, por supuesto.
Su voz ha tomado un tono diferente. Por fin


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aparece algo del orden de la pasión en él. De modo que decido seguir por ese camino.
--Cuénteme cómo es Valentina.
Le pido que me hable de ella con esa consigna
abierta, para que él elija desde qué lugar quiere pre- sentarla, aunque debo reconocer que yo intuía des- de dónde lo haría.
--Mide un metro setenta. Es una morocha im- pactante. Tiene un cuerpo increíble. Y una cara tan sensual, tan erótica, que la delata.
--¿Y qué es lo que delata su cara?
--Cuánto le gusta el sexo. Es una mina increíble.
--¿En qué sentido?
--En la cama. Es extraordinaria.
--Ajá. ¿Y usted qué siente por ella?
Me mira como si le hubiera preguntado una ob-
viedad.
--La deseo. Con todo mi ser. Como nunca deseé a nadie. Me siento un cursi. Sé que parece una fra- se hecha, pero es la verdad. Con ninguna mujer tu- ve las sensaciones que tengo con ella.
--Bueno, siendo que es la primera vez que ha- blamos de Valentina me gustaría que me contara un poco más.
Nuevamente dejo a su elección cómo quiere se- guir hablando de ella.
--Me da un poco de pudor. No sé, me parece
que no corresponde, pero si no lo hablo acá¼
--¼


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--Valentina es casi colega suya, se recibe en di-
ciembre. Tiene veintiocho años. Mi historia con ella empezó una noche en que salimos de una fiesta de trabajo. Me ofrecí a alcanzarla y cuando llegué a la puerta de la casa, me miró, me dijo que yo le gus- taba mucho y me besó.
--¿Cuál fue su reacción?
--Yo no podía creer que semejante pendeja se
me regalara así.
--¿Y entonces?
--Me dijo que¼ que me quería coger. Y bue-
no¼ yo no caía, no podía pensar. En cambio ella se veía tan tranquila. Era casi una nena y me estaba manejando.
--¿Y qué hizo usted, Mariano?
--¿Me lo pregunta en serio? --Sí.
--¿Usted qué hubiera hecho?
--Eso no importa. Lo que importa es lo que hi-
zo usted.
--Me la cogí. Eso hice¼ Y a partir de ese mo- mento no pude dejar de estar con ella. La deseo to- do el tiempo. Hasta cuando tengo relaciones con Débora trato de pensar que en realidad estoy con Valentina.
--¿Valentina sabe de su situación?
--Sí, claro. Y hasta hace un tiempo nunca tuvo
problemas. Pero desde hace aproximadamente un año pareciera que el hecho de que yo sea un hom-


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bre casado le empezó a molestar. No sé qué le pa- só, porque no cambió nada.
--A lo mejor sí cambió algo¼
--No lo entiendo, ¿qué quiere decir?
--Que tal vez no es lo mismo tener veintiún
años que veintiocho. Que las expectativas de Valen- tina hoy pueden no ser las mismas que las que te- nía cuando usted la conoció.
--Pero, si estábamos tan bien.
--Usted estaba "tan bien". Se ve que ella no. --Yo le doy todo lo que puedo.
--Sí, pero es posible que el problema no esté en
lo que le da si no en lo que no le puede dar.
--¿A qué se refiere?
--Mariano, no sería nada extraño que una mu-
jer de casi treinta años empezara a desear tener un esposo, hijos, en fin, una familia. Y usted no pue-
de darle eso a Valentina. ¿O sí?
--Ni loco. Yo no tendría un hijo con ella, ni se- ría su esposo.
--Lo dice como si hubiera algo malo en ella.
--No es que sea algo malo. Pero una esposa de-
be ser diferente.
Aunque suene raro en los tiempos que corren, cuando se supone que hay ciertos paradigmas que caen, es bastante común encontrar en algunos pa- cientes obsesivos una marcada distancia entre el "ideal" erótico y el "ideal" familiar. Aunque debo re- conocer que hasta yo mismo me sorprendí al escu-


