
la indecisión
(La historia de Mariano)
E se dal fummo foco s' argomenta, cotesta oblivion chiaro conchiude colpa ne la tua
voglia.
(Y si del humo fuego se deduce,
de este olvido se concluye claramente culpa en tu voluntad).
DANTE, La Divina Comedia,
"Paraíso", 33, 97-99
--No doy más. Por eso vengo a verlo. Estoy agotado. Para
decirlo claramente, tengo los hue- vos llenos.
--A ver, cuénteme un poco qué cosas lo tienen
tan¼ ¿Cómo definiría su estado
emocional?
--No sé.
Extenuado, molesto¼ --Yo lo noto
enojado.
--Está bien.
Creo que ésa es la palabra. Sí. Es-
toy enojado.
--¿Y puedo
saber con quién está tan enojado? --Con
el mundo.
--Mariano,
el mundo es algo demasiado am-
plio. ¿Por
qué no tratamos de acotarlo un poco?
--Era un
modo de decir.
--Ya lo sé.
Pero es importante cómo dice uno las
cosas, ¿no
cree? Porque es con palabras como uno piensa y traduce lo que siente. Y si uno
siente que el enojo es contra el mundo, las cosas parecen im-
45

HISTORIAS DE DIVÁN
posibles de
solucionar. Porque nadie puede contra "el mundo". En cambio, si podemos identificar
las cosas que le molestan, que seguramente no serán todas, a lo
mejor algo podemos hacer.
--Bueno, está bien. Estoy molesto con mi socio que es un
infradotado al cual no le puedo encargar nada; con mis clientes que no
entienden que yo no manejo los tiempos judiciales; con el hecho de te- ner que
ir a tribunales; con mis viejos que se ofen- den si no voy a comer los
domingos; con mi herma-
na que me
dice que no me ocupo de ellos¼
--Bueno, veo que el espectro es amplio. Y en lo referente a
lo emocional, digo, a su rol como hom-
bre, ¿cómo se
siente?
--No, con eso todo bien. En realidad es el úni- co aspecto
de mi vida que no presenta conflictos.
--Algo que no es poco. No es tan fácil sentirse
pleno en
pareja, ¿no?
--Claro, y menos en mi caso.
--¿Por qué?
¿Qué tiene de particular su caso?
--Y, que yo
debo complacer no a una, sino a dos
mujeres.
No esperaba esa respuesta. De todas maneras, un analista
debe estar preparado para escuchar cosas que no espera, de modo que no hice gesto alguno.
--Son mi cable a tierra --continuó--, no sabría qué hacer
sin ellas.
Eso dijo Mariano en la primera entrevista. Que no sabría
qué hacer "sin" ellas. A lo largo del aná-
46

lisis
cambiaría un poco su cuestionamiento, hasta el momento crucial en el cual no
sabría qué hacer "con" ellas.
Conocí a Mariano justo una semana antes de que
cumpliera los cuarenta años. Se había recibi- do de abogado hacía ya más de
quince y su creci- miento profesional había sido notorio. De hecho, en el
momento de comenzar su análisis conmigo, gozaba de una excelente posición económica y, po- co a
poco, iba haciéndose de un nombre y empeza- ba a llevar adelante casos
importantes.
Un año después de recibirse se casó con Débo- ra, una
mujer tres años menor que él con quien, en la actualidad, tenía dos hijos:
Luciano de doce años y Ramiro de ocho.
Su relación
don Débora era buena y tierna.
--Es una
gran madre --me decía--, una gran
compañera.
No podría haber encontrado una mu- jer
mejor.
La describió como una compañera bella y com- prensiva. Los
había presentado una pareja de ami- gos y, luego de la primera salida habían quedado ambos
profundamente conmovidos por este encuen- tro. Un año después se casaron, y al siguiente nacía su primer
hijo. Cuatro años más tarde tuvieron al se- gundo y allí "La familia Ingalls", como
Mariano mis- mo la denominaba, quedó
conformada.
47

HISTORIAS DE DIVÁN
Casi todas las sesiones comenzaban de mane- ra similar.
Mariano entraba en el consultorio, de- jaba el saco en el perchero, se desabrochaba el úl- timo botón de
la camisa, se aflojaba la corbata, apagaba el celular y lo dejaba sobre la mesa baja que nos
separaba.
El celular¼ cuánta utilidad tendría en nuestro tratamiento.
Trabajábamos cara a cara y las conversaciones solían
transcurrir en medio de las protestas perma- nentes de Mariano. Básicamente, se
quejaba de que debía ocuparse de todo y de que no podía descan- sar en nadie.
--Es que no
puedo delegar las cosas.
--¿Por qué?
--Porque
nadie las hace bien.
--Nadie,
excepto usted, por supuesto.
--¼
--Mariano,
¿ésa no es una postura un poco om-
nipotente?
¿No es difícil que a uno lo ayuden si se
para en ese
lugar?
--Puede ser. Pero usted no conoce a los incapa-
ces que me
rodean --decía, y seguía quejándose.
Era un paciente muy inteligente, pero no acce- día
fácilmente al territorio del análisis profundo. Por lo general tratábamos temas
que lo desborda- ban con cierta urgencia. La mayoría de las veces, la- borales,
aunque por momentos traía algunas cues- tiones con su familia de origen.
48