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char el tema expuesto de una manera tan burda. Pero no puedo deternerme en eso: es necesario que Mariano escuche lo que está diciendo.
--No entiendo, ¿diferente en qué sentido?
--No importa --rehúye el tema--, la cuestión es
que hoy al mediodía fui a comer al patio de comi- das del Abasto con mi mujer y mis hijos. Y ella es- taba ahí con una amiga. Casi se me para el cora- zón. Ninguno de los dos dijo nada. Yo me hubiera querido acercar a hablar con ella, pero no podía. Así que le dije a Débora que mejor fuéramos a un lugar más tranquilo, pero ya los chicos habían ele- gido una mesa, de manera que nos quedamos.
--¿Y Valentina?
--Nada. Se quedó mirando la escena unos mi-
nutos, se levantó y se fue. Y no volví a contactarme con ella hasta este llamado.
--¿Y cómo estaba?
--Enojada. Pero yo siempre le dije la verdad,
¿no?
--Sí, pero a lo mejor no alcanza con eso para que a ella no le duela lo que vio. Porque una cosa es saber algo, imaginarlo, y otra muy diferente es verlo. Quizá ser testigo de esa escena familiar fue algo demasiado duro para ella.
--Puede ser, pero¼
Suena el celular. Vuelve a identificar la llamada. --Disculpe¼ Hola, Valen¼ por favor, tenemos
que hablar.


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El hombre que hablaba con tanta firmeza acer- ca de que nunca iba a darle a Valentina lo que que- ría no se parecía en nada a éste que estaba escu- chando ahora. Era un Mariano dulce, asustado, que buscaba hacerse perdonar.
--Dale. Yo salgo en unos minutos¼ Me parece bien. En una hora ahí¼ Un beso.
Suspiró.
--Bueno, al menos bajó un poco los decibeles.
Creo que va a entender.
--Puede ser que sí. Después de todo, no es algo tan difícil de entender. Lo que no sé es si, más allá de que lo entienda o no, ella podrá renunciar a sus deseos. Y no me refiero a los sexuales, si no a los otros.
--No lo sé¼ ya veré¼ pero al menos estaba más calmada. Me parece que pasamos la tormenta.
No quiere escuchar. ¿Entonces para qué hablar? Doy por terminada la sesión, cosa que parece agra- decerme. Quiere irse ya mismo para arreglar el te- ma con Valentina. Esta vez lo va a conseguir. Pero el equilibrio había empezado a romperse. Y ese
proceso, yo estaba convencido, iba a continuar.



Dada la proverbial habilidad de Mariano para escaparse de los temas, la sesión siguiente no ha- bló de lo sucedido, hasta que su celular vibró. Ha- bía recibido un mensaje de texto.


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--Es de Valentina --me dijo.
Lo respondió y yo aproveché que él la había in-
troducido al espacio analítico y le pregunté acerca de lo sucedido luego del conflicto de la semana anterior.
--Al final pude manejarlo.
--¿De qué manera?
--Bueno, la dejé hacer su catarsis, la escuché
despotricar durante un rato y tuve que hacer algu- nas concesiones.
--¿Cuáles?
--No muchas. Compartir con ella algunos espa-
cios públicos, algunos amigos.
--Mariano, ¿usted es consciente de lo que dice? --Sí, pero no se preocupe. Yo voy a saber mane-
jarlo.
--No, si no me preocupo. El que a lo mejor de- bería preocuparse es usted. Pero bueno, si está tan seguro de poder manejar la situación, no tengo na- da que decir. Solamente me gustaría hacerle una pregunta.
--Dígame.
--Mariano, sería una necedad no registrar que
algún riesgo de ser descubierto, por mínimo que fuera, usted está decidiendo correr. Y, si ese riesgo mínimo se concretara, estaría poniendo en juego toda su estructura familiar. Entonces, la pregunta es ¿qué es aquello tan fuerte que Valentina le da co- mo para que usted arriesgue todo lo que emocio-
nalmente ha construido en estos años?


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Silencio.
--Gabriel, a mí me gusta mucho el sexo. Soy un hombre fantasioso, abierto.
--¿Y bien?
--Yo con Valentina puedo tener un sexo sin lí-
mites, usted me entiende.
--No sé si lo entiendo. Por qué no me lo explica¼ Suspira quejoso.
--Me cuesta ser explícito. Me parece un poco
morboso.
--No le estoy pidiendo detalles, pero ayúdeme a entender lo que encuentra sexualmente en Valen- tina que no puede encontrar en Débora.
--Son dos cosas diferentes --parece enojarse.
--Mariano¼ no son dos cosas, son dos mujeres.
Digo, porque puede ser jodido tratar a las personas como "cosas".
--Es que allí está el tema. Yo a Valentina puedo tratarla, aunque sea de a ratos, como si fuera una cosa. Una cosa destinada a darme placer. Algo que no puedo ni quiero hacer con Débora.
--¿Y qué es tratarla como a una "cosa"?
--Y¼ pedirle, no sé, que se ponga un portali-
gas, que se masturbe delante de mí y me permita mirarla --le cuesta hablar del tema, en el fondo, es un obsesivo conservador--, que hablemos de la posibilidad de invitar a alguien más a la cama, que tengamos sexo oral¼ muchas cosas que se imagi- nará que no puedo pedirle a mi mujer.


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--¿Por qué no?, ¿a ella no le gusta?
--¿Y cómo voy a saberlo? Jamás se lo pregunta-
ría. Sería ofenderla.
--¿Por qué cree que sus deseos pueden ofender- la? Ella podrá compartirlos o no, acceder o no, pe-
ro ofenderse¼ ¿No es demasiado?
--Gabriel¼ Débora es la madre de mis hijos.
--Sí¼ Y supongo que los concibieron cogiendo,
¿no?
Elegí adrede esa palabra. Y el efecto en él fue claro.
Me mira y no dice nada. Me mira con rabia. Co- mo si yo estuviera agrediendo a su esposa.
--Débora es una mujer con mayúsculas.
--Claro, y Valentina es una putita con minúscu-
las. --Se queda callado. Me mira fijo. Dejo pasar unos segundos y continúo. --Y uno a las mujeres tiene que respetarlas, darles un hogar, hijos, cuidar- las y mantenerlas. En cambio a las putitas hay que disfrutarlas, compartirlas, degradarlas y tratarlas
como si fueran cosas, ¿no?
--¼
--Mariano, hay algo en lo que usted piensa que
no está del todo desacertado. El amor necesita de una cierta idealización. Uno tiene que poder creer que la persona que ama es la mejor, es noble, com- pañera, una madre incomparable, una persona úni- ca y maravillosa. Y usted pudo idealizar así a Dé- bora. El erotismo, por el contrario, requiere de la


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posibilidad de degradar a la otra persona, aunque sea de a ratos como usted decía, y convertirla en un objeto de deseo. Si se quiere, hasta parcializarla.
--¿Parcializarla? No entiendo.
--Claro, percibirla por partes. No es, como en
el caso del amor, una unidad, una gran mujer. No. Es diferente. Está partida. Tiene unos pechos enormes, una cola preciosa, una boca sensual. Es decir que no la toma como una totalidad, sino co- mo si se tratara de una zona erógena, o una suma de ellas. Y usted pudo hacer eso con Valentina. Eso que es tan necesario para poder desear a al- guien.
--¿Y entonces qué es lo que está mal?
--Lo que está mal ahora es justamente todo lo
que atañe a su rol de hombre, ese espacio en el cual, según me dijo en la primera entrevista, no ha- bía conflicto alguno.
--¿Pero¼ por qué?
--Mariano, por lo que me ha contado hasta aho-
ra, pude deducir que, desde que Débora quedó em- barazada por segunda vez, se transformó para us- ted en madre y representante de la imagen familiar, y ya no se la pudo coger más. Sólo pudo "hacerle el amor" de manera tierna. Y me parece que ahí está la cuestión. En el modo en el cual usted maneja su deseo. Fíjese. Para armar una familia le quitó a su relación de pareja todo contenido erótico. Separó tanto al deseo del amor que ahora la pregunta es