--Mi viejo
ya me tiene harto. No me lo banco
más.
--¿Qué es lo
que pasa ahora?
--Mi hermana
tiene problemas con su marido,
parece que se
van a separar, y a él se le ocurrió que
yo tome
cartas en el asunto¼
--¿Pero qué es exactamente lo que le pide su pa-
dre que haga?
--Que hable con mi cuñado. Justo a mí me pi- de eso. ¿Qué
puedo hacer, si casi ni lo conozco? Más allá de las reuniones familiares no hemos cru- zado
palabra. Es un imbécil. Ni de fútbol podemos hablar, porque él es de Platense y
yo de Boca. Pero mi viejo cree que yo puedo hacerlo todo.
--Bueno, a lo mejor usted ayudó a generar esa idea.
--¿Por qué
dice eso?
--Tal vez,
como le ha ido en todo tan bien¼ tie-
ne un trabajo
bien remunerado, una profesión exi- tosa, una familia envidiable¼ No sé, a lo mejor transmite la imagen de que posee el elixir secreto de la
felicidad.
Sonríe.
--Y un poco
así es. Pero apenas si me alcanza
para
conseguir mi propia felicidad.
De esta manera pasaban las semanas y los me- ses. Hablando
de cosas muy puntuales, de conflic-
49

HISTORIAS DE DIVÁN
tos
presentes, sin entrar demasiado en cuestiones profundas. Alguna vez pensé en
interrumpir el aná- lisis, ya que no podíamos ingresar en ese territorio oculto de su
ser y sentía que él tiraba su dinero y yo malgastaba mi tiempo. Las sesiones me resulta- ban largas y
aburridas, y debía hacer un gran es- fuerzo para estar atento.
Hasta que un día, por primera vez, me pidió dis- culpas por no
apagar el celular. Me dijo que era probable que recibiera una llamada
importante. Casi de inmediato sonó el teléfono. Miró el núme- ro desde
el cual lo llamaban. Lo identificó y deci- dió contestar.
--Perdón,
Gabriel, pero tengo que atender. --Hágalo, entonces.
--Hola¼ sí, estoy en lo del psicólogo.
No, no,
pará, igual
puedo hablar.
Valentina, de quien jamás había hablado explí- citamente
hasta entonces, dijo presente.
No podía entender lo que le decía, pero era evi- dente que
la mujer estaba enojada y, aunque yo no captara sus palabras, sí podía escuchar
su tono ele- vado. Estaba gritando.
--¿Pero, cómo iba a imaginarme que vos ibas a estar ahí?¼ ¿Y qué querías que hiciera?¼ Estaba con los nenes
y¼ No, no¼ Escuchame¼ por favor,
no me cortes¼ ¿Hola? ¿Hola, Valentina?
Deja el celular. Está desencajado, angustiado por primera
vez desde que arrancamos con el tra-
50

tamiento. Se
lleva la mano a la frente, mira hacia abajo y niega con la cabeza. No pregunto nada. Un minuto
después respira profundo y me mira.
--Estoy
metido en un problema. --¿Qué es lo que pasa, Mariano?
--¿Recuerda
que en la primera entrevista yo le
dije que
tenía dos mujeres?
--Sí.
--Obviamente que lo recordaba. ¿Cómo no recordarlo?
Es más, yo había estado esperando que hablara de esto casi desde entonces.
--Su nombre es Valentina. Pero no es cierto que yo tenga dos
mujeres. En realidad no es otra espo- sa, no tengo un hogar paralelo. Pero sí
es una rela- ción que arrastro desde hace seis años.
Escucho cómo lo dice. Con Valentina no tiene una relación,
"la arrastra", como si fuera un peso.
--La conocí el día que nació mi hijo Ramiro. Era la
secretaria de un escribano amigo con quien teníamos algunos negocios en común. Te- nía veintiún
años, y si bien yo no tuve nada con ella hasta un año después, me impactó desde
el momento de conocerla.
--¿Le
pareció bonita?
--No, bonita
es Débora. Valentina era¼ una lo-
ba. Si bien
era muy joven, tenía una mirada¼ ex- perimentada.
--¿A qué
tipo de experiencia se refiere? --Sexual,
por supuesto.
Su voz ha
tomado un tono diferente. Por fin
51