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¿cómo puede vivir plenamente su sexualidad y te-
ner al mismo tiempo una familia?
--No sé qué responderle.
--Veamos. Hay algunas alternativas posibles.
La primera es la que estuvo sosteniendo hasta
ahora, es decir, tener una mujer y una amante. Otra es ser fiel y renunciar a la sexualidad, reprimirse. Una tercera sería satisfacerse de un modo autoeró- tico. Pero hay una más interesante y, a lo mejor, más sana. La que consiste en erotizar su relación con Débora, o afectivizar la que tiene con Valenti-
na. Pero yo me pregunto, ¿puede hacer esto?
--No lo sé. No me imagino cómo hacerlo.
--A lo mejor tendremos que trabajar sobre cier-
tos preconceptos, ciertos ideales que usted tiene y que lo han conducido a esta situación.
--Gabriel, ¿qué debo hacer?
--No lo sé. Pero me parece que el desafío que se
le presenta ahora es averiguar si tiene o no la posibi- lidad de amar y desear a una misma persona. De idealizar y "degradar" a una misma mujer. Hasta ahora no pudo. ¿Y qué hizo? Necesitó de dos muje- res para hacer entre las dos una. Yo no sé cómo se sentirá su mujer con el hecho de que usted no pueda degradarla, pero sí le aseguro que, a la luz de lo ocu- rrido últimamente, deduzco que Valentina se cansó de ser solamente su objeto de deseo, su cosa, y pide ahora un reconocimiento diferente de su parte.
--Es decir que lo que me está pidiendo¼


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--Sí¼ es que la ame. Silencio.
--¿En qué está pensando, Mariano?
--En que no sé si le dije a usted la verdad. --Explíqueme por favor.
--Sí. Que no sé si las concesiones que acepté
son tan pequeñas.
--A ver. Cuénteme.
--Antes de llegar aquí me sonó el celular --otra
vez el celular--. Era Valentina. Me dijo que sus pa- dres llegan este viernes de Tandil a visitarla. Y que quiere que salgamos a cenar los cuatro.
--¿Y usted le dijo que sí?
--Sí. Había pasado muy poco desde la pelea. Si
le decía que no tal vez se iba a enojar. Pero yo no sé si quiero ir.
--Mariano, no se engañe. Usted sabe perfecta- mente que no quiere ir. Lo que no sabe es cómo ha- cerlo sin que Valentina se enoje.
--¿Entonces?
--Entonces debe decidir entre hacer lo que
quiere, al costo del enojo de su amante, o pagar con su presencia un día más de calma. Y digo un día más porque sospecho que esto no acaba aquí, con este pedido.
--Pero si no voy¼ creo que la pierdo. Silencio.
--¿Usted ama a esa mujer? --No.


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--Entonces piénselo muy bien, porque cada
movimiento que haga en dirección a las demandas de Valentina, va a alimentar en ella la ilusión de que a lo mejor usted pueda darle algo que, según me dice, no está dispuesto a dar. Y si es así, ¿para
qué ilusionarla en vano?
--Porque la deseo mucho y no quiero perderla. --Entonces vaya y hágase cargo de las conse-
cuencias que su egoísmo pueda tener para ella, pa- ra Débora y para usted.
Silencio.
--Me está haciendo mierda. Usted me dijo que
jamás iba a juzgarme.
--Mariano, no lo estoy juzgando. Se lo aseguro. Simplemente le estoy describiendo, tal vez de un modo crudo, lo admito, cuál es su realidad en este momento para que decida con madurez lo que va a hacer.
--Es que yo quiero conservar las cosas como hasta ahora.
--Ya no creo que pueda. Me parece que llegado
este punto, algo va a perder. Decida usted qué.
Interrumpí la sesión y Mariano se fue.
Sé que mis intervenciones lo habían angustia-
do mucho. A veces los analistas debemos hacerlo. Yo sabía que había sido muy dura la sesión para él, pero no podía evitar analizar estas cuestiones. Su vida estaba en una encrucijada. Y él tenía que re- solver cuál de los caminos iba a tomar.