HISTORIAS DE DIVÁN
aparece algo
del orden de la pasión en él. De modo que decido seguir por ese camino.
--Cuénteme
cómo es Valentina.
Le pido que
me hable de ella con esa consigna
abierta,
para que él elija desde qué lugar quiere pre- sentarla, aunque debo reconocer
que yo intuía des- de dónde lo haría.
--Mide un metro setenta. Es una morocha im- pactante.
Tiene un cuerpo increíble. Y una cara tan sensual, tan erótica, que la delata.
--¿Y qué es
lo que delata su cara?
--Cuánto le
gusta el sexo. Es una mina increíble.
--¿En qué sentido?
--En la cama.
Es extraordinaria.
--Ajá. ¿Y
usted qué siente por ella?
Me mira como
si le hubiera preguntado una ob-
viedad.
--La deseo. Con todo mi ser. Como nunca deseé a nadie. Me
siento un cursi. Sé que parece una fra- se hecha, pero es la verdad. Con
ninguna mujer tu- ve las sensaciones que tengo con ella.
--Bueno, siendo que es la primera vez que ha- blamos de
Valentina me gustaría que me contara un poco más.
Nuevamente dejo a su elección cómo quiere se- guir
hablando de ella.
--Me da un poco de pudor. No sé, me parece
que no
corresponde, pero si no lo hablo acá¼
--¼
52

--Valentina
es casi colega suya, se recibe en di-
ciembre.
Tiene veintiocho años. Mi historia con ella empezó una noche en que salimos
de una fiesta de trabajo. Me ofrecí a alcanzarla y cuando llegué a la puerta de
la casa, me miró, me dijo que yo le gus- taba mucho y me besó.
--¿Cuál fue
su reacción?
--Yo no
podía creer que semejante pendeja se
me regalara
así.
--¿Y entonces?
--Me dijo
que¼ que me
quería coger. Y bue-
no¼ yo no caía, no podía pensar.
En cambio ella se veía tan tranquila. Era casi una nena y me estaba manejando.
--¿Y qué
hizo usted, Mariano?
--¿Me lo
pregunta en serio? --Sí.
--¿Usted qué
hubiera hecho?
--Eso no
importa. Lo que importa es lo que hi-
zo usted.
--Me la cogí. Eso hice¼ Y a partir de ese mo- mento no pude dejar de estar con
ella. La deseo to- do el tiempo. Hasta cuando tengo relaciones con Débora
trato de pensar que en realidad estoy con Valentina.
--¿Valentina
sabe de su situación?
--Sí, claro.
Y hasta hace un tiempo nunca tuvo
problemas.
Pero desde hace aproximadamente un año pareciera que el hecho de que yo sea un hom-
53

HISTORIAS DE DIVÁN
bre casado le
empezó a molestar. No sé qué le pa- só, porque no cambió nada.
--A lo mejor
sí cambió algo¼
--No lo
entiendo, ¿qué quiere decir?
--Que tal
vez no es lo mismo tener veintiún
años que
veintiocho. Que las expectativas de Valen- tina hoy pueden no ser las
mismas que las que te- nía cuando usted la conoció.
--Pero, si
estábamos tan bien.
--Usted estaba "tan
bien". Se ve que ella no. --Yo le doy
todo lo que puedo.
--Sí, pero
es posible que el problema no esté en
lo que le da
si no en lo que no le puede dar.
--¿A qué se refiere?
--Mariano, no
sería nada extraño que una mu-
jer de casi
treinta años empezara a desear tener un esposo, hijos, en fin, una familia. Y usted
no pue-
de darle eso
a Valentina. ¿O sí?
--Ni loco. Yo no tendría un hijo con ella, ni se- ría su
esposo.
--Lo dice
como si hubiera algo malo en ella.
--No es que
sea algo malo. Pero una esposa de-
be ser
diferente.
Aunque suene raro en los tiempos que corren, cuando se
supone que hay ciertos paradigmas que caen, es bastante común encontrar en
algunos pa- cientes obsesivos una marcada distancia entre el "ideal" erótico y el
"ideal" familiar. Aunque debo re- conocer
que hasta yo mismo me sorprendí al escu-
54

char el tema
expuesto de una manera tan burda. Pero no puedo deternerme en eso: es necesario que Mariano
escuche lo que está diciendo.
--No
entiendo, ¿diferente en qué sentido?
--No importa
--rehúye el tema--, la cuestión es
que hoy al
mediodía fui a comer al patio de comi- das del Abasto con mi mujer y mis hijos.
Y ella es- taba ahí con una amiga. Casi se me para el cora- zón. Ninguno de
los dos dijo nada. Yo me hubiera querido acercar a hablar con ella, pero no podía. Así que
le dije a Débora que mejor fuéramos a un lugar más tranquilo, pero ya los chicos habían ele- gido una
mesa, de manera que nos quedamos.
--¿Y Valentina?
--Nada. Se
quedó mirando la escena unos mi-
nutos, se
levantó y se fue. Y no volví a contactarme con ella hasta este llamado.
--¿Y cómo
estaba?
--Enojada.
Pero yo siempre le dije la verdad,
¿no?
--Sí, pero a lo mejor no alcanza con eso para que a ella
no le duela lo que vio. Porque una cosa es saber algo, imaginarlo, y otra muy
diferente es verlo. Quizá ser testigo de esa escena familiar fue algo
demasiado duro para ella.
--Puede ser, pero¼
Suena el
celular. Vuelve a identificar la llamada. --Disculpe¼ Hola, Valen¼ por favor, tenemos
que hablar.
55

HISTORIAS DE DIVÁN
El hombre que hablaba con tanta firmeza acer- ca de que
nunca iba a darle a Valentina lo que que- ría no se parecía en nada a éste que estaba escu- chando ahora.
Era un Mariano dulce, asustado, que buscaba hacerse perdonar.
--Dale. Yo salgo en unos minutos¼ Me parece bien. En una
hora ahí¼ Un beso.
Suspiró.
--Bueno, al
menos bajó un poco los decibeles.
Creo que va a
entender.
--Puede ser que sí. Después de todo, no es algo tan difícil
de entender. Lo que no sé es si, más allá de que lo entienda o no, ella podrá
renunciar a sus deseos. Y no me refiero a los sexuales, si no a los otros.
--No lo sé¼ ya veré¼ pero al menos estaba más calmada. Me parece que pasamos
la tormenta.
No quiere escuchar. ¿Entonces para qué hablar? Doy por
terminada la sesión, cosa que parece agra- decerme. Quiere irse ya mismo para
arreglar el te- ma con Valentina. Esta vez lo va a conseguir. Pero el equilibrio
había empezado a romperse. Y ese
proceso, yo
estaba convencido, iba a continuar.
Dada la proverbial habilidad de Mariano para escaparse de
los temas, la sesión siguiente no ha- bló de lo sucedido, hasta que su celular vibró. Ha- bía
recibido un mensaje de texto.
56

--Es de Valentina --me dijo.
Lo respondió
y yo aproveché que él la había in-
troducido al
espacio analítico y le pregunté acerca de lo sucedido luego del conflicto de la
semana anterior.
--Al final
pude manejarlo.
--¿De qué
manera?
--Bueno, la
dejé hacer su catarsis, la escuché
despotricar
durante un rato y tuve que hacer algu- nas concesiones.
--¿Cuáles?
--No muchas.
Compartir con ella algunos espa-
cios
públicos, algunos amigos.
--Mariano,
¿usted es consciente de lo que dice? --Sí, pero no se preocupe. Yo voy a saber
mane-
jarlo.
--No, si no me preocupo. El que a lo mejor de- bería
preocuparse es usted. Pero bueno, si está tan seguro de poder manejar la
situación, no tengo na- da que decir. Solamente me gustaría hacerle una pregunta.
--Dígame.
--Mariano,
sería una necedad no registrar que
algún riesgo
de ser descubierto, por mínimo que fuera, usted está decidiendo correr. Y, si ese riesgo mínimo se
concretara, estaría poniendo en juego toda su estructura familiar. Entonces, la
pregunta es ¿qué es aquello tan fuerte que Valentina le da co- mo para que
usted arriesgue todo lo que emocio-
nalmente ha
construido en estos años?
57

HISTORIAS DE DIVÁN
Silencio.
--Gabriel, a mí me gusta mucho el sexo. Soy un hombre
fantasioso, abierto.
--¿Y bien?
--Yo con
Valentina puedo tener un sexo sin lí-
mites, usted
me entiende.
--No sé si lo entiendo. Por qué
no me lo explica¼ Suspira
quejoso.
--Me cuesta
ser explícito. Me parece un poco
morboso.
--No le estoy pidiendo detalles, pero ayúdeme a entender
lo que encuentra sexualmente en Valen- tina que no puede encontrar en Débora.
--Son dos
cosas diferentes --parece enojarse.
--Mariano¼ no son dos cosas, son dos
mujeres.
Digo, porque
puede ser jodido tratar a las personas como "cosas".
--Es que allí está el tema. Yo a Valentina puedo tratarla,
aunque sea de a ratos, como si fuera una cosa. Una cosa destinada a darme placer. Algo que no puedo
ni quiero hacer con Débora.
--¿Y qué es
tratarla como a una "cosa"?
--Y¼ pedirle, no sé, que se ponga
un portali-
gas, que se
masturbe delante de mí y me permita mirarla --le cuesta hablar del tema, en el
fondo, es un obsesivo conservador--, que hablemos de la posibilidad de invitar a
alguien más a la cama, que tengamos sexo oral¼ muchas cosas que se imagi- nará que no
puedo pedirle a mi mujer.
58