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El viernes, tres días después, a eso de las ocho de la noche me llamó por teléfono. Estaba desen- cajado, con una angustia descontrolada. Me pidió si podía verme, a lo cual accedí inmediatamente. A las diez en punto dio comienzo la sesión. Se sentó frente a mí y se puso a llorar.
--Cómo pude ser tan pelotudo¼ por Dios¼ no puedo creerlo --decía entre sollozos.
--¿Qué pasó, Mariano?
--El celular¼ este puto celular.
--¿Qué ocurrió con el celular?
--Hoy, hace menos de cuatro horas volví a casa
después de trabajar y me fui a bañar. Hoy es el día en el cual debía cenar con los padres de Valentina. Antes de entrar en la ducha dejé el celular sobre la cama¼ y me olvidé de apagarlo.
--Continúe.
--Cuando salí del baño fui al dormitorio a ves-
tirme. Débora me estaba esperando. Me alcanzó el celular y me dijo: "Tomá. Tenés un mensaje. Leelo, yo ya lo hice".
--¿Era un mensaje de Valentina? --Sí. Aún no lo borré. Mire.
Me alcanza su teléfono. Allí se leía: "Amor, mis
viejos estarán en casa a eso de las diez. Tratá de lle- gar un rato antes. Te quiero. Valentina".
Le devuelvo el celular.


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--Ya se imaginará.
--La verdad es que no. Mejor dígamelo usted,
¿qué pasó?
--Ella se quedó parada delante de mí mientras yo lo leía. La miré fijo a los ojos y pensé cómo arre- glaba ese desastre. Qué excusa poner. Pero en ese momento ella habló primero. Estaba calmada, ca- si a punto de llorar, con los ojos rojos, pero tran- quila.
--¿Y qué le dijo?
--Me pidió que pensara muy bien lo que iba a
decirle. Que en el mensaje no figuraba mi nombre, con lo cual podía yo restarle importancia y decir que era un mensaje equivocado, o que era una bro- ma. Que la verdad era que esa noche yo iba a ir a la reunión de egresados de la secundaria, tal cual le había dicho anteriormente, y que no conocía a ninguna Valentina. Que en ese caso ella iba a refle- xionar si elegía creerme o no. Pero que por favor no le faltara el respeto. Que no hiriera su dignidad tratándola como a una estúpida. Que me tomara el tiempo que necesitara, pero que lo que dijera iba a ser definitivo. Se fue a la cocina y me dejó solo.
--¿Y usted que hizo?
--Me vestí, lo llamé a usted y me vine hacia aquí
sin siquiera saludarla. Estuve dando vueltas espe- rando que se hicieran las diez y tratando de pensar.
--¿Y tomó alguna resolución? --No. No pude decidir nada.


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--Eso no es cierto.
--¿Qué quiere decir?
Miro el reloj. Han pasado quince minutos de las diez de la noche.
--Quiero decir que hace más de media hora que usted debería estar en casa de Valentina¼ y sin em- bargo está acá.
Llora. Lo dejo desahogarse en silencio unos cuantos minutos. Por fin decido hablar.
--Mariano, sé que en este momento usted sien- te que el mundo se le vino encima, pero, ¿quiere que le diga algo? Usted generó esta situación. --Me mira asombrado. --Sí. Estoy convencido de que ha- ce mucho que quería encarar este tema y resolver- lo, pero no se animaba, entonces dejó que el celu- lar lo hiciera por usted.
--¿Qué?
--Sí. Primero dejándolo encendido para recibir
el llamado de Valentina en mi presencia, en plena se- sión. Obviamente no íbamos a poder escapar del te- ma. Entonces, aunque de manera inconsciente, eli- gió esa metodología para que yo me enterara de la existencia de Valentina y de lo problemática que se estaba volviendo la situación. La sesión siguiente, a pesar de su resistencia a hablar del tema, aquel men- saje de texto volvió a traer la cuestión al análisis. Una sesión muy jugosa, debo reconocer, en la cual habla- mos de su dificultad para amar y desear a una mis- ma persona. Y por último esto que ha ocurrido hoy.