--¿Por qué
no?, ¿a ella no le gusta?
--¿Y cómo
voy a saberlo? Jamás se lo pregunta-
ría. Sería
ofenderla.
--¿Por qué cree que sus deseos pueden ofender- la? Ella
podrá compartirlos o no, acceder o no, pe-
ro ofenderse¼ ¿No es demasiado?
--Gabriel¼ Débora es la madre de mis
hijos.
--Sí¼ Y supongo que los concibieron
cogiendo,
¿no?
Elegí adrede esa palabra. Y el efecto en él fue claro.
Me mira y no dice nada. Me mira con rabia. Co- mo si yo
estuviera agrediendo a su esposa.
--Débora es
una mujer con mayúsculas.
--Claro, y
Valentina es una putita con minúscu-
las. --Se
queda callado. Me mira fijo. Dejo pasar unos segundos y continúo. --Y uno a las mujeres tiene que
respetarlas, darles un hogar, hijos, cuidar- las y mantenerlas. En cambio a
las putitas hay que disfrutarlas, compartirlas, degradarlas y tratarlas
como si
fueran cosas, ¿no?
--¼
--Mariano,
hay algo en lo que usted piensa que
no está del
todo desacertado. El amor necesita de una cierta idealización. Uno tiene que poder creer que la
persona que ama es la mejor, es noble, com- pañera, una madre incomparable, una
persona úni- ca y maravillosa. Y usted pudo idealizar así a Dé- bora. El
erotismo, por el contrario, requiere de la
59

HISTORIAS DE DIVÁN
posibilidad
de degradar a la otra persona, aunque sea de a ratos como usted decía, y convertirla en un
objeto de deseo. Si se quiere, hasta parcializarla.
--¿Parcializarla?
No entiendo.
--Claro,
percibirla por partes. No es, como en
el caso del
amor, una unidad, una gran mujer. No. Es diferente. Está partida. Tiene unos pechos
enormes, una cola preciosa, una boca sensual. Es decir que no la toma como una
totalidad, sino co- mo si se tratara de una zona erógena, o una suma de ellas. Y
usted pudo hacer eso con Valentina. Eso que es tan necesario para poder desear a al- guien.
--¿Y entonces
qué es lo que está mal?
--Lo que está
mal ahora es justamente todo lo
que atañe a
su rol de hombre, ese espacio en el cual, según me dijo en la primera entrevista, no ha- bía
conflicto alguno.
--¿Pero¼ por qué?
--Mariano,
por lo que me ha contado hasta aho-
ra, pude
deducir que, desde que Débora quedó em- barazada por segunda vez, se transformó para us- ted en madre
y representante de la imagen familiar, y ya no se la pudo coger más. Sólo pudo "hacerle el amor" de
manera tierna. Y me parece que ahí está la cuestión. En el modo en el cual
usted maneja su deseo. Fíjese. Para armar una familia le quitó a su relación de
pareja todo contenido erótico. Separó tanto al deseo del amor que ahora la
pregunta es
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¿cómo puede
vivir plenamente su sexualidad y te-
ner al mismo
tiempo una familia?
--No sé qué
responderle.
--Veamos.
Hay algunas alternativas posibles.
La primera
es la que estuvo sosteniendo hasta
ahora, es
decir, tener una mujer y una amante. Otra es ser fiel y renunciar a la sexualidad, reprimirse. Una tercera
sería satisfacerse de un modo autoeró- tico. Pero hay una más interesante y, a lo mejor, más
sana. La que consiste en erotizar su relación con Débora, o afectivizar la que
tiene con Valenti-
na. Pero yo
me pregunto, ¿puede hacer esto?
--No lo sé.
No me imagino cómo hacerlo.
--A lo mejor
tendremos que trabajar sobre cier-
tos
preconceptos, ciertos ideales que usted tiene y que lo han conducido a esta
situación.
--Gabriel, ¿qué debo hacer?
--No lo sé.
Pero me parece que el desafío que se
le presenta
ahora es averiguar si tiene o no la posibi- lidad de amar y desear a una
misma persona. De idealizar y "degradar" a una misma mujer. Hasta
ahora no pudo. ¿Y qué hizo? Necesitó de dos muje- res para hacer entre las dos
una. Yo no sé cómo se sentirá su mujer con el hecho de que usted no pueda
degradarla, pero sí le aseguro que, a la luz de lo ocu- rrido
últimamente, deduzco que Valentina se cansó de ser solamente su objeto de
deseo, su cosa, y pide ahora un reconocimiento diferente de su parte.
--Es decir que lo que me está pidiendo¼
61

HISTORIAS DE DIVÁN
--Sí¼ es que la ame. Silencio.
--¿En qué
está pensando, Mariano?
--En que no
sé si le dije a usted la verdad. --Explíqueme por favor.
--Sí. Que no
sé si las concesiones que acepté
son tan
pequeñas.
--A ver. Cuénteme.
--Antes de llegar aquí me sonó el
celular --otra
vez el
celular--. Era Valentina. Me dijo que sus pa- dres llegan este viernes de
Tandil a visitarla. Y que quiere que salgamos a cenar los cuatro.
--¿Y usted
le dijo que sí?
--Sí. Había
pasado muy poco desde la pelea. Si
le decía que
no tal vez se iba a enojar. Pero yo no sé si quiero ir.
--Mariano, no se engañe. Usted sabe perfecta- mente que no
quiere ir. Lo que no sabe es cómo ha- cerlo sin que Valentina se enoje.
--¿Entonces?
--Entonces
debe decidir entre hacer lo que
quiere, al
costo del enojo de su amante, o pagar con su presencia un día más de calma. Y digo un día más
porque sospecho que esto no acaba aquí, con este pedido.
--Pero si no
voy¼ creo que la
pierdo. Silencio.
--¿Usted ama
a esa mujer? --No.
62

--Entonces
piénselo muy bien, porque cada
movimiento
que haga en dirección a las demandas de Valentina, va a alimentar en ella la ilusión de que a
lo mejor usted pueda darle algo que, según me dice, no está dispuesto a
dar. Y si es así, ¿para
qué ilusionarla
en vano?
--Porque la
deseo mucho y no quiero perderla. --Entonces vaya y hágase cargo de las conse-
cuencias que
su egoísmo pueda tener para ella, pa- ra Débora y para usted.
Silencio.
--Me está
haciendo mierda. Usted me dijo que
jamás iba a
juzgarme.
--Mariano, no lo estoy juzgando. Se lo aseguro. Simplemente
le estoy describiendo, tal vez de un modo crudo, lo admito, cuál es su realidad en este momento para
que decida con madurez lo que va a
hacer.
--Es que yo quiero conservar las cosas como hasta ahora.
--Ya no creo que pueda. Me parece que llegado
este punto,
algo va a perder. Decida usted qué.
Interrumpí la
sesión y Mariano se fue.
Sé que mis
intervenciones lo habían angustia-
do mucho. A
veces los analistas debemos hacerlo. Yo sabía que había sido muy dura la sesión
para él, pero no podía evitar analizar estas cuestiones. Su vida estaba en una
encrucijada. Y él tenía que re- solver cuál de los caminos iba a tomar.
63

HISTORIAS DE DIVÁN
El viernes, tres días después, a eso de las ocho de la noche
me llamó por teléfono. Estaba desen- cajado, con una angustia descontrolada. Me
pidió si podía verme, a lo cual accedí inmediatamente. A las diez en punto dio
comienzo la sesión. Se sentó frente a mí y se puso a llorar.
--Cómo pude ser tan pelotudo¼ por Dios¼ no puedo creerlo
--decía entre sollozos.
--¿Qué pasó,
Mariano?
--El celular¼ este puto celular.
--¿Qué
ocurrió con el celular?
--Hoy, hace
menos de cuatro horas volví a casa
después de
trabajar y me fui a bañar. Hoy es el día en el cual debía cenar con los padres
de Valentina. Antes de entrar en la ducha dejé el celular sobre la cama¼ y me olvidé de apagarlo.
--Continúe.
--Cuando
salí del baño fui al dormitorio a ves-
tirme. Débora
me estaba esperando. Me alcanzó el celular y me dijo: "Tomá. Tenés un
mensaje. Leelo, yo
ya lo hice".
--¿Era un
mensaje de Valentina? --Sí. Aún no lo borré. Mire.
Me alcanza
su teléfono. Allí se leía: "Amor, mis
viejos
estarán en casa a eso de las diez. Tratá de lle- gar un rato antes. Te quiero.
Valentina".
Le devuelvo el celular.
64

--Ya se
imaginará.
--La verdad
es que no. Mejor dígamelo usted,
¿qué pasó?
--Ella se quedó parada delante de mí mientras yo lo leía.
La miré fijo a los ojos y pensé cómo arre- glaba ese desastre. Qué excusa
poner. Pero en ese momento ella habló primero. Estaba calmada, ca- si a
punto de llorar, con los ojos rojos, pero tran- quila.
--¿Y qué le dijo?
--Me pidió
que pensara muy bien lo que iba a
decirle. Que
en el mensaje no figuraba mi nombre, con lo cual podía yo restarle importancia y decir que era un
mensaje equivocado, o que era una bro- ma. Que la verdad era que esa noche yo iba a ir a la
reunión de egresados de la secundaria, tal cual le había dicho anteriormente, y
que no conocía a ninguna Valentina. Que en ese caso ella iba a refle- xionar si
elegía creerme o no. Pero que por favor no le faltara el respeto. Que no hiriera su dignidad
tratándola como a una estúpida. Que me tomara el tiempo que necesitara, pero
que lo que dijera iba a ser definitivo. Se fue a la cocina y me dejó solo.
--¿Y usted
que hizo?
--Me vestí,
lo llamé a usted y me vine hacia aquí
sin siquiera
saludarla. Estuve dando vueltas espe- rando que se hicieran las diez y tratando
de pensar.
--¿Y tomó
alguna resolución? --No. No pude decidir nada.
65