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--¿Qué quiere decir¼ que el teléfono me lo ol-
vidé prendido a propósito?
--Sí y no. No desde lo consciente, pero sí des- de su deseo inconsciente de terminar con esto. Es lo que se llama un "acto fallido", una manera de hacer algo que conscientemente uno no puede ha- cer, de manifestar un deseo que va más allá de nuestra posibilidad de enfrentarlo. Usted no sólo se lo olvidó prendido, sino al alcance de Débora, después de una sesión tan movilizante como la del martes pasado y justo antes de dar un paso fun- damental como el de presentarse oficialmente an- te la familia de Valentina. ¿Quiere que le diga la verdad? Sí. Creo que lo hizo a propósito¼ ¿No
opina usted igual?
Silencio.
--El tema de Valentina se me fue de las manos.
Yo no quería esto¼ y no estoy dispuesto a perder a mi familia. Aunque tal vez ya es tarde.
--Mariano, Débora le dio tiempo. Usted decidió compartir ese tiempo conmigo. Bueno, utilicémos-
lo para pensar. ¿Qué va a hacer?
--No lo sé.
--¿Usted ama a su esposa? --Con toda mi alma.
--Entonces escúchela. Ella le pidió que la trata-
ra con dignidad. Creo que se lo merece.
--¿Y qué hago, le cuento la verdad?
--Haga lo que quiera. Pero si me permite una


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opinión, y aclaro que es solamente eso, una opi- nión, creo que no hay mejor opción que la verdad.
Charlamos un poco más sobre el tema. Maria- no decidió ir a su casa y hablar con su mujer. De- cirle la verdad. Omitiendo, por supuesto, los deta- lles morbosos de la situación. Ella lo escuchó, le preguntó por qué, lloró mucho y, al final de una lar- ga noche, decidieron darse una nueva oportunidad.



En el transcurso de ese tiempo conocí a Débo- ra, ya que ella le solicitó a Mariano autorización para acompañarlo a algunas sesiones. Y él accedió gustoso. Era una mujer realmente hermosa, muy atractiva e inteligente.
Si bien éste era el espacio analítico de Mariano, durante casi dos meses vinieron juntos. Hablaron de muchas cosas, pero sobre todo, se escucharon.
Hasta que una noche ella apareció sola al hora- rio de sesión.
--Mariano no ha llegado aún.
--Ya lo sé. Le dije que quería venir sola. Hablar
con usted. --Yo iba a decir algo pero me interrum- pió. --Ya sé que no es lo más común, pero él estu- vo de acuerdo, de modo que si no se opone, le rue- go que me permita pasar.
Así lo hice.
--Débora, imagino que usted tendrá muchas du-
das, muchas fantasías, pero sepa que yo tengo un se-


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Entre el amor y el deseo, la indecisión


creto profesional que mantener y no voy a poder res- ponder a las preguntas con respecto a su marido.
Sonrió.
--No, Gabriel. No es de él de quien quiero ha-
blar, sino de mí. Ya sé que usted no puede ser mi analista. Es más, me gustaría que después de esta charla, que será la última que tendré con usted, me derivara a alguien de su confianza. Pero hay cosas que quiero decir. Y creo que se lo debo.
--¿A su esposo? --No. A usted. Silencio.
--Hace tiempo que yo me di cuenta de que la re-
lación no estaba bien. Nuestra vida sexual empezó a estar cada vez más acotada, más condicionada.
--¿Condicionada por qué cosas?
--Básicamente por Mariano. Él cada vez ponía
más frenos, más peros.
--¿Me está diciendo que buscaba excusas para
no tener relaciones?
--No. Le estaría mintiendo si le dijera eso. Pero más o menos. Nuestras relaciones empezaron a ha- cerse cada vez más previsibles, sin juegos, sin sor- presas. Yo comencé a sentir que él ya no podía ver- me como a una mujer.
--¿Y en qué momento esto empezó a ser así?
--Casi desde que nació nuestro hijo menor. --El
día en que conoció a Valentina. --Yo también fui responsable, porque no dije nada. Y fui convirtién-