HISTORIAS DE DIVÁN
--Eso no es cierto.
--¿Qué quiere
decir?
Miro el reloj. Han pasado quince minutos de las diez de la
noche.
--Quiero decir que hace más de media hora que usted
debería estar en casa de Valentina¼ y sin em- bargo está acá.
Llora. Lo dejo desahogarse en silencio unos cuantos
minutos. Por fin decido hablar.
--Mariano, sé que en este momento usted sien- te que el
mundo se le vino encima, pero, ¿quiere que le diga algo? Usted generó esta situación. --Me mira
asombrado. --Sí. Estoy convencido de que ha- ce mucho que quería encarar este
tema y resolver- lo, pero no se animaba, entonces dejó que el celu- lar lo
hiciera por usted.
--¿Qué?
--Sí. Primero
dejándolo encendido para recibir
el llamado
de Valentina en mi presencia, en plena se- sión. Obviamente no íbamos a
poder escapar del te- ma. Entonces, aunque de manera inconsciente, eli- gió esa
metodología para que yo me enterara de la existencia de Valentina y de lo
problemática que se estaba volviendo la situación. La sesión siguiente, a
pesar de su resistencia a hablar del tema, aquel men- saje de texto volvió a traer la
cuestión al análisis. Una sesión muy jugosa,
debo reconocer, en la cual habla- mos
de su dificultad para amar y desear a una mis- ma persona. Y por último esto
que ha ocurrido hoy.
66

--¿Qué quiere
decir¼ que el
teléfono me lo ol-
vidé prendido
a propósito?
--Sí y no. No desde lo consciente, pero sí des- de su deseo
inconsciente de terminar con esto. Es lo que se llama un "acto fallido", una manera de
hacer
algo que conscientemente uno no puede ha- cer, de manifestar un deseo que va más allá de nuestra
posibilidad de enfrentarlo. Usted no sólo se lo olvidó prendido, sino al
alcance de Débora, después de una sesión tan movilizante como la del martes pasado
y justo antes de dar un paso fun- damental como el de presentarse oficialmente an- te la
familia de Valentina. ¿Quiere que le diga la verdad? Sí. Creo que lo hizo a
propósito¼ ¿No
opina usted
igual?
Silencio.
--El tema de
Valentina se me fue de las manos.
Yo no quería
esto¼ y no estoy
dispuesto a perder a mi familia. Aunque tal vez ya es tarde.
--Mariano, Débora le dio tiempo. Usted decidió compartir ese
tiempo conmigo. Bueno, utilicémos-
lo para
pensar. ¿Qué va a hacer?
--No lo sé.
--¿Usted ama
a su esposa? --Con toda mi alma.
--Entonces
escúchela. Ella le pidió que la trata-
ra con
dignidad. Creo que se lo merece.
--¿Y qué
hago, le cuento la verdad?
--Haga lo que
quiera. Pero si me permite una
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HISTORIAS DE DIVÁN
opinión, y
aclaro que es solamente eso, una opi- nión, creo que no hay mejor opción que la verdad.
Charlamos un poco más sobre el tema. Maria- no decidió ir
a su casa y hablar con su mujer. De- cirle la verdad. Omitiendo, por supuesto, los deta- lles
morbosos de la situación. Ella lo escuchó, le preguntó por qué, lloró mucho
y, al final de una lar- ga noche, decidieron darse una nueva oportunidad.
En el transcurso de ese tiempo conocí a Débo- ra, ya que
ella le solicitó a Mariano autorización para acompañarlo a algunas sesiones. Y él accedió gustoso. Era
una mujer realmente hermosa, muy atractiva e inteligente.
Si bien éste era el espacio analítico de Mariano, durante casi
dos meses vinieron juntos. Hablaron de muchas cosas, pero sobre todo, se escucharon.
Hasta que una noche ella apareció sola al hora- rio de
sesión.
--Mariano no
ha llegado aún.
--Ya lo sé.
Le dije que quería venir sola. Hablar
con usted.
--Yo iba a decir algo pero me interrum- pió. --Ya sé que no es lo más común,
pero él estu- vo de acuerdo, de modo que si no se opone, le rue- go que me
permita pasar.
Así lo hice.
--Débora,
imagino que usted tendrá muchas du-
das, muchas
fantasías, pero sepa que yo tengo un se-
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creto
profesional que mantener y no voy a poder res- ponder a las preguntas con
respecto a su marido.
Sonrió.
--No,
Gabriel. No es de él de quien quiero ha-
blar, sino
de mí. Ya sé que usted no puede ser mi analista. Es más, me gustaría que
después de esta charla, que será la última que tendré con usted, me
derivara a alguien de su confianza. Pero hay cosas que quiero decir. Y creo que
se lo debo.
--¿A su esposo? --No. A usted. Silencio.
--Hace tiempo que yo me di cuenta
de que la re-
lación no
estaba bien. Nuestra vida sexual empezó a estar cada vez más acotada, más condicionada.
--¿Condicionada
por qué cosas?
--Básicamente
por Mariano. Él cada vez ponía
más frenos,
más peros.
--¿Me está diciendo que buscaba excusas para
no tener
relaciones?
--No. Le estaría mintiendo si le dijera eso. Pero más o menos.
Nuestras relaciones empezaron a ha- cerse cada vez más previsibles, sin juegos,
sin sor- presas. Yo comencé a sentir que él ya no podía ver- me como a una
mujer.
--¿Y en qué
momento esto empezó a ser así?
--Casi desde que nació nuestro
hijo menor. --El
día en que
conoció a Valentina. --Yo también fui responsable, porque no dije nada. Y fui convirtién-
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HISTORIAS DE DIVÁN
dome cada vez
más en la madre de sus hijos y de- jando de ser su mujer.
Silencio.
--¿Y qué
hizo con su deseo? Silencio.
--Eso es lo
que siento que le debo, Gabriel. Us-
ted ha hecho
mucho por nosotros. Yo ya no voy a venir más a verlo. Creo que debo iniciar mi propio análisis.
Pero antes necesitaba que usted supiera toda la verdad.
--La escucho.
--Gabriel, no es Mariano el único
con deseos se-
xuales en la
familia. Yo también los tengo. A mí también me gusta coger.
Me mira a los ojos cuando lo dice. Quiere mos- trarse como
hembra. Y yo le sostengo la mirada. Seguramente hace tiempo que esconde esta
faceta
de su vida.
Tiene derecho y ganas de mostrarla.
--¿Entonces?
--Hace
tiempo que la mayor actividad sexual de
mi vida es
masturbarme. Y fantasear¼ siempre con Mariano.
Casi parece una broma esto de tener que imaginar que tengo sexo con el hombre que duerme cada
noche a mi lado. Pero ha sido así. Hasta hace más o menos un mes.
--¿Qué
ocurrió hace un mes, Débora?
--Me
encontré con un hombre con el cual había
salido de
soltera, un amigo de mi hermano.
--¿Y
qué pasó?
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--Al
principio sólo llamados telefónicos. Largas
charlas.
Estoy mucho tiempo sola, de modo que puedo hablar tranquila.
Y casi sin darme cuenta empezamos un juego de seducción
que me hizo sentir cosas que hacía mucho tiempo no sentía. Me da vergüenza
hablar de esto.
--¿Se acostó con él? --No, pero
casi.
--¿Deseaba
hacerlo? --Muchísimo.
--¿Y qué la
detuvo?
--Que yo no
amo a ese tipo. Yo amo a Mariano.
Simplemente
necesitaba sentirme deseada, saber que aún podía excitar a un hombre. Que no
había dejado de ser una mujer. Pero justo cuando debía concretar¼ no pude.
--¿No pudo
hacerle eso a su esposo?
--No. No pude
hacerme eso a mí. Entonces de-
cidí cortar
eso que nunca había empezado y espe- rar la oportunidad para hablar con Mariano
de lo que me estaba pasando.
--Y el mensaje de Valentina significó la llegada de esa
oportunidad.
--Sí. Aquel mensaje me impactó, me enojó, me angustió.
Pero también me dio la excusa para plan- tear lo que nos estaba pasando.
Mariano se acostó con esa chica. Yo casi me acuesto con aquel hom- bre. ¿Cuál
es la diferencia? Yo no soy mejor que él.
--Yo no sé cuál de los dos es mejor o peor, si es
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HISTORIAS DE DIVÁN
que eso puede
saberse. Creo que cada uno manejó el tema como pudo.
--Así es.
--¿Y ahora?
--Ahora
habrá que pelear por esta familia.
--Débora¼ A lo mejor en lugar de pelear
por la
familia,
deberíamos pensar en pelear primero por
la pareja,
¿no le parece?
Me sonrió.
--Ojalá
tengan mucha suerte --le dije y nos des-
pedimos.
Mariano ha seguido trabajando mucho en este tiempo de
análisis. Ya casi nada queda de aquellas sesiones tediosas y superficiales. Ha cuestionado sus modelos,
su familia de origen y los temores que le traía aparejado el hecho de estar casado con una mujer
y no con una madre.
Débora comenzó a hacer terapia con un profe- sional de mi
equipo.
Han pasado diez meses desde el episodio del ce- lular, aquel
que los obligó a develar una verdad do- lorosa y que les dio, al mismo tiempo,
la posibili- dad de intentar torcer el rumbo de su pareja.
No sé si podrán o no lograrlo. Están trabajando duro para
conseguirlo.
Éste es un presente difícil para ambos y lo es- tán
atravesando con esfuerzo y con dolor.
Y es que a veces, no hay otra manera de cons- truir un
destino mejor.
lo leí en psicología
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