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HISTORIAS          DE DIVÁN


dome cada vez más en la madre de sus hijos y de- jando de ser su mujer.
Silencio.
--¿Y qué hizo con su deseo? Silencio.
--Eso es lo que siento que le debo, Gabriel. Us-
ted ha hecho mucho por nosotros. Yo ya no voy a venir más a verlo. Creo que debo iniciar mi propio análisis. Pero antes necesitaba que usted supiera toda la verdad.
--La escucho.
--Gabriel, no es Mariano el único con deseos se-
xuales en la familia. Yo también los tengo. A mí también me gusta coger.
Me mira a los ojos cuando lo dice. Quiere mos- trarse como hembra. Y yo le sostengo la mirada. Seguramente hace tiempo que esconde esta faceta
de su vida. Tiene derecho y ganas de mostrarla.
--¿Entonces?
--Hace tiempo que la mayor actividad sexual de
mi vida es masturbarme. Y fantasear¼ siempre con Mariano. Casi parece una broma esto de tener que imaginar que tengo sexo con el hombre que duerme cada noche a mi lado. Pero ha sido así. Hasta hace más o menos un mes.
--¿Qué ocurrió hace un mes, Débora?
--Me encontré con un hombre con el cual había
salido de soltera, un amigo de mi hermano.
--¿Y qué pasó?


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Entre el amor y el deseo, la indecisión


--Al principio sólo llamados telefónicos. Largas
charlas. Estoy mucho tiempo sola, de modo que puedo hablar tranquila.
Y casi sin darme cuenta empezamos un juego de seducción que me hizo sentir cosas que hacía mucho tiempo no sentía. Me da vergüenza hablar de esto.
--¿Se acostó con él? --No, pero casi.
--¿Deseaba hacerlo? --Muchísimo.
--¿Y qué la detuvo?
--Que yo no amo a ese tipo. Yo amo a Mariano.
Simplemente necesitaba sentirme deseada, saber que aún podía excitar a un hombre. Que no había dejado de ser una mujer. Pero justo cuando debía concretar¼ no pude.
--¿No pudo hacerle eso a su esposo?
--No. No pude hacerme eso a mí. Entonces de-
cidí cortar eso que nunca había empezado y espe- rar la oportunidad para hablar con Mariano de lo que me estaba pasando.
--Y el mensaje de Valentina significó la llegada de esa oportunidad.
--Sí. Aquel mensaje me impactó, me enojó, me angustió. Pero también me dio la excusa para plan- tear lo que nos estaba pasando. Mariano se acostó con esa chica. Yo casi me acuesto con aquel hom- bre. ¿Cuál es la diferencia? Yo no soy mejor que él.
--Yo no sé cuál de los dos es mejor o peor, si es


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HISTORIAS          DE DIVÁN


que eso puede saberse. Creo que cada uno manejó el tema como pudo.
--Así es.
--¿Y ahora?
--Ahora habrá que pelear por esta familia.
--Débora¼ A lo mejor en lugar de pelear por la
familia, deberíamos pensar en pelear primero por
la pareja, ¿no le parece?
Me sonrió.
--Ojalá tengan mucha suerte --le dije y nos des-
pedimos.
Mariano ha seguido trabajando mucho en este tiempo de análisis. Ya casi nada queda de aquellas sesiones tediosas y superficiales. Ha cuestionado sus modelos, su familia de origen y los temores que le traía aparejado el hecho de estar casado con una mujer y no con una madre.
Débora comenzó a hacer terapia con un profe- sional de mi equipo.
Han pasado diez meses desde el episodio del ce- lular, aquel que los obligó a develar una verdad do- lorosa y que les dio, al mismo tiempo, la posibili- dad de intentar torcer el rumbo de su pareja.
No sé si podrán o no lograrlo. Están trabajando duro para conseguirlo.
Éste es un presente difícil para ambos y lo es- tán atravesando con esfuerzo y con dolor.

Y es que a veces, no hay otra manera de cons- truir un destino mejor. 

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